Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 2 Historias Bonus Extra


 

El objetivo del esfuerzo

 

Agripina cerró el libro y se volvió para observar a su criado, que se afanaba diligentemente. Su mente daba vueltas: era un mensch corriente, como los que podía encontrar esparcidos por todo el mundo. Su desinterés por los nombres había hecho que al principio le costara sacar «Erich» de los recovecos de su mente, pero el proceso se había hecho más fácil con el tiempo. También era bastante guapo, probablemente… a decir verdad, su capacidad para evaluar esas cosas hacía tiempo que había decaído hasta el punto de que lo mejor que podía hacer era una conjetura.

Además, Erich era todo un estudiante de magia, en lo que a hombres se refería. Todo lo que Agripina tenía que hacer era darle un libro de texto, y voilà, había aprendido todos los hechizos domésticos necesarios para ocuparse día tras día.

El chico se levantaba temprano para preparar el desayuno y limpiar la habitación de polvo (aunque la magus no veía la necesidad de esto último). Es más, incluso cuidaba de los corceles del carruaje; Agripina había dejado su bienestar en manos de la gente de la caravana y sólo los atendía con magia cuando era absolutamente necesario. Para una persona normal, era un empleado digno de elogio.

Sin embargo, la opinión de la matusalén estaba ligeramente desviada de la normalidad. Qué criatura tan apresurada, pensó. Esa era la impresión que muchos matusalenes tenían de los mensch; sencillamente, la visión de un ser inteligente apresurándose a lo largo de sus días como si una amenaza invisible le estuviera pisando los talones era incomprensible para un inmortal.

Para ser justos, poco podían hacer Agripina y los suyos para cambiar la situación. Ni el hambre ni la sed les acosaban, lo que hacía que las comidas se convirtieran en un lujo; para aquellos a los que no les gustaba especialmente el placer, se reducía aún más a un lubricante social. Estos especímenes perfectos se encontraban en un plano de realidad distinto al de los pobres mensch que necesitaban alimentarse y reproducirse con frecuencia para evitar el colapso de su pueblo.

Lo contrario era igualmente cierto: ningún ser mortal podría entender el estilo de vida de Agripina. Comía cuando la invitaban a comer, y sólo cuando la invitaban a comer. Aunque entendía los placeres del gusto —de hecho, había saboreado el placer de la buena cocina muchas veces en el pasado—, le aburría, y nunca elegiría pasar su precioso tiempo comiendo.

La limpieza era una historia similar. Los matusalenes tenían un cuerpo tan eficiente que no expulsaba desperdicios. Su ropa se podía refrescar con un hechizo rápido y sus habitaciones nunca se ensuciaban demasiado.

Dormir era el único pasatiempo mortal que se permitía, e incluso entonces, era sólo para organizar sus pensamientos y recuerdos. Sin embargo, este singular rasgo común distaba mucho de ser suficiente para que su ridículo modo de vida resultara familiar a un mensch medio.

A Agripina le importaba tan poco la vida «adecuada» porque no había ninguna amenaza de muerte que se cerniera sobre ella. Para una mujer que amaba tanto los libros y las historias que contaban, los quehaceres de la realidad le importaban poco... es decir, hasta que comenzó su vida con estos dos niños.

—Erich.

—¿Me llamaba, madame?

—Así es. Tráeme un poco de té, ¿quieres?

Agripina había comenzado recientemente a prestar atención a la comida y la bebida que había descuidado durante tanto tiempo. No le apetecía especialmente beber té, en sí, pero al pedir una taza, se recordaba a sí misma el flujo del tiempo y lo imperativo que era que sus pupilos comieran con regularidad.

Así es: por muy inconveniente e ilógico que le pareciera, los mensch debían comer todos los días o corrían el riesgo de morir de hambre. Para empeorar las cosas, se volvían menos eficientes si no comían la friolera de tres veces al día, según un libro de crianza de su colección. Si no hubiera leído este manual, este hecho básico se le habría escapado por completo, y tenerlo en cuenta era imperativo para un agradable viaje de vuelta a casa.

Sinceramente, qué calvario, tanto para mí como para ellos.

En el libro se decía que estas criaturitas no vivirían más de un siglo; cuando la matusalén se sumergió en su inmensa reserva de recuerdos, recordó que las caras que la recibían al volver a la finca de los Stahl cuando era niña cambiaban con cada viaje. Esto era especialmente cierto en el caso de sus conocidos mensch.

Quince años bastaban para la edad adulta; a los veinte, tenían hijos; y a los cuarenta, ya empezaban a morir. Estas almas fugaces podían ir y venir en el tiempo en que un matusalén terminaba su infancia. Y ahí, tal vez, radicaba la razón por la que aquel muchacho se apresuraba a recorrer el carruaje como lo hacía.

—Su té está servido, señora.

—Mm, muy bien.

Una breve tangente en una sola hebra de la conciencia de Agripina fue todo lo que necesitó para que su bebida fuera preparada. Donde antes su vajilla había acumulado polvo, ahora había sido limpiada y brillaba tan perfectamente que ni siquiera podía ver una huella dactilar en ella. En cuanto al té en sí, no era tan agradable como el que encontraría en un salón adecuado con camareros bien formados, pero merecía un aprobado.

Con un sorbo rápido, el sabor fuerte y sin adornos del té rojo se deslizó por la garganta de Agripina. Ah, sí. Ahora lo recuerdo. Esto es lo que se siente al «beber». Como ya estaba perdiendo el tiempo, pensó que también podía disfrutar. Su razón inicial para detenerse en tantas posadas era simplemente experimentar su lujo; sin embargo, no encontró ninguna razón por la que no pudiera añadir comida extravagante a la mezcla.

La magus se aseguró de decirle al chico que pidiera los mejores desayunos, comidas y cenas en cada posada, y que se los preparara él mismo cuando estuvieran de viaje. De este modo, aunque se le olvidara, su sirviente se encargaría por ella. A pesar de lo excéntrica que era, Agripina cuidaba de los niños a su manera. Sin embargo, su forma de ser era matusalén, y los hermanos no comprendían sus esfuerzos.

En cuanto al tema de la comida, recordaba que su sirviente se quedaba boquiabierto cuando gastaba libras con facilidad para comprar alimentos. El sentido fiscal de los plebeyos seguía siendo una peculiaridad para la mujer de alta cuna, pero recordaba haber visto a la gente de su caravana reaccionar de forma similar cuando ella había repartido piezas de plata como recompensa por los recados. Sin duda, Erich debía de pensar que era una derrochadora.

Vivir junto a una raza alienígena era simplemente difícil para la matusalén. Dicho esto, no tenía ningún interés en que los niños la comprendieran, y mucho menos en proporcionarles una vía para hacerlo.

Agripina pasó un momento disfrutando de su aromático té antes de retirarse a una de sus pocas verdaderas adicciones: la pipa. La encendió con magia, luego dejó que el humo de las hierbas místicas inundara sus pulmones y se ahogó en una dicha indescriptible, aquietando su activa mente.

De repente, notó que el humo que exhalaba era bastante molesto. El tabaco que fumaba estaba impregnado de un brebaje arcano lo bastante potente como para intoxicar a un matusalén; naturalmente, tendría un efecto pronunciado en los seres inferiores. No es que una sola bocanada hiciera volar la mente de un mensch a la estratosfera, pero una calada de la pipa bastaría sin duda para robarle la conciencia a uno.

La magus preparó en silencio un hechizo para filtrar la nube que salía de sus labios y evitar que se esparciera por la habitación. Agripina podría haberla borrado por completo, por supuesto, pero una pipa que no echaba humo no era una pipa para ella.

—Qué molesto...

—¿Madame?

—No me hagas caso, —dijo dando otra calada. Mientras continuaba con su desapercibido acto de reflexión, reflexionó una vez más sobre lo infranqueable que era la brecha entre los pueblos.

Al fin y al cabo, nadie es capaz de abandonar los valores que le hacen ser quien es.

[Consejos] Comprender a seres con fisiologías y culturas muy diferentes es una tarea intrínsecamente difícil.

 

Estatura feérica

 

La colina estaba encerrada en un crepúsculo eterno, destinada a estar siempre a caballo entre un sol que nunca se ocultaba y una luna que nunca salía. En esta tierra feérica, los alfar iban de aquí para allá sin preocuparse por nada, actuando de la manera que les apetecía.

Sin embargo, por infinitamente libres que fueran estas hadas, seguía existiendo cierta organización en sus filas. Sólo los alfar podían conocer esta jerarquía, tanto porque era un secreto del más alto grado como porque nadie que tropezara con ella podría llegar a comprenderla. Estos fenómenos vivos, que formaban parte de la realidad misma, necesitaban principios organizadores. Este papel lo desempeñaban los más fuertes: los reyes y las reinas.  

—Waaaugh...

Innumerables entidades sin forma se mezclaban con sus contrapartes menos abstractas y atraían a sus visitantes, estuvieran allí por voluntad propia o no, mientras bailaban sin descanso. En medio de las risas vertiginosas, un alf solitario flotaba débilmente, con el aspecto más triste posible.

La personificación, del tamaño de la palma de la mano, de una suave brisa primaveral pasaba a la deriva, con una gran gota de agua brotando de sus ojos rosados; todo en su lenguaje corporal gemía de melancolía. Fieles a sí mismos, los alfar disfrutaban siempre de sus emociones: lloraban como si el mundo se acabara cuando estaban tristes, y lo celebraban como si dieran la bienvenida a un nuevo hermano o hermana cuando estaban contentos. Esa era la clave de sus vidas plenas.

Hoy, la pequeña sílfide tenía el cabello como la hierba. Con un nombre y un sentido de sí misma, el hada del viento era notablemente poderosa para su especie. Cuando una alf que preside el crecimiento, el cambio y la intemperie se deslizaba de este modo, traía consigo una brisa helada. Como una ráfaga a principios de otoño, su desbordante estado de ánimo helaba la piel de quienes la rodeaban. Sin embargo, acababa de ser liberada de su prisión y había atado su destino a un simpático y pequeño mensch al que apreciaba. ¿Qué razón podía haber para su lamentable estado?

Algunos de sus compatriotas se acercaron a hablar con su hermana, pero ella los rechazó con un gesto de cansancio. Finalmente, la sílfide aterrizó en la base de un gran árbol; más exactamente, se estrelló contra él, agotada su resistencia. Como una marioneta con los hilos cortados, se desplomó tan inerte que podría desaparecer en cualquier momento.

—Vaya, vaya. Parece que he encontrado un hada que se derrite.

La alf del viento oyó una voz desde arriba, pero estaba demasiado demacrada para levantar la vista y responder.

—¡Eh! ¿Podrías no ignorarme así?

—Hrrghh... qué pesada...

La voz parecía un poco irritada, y antes de que la sílfide se diera cuenta, alguien se había sentado sobre ella. Con las tripas aplastadas, el hada cansada se debilitó aún más.

—Qué grosero. Quiero que sepas que soy tan ligera como una pluma, Lottie.

—¡Ursula, malvada! Las dos somos ligeras como plumas.

La chica vestida de hierba era Charlotte, y la que estaba sentada sobre ella vistiendo nada más que su propio cabello era Ursula. Esta pareja se conocía desde hacía una eternidad, y la svartalf no mostraba signos de levantarse, a pesar de las quejas de su amiga. Se limitó a mirar a su aplastada compañera y a preguntarle qué había pasado.

Lottie gimió un rato. Su voz no era ni de enfado ni de dolor, pero algo en ella parecía divertir a Úrsula, así que la sílfide se detuvo. En su lugar, comenzó a explicar lo que había sucedido con su característico lenguaje infantil.

Para ir al grano, Lottie había sido reprendida. Mucho. De hecho, el sermón que había recibido había sido de proporciones legendarias.

En primer lugar, el hecho de que se había metido en una situación en la que ni siquiera podía volver a la colina del crepúsculo, por no mencionar el hecho de que compadecerse de una hermana no era motivo suficiente para ir y hacerse capturar, era inaceptable. Pero lo que vino después fue aún peor. Los Alfar eran conocidos por conceder regalos a quienes favorecían... sí, eso estaba bien. De hecho, a Lottie se le había asignado un premio feérico para regalar al chico o chica bonitos del que se encaprichara, y hacerlo era aceptable.

Sin embargo, Lottie no estaba destinada a ofrecer una de dos opciones, y se había saltado sus propias reglas en aras de su propia diversión. Naturalmente, había sido tirada de aquí para allá por todo tipo de alfar mayor, que cada uno la sometió a un infierno interminable de sermones.

—Qué tonta, —dijo Ursula riendo—. Te dije que deberías haber ofrecido una opción poco razonable como yo.

—¡Pero! ¿Y si elegía la mala? —La sílfide sabía bien lo que la semilla del cambio podía hacer una vez crecida: podía erosionar la forma misma de un alma.

Úrsula sabía lo sensible que era un alf a los conceptos que ella presidía. Pensando que Lottie tenía razón, pensó en lo que habría pasado si el chico hubiera elegido adoptar sus rasgos feéricos con una risita.

—¿No sería maravilloso a su manera?

Las posibilidades eran sólo posibilidades, pero la svartalf sonrió pensando que esa hipotética línea temporal le vendría muy bien. Por otra parte, la sílfide aplastada acababa de recibir una reprimenda sobre cómo su exceso de indulgencia podría haber deformado la naturaleza misma del niño que había encontrado, y sólo pudo gemir en respuesta.

Tal vez la risa del hada nocturna trascendió el velo entre las dimensiones; muy lejos de allí, un niño se sintió invadido por la repentina necesidad de estornudar.

[Consejos] Según la más rigurosa de las definiciones, la colina crepuscular no «existe» del mismo modo ni en el mismo plano que la realidad física. Quienes la llaman su hogar tienen visiones insondables para la mente humana.

 

 La determinación de una doncella

 

«No me gustan las despedidas sombrías», había declarado Margit con gallardía.

El día de la partida de Erich, no fue a su encuentro. De hecho, el día antes se había revestido de seguridad insistiendo en que pasara sus últimos momentos en el cantón con la familia que dejaba atrás.

Por eso se negó a perseguir el carruaje o a llamarlo a gritos. Era demasiado tarde para hacerse la consentida, rogando abalanzarse sobre aquellos hermosos hombros por última vez. Lo único que hizo fue mirar desde lejos.

Las ocho pequeñas patas de la aracne saltarina trabajaron en tándem para escalar un enorme árbol en las afueras de Kongistuhl. Mientras que a un mensch le costaría trepar por las numerosas ramas, por no hablar de apoyar su peso en ellas, Margit se encaramó tranquilamente a su torre de corteza.

Entrecerró los ojos para enfocar con su impecable visión un solitario carruaje que se alejaba de la caravana que partía. Los dos espléndidos corceles que iban delante arrastraban a su compañero de toda la vida y a la hermana por la que había aceptado la servidumbre. Estaba dedicando años de su tiempo, aplazando sus sueños, todo para ganar una vida normal para la pequeña.

Sinceramente, Margit estaba celosa de Elisa. Sabía que eran parientes, que Elisa era el único miembro de la familia de Erich al que podía querer, pero el amor sin límites que mostraba por la niña era impresionante. Su abnegación era casi increíble; pocos estarían dispuestos a llegar tan lejos por nadie más.

Margit nunca había dejado traslucir su horrible emoción. Ni una sola vez lo había insinuado, y mucho menos había permitido que se reflejara en su expresión. De hecho, había hecho todo lo posible por no darle importancia. Al fin y al cabo, se decía a sí misma, Elisa es sólo su hermana.

Sin embargo, ver partir a Erich hacia una vida muy, muy lejana avivó la llama de su envidia apocalíptica. ¿Cómo no iba a ser así? Se marchaba para dedicar su vida a ganar una suma que bien podría llevarle toda una vida acumular; sería extraño no codiciar un amor tan verdadero.

Margit no dudaba de él: si hubiera sido ella la que se encontrara al borde de la catástrofe, Erich seguramente habría hecho lo mismo por ella. No se trataba de un capricho de juventud, sino de la inquebrantable llama de la fe que ardía en el corazón de la doncella.

Sin embargo, doncella como era, el pensamiento no se apartaba de su lado: ¿Cómo, oh cómo, podrías amar a otra como a mí?

A decir verdad, Margit estaba dispuesta a darle la bienvenida aunque tonteara con otras en su viaje; en el peor de los casos, aunque volviera con un hijo o dos. Aunque no podía hacerse a la idea de los encantos de ninguna otra presa, su madre le había dicho que los hombres mensch «simplemente estaban hechos así», y la joven aracne sentía que podía ser comprensiva.

Pero eso no se extendía al verlo amar tan apasionadamente a otra persona. Una emoción indescriptible, más allá de la simple posesividad, se arremolinaba en su interior. Tal vez si se aceptara que los mensch están hechos con una fidelidad imperfecta, se podría argumentar que la emoción violenta e infantil que brotaba ahora formaba parte de la naturaleza de los aracnes, un tópico que se aplicaba por igual a los tejedores de telarañas, los acechadores nocturnos y los forzadores brutales de su especie.

El vívido sabor a hierro que había acariciado la lengua de Margit en aquella colina crepuscular saltó a través del tiempo para asaltar sus papilas gustativas. Mientras el carruaje se perdía lentamente de vista, Margit mantuvo sus nerviosas piernas en su sitio por pura fuerza de voluntad. Despedirlo así ya era de mal gusto; tenía que luchar contra el impulso de mantenerlo a la vista. De lo contrario, no podría evitar saltar sobre la calesa que se alejaba.

Oh, pensó Margit con una sonrisa amarga, resulta que soy como cualquier otra chica.

Conteniendo sus labios respingones, se tiró del cabello y se recompuso. Se dio la vuelta. Al igual que Erich había decidido cumplir su voluntad, ella también tenía algo que hacer: donde la misión de él era proteger a Elisa, la de Margit era continuar su vida en el cantón.

La aracne juró robar todos los trucos del libro de su madre. Después de todo, Erich nunca rompería una promesa. Era de los que llevaban las cosas hasta el final. Así que, mientras esperaba, necesitaba estar segura de que podría estar orgullosa a su lado. Como para animar a la chica enamorada, su auricular rosa tintineó en el viento.

[Consejos] Las razas con fuertes instintos de caza a menudo se fijan en una sola y particularmente impresionante presa. 

 

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