Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 3 Principios del verano del duodécimo año Parte 1


Juego de rol de mesa (en inglés, TRPG)

Versión analógica del formato de juego de rol que utiliza reglas de papel y dados.

Una forma de arte escénico en el que el GM (Game Master, o por su traducción al español: Maestro del juego) y los jugadores esculpen los detalles de una historia a partir de un esquema inicial.

Los PJ (Personajes Jugadores) nacen de los detalles de sus hojas de personaje. Cada jugador vive a través de su personaje mientras supera las pruebas del Maestro del Juego para llegar al final.

En la actualidad, existen innumerables tipos de TRPG, que abarcan géneros como la fantasía, la ciencia ficción, el terror, el chuanqi moderno, los shooters, el postapocalíptico e incluso ambientaciones de nicho como las basadas en idols o criadas.


Con cada día que pasaba, la figura mundana del Dios Sol se hacía más audaz: había llegado el verano. Extensos campos de trigo pintaban de oro la tierra hasta los confines del horizonte, donde el verde vibrante de las montañas más allá representaba la vida abundante.

El mundo respiraba como siempre, felizmente ajeno a mi agonía, a mi arrepentimiento y al terrible error que había provocado esas emociones. Así eran las cosas: fuesen cuales fuesen las intenciones del futuro Buda cuando me posó en esta tierra, el resto de la existencia sabía muy poco de ello.

Yo no era el protagonista. Aunque me pusiera el título de PJ 1, no era más que otro actor que completaba la trama general de la realidad. No importaba lo meticulosamente que hubiera redactado mis folletos o lo extensa que fuera mi hoja de personaje, lo único que me separaba de mi prematuro final era un set de cubos.

El Maestro del Juego de este universo no se doblegaba ante un simple jugador; ¿cómo iba a hacerlo si yo nunca había hecho lo mismo, sentado en ese extremo de la mesa? A veces, el mundo ofrecía desafíos insuperables. Vivir era elegir amargamente el menor de los males que se ofrecían.

Así, la vida abundaba a pesar de mis remordimientos, ¿y quién era yo para resentirme por ello? Además, había jurado cargar con el peso de condenarme a mí mismo por el resto de los tiempos.

Apreté las riendas del carruaje y respiré hondo para amortiguar mi espíritu marchito. Cuando mis dedos apretaron la brida, mi anillo brilló a la luz del sol. Donde antes sólo había metal desnudo, una gema azul brillaba con orgullo, como en un intento de animarme. Aquel brillante prisma azul hielo era el último vestigio de la muchacha a la que no había podido salvar: la cristalización de mi fracaso y mi pecado.

Mientras me aferraba al zafiro helado y gemía, Elisa se dio cuenta de que el caos había terminado y, a pesar de su miedo, se acercó a abrazarme. Se está haciendo muy buena, pensé.

Cuando Elisa miró la gema, me dijo: «Ella quiere estar contigo». Tal vez sintió algo como una compañera sustituta. Incluso después de despertar a la magia, mis ojos de mensch lastimosamente apagados no podían compararse con el alma feérica que descansaba en el cuerpo de mi hermana. Aunque yo no podía ver el mundo como ellos, me pregunté por un momento si habría sido capaz de entenderlo de haber tenido los ojos de la svartalf.

Después de todo lo que se había dicho y hecho, el último deseo de Helga había sido que yo llevara su recuerdo conmigo, y lo había hecho colocándolo en mi anillo lunar. Al principio, Lady Agripina había preguntado insensiblemente: «Oh, es toda una rareza. ¿Estarías interesado en venderlo?». Después de que me negara en redondo, prosiguió: «Muy bien, no le haré daño, así que déjame jugar con él un rato». Al final, ella se encargó de colocar la gema.

La madame podía ofrecerme cinco años de exención de matrícula todo lo que quisiera; pero tenía demasiado valor sentimental para que me desprendiera de ella.

La suerte quiso que el último recuerdo de Helga combinara bien con el anillo lunar: lanzar hechizos era ahora más fácil que nunca. La fatiga que conllevaba el gasto de maná (era en momentos como éste cuando deseaba que mi bendición diera valores exactos de PM) apenas se notaba, lo que significaba que sería más tenaz en los combates prolongados. Con otro de mis defectos de espadachín mágico ideal remendado, no podía estar más confiado.

Por encima de todo, me dio la voluntad de luchar: no me derrumbaría tan fácilmente. Cada vez que miraba mi mano izquierda, recordaba todo lo que estaba destinado a cumplir.

Ah, qué clima tan espléndido. Los cielos se eternizaban sin una nube a la vista. Contemplando el cielo, me sentía como si fuera a caer en aquel azul infinito.

El Imperio Trialista de Rhine disfrutaba de veranos agradablemente secos, y el clima fresco de la región hacía que la temperatura estuviera lejos de ser insoportable. No había asfalto que devolviera el calor extra, y el aire no era tan enfermizamente húmedo como para sentir que respiraba líquido. Aunque echaba de menos muchas cosas de mi vida anterior, la necesidad de hidratarme cada treinta minutos o arriesgarme a sufrir una apoplejía en verano no era una de ellas.

A estas alturas del año, los vigilantes de mi ciudad natal probablemente comenzaban su temporada más intensa de entrenamiento. Con poco trabajo agrícola que hacer, los hombres lanzaban sus azadas a cambio de espadas y lanzas mientras las blandían bajo el cielo abierto. Después de sudar todo lo que podían y más, se desnudaban y saltaban al río.

Si yo hubiera estado entre ellos, habría vuelto a casa para ver cómo preparaban la carne curada para almacenarla. Mi madre me ofrecería frutas que había enfriado en el pozo, y yo me quedaría de brazos cruzados, esperando a que las caravanas llegaran al cantón con deliciosos caramelos helados.

Sólo podía rezar para que a todos les fuera bien. Con mi dulce hogar de Konigstuhl muy, muy lejos, nuestro viaje de tres meses se acercaba por fin a su fin. Berylin, la gloriosa capital imperial de Rhine, estaba casi a la vista.

El mío había sido todo un viaje. Matar demonios en una mansión abandonada y llevar la historia de Helga a su fin sólo había sido el comienzo de mis problemas. De hecho, había estado tan ocupado que apenas había encontrado tiempo para empaparme de mi culpa.

La lluvia o el viento eran motivo suficiente para que Lady Agripina se cansara del camino, y con frecuencia prolongaba nuestras estancias en las tabernas a su antojo sin importarle nada. Además, a menudo nos deteníamos en los pueblos para abastecernos de provisiones y demás; si algo le llamaba la atención, perdía alegremente días enteros, diciendo: «El Colegio puede esperar. Todavía estarán allí cuando lleguemos».

En una ocasión, nos encontramos en una región famosa por su encuadernación. Cuando la buena madame se enteró de que se iba a celebrar un bazar literario, dejó de lado toda pretensión de progreso y se encerró en el pueblo durante más de una semana. Su desquiciada afición a la lectura se hizo patente: lanzaba monedas de oro a diestro y siniestro por los tomos más raros, pero también compraba una buena cantidad de libros mal encuadernados siempre que el título despertara su interés.

Si no la hubiera apartado de allí, seguramente habríamos estado atrapados en aquella ciudad el triple o el cuádruple de tiempo. El rumor de un mecenas adinerado se había extendido rápidamente, y los libros venían literalmente a nosotros para cuando nos estábamos marchando.

Sin embargo, empujar el objeto inamovible que era el trasero de mi patrona no había sido ni mucho menos mi única dificultad. Asumiré la responsabilidad por la vez que tomé prestado un tomo de magia de combate y me quemé el flequillo, pero el incidente en el que Lady Agripina me arrastró caprichosamente a una cantina no fue en absoluto culpa mía. Me había visto obligado a golpear a innumerables borrachos con mis puños desnudos para protegerlos de la ira de la terrible magus que tenía a mis espaldas. Había estado a punto de gritarle que tales actividades no formaban parte del deber de un sirviente.

Aparte de eso, había superado mi vacilación para interactuar con Úrsula y Lottie… pero los otros alfar que me acompañaban se estaban convirtiendo en un problema. Su más reciente travesura fue cuando me ataron el pelo en un millón de pequeñas trenzas que parecían las peores rastas del mundo. Incluso con mis Manos Invisibles trabajando a pleno rendimiento, tardaron un día entero en deshacerlo todo; a pesar de ello, anduve por ahí con un horrible permanente durante unos días.

Hablando de eventos notables, hubo uno que no pude ignorar…

—¡Señor Hermano!

—¿Qué pasa, Elisa? ¿No te dije que salir al asiento del cochero es peligroso?

…La influencia de Helga aparentemente había despertado en mi hermana sus poderes mágicos.

El carruaje rodaba a un ritmo bastante rápido, y caerse habría sido comparable a un accidente vehicular. En realidad, el riesgo de ser pisoteado por nuestros corceles o atropellado por las ruedas significaba que probablemente era más peligroso.

Ningún niño normal de siete años sería capaz de abrir la puerta y bordear el exterior de la diligencia hasta llegar al asiento del cochero. Tendrían que ser capaces de saltar a través del espacio-tiempo o volar por el cielo: Elisa podía hacer ambas cosas.

—La señorita Maestra dijo que tomáramos un descanso. Dijo que no puedes concentrarte por mucho tiempo.

Mi hermana flotó despreocupadamente hasta abrazarme el cuello por detrás, pero su mitad inferior se quedó perezosamente rezagada, dentro del armazón del carruaje. Este era el talento natural de todos los sustitutos: podían manipular sus cuerpos para existir fuera de los absolutos de la realidad física.

Elisa había despertado menos a la magia y más recordaba lo que significaba ser un sustituto. Una mañana, la encontré flotando mientras dormía, lo que me dio un susto de muerte. Recordé cierta película clásica; casi corrí a la iglesia más cercana a buscar a un sacerdote antes de que empezara a vomitar.

Desde entonces, Elisa había empezado a flotar como una cometa sin hilo, tocando sólo las cosas que quería tocar y pasando por encima de todo lo demás. Si todos los niños como ella sobrevivieran hasta la edad adulta, los espías del mundo se quedarían sin carrera.

Dicho esto, Lady Agripina explicó que aún estaba medio despierta (como cuando se levanta de la cama) y que su formación como maga aún no había comenzado. Sus trucos actuales eran tan naturales para un sustituto como caminar para un mensch o nadar para un pez.

Esto sólo significaba que Elisa se acercaba por fin a la línea de salida. Su adorablemente pobre dominio del lenguaje y su dicción plebeya delataban claramente su falta de educación. Sin fundamentos como la lengua palaciega sólidamente en la mano, no tenía esperanzas de estudiar magia. Lady Agripina la dejaba flotar a su antojo para evitar una explosión embotellada de poder arcano, y a menudo me encargaba que supervisara su meditación para aumentar su concentración.

Elisa estaba ansiosa por aprender, y sus esfuerzos empezaban a dar fruto, pero su torpe lengua no era apta para el lenguaje más elegante. Echando la vista atrás, yo también había tenido problemas con esto: aunque Margit me había enseñado una variante popular de la lengua palaciega, había venido con un añadido claramente embarazoso… No, ya basta. Ese recuerdo no es bueno para mi salud mental.

A pesar de que Lady Agripina comparaba de forma poco útil los progresos de Elisa con los míos (al fin y al cabo, lo único que yo tenía que hacer era pulsar un botón), estaba realmente agradecido por la paciencia con la que enseñaba a mi hermana. Los tutores capaces de motivar a los alumnos y de estar con ellos en las buenas y en las malas son una especie rara.

Aun así, no podía dejar de preguntarme por qué aquella mujer había estado desempeñando últimamente el papel de una verdadera tutora. Estaba claro que nos había considerado una molestia cuando nos conocimos, y quién sabía en qué clase de problemas nos meteríamos después.

Hablando de eso, el despertar de Elisa trajo sus propios problemas. La rabia ciega casi me había convertido en un asesino de siete cuando un grupo de esclavistas se ofreció a comprar nuestro «bien exótico» (la única razón por la que sobrevivieron fue porque Lady Agripina atendió amablemente sus heridas por mí). En otra ocasión, una alegre banda de alfar trató de llevársela para que fuera su nueva compañera de juegos.

Le habíamos inculcado a Elisa que no debía jugar con personas o entidades que no conociera a menos que nos pidiera permiso antes. Aunque esta norma había funcionado hasta ahora, no tenía ni idea de cuándo iba a surgir la siguiente prueba.

Ahora que lo pensaba, el Colegio Imperial de Magia era, como cabría imaginar, una densa aglomeración de todo lo arcano. Hasta el momento, Elisa había visto una buena cantidad de problemas en el campo; ¿qué tan malo iba a ser en la meca de la magia?

Un sudor frío me recorrió la espalda, pero ver a mi adorable hermanita inclinar la cabeza y preguntar: «¿Qué te pasa?», calmó mi alma cansada.

—Nada en absoluto, —respondí. No me quebraría —no hasta que pudiera ganar un futuro feliz para Elisa— y seguiría adelante para arrepentirme para siempre de lo que le había hecho a Helga.

 

[Consejos] Con una población de sesenta mil habitantes, la capital imperial estaría en el extremo más pequeño de los centros urbanos del Japón moderno, pero es la décima ciudad más grande de Rhine. Aunque la mayoría de sus ciudadanos son aristócratas que residen allí por motivos políticos, una décima parte está afiliada al Colegio de alguna manera, un número nada desdeñable para una ciudad de este tamaño.

 

Desde una colina, divisé una metrópolis que se extendía al borde del horizonte. La emoción se apoderó de mi corazón y sentí que temblaba: ¡Berylin!

La ciudad se alzaba orgullosa y solitaria en medio de un vasto campo, anunciando su presencia a la vista de todos. Majestuosas murallas rodeaban por completo la ciudad y las calles irradiaban desde su centro. La red de carreteras, perfectamente organizada, era pintoresca: el tipo de cosas que uno se queda boquiabierto cuando el Maestro del Juego presenta la vista de pájaro en la mesa.

Lo más impresionante de todo era el elevado palacio imperial que se alzaba hacia el cielo. Yo no era arquitecto, pero los muros blancos como la tiza salpicados de innumerables agujas que custodiaban el castillo eran imponentes hasta un punto abrumador. Sin embargo, y contra toda intuición, no resultaban prepotentes: la presión que ejercían era una forma de honesta belleza, una oda monumental a la grandeza del Imperio que lo había construido.

Tan glorioso y digno era el edificio que su reflejo en el agua parecía surcar los cielos. Nadie podía contemplar esta maravilla sin interiorizar la grandeza de quien comandaba sus salones.

Era la forma de la soberanía imperial. Servía para infundir orgullo en aquellos que servían a un gobernante tan impresionante, al tiempo que enviaba el mensaje a los extranjeros de que no se podía jugar con el Imperio. Los que tachaban los palacios extravagantes de despilfarro seguramente cambiarían de opinión si contemplaban la capital rhiniana. El dominio arquitectónico por sí solo podía servir para preservar la seguridad nacional.

Pequeños castillos del tamaño de fortalezas enteras vigilaban todos los puntos cardinales. Todos y cada uno de ellos estaban pintados para complacer a los ojos, mezclándolo todo en una enorme obra de arte.

Además, a lo largo de las dieciséis carreteras principales que partían del palacio central surgían edificios. En conjunto, el círculo formado por las fronteras de Berylin era impresionantemente perfecto. Las calles más pequeñas se entrelazaban como una tela de araña, y bastaba con echar un vistazo a los elegantes ladrillos quemados que pavimentaban los callejones para apreciar el incalculable esfuerzo que se había invertido en su planificación urbanística.

De todos los rincones de la ciudad se alzaban columnas de humo; por si eso no fuera suficiente señal de vida, las apretadas pasarelas llenas de gente y carruajes que desde lejos parecían una oscura alfombra sí lo eran.

Esto era fantasía, el paisaje urbano de otro mundo que tanto había deseado.

—Oh Dios mío… Esto es increíble.

Habíamos pasado por bulliciosas ciudades de camino hacia aquí, pero en la mayor de ellas sólo vivían entre cinco y diez mil personas. Nunca había visitado la capital de ninguna región importante, y mis expectativas atemperadas no hicieron sino avivar el fuego de mi emoción.

Cuando la gente de la era Showa dejó sus ciudades medianas —las Okayamas del mundo— por la capital, seguramente así se habían sentido. Un ardiente deseo de recorrer aquellas calles se apoderó de mí; lo que antes había sido una tarea únicamente por el bien de Elisa se había convertido en algo que deseaba por voluntad propia.

—Ponte al cuello un cartel que diga CERDO SIN CULTURA en altas letras rojas, por qué no.

El cansancio de Lady Agripina voló directo a mi cerebro, pero me deleité en el asombro de todos modos. ¿Qué me importaba a mí? Yo era un campesino.

Me habría encantado plasmar mi admiración con una fotografía, si hubiera podido. Antes había visto con cinismo cómo mis compañeros cambiaban sus ojos por las cámaras de sus smartphones, pero ahora echaba mucho de menos la presencia de esa pizarra brillante.

Ojalá pudiera enseñárselo a todos en casa…

—¡Qué grande! —Todavía actuando como una bufanda viviente, Elisa jadeó maravillada.

—¡Realmente lo es! Elisa, vamos a vivir allí a partir de ahora.

—¡¿En serio?! —dijo ella, pateando los pies emocionada—. ¡¿El gran castillo?!

—Bueno, —dije, ignorando el dolor de sus rodillas chocando contra mi espalda—, el castillo puede que no sea…

—El Colegio está en la rama sur del palacio.

—¡¿Qué?! ¿¡En serio!? …¡¿En serio?!

Inmediatamente después de recibir este bocado de noticias, dirigí mi atención a la fortaleza del sur. En contraste con el palacio blanco, los muros del Colegio eran de un negro intimidante. Mirando de nuevo, me di cuenta de que todos los demás castillos menores tenían toneladas de tráfico peatonal; éste era mucho menos popular. Presumiblemente no había tanta gente que tuviera asuntos allí. Estaba asombrado: pronto sería uno de los pocos que llamaría a esas puertas.

—Krahenschanze es la fortaleza sur del palacio y sede del Colegio. Hay pabellones al este y al oeste del campus principal, y una gran estructura subterránea que contiene la biblioteca y los laboratorios. Es el centro de magia que cabría esperar.

—Guau…

Escuchar a la madame repasar un libro de texto de trampas fantásticas tras otro disparó mi emoción. Había pasado los doce años enfrentándome a la dura realidad de la vida, así que la sobredosis de expectación estaba empezando a afectarme al cerebro. Me moría de ganas de pasear como un turista; seguro que tenían que tener museos y lugares emblemáticos por docenas, ¿no?

—Bueno, supongo que, con todas las ramas y líderes locales repartidos por el mundo, hay ciertos campos en los que la máxima autoridad reside en otro lugar. Aun así, ningún otro lugar puede reclamar la preeminencia del Colegio. Es apropiado que este vano castillo se erija en la capital de la vanidad.

—¿Capital de la vanidad?

—Puede que lo aclare algún día, si el tiempo me lo permite. Quedarse embobado está bien, pero me gustaría ponerme en marcha pronto. He enviado una carta diciendo que llegaremos al final del día, y no hacerlo sería terriblemente desagradable.

Aunque quería darle vueltas a lo que me había dicho y seguir empapándome de aquella vista de ensueño, no tuve más remedio que obedecer. Además, Elisa estaba ansiosa por irse y yo quería escapar al asiento del cochero para evitar más ataques a mi espalda. Ay, ay, para, por favor.

Reprimí mi deseo de avanzar a toda velocidad y comencé a hacer rodar lentamente el carruaje cuesta abajo. Seguimos el camino del sur, en dirección a una entrada que salía de uno de los caminos principales: Krahentor, la puerta sur-sureste.

Esta puerta era el paso principal para todos los afiliados al Colegio. A diferencia de las puertas mayores situadas en cada dirección cardinal, no se cerraba por la noche mientras se tuviera un pase determinado. Al parecer, la mayoría de las puertas menores cumplían funciones similares para cada uno de los castillos filiales.

Además, la parte sureste de la ciudad era conocida como el Corredor de los Magos, ya que estaba llena de laboratorios personales, viviendas para estudiantes, pequeñas aulas e incluso escuelas privadas. La magia era un campo de estudio peligroso, así que tenía sentido que todos estos lugares experimentales estuvieran situados lejos del centro de la ciudad.

Estaba bien, en serio, lo entendía. Había montones de hechizos que podían causar pérdidas de vidas catastróficas con explosiones y demás. No me importaba en absoluto estar en la zona. Para ser justos, los tomos que Lady Agripina me había dado para estudiar estaban cargados de tantos hechizos peligrosos que había ido a confirmar que estaba leyendo bien el libro más veces de las que tenía dedos en las manos y en los pies.

Krahentor se separaba un poco del camino principal. Una guarnición de guardias con grandes armaduras de placas supervisaba el tráfico. No había nadie que vigilara a los soldados de infantería, pero ni siquiera se encorvaban, lo que demostraba que aquellos militares se enorgullecían de su trabajo mucho más que sus homólogos rurales.

Sin embargo, lo que más llamaba la atención no eran ellos, sino el gran perro de tres cabezas que montaba guardia con ellos. Aunque tenía el mismo tamaño que una raza doméstica grande, la visión de una amenazadora forma de vida mística resultaba totalmente intimidatoria.

—Deja de inquietarte o despertarás sospechas. No hay por qué preocuparse por un simple triskele. Puede que sea una forma de vida artificial, pero es un compañero leal. Es prácticamente un cachorro inofensivo sin órdenes de atacar.

¡¿Qué demonios están haciendo en el Colegio?! ¡Yo no conozco ningún cachorro así!

Lady Agripina me dio un latigazo verbal por resistirme ante aquella horrenda criatura, así que hice lo posible por enderezarme. A pesar del aire intimidatorio de todos ellos, el guardia que se acercó tuvo la amabilidad de pedirme amablemente el pase de entrada en lugar de amedrentarme por ello. Le entregué el billete que me había confiado la madame y el hombre lo sostuvo junto a algo de similar factura. De repente, brilló en azul; el billete estaba evidentemente impregnado de algún tipo de magia.

Entrecerré los ojos y vi que la luz azul deletreaba el nombre y el cargo de mi empleadora. El billete no sólo servía para controlar el tráfico de entrada y salida de la ciudad, sino también como documento de identidad.

Era una tecnología mucho más avanzada de lo que esperaba. La adopción de tecnología mística avanzada significaba que entrar con una identidad falsa era casi imposible. A diferencia de nosotros, la plebe, los miembros de la alta sociedad debían de tener identificaciones con medidas incorporadas para contrarrestar el espionaje político.

—Despejado, —dijo el guardia—. Disfruten de su estancia en la capital.

—Muchas gracias, —dije.

Por un momento me pregunté si debía darle una propina, pero rápidamente regresó a su puesto. Parecía más probable que ellos, como la policía japonesa, tuvieran prohibido recibir donativos extraños.

—Aquí estamos, en la Gran Antigua Capital. Es una pena que se les ocurriera el apodo a ellos mismos.

—¡Vaya! —exclamé. Las puertas se habían abierto sin que nadie nos diera la bienvenida. Estructuras de ladrillo rojo llenaban mi visión. No había ni un edificio destartalado a la vista; carteles elegantes colgaban a cada paso para captar mi atención.

Ya me había impresionado antes de entrar: el camino lleno de baches que conducía hasta aquí estaba hecho de una piedra pavimentada tan impecable que apenas cabría una navaja en las grietas. Pero ver el prístino interior era otra cosa. La mágica suspensión de nuestro carruaje había absorbido casi todos los baches de nuestro viaje hasta entonces, pero prácticamente nos deslizábamos sobre las calles de la capital.

La gente caminaba de un lado a otro: algunos parecían estudiantes, y los que vestían túnicas dignas eran seguramente los magos que les enseñaban. Ver las diferentes formas de los transeúntes era tan entretenido que podría haberme pasado todo el día observando a la gente.

Sin embargo, lo que más me llamó la atención estaba justo delante. Al final del camino recto que conducía hacia delante estaban los muros negros del Colegio Imperial. Grave pero resplandeciente, el silencioso gigante era tan imponente como debería ser el castillo de los magus. Lo respetaba por ser el santuario de Elisa contra los abusos, pero sin sus circunstancias habría pensado que era el bastión final de un rey demonio.

En la colina, había pensado que estaba en la cima de la emoción, pero con este magnífico lugar ahora tan cerca, mi fervor estalló como nunca antes.

 

[Consejos] El Colegio crea a menudo formas de vida artificiales para satisfacer sus intereses. Sin embargo, éstas se consideran categóricamente diferentes de las bestias salvajes con capacidad para la magia; el principal factor determinante es si puede o no reproducirse sin la ayuda de un magus.

 

La capital estaba tan llena de edificios imponentes que me dio un calambre en el cuello haciendo mi mejor imitación de campesino. Ningún entrenamiento podía prepararme para pasar un día entero mirando hacia arriba.

¿Pueden culparme? Descubrir una nueva ubicación siempre hace vibrar el corazón de un jugador. Me sentía como un Maestro del Juego que acaba de comprar el último suplemento, listo para empezar una nueva campaña con la gente de siempre en cualquier momento.

—Espera, —dije al darme cuenta—. ¿Dónde están los guardias?

Nuestro carruaje había llegado al Colegio, pero la puerta de Krahenschanze estaba abierta de par en par. Comprobé ambos lados de la entrada, pero no había ni guardias ni perros de tres cabezas. Lo único que encontré fue un escriba aburrido sentado en un escritorio al borde del foso, esperando a su próximo cliente.

Sin embargo, tras una inspección más detallada, me di cuenta de que se había lanzado un hechizo sobre la propia puerta. El hecho de que alguien de mi nivel pudiera notar su presencia significaba que probablemente se había hecho con una inversión inimaginable de maná. Si tuviera que adivinar…

—Si alguien intenta atravesar estos arcos sin la entrada adecuada, una barrera enviará al instante un informe a la guardia local. No tenemos necesidad de que alguien se entretenga todo el día frente a un portal. Además, ¿quién quiere pagar por mano de obra?

La magia empleaba una forma de seguridad realmente adecuada. Creo que me habría impresionado, si mi señora no hubiera pronunciado su última frase.

Al cruzar el puente, me di cuenta de que nuestro carruaje atraía bastantes miradas del tráfico peatonal, pero enseguida perdieron el interés, ya que ninguno reconoció el emblema de Stahl. En una ciudad como Berylin, las visitas de la nobleza debían de ser moneda de diez centavos por docena.

—Ah, sí. Es bueno estar de vuelta después de veintitantos años de ausencia.

Me quedé helado. ¿Veinte años? Lady Agripina nos había dicho que su viaje fue largo, y que nosotros éramos un medio para asegurar el fin de su trabajo de campo. ¡¿Pero qué demonios podía haber hecho para que la enviaran lejos durante dos décadas?! Yo seguía sin saber en qué se especializaba, así que cabía la posibilidad de que tuviera alguna hipótesis increíble que necesitara generaciones de investigación práctica para demostrarse, pero sinceramente lo dudaba.

Aunque no me extrañaría que un arqueólogo o un folclorista se pasara veinte años viajando, el pragmatismo de la madame era lo más alejado de estos románticos campos de estudio que podía imaginar. Tal vez podría explicarse si tuviera alguna necesidad de observar bestias místicas de las que extraer algún nuevo homúnculo revolucionario. Pero si había estado vagando por el Imperio como una erudita de puertas adentro… la idea de lo que había hecho de repente me dio miedo. Fuera lo que fuese, conseguir que el decano de su clan la exiliara durante veinte años no era moco de pavo.

Nuestro vehículo se deslizó por el camino de entrada —estructurado como el de un hotel moderno— como si nos deslizáramos sobre seda y se detuvo con la misma suavidad. Tal y como había practicado, salté del asiento y extendí los peldaños del rellano antes de abrir la puerta del carruaje.

Tareas sencillas como éstas eran ajenas a los miembros de la aristocracia. Por eso empleaban a innumerables sirvientes, asignando a cada uno una tarea servil en la que especializarse. Por supuesto, eso creaba nuevos puestos de trabajo, pero mi cerebro de plebeyo no podía evitar preguntarse si la pomposidad de todo aquello irritaba a mis colegas tanto como a mí.

—Madame, hemos llegado. —Decir lo obvio y tomar la mano de Lady Agripina, que iba vestida de forma convincentemente noble, para ayudarla a bajar formaba parte de mis obligaciones. Ella no necesitaba mi mano para bajar del carruaje, por supuesto, pero la afirmación de dominio social era necesaria más a menudo que no.

Aquí todo el mundo estaba desesperado por darse aires. La belleza era una espada, la ropa una armadura y las reglas de etiqueta social definían el terreno. La habilidad con las tres cosas era lo mínimo que uno necesitaba en su arsenal para resistirse a ser despedazado por la hoja invisible de la consideración de la nobleza cuando hacía sus rondas (la analogía de Lady Agripina hacía que sonara como si todos estuviéramos atrapados dentro de una batidora puesta en «puré»)… o eso me habían enseñado.

Hasta ahora, la alta sociedad había estado muy lejos de mi alcance. Mi débil, empobrecida y plebeya mente había imaginado un jardín con una multitud de gentiles mademoiselles riendo desde detrás de lujosos abanicos. Sin embargo, la realidad mostraba un campo de batalla en el que la autoridad se enfrentaba a la autoridad mientras los jugadores de este perverso juego buscaban a tientas puntos de apoyo para debilitar a sus oponentes, aunque yo no podía ver realmente lo que ocurría. Aun así, mis amigos que habían cursado estudios de posgrado en mi vida pasada me habían contado historias de las guerras sociales en el mundo académico; parecía que los humanos siempre eran humanos.

Para ello, los preparativos de Lady Agripina fueron impecables. La magia tejía su pelo en un elegante moño a todas horas del día —¿acaso existe en su mente el concepto de gestión de recursos?— como una obra maestra de plata esculpida. De cerca, pude ver la precisión impía del bordado que decoraba la seda escarlata de su vestido sin hombros. Los colores similares hacían que su presencia fuera sutil; sin duda, esta paleta discreta formaba parte de su rica sensibilidad.

Elisa siguió su ejemplo. Debía de haber recibido una lección muy estricta, ya que salió caminando con gracia noble, sin apenas despegar los pies del suelo. Estaba muy lejos de los andares alborotados y rechonchos del pasado reciente. Estaba claro que su duro trabajo había merecido la pena.

Aunque seguía sintiéndose incómoda con las ropas que la madame le había confeccionado unas ciudades atrás, Elisa estaba absolutamente adorable con ellas. Las túnicas eran sinónimo de magia, y los vestidos estaban reservados a la clase alta; en su lugar, llevaba una blusa blanca cargada de volantes, una capa con capucha y una falda encorsetada que le ceñía la cintura. Siguió poniendo un pie enfundado en una larga bota de cuero delante del otro mientras se presentaba al público sin incidentes.

Me había pasado media hora atando los mechones dorados que había heredado de nuestra madre. Su cabello ondulante y suave tenía un encanto de ninfa, tanto en sentido literal como figurado. Por decirlo suavemente, era un regalo de Dios a la humanidad.

Al principio, me sorprendió el diseño tan contemporáneo —creo que este estilo se había popularizado en Internet por sus propiedades para atraer vírgenes—, pero la costurera que lo creó me explicó que estaba de moda entre la clase media llevar versiones retocadas de la ropa de labranza sencilla.

No lo entendí. Ni falta que hacía. Nuestra princesita era la más linda del mundo.

¿Preguntas por mí? Iba vestido de forma sencilla y pulcra con un jubón oscuro y pantalones de vestir. Lo único digno de mención era que mi pelo había crecido lo suficiente como para que me lo recogiera detrás de la cabeza. En cualquier caso, el trabajo de un criado no consistía en sobresalir. Mi lugar estaba tres pasos detrás de la madame, lejos de la atención del público.

Bueno, había otra cosa. La capital prohibía llevar armas a todos menos a la aristocracia y sus guardaespaldas, así que me había escondido el karambit feérico en la manga. No por ninguna razón, excepto quizás por moda.

«Ahora bien, sé un encanto y asegúrate de no alejarte demasiado,» pensó Lady Agripina. Tal vez se había vuelto tan perezosa que mover la boca le daba pereza.

—Sí, madame, —dije, con el acento palaciego más humilde que pude conseguir. A diferencia de lo habitual, era realmente hora de trabajar como mayordomo de un noble.

Mi señora tomó a Elisa de la mano y yo seguí su estela tres pasos por detrás. Esto era exactamente como Lady Agripina nos había enseñado. Hice todo lo posible por parecer elegante mientras entrábamos en el Colegio, pero mi corazón se quedó prendado de la arquitectura que nos rodeaba; ni siquiera las estructuras mejor conservadas de la Europa victoriana eran tan grandiosas.

Al ser el centro de la magia imperial, un centro de investigación de vanguardia y un instituto de aprendizaje para producir más talentos, esperaba que el vestíbulo principal estuviera abarrotado de gente. Sin embargo, entré y me encontré con un interior tranquilo, pintado de negro de arriba abajo, interrumpido de vez en cuando por algún pequeño detalle.

Esto era una fortaleza; en situaciones extremas debía servir de baluarte contra un ataque. Sin embargo, por alguna razón, la entrada tenía la forma de un gran atrio, similar a los de los bancos antiguos. La luz del sol entraba a raudales por el tragaluz y bañaba el mostrador de madera de la recepción con un resplandor tan sagrado que parecía mentira acercarse sin cuidado. Como guinda final, el personal que nos esperaba era tan atractivo que juraría que debían de haber sido contratados sólo por sus apariencias.

La escena era suficiente para comprender por qué la madame había llamado a esto un castillo de vanidad en la capital de la vanidad.

Como pilar de la magia del Imperio Trialista, por esta recepción entraban y salían muchos forasteros para asistir a clases o a reuniones con afamados conferencistas y profesores. Algunos de los que supuse que eran estudiantes estaban de pie ante el mostrador con la cara fruncida, y pude ver a burócratas que se ocupaban de sus asuntos con montones de documentos en la mano. Este era el centro del papeleo, no del aprendizaje.

Sin embargo, mi maestra estaba aquí a pesar de su posición oficial como investigadora con el propósito explícito de saludar al decano de su grupo. Siendo yo mismo un antiguo estudiante universitario, inicialmente me pregunté por qué no visitaba directamente al jefe de su escuela. Lamentablemente, esto también era otra peculiaridad de la nobleza: era más apropiado anunciar de antemano la intención de visitar.

Verdaderamente, se trataba de extrañas criaturas atadas por el prestigio y las reglas. Los que sólo codiciaban su lujo se horrorizarían al encontrarse viviendo este tipo de vida. Me pregunté si había algún nuevo rico que comprara títulos nobiliarios; si los había, ¿cuánto duraban?

Mi mente divagaba en toda clase de incógnitas, pero Lady Agripina no me prestó atención mientras se dirigía al mostrador. Sin embargo, justo cuando se disponía a exponer sus asuntos, una ráfaga de viento atravesó el vestíbulo. El mensaje de la tempestad era claro: la matusalén no necesitaba papeleo.

 

[Consejos] Los que necesitan pociones o ayuda diversa en un campo místico suelen acudir a uno de los laboratorios privados del Corredor de los Magos. Sin embargo, estos clientes suelen ser funcionarios públicos: los laicos en circunstancias extraordinarias suelen pedir ayuda a través de los buzones de sugerencias situados en las puertas de acceso a Krahenschanze. Como resultado, hay escribas apostados en todas las entradas del Colegio.

 

¿Quieres discutir de esta novela u otras, o simplemente estar al día? ¡Entra a nuestro Discord!

Gente, si les gusta esta novela y quieren apoyar el tiempo y esfuerzo que hay detrás, consideren apoyarme donando a través de la plataforma Ko-fi o Paypal

  Anterior | Índice | Siguiente

 

Donacion
Paypal Ko-fi