Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 6 Principios de Otoño del Decimoquinto Año Parte 2


Después de mi emotivo momento con Elisa, ordené rápidamente mis cartas y entré al atelier propiamente dicho. Para mi sorpresa, encontré a Lady Agripina sentada en su escritorio, aun completamente vestida con su atuendo formal.

—¿Satisfecho?

—Eh, sí.

Para ser una supuesta condesa palatina, la mesa estaba impecable, principalmente debido a su creencia de que delegar suficiente trabajo para evitar el agotamiento mortal era la marca de un buen estadista, aunque estaba seguro de que el Emperador y sus secretarios morirían de pura furia si escucharan eso. De cualquier modo, mi maestra me invitó a sentarme frente a ella con una bocanada de su pipa.

Evidentemente, Lady Agripina tenía una lectura clara de lo que había sucedido en la otra habitación y había esperado pacientemente. No solo había notado los rastros de un paquete entregado, sino que también se había percatado de que su alumna bien educada no la había saludado a pesar de su obvio regreso. Su capacidad para identificar las prioridades críticas de los demás, y cómo navegaba amistosamente a su alrededor, era una de las peores cosas de ella. No es que careciera de corazón; entendía las emociones humanas, pero solo decidía honrarlas según sus propios caprichos. Si alguna vez se interponían en su camino, los valores más sagrados de una persona no significaban nada para ella.

Francamente, habría preferido que fuera una villana podrida hasta la médula. Al menos así podría haberla entendido.

—Aquí están las cartas que recibí en mi buzón, codificadas por prioridad como siempre.

—Gracias. Las revisaré más tarde, —dijo, poniéndolas a un lado y continuando—: Más importante, ya le he dado a Elisa sus regalos, así que no estaría bien no darte a ti los tuyos también.

—¿Eh?

El giro inesperado me dejó parpadeando, atónito. La madame continuó sacando una caja ornamentada de un cajón de su escritorio, con una escena mitológica incrustada decorando la parte superior. Empujándola hacia mí con una Mano Invisible, el pestillo se abrió por sí solo.

Al asomarme, encontré un juego de tabaco muy usado; de hecho, el mismo que Lady Agripina siempre utilizaba.

Tras una inspección más detenida, noté que la pipa que sostenía en sus manos era de un diseño desconocido; la pieza de madreperla que había estado fumando cuando nos conocimos estaba justo ahí, en la caja.

—Ya has alcanzado la mayoría de edad, ¿no? Por triviales que fueran las lecciones, he sido tu maestra en magia; creo que corresponde un regalo. Así como la túnica es un marcador imperial de un magus, la pipa también es un símbolo de adultez.

La cultura de fumadores en Rhine no giraba en torno al tabaco, sino a hierbas fragantes, especias y maderas. Muchos empapaban las hojas en pociones arcanas, haciendo de la pipa tanto un lujo como un medicamento. Remojar las hojas en elixires —o simplemente usar hierbas místicas desde el inicio— permitía mucha más variedad de efectos que los sedantes cigarrillos de la Tierra. Tanto magus como magos elaboraban mezclas para mejorar la concentración o recuperar mana perdido, pero había escuchado que el truco de Lady Agripina de tejer hechizos en el humo que exhalaba era bastante único.

—Puede que no seas un magus, pero te servirá bien como simple mago. Los hechiceros de todo tipo tienden a participar; nadie cuestionará de dónde proviene la pipa.

—Muchas gracias. Pero ¿no es esta su favorita?

—Estoy en una posición donde se considera de mala educación no usar un regalo. Así que eso te pertenece ahora; sería un desperdicio dejarla acumular polvo.

Vaya regalo.

Con oh sumo cuidado, levanté la pipa de la caja. Era mucho más ligera de lo que había imaginado y tan suave al tacto como el terciopelo. La bandeja en su interior tenía varios compartimentos, cada uno con una tapa etiquetada que detallaba los efectos de la hierba almacenada: tranquilizantes, potenciadores de maná y similares.

—Considera las hojas un bono adicional. Te enseñaré a preparar las tuyas más adelante, así que asegúrate de reponer tu inventario por tu cuenta.

—Gracias. Incluso hay una lista de recetas…

—No puedo proporcionarte suficiente para toda la vida, después de todo, —dijo, dándose la vuelta para exhalar otra bocanada. ¿Era arrogante de mi parte pensar que lo hacía por vergüenza?—. Ah, y esa pipa tiene un pequeño hechizo para que pueda contener más hojas de lo que debería.

—Oh… Con razón. Siempre me he preguntado cómo lograba fumar tanto tiempo con una pipa de este tamaño.

—Por favor. Sería un fastidio tener que rellenarla cada tres caladas.

Claro, pero la expansión espacial no era el tipo de técnica que uno esperaba usar casualmente en una herramienta para fumar; de eso estaba bien seguro.

Por familiar que me resultara a la vista, tener la pipa en mano me hizo comprender el peso de lo que me habían otorgado; la miré embelesado, solo para notar que la madame me observaba con igual intensidad. Al parecer, era del tipo que quería ver sus regalos en uso tan pronto como los entregaba.

—¿Puedo acompañarla?

—Adelante.

Por eso pedí permiso para ignorar la regla obvia de que solo los iguales podían fumar juntos. Hice lo que ella me animó a hacer: rellené la pipa, la encendí con un pequeño hechizo y le di una calada… solo para terminar en un ataque de tos mientras un dulce aroma me ahogaba. Todavía era demasiado joven; incluso sin alquitrán ni nicotina, mi sistema respiratorio era demasiado sensible para eso.

Esto me recordó el primer cigarro que le pedí a un amigo en mi vida pasada. Entonces, como ahora, no había podido disfrutar su sabor; aunque en parte era porque era un cigarro barato de un paquete de doscientos yenes, había estado demasiado atrapado en el amargo ardor del humo como para entender por qué alguien lo disfrutaría.

—Je, je, —la madame se río—, parece que aún es un poco pronto para ti. Bueno, no te sientas presionado a hacerlo un hábito. Solo da una o dos caladas cuando hayas lanzado demasiados hechizos en un día.

—Muchas gracias.

Mientras aún me regocijaba con mi inesperado regalo de cumpleaños, Lady Agripina pasó a otro asunto y envió dos rollos de pergamino flotando hacia mí. Los desenrollé con curiosidad, solo para descubrir que eran los títulos de propiedad de Cástor y Pólux.

—Este es un obsequio de empleador a sirviente para honrar tu leal trabajo… o al menos, ese es el pretexto para transferirte los caballos.

Al preguntarle por qué, respondió que los había comprado hacía mucho tiempo y que estaban cerca de cumplir diez años. El caballo promedio en el Imperio vivía entre quince y veinte años; a los diez, estaban listos para retirarse de sus labores como tiradores de carruajes o monturas.

Era, por supuesto, una forma muy privilegiada de hacer las cosas. Trabajar con un caballo envejecido, cuya fuerza comenzaba a menguar, era una forma rápida de ser objeto de burlas en compañía noble: «¿Qué, no puedes permitirte un reemplazo?»

Mientras que a un caballo en el campo se le esperaría marchar hasta quedarse sin fuerzas, estos dos deberían haber sido vendidos a un señor menor en el condado de la madame por un precio bajo o mantenidos como sementales en un pastizal de los Ubiorum debido a su buen historial. Sin embargo, Lady Agripina dijo que me los daría como un regalo adicional por mi mayoría de edad porque les agradaba.

Sinceramente, pensé que era demasiado. A pesar de su edad, ambos eran caballos militares de pura raza, y su rendimiento no había disminuido en lo más mínimo. Cada vez que los sacaba, corrían tanto que terminaban agotándome a ; seguían en excelente forma.

Esto era como recibir dos autos deportivos importados como regalo por entrar a la universidad. ¿Qué era yo, un príncipe petrolero?

Quiero decir, a mí también me agradaban, pero los caballos cuestan dinero para mantenerlos y…

—Si no puedes ganar lo suficiente para alimentar a dos caballos, entonces jamás tendrás éxito como aventurero. Piensa en esto como una prueba de mi parte. O qué, ¿no puedes con ello?

Estaba intentando rechazar educadamente, pero la única respuesta que se me ocurrió después de eso fue: «¡Por supuesto que puedo!». Si retrocedía ahora, me dejaría completamente expuesto a que me dijera que no tenía agallas para salir adelante por mi cuenta.

Eh, tendré que cubrir los costos del establo y mucha paja… Sí-Si tenía cuidado, probablemente no sería más de un dracma al año. Eso estaba, eh, bien. Tendría que recortarles los cascos, reemplazar las herraduras y recortarles las crines de vez en cuando, pero seguramentesaldría bien… bueno, no, me aseguraría de que saliera bien.

La realidad de que mis gastos anuales iban a costarme fácilmente una moneda de oro hizo que mi voz temblara, pero estaba feliz de aceptar a los corceles con los que había hecho amistad. Dicho eso, estaba un poco preocupado por lo que los alfar harían con ellos ahora que eran mis caballos tanto en nombre como en hecho.

—Y lo siguiente…

—¿E-espere, qué? ¡¿Hay más?!

Levanté la voz en shock cuando mi maestra metió la mano en su escritorio una vez más, pero lo único que consiguió fue una sonrisa presumida mientras sacaba una bolsa circular. Hecha de cuero, la funda llevaba el emblema de un gremio de artesanos que había visto en la capital; dentro de ella había un escudo redondo.

El cuerpo de madera estaba reforzado con placas de metal y curvado en una forma cóncava suave, coronado en el centro con una pieza redondeada de metal diseñada para desviar las hojas enemigas. Desprovisto de adornos salvo por una capa gris anticorrosiva, el simple escudo era del tipo que llevaban los soldados de infantería al adentrarse en el caos de un combate cuerpo a cuerpo. Aunque no sería efectivo para formar una línea frontal coordinada, era más que suficiente para bloquear proyectiles, y su tamaño lo hacía perfecto en espacios reducidos o peleas desorganizadas; el diseño estaba dirigido al luchador común.

Al mismo tiempo, estaba increíblemente bien hecho. Aunque la empuñadura en el centro de la parte trasera era sencilla, estaba hecha de metal sólido en lugar de una frágil correa de cuero. Además, tenía un segundo agarre al costado con una correa complementaria para sujetar todo firmemente al antebrazo. Las dos empuñaduras añadían versatilidad, y su ubicación había sido cuidadosamente ajustada para que ninguna interfiriera con la otra.

Hrm, este diseño discreto, combinado con un enfoque deliberado en la utilidad, me decía que este era un producto mucho más costoso de lo que aparentaba a simple vista.

La madame me hizo un gesto para que lo levantara; obedecí. Contradiciendo mis expectativas, el escudo era ligero en mi mano; claro, ligero desde la perspectiva de alguien físicamente capaz, pero no sería un peso excesivo para una marcha larga.

Más conveniente aún, no interferiría con mis bonificaciones por usar una espada de una sola mano, gracias a la tendencia de las Artes de la Espada Híbridas de aprovechar al máximo cada arma en el campo de batalla. Puede que no tuviera complementos específicos para escudos, pero no me vendría mal incorporarlo a mi configuración.

Los escudos no eran solo herramientas defensivas: al igual que podían bloquear la punta de una lanza o una flecha entrante, también podían apartar una espada o una lanza que protegiera los puntos vitales de un enemigo. En caso de necesidad, incluso podían convertirse en armas contundentes con un golpe bien cronometrado.

—Este escudo es un regalo de despedida… y también una tarea.

—¿Una tarea? —Estaba examinando el objeto a fondo y acababa de probar cómo se sentía al sujetarlo cuando Lady Agripina rompió el silencio de repente.

—Erich, si vas a ser un aventurero, debes ocultar tu magia lo mejor que puedas.

—¿Para esconder mis orígenes?

—No. He estado observando tu estilo de combate durante bastante tiempo, y está claro que usas tus hechizos con demasiada frivolidad.

No creía haber sido tan imprudente como para merecer una reprimenda, pero mi maestra levantó su dedo índice de manera pedagógica y expuso sinceramente su razonamiento.

En esencia, quería decir que mi estilo de combate era poco común en el Imperio, y la rareza de mis métodos me otorgaba un elemento de sorpresa; por lo tanto, era mejor mantener esa ventaja oculta. No me estaba diciendo que no usara magia: el consejo de mi maestra era aplicar mis talentos místicos de formas que no fueran fácilmente perceptibles a simple vista.

—Tu habilidad con la espada es suficiente para convencer a cualquiera de una larga dedicación al manejo de la misma. Por ende, tus enemigos asumirán naturalmente que no eres un mago. ¿No crees que sería un desperdicio renunciar a una oportunidad tan jugosa de aprovechar esa suposición desde el principio?

Supongo que tenía un punto. Si me enfrentara a un tipo guerrero descerebrado y de repente empezara a lanzar hechizos, definitivamente me pondría algo nervioso. La sorpresa podría hacerme más lento para reaccionar, y un exceso de cautela podría dejarme incapaz de contraatacar correctamente.

—Siempre busca el momento decisivo y reserva tu mano hasta entonces. Una vez que un enemigo conozca tu potencial místico, actuará en consecuencia. Dime: si tuvieras que enfrentarte a una réplica perfecta de ti mismo, ¿permitirías que la pelea se alargara hasta un empate?

—Absolutamente no.

Obviamente, un clon de mí conocería todos mis trucos; nunca consideraría una pelea justa. Si se tratara de una batalla uno a uno, usaría todo a mi disposición, es decir, espadas extra y las ballestas que había estado usando desde que las saqué de un botín hace un año, para terminar las cosas tan rápido como pudiera. De hecho, ya lo había hecho muchas veces. Aunque sentía lástima por los guerreros honestos que habían perfeccionado sus habilidades hasta el punto de poder mantenerse firmes contra un mago normal, no me arrepentía de haberlos barrido rápidamente con mi estrategia más efectiva.

—Entiendo que quieras perfeccionar tu arte eliminando a la plebe, pero el uso que haces actualmente de la magia deja mucho que desear. Puedo recordar más de un puñado de ocasiones en las que te encontraste con un guerrero hábil que te causó problemas mientras esquivaba tus hechizos.

—…Es como dice.

Mirando atrás, ella tenía razón. De vez en cuando, atravesaba fácilmente una primera oleada de asesinos solo para terminar en una lucha prolongada contra el verdadero ejecutor escondido detrás.

Después de todo, si sabías que venía un hechizo, había muchas formas de evitarlo. Todo hechizo requería cierto tiempo para lanzarse, y cualquier cosa que tuviera que apuntar a una persona o al espacio a su alrededor era, por definición, evitable. Así como yo leía las líneas de visión de mis enemigos para esquivar sus flechas a diario, la hechicería no era mejor si su intención era obvia.

Evitarlo ni siquiera era la única opción. Mantenerse fuera del alcance de un lanzador podía hacer que fallara; cubrirse podía romper una fórmula de apuntado; un escudo bien colocado podía mitigar el golpe. Incluso pensando superficialmente, las contramedidas eran infinitas.

Solo los profesores del Colegio y los sacerdotes particularmente destacados llevaban consigo hechizos o milagros del tipo «Yo gano». La diferencia entre «Muere si esto te alcanza» y «Muere si termino de lanzar» era enorme; sería mejor que no olvidara eso. Las criaturas podían garantizar la victoria al atacar todo lo que quisieran, pero eso no significaba nada sin las preciosas palabras: «No se puede contrarrestar».

—Ya sea en combate o en política, ser desconocido es la mayor fortaleza; no saber, el mayor miedo. Recuerda eso y actúa con inteligencia.

Para los magus, la violencia era una cuestión de eficiencia; el asesinato instantáneo e incomprensible era clave. Naturalmente, vino a mi mente la conferencia de Lady Leizniz sobre la filosofía polemúrgica de Amanecer. Ella me había enseñado ideas igualmente macabras con una sonrisa casi angelical: lo más importante era matar antes de que el enemigo pudiera procesar su propia muerte.

—Por informal que haya sido, he sido tu maestra y ama. Considera este consejo como mi último regalo para ti como sirviente y aprendiz: un enfoque más brutal está a tu alcance, y bien podrías aprovechar la oportunidad para tomarlo.

—¿ Tenía que expresarlo así?

—Oh, no me digas que no eres consciente de lo poco ético que ya eres.

Su sonrisa maliciosa me decía que estaba disfrutando al burlarse de mí, pero personalmente no podía recordar nada particularmente sucio que hubiera hecho. Incluso en mis peores momentos, mis travesuras se limitaban a maximizar mi mente y mis Manos para atar un montón de cordones de zapatos, hacer que los enemigos chocaran con los golpes de sus aliados o desabrochar cinturones para darles un respiro cuando estaba perezoso. Además de eso, había desarrollado un combo sólido con dagas fáciles de manejar que podían perforar constantemente a alguien desde siete direcciones a la vez, pero no lo llamaría poco ético.

Para mí, esa palabra estaba reservada para algo tan absurdamente injusto que la víctima ni siquiera tuviera la oportunidad de reaccionar. Si fuera tan poderoso como para publicar todos mis secretos y documentar todas mis estadísticas y aun así lograr que otro munchkin se preguntara cómo podría matarme, entonces estaríamos hablando.

Básicamente, cuando estuviera al nivel de poder vencer a Lady Agripina en un combate justo.

No estaba ni cerca.

—«Un truco de salón que se vuelve común no atrae multitudes». De todos los proverbios que esos eremitas polvorientos de Primera Luz han inventado, este es el único que deberías grabar a fuego en tu mente.

La sonrisa altanera, el tono travieso y el dulce aroma a humo: me había acostumbrado a todos ellos, y ahora se combinaban para tejer una declaración de despedida.


[Consejos] En el Imperio, las pipas no se rellenan con tabaco como en la Tierra, sino con hierbas fragantes que a menudo se ajustan para tener propiedades medicinales. Originalmente utilizadas por chamanes para curar dolencias de garganta y pulmones, el avance de la magia como disciplina llevó al descubrimiento de muchos otros usos potenciales.

En la región occidental del Continente Central, se consideran un símbolo de independencia o una herramienta de los magos. La tendencia es especialmente popular entre la nobleza, algunos de cuyos miembros mantienen instalaciones con control de clima para conservar las hojas más aromáticas. No obstante, aunque la imagen elitista de esta práctica persiste, también muchos plebeyos participan en ella por sus beneficios para la salud.


Mientras empacaba todos mis regalos y comenzaba a prepararme para partir, escuché algo que casi nunca oía.

—Ups…

Había pasado gran parte de mi vida al servicio de Lady Agripina, pero eran raras las ocasiones en las que dejaba entrever un momento de torpeza.

Me giré y le pregunté si algo ocurría, y por una vez, su respuesta fue algo incómoda. Se rascó el cabello con vergüenza y me mostró una pequeña caja en la palma de su mano.

—Ahora sí que lo he arruinado… Intercambié el orden. Se suponía que debía darte esto primero, ahora que está listo.

—¿Eh? ¿ Otro regalo?

—Ugh, qué vergonzoso. Si estuviera en el público de una obra como esta, definitivamente estaría quejándome. Bueno, da igual. Ten, llévatelo.

Pese a toda la acumulación sentimental, la madame me lo lanzó descuidadamente. Lo abrí con cierto escepticismo y descubrí un pedestal envuelto en grueso paño de lana, y un anillo en su interior.

No era particularmente ornamentado ni albergaba una gema; era simplemente un anillo común y corriente. Si había algo digno de mención, sería cómo la luz artificial de la tarde, inducida mágicamente, que entraba por las ventanas, brillaba sobre la superficie dorada con un resplandor coquetón. Esto no era una pieza dorada superficial: el peso en mi palma transmitía una presencia imponente y declaraba claramente su pureza.

Al mirarlo más de cerca, noté que tenía un fino grabado: un emblema de Ubiorum, aunque un poco demasiado pequeño para usarse como un sello oficial.

—Una espada, un cetro y un águila bicéfala… Espere un momento, esto es…

—Un sustituto para tu carta de recomendación. Sospecho que llegó junto con las túnicas de tu hermana. Ojalá lo hubiera notado antes.

En el interior del anillo estaban grabadas las palabras: De la Condesa Agripina von Ubiorum para Erich de Konigstuhl; en honor a su distinguido servicio. Con una caligrafía elegante, la inscripción era básicamente un reconocimiento que decía: «Buen trabajo, lo lograste».

—¿Está segura? —pregunté.

—Mi posición se verá afectada si no te entrego algo así. Sé un buen chico y acéptalo.

Sin embargo, esto no era un simple gesto de gratitud. No era un premio de «empleado del mes»; era algo digno de incluir en un currículum; no, era un currículum en sí mismo.

Cuando un plebeyo deseaba servir a un señor, debía demostrar dos cosas. Tener las habilidades necesarias para el trabajo no era suficiente: también tenía que probar que era de buen carácter. Nadie quería incluir en sus círculos internos a alguien de dudosa reputación y arriesgarse a una catástrofe. Pedir alguna prueba de identidad era el siguiente paso lógico.

En los cantones rurales, las iglesias llevaban registros familiares; en las ciudades, el estado administrativo recopilaba datos del censo; y las cartas de recomendación se consideraban formas de identificación igual de válidas. Eran declaraciones claras hechas por los nobles o caballeros que las emitían, indicando que el destinatario había servido con excelencia.

Alguien con una recomendación formal podía presentarse ante cualquiera de los aliados de su benefactor y esperar no solo comida y alojamiento, sino probablemente incluso equipo y dinero para facilitar un viaje. Mientras tanto, mostrarla a un noble no relacionado seguramente aumentaría enormemente sus posibilidades de ser contratado.

Reyes y señores de todo tipo solían entregarlas a quienes superaban grandes desafíos para resolver sus problemas. Ya fuera en forma de espada o anillo, no era tan sorprendente que yo hubiera recibido una, considerando mis logros.

Pero el peso sustancial en mi mano se sentía como una bomba delicada esperando detonar.

—Um, ¿yo… eh… tengo que aceptarlo?

—Sí.

Con una gran sonrisa, la granuja respondió sin titubear; no era tan considerada como para detenerse a reflexionar sobre por qué yo podría intentar rechazarlo.

Verás, el simple hecho de poseer esto era suficiente para dejar claro que yo tenía alguna relación con Lady Agripina. En algún momento, este objeto me arrastraría al territorio de «¡Debes estar trabajando para ella!».

Entonces, ¿por qué no deshacerme de él? ¿Por qué no venderlo? Ambas opciones eran imposibles. Por más nominal que fuera, tratar con desprecio un regalo benevolentemente otorgado por mi superior directo era darle municiones para hacer vaya uno a saber qué.

Deshonra: esta sola palabra era razón suficiente para separar el cráneo de la columna vertebral. Rechazar la sinceridad de un superior estaba explícitamente prohibido. Podría haberme entregado una obra de cerámica vanguardista, y aun así tendría que llevármela a casa y atesorarla como una reliquia familiar.

Lo odiaba. Sabía que, en algún lugar, las intrincadas maquinaciones de Lady Agripina me usaban como una variable. Cualquier situación en la que aclarar mi conexión con ella resultara beneficioso iba a ser necesariamente una escena de carnicería. Y si me encontraba en tal situación, ciertamente no iba a disfrutarla.

Esto era un boleto dorado para el tren expreso al infierno. Lo único que podía hacer era rezar para que no fuera un viaje solo de ida.

—No te hará daño si lo usas adecuadamente, —me reprendió la madame—. Cuídalo.

—Bueno… rezaré para no tener que usarlo.

—Vamos, ¿no crees que sería útil tenerlo a mano si algún día te cansas de ir de aventura y decides regresar?

—¿Disculpe?

—Clientes arrogantes, pedidos imposibles de nobles desconectados de la realidad, tacaños que regatean después de que el trabajo está hecho, alimentos baratos con vinos insípidos, días y días sin un baño y tareas tan monótonas como sangrientas… Escucho que muchos aventureros se desilusionan por la brecha entre la fantasía y la realidad y lo dejan por completo.

Era una historia bastante común. Los aventureros eran peones a los que un estratega no dudaba en sacrificar; éramos los primeros en ser arrojados a cualquier problema que pareciera demasiado molesto para resolver. Por cada héroe magnificado en las canciones de los juglares, había docenas de cadáveres anónimos olvidados en los caminos, y cientos de tareas mundanas que no merecían ser mencionadas.

Tal vez esta fue una ocupación que las razas inteligentes desarrollaron originalmente en pacto con los dioses, pero esas palabras sonaban huecas si la gloria histórica resultaba ser lo único que quedaba en un caparazón en decadencia.

No pocos aventureros aspirantes habían visto sus voluntades destrozadas frente a esta revelación; muchos otros habían muerto tratando de superarla. ¿Llegaría algún día, cuando la delgada muleta de mis anhelos se rompiera bajo mi brazo, a lamentar no haber elegido la vida de servicio en la corte? No podía prometer ahora que eventualmente no terminaría arrastrándome por el suelo, maldiciendo la idea misma de la aventura… pero lo que sí podía jurar era que no era del tipo de cobarde sin carácter que se rendía por no poder cortar las esquinas aburridas.

Más importante aún, dudaba genuinamente que cualquiera de las tribulaciones que enumeró Lady Agripina pudiera superar la tortura que había sido este último año de trabajo.

¿Quién se preocupaba por si la comida era lujosa cuando la fatiga hacía inútil mi lengua? Un vino con una etiqueta famosa y de una cosecha infamemente buena valía menos que aguas residuales si nunca podía saber qué se había mezclado en él. Las camas más mullidas con resortes eran solo otro sitio para un ataque; nunca podía relajarme por completo, ni siquiera en un baño maravillosamente suntuoso.

Entonces, ¿cómo podría ser peor una dificultad de mi propia creación? Guisos simples y gachas hechos al calor de una fogata y sacos de dormir sobre el suelo duro me parecían suficientemente lujosos, siempre y cuando vinieran con el alivio para disfrutarlos.

—Simplemente odio ver que una buena pieza se desperdicie, —dijo la madame—. Sabes lo enrevesadas que se han vuelto las conversaciones sobre de dónde sacar el nuevo arsenal de aeronaves, ¿verdad?

Lo sabía. Yo era algo así como un conocedor, y tenía un par de cosas que decir sobre el alboroto que era el desarrollo de las aeronaves.

Por supuesto, todos estaban discutiendo. Este era un proyecto que decidiría el futuro de todo Rhine; en ningún mundo la esfera noble iba a quedarse en silencio mientras la corona buscaba establecer una sede de fabricación a gran escala. Si bien entendía la necesidad de pasar de unos pequeños terrenos de prueba a una instalación más potente capaz de realizar reparaciones y modificaciones, el paquete de autoridad que venía con tener un sitio así dentro de las propias fronteras significaba que solo un tonto no reclamaría esa oportunidad.

Las especificaciones finales requerían que veinte naves estuvieran estacionadas en todo el Imperio durante medio siglo, pero solo habría tres plantas de producción para abastecerlas. La perspectiva de tener siglos de prosperidad garantizada era imposible de resistir. Las industrias locales de acero y madera recibirían el apoyo económico del Emperador; los trabajadores talentosos seguramente seguirían; los comerciantes llegarían tras ellos para capitalizar una mayor demanda en el mercado.

¿Cuánto dinero libre en impuestos podría generar una sola fábrica en un año?

La alta sociedad ya se había convertido en una lucha sin cuartel por los derechos de albergar estas fábricas. Una de ellas casi con certeza se construiría en el condado Ubiorum debido a que la madame encabezaba todo el proyecto, pero las otras dos eran un terreno fértil para la competencia. Ambiciosos hasta el núcleo, los miembros del bastión de Su Majestad ya habían comenzado a murmurar; era como si no codiciar los posibles avances les resultara vergonzoso.

De hecho, estaba convencido de que la mayor parte de las cartas que encontré en mi bandeja de entrada personal eran solicitudes relacionadas con este mismo tema.

—Así que, solo ten en cuenta que te recibiré con los brazos abiertos si alguna vez deseas regresar, Erich. Tal vez deje vacante el asiento de caballero personal por si algún día cambias de opinión… ¿O preferirías un puesto más secretarial? Tengo una abundancia de esos puestos que necesitan ser ocupados.

Puse la sonrisa más brillante que jamás había tenido en mi vida y respondí:

—Ni aunque eso me salvara del infierno.

—¿Ah, sí? Qué decepcionante… pero supongo que esperaré pacientemente. Ah, pero una cosa más.

—¿Sí?

—No olvides… —Lady Agripina despojó su voz de todo juego y susurró con un gruñido bajo que serpenteaba desde el suelo hasta mis oídos, penetrando profundamente en mi cerebro—. Me debes una.

La madame aún tenía ese favor guardado en su bolsillo. No lo iba a usar… no, solo lo guardaría… y hasta me dejaría salir de la capital.

Nada me asustaba más.

Tenía la sensación de que mi libertad era solo una fantasía para ella: probablemente pensaba que sería más entretenido de esta manera, y que podría aprovechar cualquier problema en el que me metiera a su favor. Al final, Lady Agripina había logrado marcar nuestra despedida con algo que pesaba aún más que el anillo dorado. ¡Argh! ¡Usa el maldito favor y déjame en paz, maldita sea!


[Consejos] Los favores son una moneda en la que difícilmente se puede hacer un intercambio equivalente. Cuando se cobran en el momento adecuado, un simple «te la debo» puede devolver varias veces el valor de la acción que originó el préstamo. Una lección que vale la pena recordar. Después de todo, no existen leyes ni regulaciones para proteger a un deudor cuando se trata de estos activos intangibles.

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