Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 6 Otoño del Decimoquinto Año Parte 2


Desde el momento en que la zentauro comenzó a llorar hasta que finalmente logró liberar sus emociones enredadas, tuvo que haber pasado media hora; había pasado el tiempo suficiente como para que hubiera quemado todas las hojas en el cuenco mágicamente alargado de mi pipa.

Sin decir una palabra, le ofrecí un pañuelo, y ella comenzó a limpiarse la cara empapada sin reservas; al final de todo, sopló su nariz en él ruidosamente. Ahora, no iba a exigir que lo lavara ni nada, pero ¿no sería un poco embarazoso para una persona normal entregar su pañuelo lleno de mocos?

Dejándome con un trapo empapado, la zentauro sonó su nariz roja una vez más y proclamó con arrogancia:

—Con lo fuerte que eres, hasta podrías ser digno de ser mi esposo… Apostaría a que todos me recibirían de vuelta si te trajera a casa.

Vaya, sí que eres una perdedora creativa.

Aun así, una vez más me recordó que tenía los ingredientes para ser una guerrera: no importaba cuán profundamente su orgullo hubiera sido quebrado, un campeón tenía que recoger los pedazos y levantarse para la siguiente ocasión con un corazón renovado.

No podía contar cuántas veces Sir Lambert había aplastado mi ego. Si ese hombre veía a alguien como un luchador, no se guardaba nada, ni siquiera a los siete años. El dolor abrumador casi me había hecho rendirme por completo al combate cuerpo a cuerpo en muchas ocasiones; en muchas más, él ajustaba sus desventajas justo cuando yo comenzaba a encontrar mi equilibrio para cortar de raíz cualquier semilla de confianza naciente. Fue en parte gracias a él que nunca perdí perspectiva de mi naturaleza incompleta, incluso cuando me había hecho más fuerte a lo largo de los años.

—Lo siento, pero una esposa que ni siquiera puede amenazar mi vida suena peor que un guardaespaldas débil.

—Ugh…

La zentaur suplicante había reunido toda su voluntad para responder con una línea descarada; cuando se la devolví, su voz se atascó en su garganta y sus ojos empezaron a empañarse de nuevo. Su oreja de caballo estaba inclinada hacia un lado. Si funcionaban de la misma manera que las de los caballos normales, era una señal de total relajación o de un mal humor; podía adivinar cuál era el caso.

—Pero, —dije—, me ocuparé de ti por un rato.

—¿Bwha?

—Si me voy ahora, ¿cómo planeas sobrevivir?

—Em… bueno… —Cruzó los brazos, jugueteó con sus patas delanteras y desvió la mirada.

Sin amigos ni dinero, todo lo que le quedaba a esta zentauro era su habilidad en combate. Naturalmente, sus opciones eran limitadas. La ruta más normal sería pedirle a algún viajero o a una tripulación de comerciantes que se ocupara de ella, ofreciendo trabajar a cambio de una comida honesta; pero si fuera el tipo de persona loable para hacer eso, no estaríamos aquí en primer lugar.

No, lo más probable es que terminara encontrando a algún otro tonto para intimidarlo y obtener un trato desventajoso.

Si no quería matarla, entonces creía que tenía la obligación de no dejar que mi decisión causara problemas a quienes me rodeaban. Tanto para no dejarla morir de hambre como para evitar que causara más caos, sentí que lo mejor era llevármela conmigo.

En verdad, todo había terminado en el momento en que internalicé su desperdicio de talento: algo en mi alma reciclada deseaba arreglarla*. Vamos, ¿la imagen de ella como un orgulloso faro de caballerosidad no era emocionante? Aunque era plenamente consciente de que simplemente estaba imponiendo mis propios ideales en alguien más, no pude evitar desear verla en su forma más hermosa.

Frizcop: Erich nos salió “I can fix her” xD

—Dejar que alguien con tu habilidad recorra las tierras sin ningún sentido de la dignidad que el poder requiere sería dejar que una plaga asolara el mundo. Si quieres que te vea caer en el camino del robo frente a mis ojos, esta vez no usaré la parte roma de mi espada.

—¡Pe-pero soy una guerrera; una orgullosa miembro de la tribu Hildebrand! Después de todos los honores que he ganado en el campo de batalla, no voy a seguir a un hombre que…

—¡Si quieres llamarte guerrera, entonces actúa como tal! ¡¿Gruñir después de una derrota es lo que llamas orgullo?! —Tan pronto como levanté la voz, ella retrocedió. No importaba de dónde viniera ni cómo la hubieran criado, mi argumento era tan sólido que no pudo replicar—. Grábatelo en la cabeza y empaca tus cosas. Te enseñaré lo que es el verdadero valor.

—…Vaya que hablas mucho. ¿De verdad eres todo un guerrero como dices ser , entonces?

—Lo suficiente como para nunca perder contra ti.

Hablar en términos de vencedor y vencido, y cualquiera que siga este camino no tiene más opción que guardar silencio. Su frustración estaba claramente escrita en su rostro, pero parecía que, a pesar de todos los pensamientos que giraban en su cabeza, estaba sinceramente contemplando qué hacer. Por más molesto que fuera escuchar a alguien quien acababa de vencerla de manera tan tonta, no había forma de evitar la realidad de que eventualmente su estómago se quedaría vacío; ni siquiera tenía dinero o equipo adecuado para sobrevivir en el camino. Con el equilibrio de poder decidido firmemente por nuestro duelo, rechazarme aquí sería abandonar el último vestigio de su dignidad como combatiente.

Sobre todo, parecía tener la corazonada de lo que yo haría si intentara huir.

Los aventureros no eran ajenos a cursos de acción que harían que personas más éticas se echaran atrás, y personalmente no tenía reparos en luchar de manera más sucia que el pecado si mis oponentes lo merecían. Sin embargo, creía que estábamos sujetos a un estándar mínimo de decencia, y dejar que mi fugaz simpatía se convirtiera en la tragedia de otro lo cruzaba.

Los bromistas ligeros podían salir con un pulgar; los reincidentes necesitaban una muñeca o dos; aquellos que aún no aprendían no tenían más opción que ofrecer su cuello. Pero en el caso de un zentauro, todo su cuerpo era un arma. Aunque ya no pudiera sostener un hacha, sus cascos serían suficientes para amenazar a cualquier viajero mal preparado para la batalla. Cortarle las piernas, sin embargo, sería lo mismo que matarla; sería más humano terminar las cosas rápido.

Elige. Apoyé mi mano izquierda en el borde de la vaina de la Lobo Custodio, y finalmente ella bajó la cabeza en señal de derrota.

—Está bien, está bien, ya basta… Iré a empacar mis cosas.

—Muy bien.

Afortunadamente, no tendría que derramar sangre hoy.

Estaba seguro de que algunos me llamarían arrogante por mi decisión egocéntrica y autocomplaciente. Pero era demasiado honesto para mentirme a mí mismo, y no quería ver cómo esta zentauro desperdiciaba su potencial.

Esto no significaba que tuviera algo en contra de los trabajadores oscuros que vivían del asesinato turbio; mi carrera implicaba hacer lo mismo si el precio era el adecuado. El aventurero zombificado que, incluso en la muerte, se había negado a soltar su amada espada en una espantosa —y aterradora — muestra de lealtad, poseía una habilidad hermosa, perfectamente adecuada para su arma preferida. El arte de la Señorita Nakeisha estaba confinado a sombras invisibles, pero ella se comportaba con respeto y ponía todo su corazón en un hermoso deseo de victoria.

Yo buscaba pureza tanto en la técnica como en la filosofía. La zentauro era una obra de óleo envejecida de un dragón cuyo ojo se había perdido por la pintura en descomposición; la idea de que un pequeño retoque podría mostrarme algo más que los simples necios en mi camino me ponía de buen humor. Esos días de mi infancia que pasé discutiendo qué héroe épico sería el más fuerte me dejaban reacio a abandonar la posibilidad de añadir otro a la lista.

Claro, ella había empezado con una patada letal, pero yo la había estado provocando para llegar a eso; lo llamaremos empate.

No importaba lo que dijeran los demás, yo viviría y moriría por este sentimiento.

—Una vez que tengas todo organizado, serás tú quien lo cargue. Mis caballos ya tienen suficiente que hacer.

—¡¿Quéee?! ¡¿Por qué?! ¡Pero si tienes dos de ellos!

—¡No me digas «por qué»! ¡¿Qué tipo de guerrero no puede cuidar de sus propias pertenencias?! ¡No olvides que fue por eso que terminaste sin un centavo en primer lugar! —Le di un golpe en el trasero y grité—, ¡Ve!

Con mucha mala gana, la zentauro comenzó a reorganizar la tienda que había dejado hecha un desastre. La destreza que había mostrado con su arma no se encontraba por ninguna parte, hasta el punto en que me sorprendió que haya logrado salir de su tierra natal.

—Ah… ¿Cómo era que se doblaba esto? Maldición, ¿cuándo fue la última vez que hice esto?

Aunque continuó refunfuñando todo el tiempo, parecía que al menos había sabido usar su equipo en algún momento. Sin embargo, por la forma en que tenía que detenerse y recordar, parecía que había estado dejándolo en manos de otros durante un tiempo. Tanto la forma en que doblaba la tela como la manera en que ataba la cuerda dejaban dudas sobre la estabilidad del producto final, así que probablemente tendría que revisar su trabajo.

—¡¿Ah?! ¡¿Dónde está la bolsa de la tienda?! ¡Esos bastardos!

—Un saco grande siempre es útil, así que puedo ver por qué lo habrían tomado. Lo que más me intriga es cómo no te despertaste si estaban sacando todo.

—Bueno… me hubieradespertado si se hubieran chocado conmigo.

Eso ni siquiera era una excusa. Debía haber visto a sus compañeros de viaje como meros sirvientes. Aunque yo no saltaba de la cama al más mínimo sonido cuando dormía junto a Elisa, Mika o Margit, todavía notaría si alguien entraba a mi tienda. Francamente, tuvo suerte de que no decidieran matarla por viejos rencores.

Sintiéndome que estaba atascada, corté un trozo de cuerda que había empacado para que pudiera atar su toldo y el soporte. Su arma, ahora envuelta de nuevo —aunque la hoja asomaba desde donde había rasgado el velo— y su coraza fueron con ello, y orienté todo lo mejor que pude para que se acomodara de manera uniforme sobre su espalda.

—Se supone que soy una guerrera, —suspiró con pesadez—. ¿Por qué me tratan como una tonta mula de carga?

—¿No has considerado que tal vez tu grupo te dejó porque nunca ayudaste a cargar nada?

—Cállate. Yo les compré burros; esa fue mi contribución.

—¿Burros? Eso me parecían mulas.

—¿Eh? ¡¿Espera, qué?! ¿¡Esos no eran burros!? ¿¡Los confundí con las rhinianas!?

—Tal vez aprendiste las palabras correctamente, pero alguien te estafó. Para aclarar, las mulas son cruces entre burros y caballos.

—¡¿Qué… esos tramposos!?

Parece que un asno no puede identificar a un burro, supongo. No estaba siendo totalmente preciso con mi lenguaje aquí, pero sentí que la broma encajaba; por alguna razón, en esta mitad del continente, los burros se consideraban símbolos de mente lenta.

La zentauro debe haber estado acostumbrada a viajar completamente despojada de todo, porque sus escasas pertenencias eran suficientes para hacerla tropezar y comprobar su equilibrio. Mientras tanto, yo fui a buscar a los Dioscuros —se habían aburrido tanto que se habían ido a merendar unos arbustos— para que pudiéramos irnos.

—Por cierto, —dijo de repente mientras me acercaba montado—, todavía no me has dicho tu nombre.

La miré entrecerrando los ojos durante un momento, y ella se encogió de hombros en señal de resignación. Intentar sonsacar el nombre de un superior antes de dar el propio no solo era una afrenta a algún código caballeresco, sino una afrenta a las normas básicas de cortesía. Anoté en mi mente que debería darle algo de entrenamiento en etiqueta: si iba a quedarse en el Imperio, tendría que aprender a hacer lo que los imperiales hacen. Defender sus propios valores estaba bien, pero si quería que respetara su forma de hacer las cosas, tendría que mostrar algo de respeto por las mías primero; tratar de imponer las cosas sin siquiera intentar hacer el esfuerzo era cosa de un niño pequeño.

—Mi nombre es Dietrich. Dietrich de la tribu Hildebrand.

Dejando de lado el nombre de su pueblo, «Dietrich» me dejó algo confundido. Tal vez quería decir Deedlit, pero ese nombre quedaría mucho mejor para un matusalén; eh, más importante aún, había dado un nombre rhiniano.

—Pero Dietrich es un nombre de hombre, y además imperial. ¿No eres de las islas del norte?

—Ugh, eres tan exigente. En mi tierra, los centauros; eh, los zentauros no tienen nombres de «hombre» ni de «mujer». Tener que estar aclarando cuál es cuál todo el tiempo es una pérdida de tiempo.

—Ajá.

—¡Mira, mi nombre era Derek, pero pensé que la gente aquí no estaría acostumbrada o no sabría cómo decirlo, así que lo cambié a Dietrich, ¿de acuerdo?!

Por extraño que me pareciera su elección de nombre, no comenté nada en voz alta. No burlarse de las costumbres extranjeras era algo que iba más allá del sentido común. Dicho esto, me sentía intrigado: había leído alguna vez que, en tiempos remotos, las distinciones de género prácticamente no existían porque los niños y las niñas eran criados de manera similar con fines bélicos. Para esos primeros grupos militaristas, la única diferencia era que uno de los dos sexos daba a luz; si la tribu Hildebrand tenía tradiciones vinculadas a esta mentalidad del Azote Viviente, entonces debían ser un pueblo con mucha historia.

Aun así, si alguna vez conociera a una zentauro musculosa con un nombre como el de la Virgen María o la Papisa Juana, por ejemplo, tendría que hacer una tirada de Fuerza para evitar que mis músculos faciales se contrajeran en una sonrisa.

—¿Y? ¿Puedo saber el nombre del tan gran guerrero que me derrotó en batalla?

—Claro. Mi nombre es Erich, cuarto hijo de Johannes de Konigstuhl. No sé cuánto tiempo más se cruzarán nuestros caminos, pero tratemos de llevarnos bien.

Y así, mi viaje en solitario llegó a su fin.

Desafortunadamente, el hecho de tener una compañera de viaje no significaba que pudiera relajarme y descansar. Ella solo me seguía porque yo había ganado el duelo, y no había forma de saber si o cuándo intentaría atacarme mientras dormía.

Sin embargo, la esperanza de poder convertirla en una guerrera venerable me compensaba.

Antes, Dietrich había mencionado que «todos» la recibirían con los brazos abiertos si regresaba con un esposo fuerte. O la habían intimidado tanto que se escapó, o las autoridades la habían echado con la esperanza de que la independencia la hiciera madurar; esa era mi mejor suposición de por qué estaba en las tierras del Imperio.

En esencia, yo no estaba solo: había una posibilidad de que su tribu también quisiera que aprendiera algo de dignidad. Ayudarla a darse cuenta de por qué la habían echado y qué hacía a un verdadero guerrero no sonaba para nada como un mal momento. Las calles verían a un bandido menos, ella regresaría a casa como una heroína madura, y yo tendría la oportunidad de pulir una joya que de otro modo habría quedado enterrada en la tierra.

Por supuesto, todo esto dependía de una suposición; si la tribu Hildebrand estaba llena de salvajes despiadados, les estaría haciendo un verdadero perjuicio… pero, bueno, los otros puntos seguían siendo ciertos sin importar qué. Estaría bien, ¿no?


[Consejos] El archipiélago del norte se centra en una isla masiva directamente al norte de la extensión occidental del continente. Aunque técnicamente está gobernada por una familia real con un sistema parlamentario de apoyo, la inestabilidad de la zona provoca que el trono cambie de manos a una velocidad vertiginosa. A veces, la corona incluso la llevan invasores extranjeros; basta con decir que la gente del Imperio considera a la región como una tierra de brutos y bárbaros.


Después de tres días, es fácil hacer un diagnóstico de las fortalezas y debilidades de una persona: tanto sus límites como persona como los límites físicos de su constitución.

—Vaya que eres torpe…

—¡Tú! ¡Te callas!

Mis días en el camino con Dietrich hasta ahora habían transcurrido sin incidentes, pero era difícil decir que las cosas progresaban sin problemas.

Me encontré cara a cara con una fogata que no parecía muy manejable. Bueno, quizás estaba siendo demasiado duro al decirlo así: la única razón por la que mi cerebro podía procesar el montón desordenado de piedras como una «fogata» y no como la obra de un niño de cinco años intentando construir un castillo, era porque había sido yo quien había pedido específicamente una fogata.

—No puedes montar tu tienda adecuadamente. No sabes lavar tu ropa. Ni siquiera sabes hacer una fogata… ¿Cómo demonios has sobrevivido tanto tiempo?

—¡ Todos los zentauros son así! ¡Por eso siempre tenemos un montón de sirvientes y personal!

Sonrojada, la zentauro agitó sus puños de manera torpe y llena de ira. ¿Dónde había quedado la impresionante elegancia y agilidad que mostró en batalla?

Para ser justo, Dietrich era enorme. Incluso cuando se agachaba al máximo, seguía siendo tan alta como un mensch promedio, y esa constitución le permitía manejar hachas gigantes o tensar grandes arcos que a una persona más pequeña le habría costado mover; su torpeza con las cosas más finas era el precio de ese poder.

Lamentablemente para ella, su ineptitud para sentarse y trabajar la hacía prácticamente inútil en cualquier habilidad productiva. Apenas podía montar su tienda porque había sido diseñada específicamente con los zentauros en mente; todo lo demás ni siquiera valía la pena mencionarlo. En el mejor de los casos, podría contar con ella solo para trasladar cosas de un lugar a otro o para usar su puntería en la caza. Aunque era agradable dejarle a alguien más fuerte la tarea exacta de traer agua al campamento, no es que estuviéramos llenando una bañera en el camino; no necesitaba que trajera toda el agua que un zentauro puede cargar. Si esto fuera un simulador de construcción de imperios con gestión de recursos, ella sería la unidad de combate sobreespecializada que consume más recursos de los que vale en las primeras etapas del juego.

Podía ver cómo el auge de la civilización estaba relacionado con el declive del Azote Viviente. Podían obtener resultados aceptables en tareas básicas si tenían herramientas personalizadas, pero empresas complejas como la arquitectura y la metalurgia eran imposibles de llevar a cabo así. No es de extrañar que la familia zentauro en Konigstuhl hubiera ido por ahí ayudando a sus vecinos en lugar de comprar su propia granja: seguro habrían luchado para mantenerla a flote.

—Fuiste tú quien me dijo que lo dejara en tus manos cuando te lo pedí. Todo lo que tenías que hacer era decirme que no podías hacerlo.

—Pero…

—¿Pero qué? ¿Es tan vergonzoso admitirle a un simple mensch que no puedes hacer algo?

—Es que… es que yo no quiero que nadie me mire por debajo del hombro.

Reorganicé las piedras en un borde adecuado, lancé la leña que había recogido al centro y la encendí. Aprendí el primer día que Dietrich tampoco estaba hecha para recoger cosas del suelo, y las tareas diarias de la vida rápidamente cayeron todas sobre mí. Ahora estaba más claro por qué ella había optado por no robar y en su lugar tratar de forzarme a ser su sirviente. A pesar de lo fuerte que era, no podía sobrevivir sin la ayuda de otra persona.

—Admitir tus propios límites no es algo de lo que avergonzarse. De hecho, diría que es mil veces más vergonzoso afirmar que puedes hacer algo solo para no lograrlo; ser subestimado no se compara con eso. No es que no tengas cualidades redentoras, así que ¿por qué no ser honesta sobre tus fortalezas y debilidades desde el principio?

Sin embargo, por mucho que regañara, había partes de la cultura zentauro que eran francamente ingeniosas.

Primero, estaban cómodos manejando cuchillos a pesar de su torpeza general, y Dietrich podía desmembrar una presa fresca en la mitad del tiempo que me tomaría a mí. Mejor aún, su trabajo era limpio, y conservaba las pieles y las vísceras en perfecto estado. Ayer, sin querer, comencé a aplaudir cuando la vi despellejar un ciervo; como alguien que forzó mis habilidades en este campo con Arte Encantador, ver cómo ella despojaba la piel de la carne con maestría me dejó asombrado.

Y por simples que fueran, me reproché no haber hecho lo mismo cuando vi sus campanitas de medianoche.

La primera noche, Dietrich sacó un conjunto de campanillas que tenía guardado en su baúl de armadura, todas sujetas por una serie de finos alambres. El diseño era ingenioso: cada badajo era lo suficientemente pesado como para no sonar con una simple brisa. Al parecer, había dejado de usarlas hace tiempo porque tenía suficientes subordinados para montar guardia, pero yo recibí con los brazos abiertos el tradicional sistema de advertencia zentauro, ya que solo éramos dos. De hecho, estaría interesado en comprarle un juego si tuviera alguno de sobra.

Todo esto para decir que Dietrich tenía cosas que aportar. No veía por qué no podíamos dividirnos las tareas según nuestras fortalezas.

—Ah, sí, sí… de acuerdo. Lo entiendo.

—Un «sí» es suficiente. Es de mala educación repetirse.

—Sí, señor Erich. ¿Así está bien para usted?

—Muy bien.

Ignoré su sarcasmo y comencé a preparar la cena. Dietrich siempre estaba malhumorada después de tantos regaños, pero se animaba a la hora de la comida. La forma en que iba de un lado a otro detrás de mí —me explicó que los zentauros preferían estar de pie a sentarse— cada vez que empezaba a cocinar me daba la impresión de que buscaba alguna oportunidad, pero para la segunda noche ya había descubierto que simplemente estaba emocionada por comer.

Me sorprendió mucho que le gustara tanto una simple papilla con algo de venado. Esa noche exclamó: «¡Guau, esto está increíble!» y se zampó toda la olla en segundos. Le grité por no ser lo suficientemente considerada como para dejarme mi parte, pero después de eso comencé a triplicar las porciones y a gastar un pan negro entero al día.

Pensándolo bien, supongo que era natural para alguien de su tamaño. Los caballos comen unos veinte kilos de forraje al día, y un zentauro con una complexión similar obviamente necesitaría mucho combustible. Aunque la capacidad de Dietrich para comer alimentos más nutritivos significaba que no necesitaba ingerir el mismo volumen que Cástor o Pólux, aun así, requería tres veces más comida que un mensch.

Aun así, no esperaba que le gustara tanto mi simple Cocina de Campamento. Tenía la corazonada de que nadie de su antiguo grupo tenía experiencia preparando comidas.

—Muy bien, ya terminé. Puedes empezar a comer sin mí, pero recuerda…

—«En silencio y con buenos modales». Lo sé. Vaya, ni siquiera mi mamá dice cosas como esa.

—Solo lo digo porque te sentirás satisfecha por más tiempo si comes despacio.

La manera en que devoraba la comida en cuanto le daba un plato y una cuchara era el vivo retrato de una niña pequeña. No podía creer que fuera mayor que yo; al principio, incluso sujetaba la cuchara de forma torpe, con el puño cerrado, y, sorprendentemente, comenzó a beber directamente del plato ruidosamente cuando la papilla se había enfriado.

En comparación con eso, verla chocar los cubiertos entre sí ahora casi parecía un ejemplo de buenos modales.

—¡Mmm! ¿Cómo lograste que la carne de ave no huela así? ¡Ahh, y las vísceras realmente me llenan!

—Para empezar, trajiste una presa excelente. Por mi parte, remojé el faisán en licor y vinagre para quitarle ese olor fuerte. Ah, y añadí algunas hierbas mientras lo hervía. Me alegra que te guste.

—¡Vaya, ya pensaba que la comida de aquí era mejor que la de casa, pero tu cocina es mejor que la de los restaurantes! ¡Dame más!

—Aquí tienes. Pero, sabes, estoy un poco decepcionado de que no estuviera listo para el almuerzo en lugar de la cena.

Dietrich había derribado ese faisán justo antes de nuestra pausa del mediodía. Aunque estaba ansiosa por comerlo en ese momento, la convencí de dejarlo reposar en un adobo simple hasta la cena.

Sin embargo, la costumbre imperial era comer un almuerzo abundante para afrontar la parte más ocupada del día, mientras que el desayuno y la cena eran más ligeros. Salirme de mi rutina habitual no le sentó del todo bien a mi estómago, pero no teníamos el lujo de bolsas térmicas ni refrigeradores. Incluso conservada en licor y vinagre, la carne no sería segura para guardarla más de un día… aunque realmente deseaba haber podido disfrutar el faisán asado al mediodía.

—No entiendo por qué dices eso, —respondió Dietrich—. En casa, lo normal era hacer de la cena la comida más importante del día.

—¿No te sientes pesada por la noche si haces eso?

—¿Pesada? No, para nada.

Mi compañera extranjera parecía confundida con la pregunta, pero volvió a mordisquear un trozo de pan negro que habría hecho polvo mis dientes. Supongo que este era un claro ejemplo de diferencias culturales. A pesar de estar orgulloso de lo bien que había quedado el plato, decidí mantener mi porción en un tamaño modesto; además, no tenía que preocuparme por desperdiciar comida con Dietrich cerca.

—¡Uf, estoy llena! Puede que valga la pena llevarte a casa si voy a comer así todo el tiempo.

—Ya te dije, no necesito…

—«Una esposa o una guardaespaldas más débil que yo». Lo . Por eso vamos a entrenar para quemar la comida, ¿verdad?

Dietrich estiró los brazos y lanzó el cuenco vacío a un lado. Aunque era la mayor, sentía como si de repente me hubieran cargado con una hermanita desobediente. Tendría que enseñarle a recoger después de comer, pero eso podía esperar. Si señalaba todo de golpe, solo conseguiría arruinarle el humor. Por ahora, le daría un aprobado por mostrar respeto a través de un cumplido. Había considerado añadir el lavado de los platos a sus responsabilidades, pero me contuve al imaginarme explotando de rabia si terminaba doblando mis utensilios.

Habíamos establecido una rutina de ejercicio ligero después de la última comida del día, y nos pusimos en posición para un combate de práctica; sin embargo, mucho después de que el sol se hubiera puesto, notamos a alguien acercándose por el camino. Los lejanos sonidos de carruajes se mezclaban con un leve golpeteo de pasos.

¿A esta hora del día? Ambos nos detuvimos y dirigimos la mirada hacia el sonido. Eventualmente, un tenue resplandor flotante de una antorcha apareció a la distancia. Poco a poco, una figura emergió de la oscuridad, seguida por tres carromatos y un puñado de guardias. Ni los toldos llevaban el emblema imperial ni la comitiva enarbolaba una bandera de recaudador de impuestos; probablemente eran comerciantes comunes que habían tenido un contratiempo en el camino y perdido la oportunidad de encontrar una posada.

Ningún comerciante ilícito marcharía con las luces encendidas a estas horas, después de todo. Los que operaban en mercados clandestinos simplemente contrataban equipos con visión nocturna para transitar fuera de las rutas principales; estas personas casi con certeza eran simples civiles desafortunados.

—Uf, por fin.

—Dioses, todo este trabajo extra, ¿para qué?

—Lo lamento mucho, de verdad. Pero el camino recto está tan mal mantenido que temí que las ruedas no lo soportaran…

—¡Ya entendimos! ¡¿Cuántas veces tienes que repetirlo antes de callarte?!

Justo cuando me relajé pensando que no representaban una amenaza, un intercambio de voces tensas llegó hasta nosotros. Aunque el hombre de mediana edad que hablaba con los guardaespaldas parecía ser el propietario del convoy, la conversación no seguía el patrón típico entre empleador y empleado.

Los vehículos, aunque algo antiguos, estaban bien mantenidos y cubiertos con lonas sin agujeros. Alcancé a vislumbrar el interior, donde la carga estaba ordenada y amarrada con cuidado, un claro signo de trabajo honesto, sin mencionar que el dueño parecía conocer bien la zona y tuvo el sentido común de tomar un desvío cuando la situación lo ameritaba. Desde mi perspectiva, parecía un empleador confiable. Si el camino más corto podía arriesgar la ruptura de una rueda o un eje, priorizar el éxito seguro del viaje era una decisión inteligente. En el peor de los casos, podrían haber perdido medio día tratando de improvisar repuestos con árboles cercanos, solo para crear piezas incapaces de soportar la carga hasta su destino.

Mi problema estaba con los guardaespaldas, que se quejaban por unas pocas horas extra y una noche en la carretera.

Hablando claro, no tenían idea de lo que hacían; siendo amable, les faltaba profesionalismo. Los Melenas Sangrientas al menos cumplían con lo mínimo para mantener cierto orden dentro de un grupo de soldados a sueldo; estos amateurs ni siquiera llegaban a ese nivel, y su equipo era significativamente peor.

A juzgar por la ausencia de una bandera, no eran mercenarios, pero tampoco parecían un grupo de lugareños que recién hubieran recogido sus primeras lanzas para este trabajo. Por descarte, probablemente eran aventureros.

Los aventureros tenían sus raíces en la Era de los Dioses, cuando los héroes más valientes se enfrentaban a desafíos encomendados por las potencias divinas… pero en la actualidad, no eran más que mano de obra barata para realizar trabajos sucios. A cambio de ser menos especializados en combate que los mercenarios promedio, el vacío concepto de «aventura» justificaba prácticamente cualquier cosa, y la sociedad hacía mucho que había aceptado esta versatilidad.

Pero, claro, esa flexibilidad venía de la mano con una degradación en la calidad. Los héroes épicos que honraban la gloria de sus predecesores eran escasos: tanto la virtud como la habilidad brillaban por su ausencia.

Como alguien que planeaba unirse a sus filas, ver tan vívidamente la decadencia de mis futuros compañeros me dejó inquieto. No iba a ponerme a soltar ideales juveniles sobre cómo el mundo debería ser sólo bondad, pero esto era simplemente lamentable.

—Dioses, es una mierda tras otra. Todo lo que pides es una molestia.

—Lo-lo siento, de verdad lo siento. Me aseguraré de aumentar su paga por los días extra que pasemos…

—¡Por supuesto que lo harás! ¡Pero lo que yo digo es que eso no es suficiente! ¡Necesitaría el doble de paga para aguantar esta mierda un día más!

¡¿Do-doble?! No, no puedo. En cualquier caso, la Asociación debería habérselo explicado antes de aceptar el trabajo, que el transporte de carga era parte de sus responsabilidades, y además…

Dicho esto, la timidez del mercader no ayudaba. Ser altivo y maltratar a los guardaespaldas era una forma segura de quedarse tirado en el camino, pero no tenía nada que temer si había contratado a esos hombres a través de la Asociación de Aventureros. Siendo una organización intermediaria, la Asociación iba más allá de conectar trabajadores con empleos: supervisaba la calidad del trabajo realizado. No le habría venido mal plantarse con más firmeza.

—Vaya, bien que se están peleando, —comentó Dietrich—. Si ese tipo es el que paga, ¿por qué no les pone un alto más firme?

—Probablemente no está acostumbrado a lidiar con tipos rudos. Mala suerte para él; esos matones parecen bastante corrientes.

—¿ Eso es corriente? No duraría ni un segundo en los barrios bajos del norte. Me sorprende que pueda manejar un negocio así.

—Cuando vives tu vida rodeado de cuatro paredes, ser amable puede ser tu arma más poderosa. Negociar en los negocios es muy diferente de gritarle a un oponente antes de una batalla.

—¿De verdad?

—De verdad.

Qué aburrido. Creo que nunca abriré un negocio.

Dietrich tenía una particular fascinación por aparentar. Además de quejarse constantemente sobre no querer ser subestimada, siempre refunfuñaba sobre cómo atar cosas a su espalda no era la imagen adecuada para una guerrera.

Sin embargo, a pesar de preocuparse tanto por las apariencias, le faltaba una idea clara de su yo ideal. ¿Quería convertirse en una luchadora legendaria, recordada por generaciones? ¿O tal vez buscaba enfrentarse a un oponente digno y vencerlo en combate?

Veía en ella un reflejo de mí mismo, una versión más inmadura de quien yo había sido en un mundo lejano, sepultada bajo los años. Deseaba ser tan grande y poderosa que nadie se atreviera a menospreciarla, pero no sabía cómo alcanzar realmente la grandeza; ni siquiera sabía cómo lucir como alguien grandioso.

Uf, sólo verla me hace doler el estómago. A pesar de creer en sí misma, no lograba ganarse la aprobación de los demás, y al observarla más de cerca, la base de esa confianza estaba completamente ausente. Incapaz siquiera de imaginar cómo podría ser su vida dentro de una década, estaba atrapada en las preguntas de identidad que, en el peor de los casos, conducen a las almas jóvenes por el oscuro camino de desear daño, ya sea para sí mismas o para los demás.

Argh… Ver eso en otra persona era como una comezón que no podía rascarme. Mi diagnóstico era que sufría de las secuelas del «síndrome de secundaria», y no había cura. El único remedio que ofrecía alivio temporal era una almohada y una manta.

Dejando eso de lado, decidí cancelar nuestro entrenamiento de esa noche. Blandir armas cerca de un grupo de guardaespaldas con los nervios de punta era prácticamente invitar a una pelea.

Parecía ser cierto aquello de que el orden público empeora cuanto más lejos se está de una ciudad importante. Lady Agripina solía burlarse de la «capital de la vanidad», pero yo sentía que algo de civismo era necesario. Sin él, las personas eran criaturas demasiado malvadas para su propio bien.

—Vamos a preparar un poco de té y a dejarlo por hoy. Puedes irte a dormir primero, ya que tomaste la primera guardia anoche.

—¡Hurra! ¿Me dejarás dormir hasta la mañana?

—Más te vale estar bromeando, o te cortaré el cabello aún más corto de lo que lo tienes ahora.

Dietrich se llevó las manos a la cabeza ante mi amenaza vacía y se metió en su tienda. Habíamos estado hablando sobre cómo los zentauros se rapaban la cabeza después de perder en un duelo, y mencionó que su cabello apenas había crecido lo suficiente como para no avergonzarla. No esperaba que me tomara en serio… ¿Acaso yo realmente parecía lo bastante cruel como para hacer algo así?

Por otro lado, había estado pensando en reponer nuestras rápidamente menguantes provisiones de comida —la enorme cena de anoche no había ayudado— si encontrábamos alguna caravana, pero decidí esperar hasta la mañana. Parecían bastante ocupados montando el campamento en la oscuridad, y tenía un mal presentimiento sobre la situación. Para ser justos, no había dejado de tener malos presentimientos en días, pero el que me rondaba ahora era peor de lo habitual. Los aventureros parecían notablemente molestos, y empezaba a dudar que el comerciante lograra calmarlos.

Uf, aquí tiene que haber algo raro… ¿El mundo está realmente tan convulso? ¿O soy yo el que está equivocado por esperar algo de paz en mi viaje?

Viejo, que yo solo quiero llegar a casa…


[Consejos] La Asociación de Aventureros es una organización internacional concebida originalmente para conectar a héroes capaces con tareas apremiantes como extinguir espectros gigantes, apaciguar bestias desenfrenadas y exterminar dragones feroces. En su momento, los dioses de varias naciones dejaron de lado sus diferencias para fundar la institución; hoy en día, lo único que queda es su alcance. Aunque la Asociación cubre toda la región occidental del continente, se ha reducido a un centro de trabajo eventual.

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