Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 6 Otoño del Decimoquinto Año Parte 3
La ira es la más explosiva de las emociones humanas; también es la más fugaz. Por eso esperaba que las cosas se resolvieran solas para la mañana, pero estaba completamente equivocado.
Me levanté temprano para hacer los ejercicios de práctica que no había podido realizar la noche anterior y devoré un desayuno rápido después de calentar adecuadamente. Tras todo eso, la compañía de la caravana salió… y seguían en lo mismo. Los guardaespaldas estaban otra vez discutiendo para que se les pagara el doble, y todo fuera de los límites de la Asociación.
Un aventurero promedio ganaba unas cinco libras por un encargo de seguridad, y alguien con poca o ninguna experiencia recibía alrededor de cincuenta assariis. Sin embargo, eso no reflejaba el costo total: el contratante pagaba un veinte por ciento adicional en tarifas de la Asociación e impuestos imperiales. La corona sabía que los aventureros de espíritu libre no iban a declarar sus ingresos correctamente, y esa era su forma de asegurar su parte.
Como debería haber sido evidente por las salvaguardas existentes, era ilegal que un aventurero exigiera directamente un pago adicional a su empleador. No solo ponía al contratante en un aprieto, sino que ni la Asociación ni el Imperio estaban dispuestos a perder su ingreso. Podías argumentar por una compensación extra si el trabajo no se ajustaba a las condiciones iniciales, pero eso requería mediación oficial.
Intentar conseguir un extra como propina por un trabajo bien hecho era una cosa, pero pedir el doble de dinero era pura insensatez.
—¡Nos pagas el doble ahora mismo o nos largamos!
—¡¿Qué?! ¡Entonces no recibirán nada! ¡Cualquier disputa debería resolverse a través de la…!
—¡Cierra la boca, pedazo de mercachifle escuálido! ¡Ya nos forzaste a hacer todo tu maldito trabajo, y ahora también tenemos que cargar con el dinero! ¡Quizás debería enseñarte cómo ganarte la vida de verdad!
Dietrich estaba tranquilamente cepillándose los dientes con un cepillo de madera, pero yo estaba completamente alerta mientras observaba el intercambio a través del vapor que subía de una tetera con té rojo. No sabía qué había desencadenado todo este lío, pero ya no parecía algo que pudiera resolverse con palabras.
—¡Ya basta! ¡Te hemos dejado decir lo que querías, y lo único que sale de tu boca son tonterías! ¡No nos subestimes! ¡No sabes ni una maldita cosa sobre negocios! ¡Si quieren jugar a ser guardaespaldas, mejor vuelvan con sus madres y aprendan algo de modales primero!
Un hombre de mediana edad salió de uno de los carruajes y empezó a gritarle al aventurero en un intento de defender al líder de la caravana. Había estado recogiendo sus cosas para partir hasta ese momento, pero cuando su rostro entró en la luz, fue fácil notar el parecido entre él y el primer comerciante.
Ya era evidente que eran familia debido al pequeño tamaño del convoy; probablemente eran hermanos, primos, o quizás tío y sobrino. Llevaba colgando de la cintura el último amigo de todo viajero, pero lamentablemente, no daba la impresión de que supiera manejar ese cuchillo más que un campesino fanfarrón.
—¡¿Qué carajos dijiste?! ¿¡Quieres pelear!? ¡Será mejor que cuides tu boca si sabes lo que te conviene!
—¡No, cuida tú la tuya, alcornoque! ¡Hay una razón por la que ustedes, matones, cuestan menos que un carro de manzanas! ¿Quieres el doble de paga? ¡Entonces pártete el culo trabajando el doble para merecerlo!
—¡Be-Ben! ¡Ya basta!
—¡Déjame, tío Rolf! ¿¡Por qué demonios tengo que quedarme callado mientras estos inútiles nos faltan al respeto?!
En principio, estaba de acuerdo, pero entrar en la pelea que te ofrecían nunca era buena idea. Desde la perspectiva de un espadachín, los cinco aventureros carecían incluso del mínimo vestigio de liderazgo o unidad; yo podría haberlos barrido del suelo cuando tenía diez años. Pero para un comerciante honesto que llevaba una vida tranquila, ellos parecían más de lo que podía manejar.
—¡¿Quieres morirte, tarado?! ¡No estoy aquí para que un comerciante tacaño me menosprecie!
—¡¿Eh?!
Mira, ¿ves? Sabía que esto pasaría. El aventurero hizo un gesto con la mano en su espada; no podía dejar que esto continuara. Esto ya había superado los límites de una simple negociación.
—¿Hm? ¿Erich?
—Solo espera aquí. Volveré en un momento.
Después de predicar mis nobles principios a Dietrich, no podía quedarme de brazos cruzados frente a una violencia tan imprudente. En un plano más personal, me pesaría ignorar tan descaradamente la oportunidad de evitar un derramamiento de sangre innecesario cuando se presentaba.
—Disculpen. ¿Puedo tomar un momento?
—¡¿Qué demonios quieres tú, mocoso?! ¡A jugar con la puta tierra, que esto no es asunto tuyo!
—Sea asunto mío o no, no puedo simplemente ignorar este alboroto a primera hora de la mañana. ¿Cómo se supone que disfrute mi té con este caos?
—¡¿A quién carajos le importa tu té?! ¡¿Por qué no llevas tu trasero de vuelta con la señorita guardaespaldas de allá y le chupas las tetas como el bebé que eres, antes de que yo vaya y las chupe por ti?!
El hombre era tan grotescamente vulgar que mi disposición para mantener cualquier fachada de cortesía se agotó rápidamente. Dietrich podía ser igual de grosera en su lenguaje, pero al menos tenía la decencia de moderarlo en una conversación normal.
—No dejes que tu gran escolta te haga sentir invencible, mocoso. Esa basura que llevas en la cintura no te servirá de nada si sigues metiendo tu estúpido cuello donde no debes. ¡Ahora, lárgate!
—¡Po-por favor, cálmense! ¡Solo es un muchacho!
—¡Cállate la puta boca!
La paz se rompió: el maestro de la caravana intentó cubrirme, lo que inmediatamente llevó al aventurero a preparar un puñetazo. Claro que, si la situación pudiera haberse resuelto por medios pacíficos, yo no estaría aquí en primer lugar. Me interpuse entre los dos y desvié el brazo del agresor sujetándolo por el codo.
—¡¿Eh?!
Había puesto todo su peso hacia atrás, preparándose para un golpe completo, y un leve empujón fue suficiente para hacerlo perder el equilibrio. Ser derribado por un chico joven no estaba en sus cálculos: cayó dolorosamente de espaldas sin siquiera amortiguar la caída.
Patético. Este hombre era el líder de su grupo —el único con una espada al cinto como parte de su equipo diario— y ni siquiera podía mantener el equilibrio. Si le hubiera barrido las piernas, habría caído de cara al suelo.
—El comerciante tiene razón. Necesitas calmarte. ¿Qué tipo de guardia ataca al objeto de su protección? Hablemos esto racionalmente. Para empezar, esta zona no es tan peligrosa como para justificar un aumento del doble en el…
—¡Mátenlo!
Claro, eso me imaginaba.Tan pronto como el aventurero, aun quejándose en el suelo, dio la orden, le propiné una patada en la mandíbula para callarlo. Tal vez le rompí un par de dientes en el proceso, pero sinceramente, ya estaba harto de tratarlo con cortesía.
—¿Necesitas ayudaaa? —gritó Dietrich desde lejos.
—¡No es necesario! Solo cuida el té por mí. —Con una respuesta despreocupada, giré el cuello para liberar la tensión y me acerqué tranquilamente al grupo de aventureros enfurecidos. Eran cuatro, todos mensch, armados con lanzas, garrotes y hachas; nada de magia, caballos o sacerdotes.
—¡Jo-joven!
—Ah, por favor, retrocedan. Me aseguraré de mantener las cosas lejos de ustedes, pero no estaría de más estar a salvo.
En un escenario de rol, el Maestro del Juego habría intervenido antes de que alcanzara los dados. «Eh… derrotas a los matones como creas que es más genial. ¿Quieren que narre la pelea o…?»
Y así fue exactamente como ocurrió.
Cada enemigo cayó de un solo golpe. Golpeé con el talón de mi palma sus mandíbulas, cuellos y estómagos hasta que todos quedaron inconscientes. Francamente, eran demasiado blandos: literalmente no habían entrenado lo suficiente para endurecerse con músculo. Si no volvían a casa y comenzaban a ejercitarse, nunca aguantarían un golpe.
No esperaba un combate emocionante, pero esto fue… mediocre. En casa, Sir Lambert ni siquiera habría permitido que estos tontos tocaran acero. Estarían bajo su cuidado personal, blandiendo espadas de madera falsas cien veces al día. Ese sí era un desafío real. El capitán de la guardia del Konigstuhl se negaba a contar cualquier técnica imperfecta como un golpe real, lo que inflaba el total varias veces; ese había sido el punto de quiebre para muchos de mis compañeros.
—¡Increíble…! ¡Y con las manos desnudas!
—A diferencia de estos perros salvajes, mis colmillos eligen a sus presas. —Sacudí el polvo de mis manos y me giré hacia el comerciante. Ver a alguien de mi edad derrotar a cinco adultos lo había impresionado, así que aproveché la oportunidad para decir—: Estos cinco idiotas ni siquiera tienen la apariencia de guardias decentes. Les convendría mucho más contratarnos a nosotros dos. De hecho, haremos el trabajo por el mismo precio que les ofrecieron a ellos, como disculpa por haberles dejado sin escolta.
Tres carretas eran bastante para una empresa familiar, lo que las convertía en un objetivo tentador para cualquiera que se cruzara en su camino sin protección. Ofrecerme a solucionar un problema en el que, en parte, había ayudado no dejaba de sentirse un poco turbio, pero, oye, no era mi culpa que los aventureros fueran unos idiotas.
Si el acuerdo se venía abajo por culpa de los aventureros, probablemente el comerciante recuperaría su dinero, con la diferencia de las tarifas cargadas a esos brutos, así que mi propuesta no tenía realmente inconvenientes. A lo sumo, perderían fuerza bruta, pero no tenía intención de ser superado por cinco idiotas que apenas cumplían con su trabajo.
—Por la dirección de la que venían, sospecho que tomaremos el mismo camino hacia adelante. Estaríamos dispuestos a acompañarlos hasta que puedan contratar reemplazos permanentes, si eso les parece bien.
—¡No-nos encantaría contar con ustedes! Tener a alguien tan fuerte como tú sería de lo más tranquilizador.
—Entonces comenzaremos a prepararnos para partir, pero siéntanse libres de tomarse su tiempo. Y por favor, dejen a estos hombres conmigo. Me aseguraré de darles una advertencia seria.
Con el asunto resuelto, mi primer paso fue dejarles a estos veteranos del gremio de aventureros una pequeña amenaza. No quería que se les ocurrieran ideas vengativas cuando despertaran, después de todo.
Un rato después, terminé con eso y regresé a nuestro campamento. Planeaba disculparme con Dietrich por aceptar un trabajo sin su permiso, pero al llegar la encontré moviendo los brazos de un lado a otro con una expresión de concentración, mientras murmuraba:
—¿Así? No, era más como… ¡ja!
—¿Qué estás haciendo?
—Es que tu estabas haciendo algunos movimientos muy elegantes con las manos, y quería ver si yo podía hacerlos también. ¿Es más efectivo que golpear a alguien con el puño cerrado o algo así?
—Bueno, con un golpe normal, mis puños tienen más probabilidades de lastimarse que su cráneo. En cambio, tenso las manos y el brazo para formar una vara sólida; desde ahí puedo usar toda la fuerza de mi hombro o codo y romper mandíbulas con las manos desnudas.
—Ah… Los mensch son débiles. Si por eso lo hacías, supongo que no necesito aprenderlo. Yo puedo aplastar un cráneo con una mano si logro agarrarlo bien.
Extendió sus manos hacia mí. Estaban llenas de callos y, tal como había dicho, eran lo suficientemente grandes como para cubrirme toda la cabeza. Supuse que sus brazos desproporcionadamente largos estaban en sintonía con sus manos gigantes. Tratar de procesar que esas manos pertenecían a su cara de niña hizo que mi cerebro se atascara un poco.
— ¿Aplastar? —pregunté—. ¿Qué clase de fuerza loca tienes en el agarre?
—Bueno, yo no puedo hacerlo todavía, pero hay un guerrero de mi clan cuyas manos son tan fuertes que siempre rompe sus armas en batalla. Así que suele terminar luchando desarmado, y una vez lo vi pulverizar un cráneo: no es que se rompiera del todo, más bien empezó a filtrar cosas por las partes débiles. ¿Como haciendo un ruido como mush? ¿O tal vez más como un «plosh»?
—Paso de los detalles, gracias. No podré disfrutar de mi té si sigo escuchando…
Estaba a punto de decirle a Dietrich que ese tipo de conversación no era apropiada justo después de una comida, cuando noté que la tetera de té rojo estaba hirviendo demasiado. Había usado una bolsita lo bastante gruesa como para mantener las hojas dentro, pero a ese ritmo, el sabor se desperdiciaría.
—¡¿Oye?! ¡Creí haberte dicho que estuvieras vigilando el té!
—Sí lo estoy vigilando.
—¡No basta solo con mirarlo! ¡Todo el aroma se evaporará si lo dejas hervir!
—¡Te digo que sabrá igual!
No entendía por qué tenía que regañar a esta zentaur mayor como si fuera un padre explicándole cosas a una niña de primaria, pero el camino por delante era largo.
Bebí mi parte para no desperdiciarlo, y estaba tan amargo como esperaba. Dietrich dio un sorbo, hizo una mueca y dijo que no quería más… como si fuera a dejarla salirse con la suya. Al final, la obligué a sentarse, y ambos sufrimos a partes iguales el resto de la horrible tetera.
[Consejos] Como regla general, los aventureros deben acudir a la Asociación tanto para aceptar trabajos como para recibir pagos. Aunque pueden tomar encargos urgentes directamente de un cliente en el momento, deben reportar los detalles y pagar impuestos posteriormente si desean mejorar su evaluación interna.
El nombre del hombre de mediana edad era Gerulf, y era el líder de una pequeña caravana familiar de cinco personas. Lo acompañaban su esposa Ella, su sobrino Benhardt (el que había discutido con los aventureros), su hijo mayor Rudiger y su hija mayor Klara. Rudiger tenía apenas unos meses como adulto, mientras que Klara aún estaba lejos de llegar a esa etapa.
No solo todo el grupo estaba compuesto por no combatientes, sino que incluía a la hija soltera del Sr. Gerulf. Una vez terminadas las presentaciones, quedó claro por qué había sido tan deferente hasta el extremo. Aunque la cultura imperial no valoraba demasiado la castidad masculina, no se podía decir lo mismo de las mujeres, especialmente entre los mensch. Una campesina podía permitirse tener cierta reputación de juegos y romances, por así decirlo, pero la hija de un comerciante tendría problemas para casarse con algún socio respetable.
Incrédulo, pregunté por qué habían salido con tan pocas personas y sin la compañía de otros comerciantes. La respuesta fue simple: no tenían suficiente personal.
El Sr. Gerulf estaba destinado a ser el próximo director de una pequeña pero respetada tienda de artículos generales en la ciudad más cercana. Su negocio familiar se centraba en enviar bienes a las aldeas rurales de la región. Específicamente, trataban principalmente con herramientas y materiales que permitieran a los campesinos dedicarse a trabajos secundarios durante los meses de invierno, lo que significaba que les iba bastante bien económicamente.
La historia contaba que, un día, habían recibido un pedido urgente. Muchas regiones carecían de medios para producir de manera económica los bienes necesarios para pagar sus impuestos nacionales, y era habitual llamar a mayoristas para cubrir la diferencia. En esta ocasión, una aldea cliente habitual se dio cuenta, en el último momento, de que no tenían lo que necesitaban, y el jefe había solicitado que la compañía del Sr. Gerulf les llevara textiles e hilos.
Según los detalles del pedido, estaban trabajando con el tiempo que el magistrado local les había concedido como un acto de misericordia; necesitaban los bienes en diez días.
Lamentablemente, el momento no podía haber sido peor para el Sr. Gerulf. Los propietarios del negocio, es decir, sus padres, estaban fuera de la ciudad por otros asuntos; dado que la tienda era manejada por la familia, apenas había suficientes manos disponibles. Sin embargo, incapaz de dejar a un cliente de toda la vida en apuros, reunió a tantas personas como pudo, dejó a su hermano a cargo del local y partió.
Sin embargo, la falta de tiempo significaba que no había podido reunir un grupo adecuado de guardaespaldas —sobre todo porque los empleados privados estaban acompañando a sus padres— y por eso había recurrido a aventureros de trabajo diario. Cargando lo necesario en unas cuantas carretas, se había lanzado al camino, solo para terminar con esta situación.
El Sr. Gerulf era un hombre desafortunado, igual que yo. Si no hubiera estado tan apremiado por el tiempo, podría haber pedido ayuda confiable a sus socios comerciales o, al menos, haber entrevistado a los aventureros que contrató para evaluarlos.
Al menos ahora habían dejado atrás a los fraudes sin ley y nos habían contratado a nosotros en su lugar. Nos recibieron con aplausos: había demostrado mis habilidades, y Dietrich, con su fuerza tan evidente, ahuyentaba el peligro solo con estar ahí, vestida con su armadura.
—Oye, ven p’acá, —me susurró Dietrich.
—¿Hm?
Pronto nos encontramos liderando la caravana. Explorar el camino para detectar trampas y emboscadas era esencial, así que dejamos la retaguardia al Sr. Benhardt, quien seguía las carretas a pie.
Dietrich llevaba un juego de armadura de escamas que había sacado de su cofre de equipo —y no, no había podido ponérsela sola— y se inclinó para tirar de mi manga de cuero y cota de malla.
—Sé que estamos trabajando por lo que serían cinco sueldos, ¿pero no crees que podríamos haber pedido diez? La última vez que escolté a un comerciante, me pagaron treinta libras el día.
—¿¡Treinta!? Vaya, eso es buen dinero.
—Bueno, no es lo único que he hecho. Una vez trabajé para un magistrado como duelista en un desafío abierto, reemplazando a su luchador habitual, y otra vez me uní a un grupo de mercenarios en guerra y lideré a mi bando hasta la victoria. No te estaba cobrando de más cuando nos conocimos, ¿sabes?
—Vaya, realmente tienes experiencia. Ahora entiendo por qué insistías tanto en tu inocencia cuando creí que me estabas cobrando de más. ¿Cómo convencías a tus empleadores de pagarte tan bien?
—¡Oye! Era un precio justo… Todo lo que tengo que hacer es acertar una flecha a unos ciento cincuenta pasos. ¿Ves esos cadáveres al costado del camino? Solo hay que darle en el cuello a uno desde esa distancia, y la mayoría está dispuesta a pagar. Eh, espera, ese no es el punto; ¿por qué estamos trabajando por tan poco?
Dietrich siguió molestándome con sus preguntas, así que simplemente le respondí:
—Solo los cobardes apartan la vista de la justicia cuando está frente a ellos.
El Sr. Gerulf no tenía la culpa. La falla estaba en los aventureros impacientes, especialmente considerando lo dispuesto que había estado el comerciante a pagar por días adicionales de trabajo. A lo sumo, se podía criticar lo excesivamente tímido que había sido. Pero sin defensores confiables y acompañado de su joven hija, era difícil no comprender por qué actuaba así. No había justificación suficiente para permitir que sufriera frente a mis ojos; ¿qué clase de hipócrita sería después de todo lo que solté sobre la moral con Dietrich?
—Ignorar las dificultades de quienes te rodean y vivir en constante comodidad: ese es el camino más rápido para convertirte en un simple bruto. No te diré que sirvas a los demás por pura caridad, por supuesto. Pero creo que es importante tener en cuenta cómo el mundo en general verá tus acciones.
—¿El mundo en general, eh?
—Quizá la razón por la que tu jefe del clan te envió lejos sin exiliarte permanentemente fue con la esperanza de que aprendieras eso.
Mi último comentario hizo que la oreja de Dietrich se contrajera: aunque estaba mayormente mutilada, el movimiento de su oreja izquierda era notorio.
El primer día que comenzamos a viajar juntos, le había preguntado por qué estaba tan lejos de casa. Si iba a cubrir sus gastos y encargarme de su día a día, me parecía justo saber qué clase de persona me acompañaba. Después de reflexionar profundamente, me contó la historia de cómo había terminado en el Imperio.
La tribu de Dietrich, los Hildebrand, era el séquito leal de un noble prominente de las islas del norte. Ella era la primogénita de una de las familias más importantes de su gente; dado que los zentauros insulares trataban a hombres y mujeres como iguales, eso la convertía en la primera en la línea de sucesión para ocupar un lugar en el consejo del clan.
Un año antes de que nos conociéramos, había partido para luchar en lo que se convertiría en la primera batalla de una guerra por el control de los sistemas de irrigación. Al detectar una grieta en la formación enemiga, cargó sola y logró tomar la cabeza del general del frente enemigo.
Eso, a su vez, se le subió a la cabeza. Inflada de orgullo, desafió al guerrero más fuerte de su clan —el héroe de su gente— a un duelo. Su razonamiento era que, como ella había sido quien mató al general del frente enemigo, era injusto que él fuera quien recibiera más honores.
Como era de esperarse, perdió. Uno de los oídos equinos que los zentauros consideraban su orgullo fue arrancado en combate. Peor aún, su gente tenía la costumbre de dejarse crecer el cabello hasta sufrir una derrota decisiva, por lo que tuvo que soportar la vergüenza de una cabeza rapada.
El jefe del clan la llamó a su tienda después de la derrota para darle una reprimenda tan brutal que el rostro de Dietrich se contrajo mientras la recordaba.
—No hay vergüenza en buscar superar a tus compañeros y ganar gloria en batalla, pero lo que has hecho es bárbaro. Aún peor, cuestionaste una decisión conjunta del consejo y de nuestro señor al otorgar los méritos como lo hicieron. ¿Te atreves a ensuciar su honor enfrentándote, ebria de orgullo, con el héroe de nuestra tribu?
Sí… había sido un episodio difícil de escuchar. Todo lo que yo había podido hacer por ella era darle una palmada en el hombro y ofrecer palabras vacías de consuelo.
Al conocer los detalles de la batalla, el avance de Dietrich había sido nada menos que temerario. El plan original era que una fuerza inicial de zentauros desgastara las líneas enemigas con una serie de disparos partos, para que la caballería pesada irrumpiera después y rompiera la formación debilitada. Sin embargo, ella ignoró toda la estrategia, cargando antes de que el ejército enemigo estuviera suficientemente debilitado.
Hambrientos de prestigio, otros jóvenes de su clan la siguieron rápidamente. Las fuerzas no zentauras, confundidas por el avance prematuro, dudaron de su mejor juicio y avanzaron, creando un caos generalizado. Gracias, en parte, al héroe que luego apalearía a Dietrich en un duelo, un refuerzo coordinado de caballería pesada fue suficiente para asegurar la victoria. Sin embargo, desde la perspectiva de su señor, habían perdido muchos más hombres de lo planeado.
El objetivo de Dietrich fue tan malo como su momento al hacerlo. El general que lideraba las líneas enemigas era el primogénito del enemigo: la estrategia de su noble maestro había sido capturarlo como rehén o quebrar su espíritu tan completamente que no quisiera volver a luchar. Por importantes que fueran los derechos de irrigación, siempre existía la amenaza latente de una invasión desde el continente o de algún señor ambicioso buscando el título de alto rey. Ninguna fuente de agua valía la pérdida de soldados importantes.
Dejando de lado a las tropas comunes, el señor de Dietrich sabía que los zentauros podían lograr cosas espectaculares en batalla, y había ordenado explícitamente capturar al príncipe enemigo con vida. Aparentemente, Dietrich olvidó esto en el calor de la batalla y, en el momento crítico, recurrió a la simple ecuación de: «matar a una persona importante equivale a gloria».
Desde la perspectiva de alguien que había estudiado un poco de planificación militar, esto era una situación de llevarse la mano a la cara. Honestamente, me impresionaba que no la hubieran ejecutado por lo que era, en esencia, insubordinación. Aunque había hecho un gran servicio en apariencia, las desventajas generales de su plan eran tan grandes que sus logros totales pasaron de ser neutrales a negativos.
Después de todo, el señor enemigo no podía retirarse si su primogénito moría en batalla. Incluso existía la posibilidad realista de que declarara que la muerte era ilegal, alegando que su hijo estaba en una simple misión de reconocimiento o algo similar.
A pesar de todo, Dietrich no fue ejecutada ni exiliada sin posibilidad de regresar; simplemente fue enviada a un viaje en solitario.
Sospechaba que su consejo tribal la consideraba un desperdicio, al igual que yo. Era increíblemente fuerte en batalla para su edad, y con algo de experiencia se convertiría en una excelente general; ¿por qué otra razón habría tenido asegurado un lugar en el consejo? Era obvio que no aceptaban a cualquiera: cuando le pregunté si un simplón podía unirse a sus filas si hería a un miembro del consejo, ella escupió furiosa que un inválido —el insulto más grave en toda la cultura zentauro— sería rechazado, incluso si fuera el propio hijo del jefe.
Pero estaba claro que necesitaba más sentido común que experiencia.
Lamentablemente, la prudencia es una habilidad difícil de adquirir en la comodidad de la rutina. Por eso la enviaron lejos: no para siempre, sino como un medio para reflexionar y regresar a casa más sabia.
Desde entonces, Dietrich había encontrado incómodo quedarse cerca y había acabado vagando por el Imperio por su propia cuenta. La casualidad había cruzado nuestros caminos, y yo consideré que era algún tipo de destino: acepté mi puesto y decidí inculcarle algo de sensatez. Era lo mejor que podía hacer por el mundo, por las personas con las que se cruzaría y, sobre todo, por la propia Dietrich.
—¿Pero qué sentido tiene hacerle un buen trato a alguien gratis?
—No es gratis. Nos están pagando y, más importante, nos ofrecieron comida gratis. Sabes, tenía medio mes de raciones hasta que cierta persona no pudo contenerse y se comió la mitad en tres días.
—Mrgh… Pe-pero yo soy más grande, ¡y más rápida, y tengo muchos más músculos también! ¡Así que, por supuesto, como más! ¡Mira, soy más rápida!
Incapaz de refutar el hecho de que comía cantidades absurdas, el razonamiento de la zentauro se desvió en otra dirección extraña. Al recordarse a sí misma su superioridad física, galopó hacia adelante y comenzó a presumir desde la distancia.
No se equivocaba: incluso el mensch más veloz necesitaba varios segundos para correr cien metros, y el más fuerte de nosotros apenas podía levantar la mitad de lo que ella lograba. En términos de estadísticas físicas puras, realmente estábamos en la base de la pirámide.
—Y aun así, —dije—, yo soy más fuerte.
Silenciada por la verdad inquebrantable, Dietrich redujo la velocidad y, cabizbaja, regresó a mi lado.
Sabiendo que había sido expulsada por su gran ego, necesitaba enseñarle algo de discreción antes de que nuestros caminos se separaran. Aunque, siendo honesto, tal vez yo no era el más indicado para hablar al respecto…
[Consejos] El archipiélago del norte sigue una estructura social feudal similar a la de Rhine, pero las constantes guerras y la falta de control efectivo de un alto rey inclinan las cosas hacia un paradigma más pragmático. A diferencia del Imperio, las casas de caballeros tienen la misma importancia que la nobleza estándar: quienes los emplean los honran no como simples soldados, sino como housecarls[1].
Un hombre estaba de pie, jadeando pesadamente. Otro hombre yacía muerto a sus pies.
Había pasado un tiempo desde que la caravana había dejado este campamento atrás, y el único miembro del grupo de aventureros que no había sido atado había deshecho las cuerdas de sus compañeros. A este hombre se le había dejado ir fácilmente, despertándolo temprano para llevar un mensaje: «Esta vez miraré hacia otro lado, así que recompónganse y lleven una vida honesta.» Superado y sin más opciones, el mensajero rogó a su líder que les permitiera regresar a casa.
El líder explotó.
El jefe de estos maleantes había recibido una patada en la cara que le costó dos dientes frontales. Los dientes eran un marcador social importante en el Imperio: perder los dientes frontales en particular era una prueba de haber recibido un golpe directo. Aunque en algunas regiones la falta de uno o dos dientes se consideraba señal de un pasado viril en combate, el consenso local era que era el estigma de un perdedor.
Existían dientes postizos, pero no eran muy buenos: a lo mucho, servían para aparentar. La torpeza en su boca estaría con él para siempre. A menos que quisiera abandonar la vida de las espadas, al menos necesitaba vengarse para mantener algo de dignidad como luchador. Y vaya si tenía intención de hacerlo.
Una sola mirada al rostro del hombre bastaba para entenderlo. Pero su subordinado cobarde había rogado regresar a casa sin pensarlo dos veces. Así que lo apuñaló.
Bueno, no fue la única razón por la que lo apuñaló.
El líder pensó que necesitaba demostrar a quienes quedaban que seguía siendo fuerte, o se convertiría en simple presa para ser despedazada. Su orden fue: «Sin supervivientes.» Incapaces de desafiar su decisión, la banda se embarcó en su retorcida búsqueda de venganza.
Por suerte para ellos, iban tras una caravana dirigida por un hombre que optaba por tomar desvíos en nombre de la seguridad. Un puñado de hombres capaces y viajando ligeros podría fácilmente alcanzarlos.
El líder habló: conocía a alguien que podía ayudarlos en el siguiente cantón. Verás, los bandidos no eran grupos de mugrosos miserables constantemente escondidos en el bosque esperando a sus próximas víctimas. La vendetta del Imperio contra el bandidaje significaba que la mayoría de los criminales solo trabajaban a tiempo parcial. Solo en los lugares más remotos se podía encontrar forajidos escondidos en un castillo o fortaleza abandonada; ese tipo de cuarteles eran objetivos prioritarios para las patrullas imperiales, que los arrasaban sin dificultad.
La mayoría eran trabajadores cumplidos, pero débiles ante las tentaciones depravadas. Evadiendo los implacables ojos de los patrulleros, estos ciudadanos comunes solo mostraban su lado de ladrones cuando un objetivo fácil se presentaba. No importaba cuán estricta fuera la ley, los ojos codiciosos en el camino y los criminales a los que pertenecían, hambrientos de ganancias ilícitas, eran infinitos. El contacto del líder era solo otro de esos hombres.
Una vez que les trataron las heridas, los aventureros partieron rápidamente. Pronto, patearían la cabeza de ese mocoso rubio hasta las nubes, arrasarían con todo lo que poseía ese comerciante idiota y se liberarían de esta punzante afrenta a su orgullo.
[1] Un housecarl era un miembro de la guardia personal de un noble o gobernante, especialmente en la Inglaterra anglosajona y la Escandinavia medieval. Estos guerreros eran soldados profesionales altamente entrenados que servían como guardaespaldas, tropas de élite y, en algunos casos, administradores. Eran leales a su señor y solían vivir en su residencia o cerca de ella, lo que reforzaba su proximidad y lealtad.
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