La Historia del Héroe Orco
Capítulo 91. El Humano que Imaginaban
Y así, llegó aquel día.
—El gran árbol extiende su mano hacia el cielo. El desolado rojo yace como una herida en la gran tierra. Lejanas y azules, las pequeñas orejas de las montañas. Cuando se parten, el crepúsculo llega al océano profundo. Que ruja el gran lobo mágico de la tierra, la mandíbula que se enrosca en el próximo año. Desde los confines del mundo, la taza de cerámica. La última guerra santa ocurre en la mano derecha del gigante. El primer caos brota en las huellas de garras amarillo pálido. Lo invisible se hará visible; el ojo efímero devora al caballo. Al excavar los grandes cuernos, el remolino desaparece. El pez pequeño que vivió mil años hierve tubérculos y los vierte. Oh, gran dragón antiguo, cumple mi deseo, transforma mi forma en la que anhelo.
Nut.
Esa era la magia que trascendía las leyes de la biología, un hechizo que alteraba el cuerpo para elevarlo a «aquello mismo». Un dragón colosal podía convertirse en humano, y un humano, en un dragón gigantesco.
La pequeña hada, por su parte, su cuerpo se vio transformado primero en luz, y poco a poco, muy lentamente, empezó a alterar su forma hasta hacerse más grande.
No era un cambio tan rápido como el de aquel dragón que Bash había visto esa vez en las montañas nevadas. Era un proceso pausado, como si estuviera pasando por una especie de metamorfosis, cambiando con delicadeza. El espectáculo era tan misterioso y etéreo que daba la impresión de que tocarlo lo destruiría.
—……
Sin embargo, los ojos de Bash no percibían aquella escena como algo particularmente místico. Para él, la magia era algo impresionante, sí, pero su atención estaba más enfocada en el pecho y las caderas que poco a poco se iban desarrollando ante sus ojos.
La luz empezó a disiparse, y la habitual luminiscencia de las hadas también se desvaneció.
Un rato después, donde antes estaba el hada, había ahora una mujer de piel blanca. Era una mujer humana, aunque su cabello no era típico de los humanos; era de un suave color lila.
Su figura era delgada, pero las partes donde debía haber curvas tenían la proporción adecuada. Era un cuerpo humanoide bien definido. Si se buscara una comparación, se podría decir que su físico recordaba al de la caballero Judith. Coincidía, además, con el tipo de figura que Bash prefería.
—¿Entonces esta… soy yo?
Zell, al ver su reflejo en el espejo colocado en una esquina de la habitación, expresó unas palabras llenas de emoción. Finalmente, había logrado convertirse en lo que siempre había deseado: un humano. Una criatura capaz de reproducirse con los orcos.
¿Eh…? Es como que hay algo raro, ¿no…?Una sensación distinta a lo habitual, una incomodidad inexplicable, invadió a Zell. Sin embargo, antes de dejarse llevar por esa sensación, miró hacia Bash.
—¡Je-jefe! ¿Có… cómo me veo? —La ligereza de siempre había desaparecido, y un tono de preocupación genuina se escapó de la voz de Zell.
—……
Bash observaba a Zell fijamente. Aún no pronunciaba palabra alguna, pero su entrepierna estaba enormemente abultada, y el aliento que salía de su nariz era más agitado que en medio de un combate. Era evidente que estaba excitado.
—¡Ze-Zell…!
—¡Sí-sí, señor!
Bash se acercó apresuradamente a Zell. Al agarrarla por los hombros, ella sintió un dolor que recorrió su cuerpo.
—Je-jefe, eso duele…
—Fuuu, fuuu…
—Eh, esto… Jefe… ¿Jefe…? ¿Qué? —Zell no solo estaba sintiendo dolor. Su cuerpo entero estaba temblando—. ¿Eh?
Así es, en algún momento, todo el cuerpo de Zell había comenzado a sacudirse. Sus piernas, rodillas, hombros… todo temblaba incontrolablemente. Y no solo eso, algo más recorría su ser.
—Esto está raro… algo… Jefe, ¡algo raro me está pasando!
—¡Fuuu, fuuu!
—¡Eek…!
Eso era miedo. Ante el enorme orco que se acercaba con el deseo carnal a flor de piel, un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Zell. Lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, sus dientes chocaban unos contra otros, emitiendo un sonido constante. Fue la experiencia de Bash lo que lo llevó a soltar a Zell y no empujarla hacia abajo impulsado por su deseo. Si no fuera por esa experiencia, sin duda habría avanzado y la habría asaltado.
—Eeek, hiii…
—…¿Zell?
Zell, sin poder mantenerse de pie, dejó escapar un gemido ahogado mientras retrocedía, arrastrándose lejos de Bash. La misma Zell, quien siempre estaba pegada a Bash sin necesidad de palabras, ahora estaba poniendo distancia entre ellos.
—Jefe… esto, yo, yo no-no puedo… no puedo hacerlo… —Todavía en cuatro, Zell escapó hacia la entrada. No… mejor dicho, intentó escapar hacia la entrada. Abrió la puerta y, reuniendo toda la fuerza que pudo, saltó hacia el vacío desde el umbral—. ¡Oof!
Cayó de cabeza al suelo de manera desastrosa.
—¿……? —Mientras un hilo de sangre goteaba de su nariz, Zell, con una expresión confusa, miró su espalda para confirmar que no había alas. Al darse cuenta de su ausencia, las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo, esta vez con más intensidad. Algo importante le faltaba. Algo que debería estar allí, algo que había estado presente siempre, ahora no estaba. Esa pérdida le causó un impacto indescriptible. Y, aun así, como impulsada por puro instinto, se levantó tambaleándose y comenzó a correr torpemente.
—…… —Bash observaba todo con la mirada perdida. No podía creer que Zell estuviera escapando de él. Intentó volar, no pudo, lloró, pero no buscó ayuda en Bash. Solo quería alejarse, escapar. Ante esa imagen, ni siquiera Bash pudo ocultar el impacto que le causó.
Zell realmente temía a Bash desde el fondo de su corazón y lo rechazó por completo, eso quedó claro. Y Bash, al observar su actitud, recordó algo familiar. Era lo mismo que había visto en los humanos. Justo después de salir del país orco, cuando rescató a Zell, las comerciantes humanas que estaban allí habían huido de Bash con la misma expresión y actitud que ahora mostraba Zell.
—Kukú…
Junto a Bash, que permanecía atónito, alguien dejó escapar un sonido gutural.
—¡Kukú, kujá, jajá, gyajajajajajajá!
Ese ruido fue creciendo gradualmente hasta convertirse en una risa. Bash se giró y vio a la bruja, que reía con auténtica diversión. Se agarraba el estómago y derramaba lágrimas mientras continuaba riendo como si fuera lo más gracioso del mundo.
—¿Tú… hiciste algo?
Sin darse cuenta, Bash la había agarrado del pecho de su ropa. Era un comportamiento inusual para el «Héroe Orco», conocido por su calma y autocontrol. Normalmente, nunca habría recurrido a una amenaza de ese tipo. Antes de intimidar, habría partido a su objetivo con su espada sin dudar.
Sin embargo, cualquiera que conociera a Bash sabría que, si decidía amenazar, todos los seres vivos temblarían. Incluso un dragón se habría estremecido ante él.
—¡Gyajá, jajá, jajajajajajá! —Pero la bruja no dejó de reír. Su burla, expresada con un aire de diversión pero también de desprecio, crispó los nervios de Bash. Antes de que él pudiera golpearla, la bruja detuvo su risa y, con una sonrisa desagradable, lo miró.
—¿Que si hice algo? Qué orco tan desagradecido. Yo no hice nada. Si acaso, como puedes ver, lo único que hice fue enseñarle a esa hada sobre «Nut».
—Entonces, ¿por qué terminó así?
—¿Por qué? No hagas preguntas tontas. Se transformó exactamente en el humano que ustedes imaginan. ¿Qué tiene de extraño? ¿No es eso lo que querían? ¿No?
—Pero la actitud de Zell era extraña.
—¡Claro que sí! ¡«Nut» es, literalmente, un hechizo que transforma a alguien en lo que realmente percibe que quiere ser!
Un hechizo que transforma a alguien en lo que uno mismo percibe. ¿Qué quería decir con eso?
—¡Ustedes ven a los humanos como seres así! ¡Débiles que huyen aterrorizados al ver a un orco! ¡Solo los ven como presas llorosas y temerosas, como herramientas para engendrar hijos o algo parecido! —La bruja continuó riendo—. ¿Y ahora me dices que querías casarte con un humano? ¡Es tan ridículo que no puedo evitar llorar de la risa!
—……
Mientras Bash estaba sin palabras, la bruja continuó hablando sin piedad.
—¿Sabes lo que significa una esposa? ¿Lo que significa el matrimonio? ¡Es ser iguales! Al menos para los humanos y los elfos, eso es lo que significa. Es formar una familia con alguien en quien confías, dejar descendencia y amar a tus hijos. ¡Es un compromiso que un orco, que solo ve a las mujeres como bolsas para engendrar, nunca podrá entender!
Ciertamente, Bash había subestimado las cosas. Pensó de manera simplista: conseguir una esposa, dejar de ser virgen y tener hijos. Nunca se detuvo a reflexionar sobre el verdadero significado de tener una esposa. Sin embargo, al escuchar la palabra «compromiso», lo entendió. Sabía que, para los humanos, el matrimonio era un acto con un fuerte significado religioso. No era simplemente algo para procrear. Bash sabía esto, aunque nunca lo había considerado como algo que pudiera aplicarse a sí mismo.
—Qué hada más tonta. Al convertirse en un humano con tan poca magia, no podrá volver a usar «Nut» nunca más. ¡Vivirá toda su vida con un cuerpo débil y lleno de limitaciones!
Bash escuchó esto en silencio. Él era un orco, no particularmente inteligente. Pero comprendió lo esencial: Zell se había convertido en un humana. No solo su apariencia y su cuerpo, sino todo en ella ahora era humano. Ya no era un hada. Bash aceptó ese hecho sin cuestionarlo. Tal vez, si Bash hubiera sido humano, no habría podido aceptar algo así. Quizás habría pensado que, aunque Zell había cambiado, seguía siendo Zell. Pero Bash era un orco. Y los orcos no eran conocidos por ser reflexivos. Creían lo que les decían sin más. Aunque, en el caso de Bash, quizás esa aceptación era más una muestra de su naturaleza obediente. En cualquier caso, Bash aceptó las palabras de la bruja sin dudar.
—¿Qué pasa? ¿Vas a matarme? ¡Adelante, inténtalo!
La bruja, por su parte, ya estaba preparada para ese desenlace. Desde el principio, había anticipado que las cosas podrían llegar a este punto. Por eso Caspar había enviado a estos dos hasta ella, pensó. Los seres que despreciaban a los humanos se convertirían en los mismos humanos que despreciaban. La idea de esa comedia la había llevado a enseñar a Zell el hechizo «Nut». Y como resultado, ser asesinada por un orco enfurecido también era algo que había previsto…
—Hace mucho tiempo que no me habría importado morir. Así que, aunque ahora un orco me mate…
Pero Bash soltó el agarre que tenía sobre el cuello de la bruja y la dejó caer al suelo. La bruja, sorprendida, lo miró desde abajo con una expresión extraña.
—¿No vas a matarme?
—No. Nos enseñaste lo que deseábamos saber.
—¡Ah, claro! Pero sin mencionar las desventajas, ¿verdad? Yo ya sabía que esto pasaría. ¡Ja! Qué amor entre razas distintas ni qué ocho cuartos. Me hace reír. Nunca podrán mezclarse, eso es todo.
Ante la actitud desesperada y cínica de la bruja, Bash negó con la cabeza.
—Eso no lo sé. —Bash se dio la vuelta sobre sus talones.
—¿A dónde vas?
—A donde está Zell.
—¿Qué piensas hacer?
—Sé lo que debo hacer.
La bruja no pudo evitar quedarse callada en ese momento. No le salió preguntar cómo era posible que un orco pudiera saber qué hacer. Sin embargo, esa extraña sensación no desaparecía. Este orco, de alguna manera, parecía saber algo. Algo que no debería ser posible para alguien como él.
—…… —La bruja, con una expresión de desconcierto, observó en silencio cómo Bash abandonaba el lugar.
■
Hubo una vez una mujer humana llamada Carla Schindler. Desde el momento en que nació, demostró poseer un talento extraordinario para la magia. Siendo aún niña, resolvió complejos principios mágicos que incluso los adultos más experimentados no podían comprender y desentrañó uno de los secretos de las artes oscuras de los démones. Para cuando cumplió doce años, había dominado por completo todas las formas de magia que los humanos eran capaces de manejar, ganándose el título de genio indiscutido.
A los quince años, Carla se convirtió en discípula del Sabio Caspar. En aquel entonces, el mago Caspar aún no era reconocido como un «Sabio», pero ya se destacaba como un prodigio, al igual que Carla.
Aunque entre Carla y Caspar había una diferencia de edad de aproximadamente diez años, tenían mucho en común. Solo ellos dos eran capaces de hablar sobre magia al mismo nivel. Tal vez cierta gran archimaga elfa habría podido igualarlos, pero en el reino de los humanos, no había nadie más como ellos.
Era cuestión de tiempo que la joven Carla se enamorara de Caspar. Mientras trabajaban juntos en el desarrollo de magia para beneficiar a los humanos, su relación se fue fortaleciendo poco a poco. A medida que sus lazos crecían, también lo hacía la atracción de Carla hacia Caspar.
Caspar, a pesar de su inmenso poder mágico, era un hombre completamente ajeno al interés romántico. Actuaba como si las mujeres no le interesaran en absoluto. Sin embargo, con Carla era diferente. Al menos, eso pensaba ella. Carla sentía que solo ella tenía un lugar especial junto a ese hombre tan extraño y particular.
Pero esa dulce relación no duró mucho. Cuando Carla cumplió veinte años, fue enviada al frente como maga de combate. Siendo discípula de Caspar, su talento mágico superaba incluso al de su maestro, y los hechizos que salían de sus delicados dedos eran comparables a un ejército de diez mil hombres. Era vista como una estrella prometedora.
Sin embargo, la realidad era cruel. Por más talentoso que sea un mago, el primer enfrentamiento en el campo de batalla siempre es el más difícil. Nadie enfrenta su bautismo de fuego sin problemas. El veinte por ciento de los soldados novatos se quedan paralizados de miedo, el sesenta por ciento entra en pánico, y el veinte por ciento restante apenas logra obedecer temblorosamente una sola orden dada por sus superiores. Si tienen mala suerte, la mayoría de los reclutas muere. Sobrevivir al primer combate depende, más que nada, de la suerte.
Carla no fue la excepción. Se encontraba entre ese veinte por ciento que temblaba de miedo. Y, lamentablemente, tuvo mala suerte. Su unidad sufrió un golpe devastador en la batalla. Incapaz de usar su magia, Carla retrocedió hasta encontrar un pequeño hueco donde se acurrucó, temblando, mientras observaba cómo mataban a sus superiores y compañeros frente a sus ojos.
Lo peor de todo fue que Carla no murió. Cuando todo terminó, alguien la sacó arrastrándola por el cabello del lugar donde se escondía y fue tomada como prisionera.
Para su desgracia, el enemigo que la capturó eran orcos.
Detallar lo que ocurrió después resultaba incómodo. Carla fue prisionera de los orcos durante unos diez años. Durante ese tiempo, dio a luz a más de una docena de hijos de orcos, su cuerpo quedó destrozado y su espíritu se quebró. Su rescate fue únicamente cuestión de suerte. En la situación política de aquellos días, cuando el Rey Demonio Gediguz aún estaba en el poder, era extremadamente raro que prisioneros como Carla fueran rescatados. Sin embargo, nadie podía asegurar si realmente fue suerte. Tal vez habría sido mejor para Carla haber muerto en aquel entonces.
Carla, completamente rota por los orcos, regresó al lado de Caspar. En la sociedad humana, se trataba con compasión a las mujeres que habían sido prisioneras de los orcos. Salvo casos excepcionales de personas que aún conservaran voluntad de combate, no se las enviaba de vuelta al frente. Y si podían ser útiles en la retaguardia, se las mantenía allí, lejos de la línea de batalla, y se les cuidaba.
Caspar también había recibido permiso para abandonar el frente desde hacía años, incluso antes de que Carla se convirtiera en su aprendiz. Lo mismo se esperaba para Carla: ella nunca debió haber ido al campo de batalla. Fue enviada únicamente para adquirir experiencia directa como desarrolladora de magia. Solo necesitaba sobrevivir a unos pocos enfrentamientos.
Sin embargo, Carla regresó. Había conocido el campo de batalla, experimentado la derrota, sufrido la captura por parte de los orcos y enfrentado cosas que jamás habría querido aprender ni vivir. Y, aun así, volvió.
Carla regresó como una sombra de sí misma. Caspar la miraba con ojos fríos, como si observara un viejo peluche sucio y lleno de manchas abandonado en un basurero. Eso pensaba Carla. Sentía que esos ojos juzgaban su cuerpo, ahora inutilizado, su incapacidad para dar hijos después de una década de ultraje por parte de los orcos, como si ya no tuviera valor alguno.
Pero esa percepción era solo de Carla. En realidad, Caspar le ofreció palabras amables, se preocupó por ella y mostró consideración. Sin embargo, para Carla, nada de eso era suficiente. Ya no podía relacionarse con él como la joven enamorada que fue diez años atrás.
Y además, se dio cuenta de algo. Para empezar, Caspar nunca había estado interesado en ella. Ni siquiera antes de su captura. Durante esos cinco años, desde que tenía quince hasta los veinte, Caspar nunca la había visto como una mujer. La había considerado simplemente como una colega con un nivel similar de comprensión mágica. Todo el afecto y entusiasmo provenían únicamente de Carla. Para Caspar, ella no era más que una aprendiz talentosa. La atención del futuro Sabio siempre había estado en otra parte.
Carla lo entendió. Diez años siendo objeto del deseo de los orcos le habían hecho comprenderlo. Desde mucho antes, Caspar ya había amado a otra mujer. No a Carla, sino a alguien más. Por eso sus ojos parecían tan fríos; tan distantes.
A pesar de todo, Carla seguía amando a Caspar. Con su cuerpo destrozado y su mente fracturada, intentó mantenerse a su lado, ayudándolo en lo que podía. Sabía que Caspar tenía a alguien en su corazón, pero también sabía que él nunca se dirigía hacia esa persona. Carla pensó, o tal vez deseó, que esa mujer debía estar muerta. Si era así, tal vez algún día él voltearía su atención hacia ella. Rezaba para que eso ocurriera.
Jamás se le ocurrió que el objeto del afecto de Caspar no era una mujer, sino un enorme lagarto.
Caspar desarrolló una cantidad impresionante de magia. Entre ellas, estaban hechizos como «Disfraz» y «Nut». Cuando Carla descubrió que la mayoría de esos hechizos habían sido creados con el propósito de permitirle a Caspar estar junto a un gigantesco lagarto, sintió que se volvía loca.
Y un día, Caspar desapareció. Fue después de que aquel enorme lagarto cayera derrotado por los orcos. Dejó atrás los resultados de sus investigaciones y se desvaneció.
Ese día, Carla se convirtió en una bruja.
Después de eso, la guerra tomó un giro favorable, pero el corazón de la bruja nunca se despejó. Ideó numerosos hechizos de ataque revolucionarios, tratando de aliviar su frustración a través del desarrollo mágico. Incluso cuando comenzaron a circular rumores de paz y se emitió la orden de detener la investigación, la bruja se negó a obedecer. Sabía que, si los detalles de su investigación se filtraban a otros países, no evitaría ser condenada. Peor aún, si los resultados caían en manos de otras naciones, incluso los humanos estarían en peligro. Por eso ignoró rotundamente la orden de destruir todo su trabajo.
Un día, alguien que se presentó como enviado de un amigo de Caspar la ayudó a escapar en secreto. ¿De quién fue esa voluntad? La bruja lo sabía. Todavía había quienes querían destruirlo todo. La habían dejado con vida porque les resultaba útil.
La bruja eligió como nuevo hogar un lugar cercano al País de las hadas. Había decidido que ellas serían las primeras en ser destruidas. Porque solo el polvo de hadas podía sanar un cuerpo dañado por la magia que ella misma había desarrollado.
Después serían los orcos. La palabra «venganza»… hacía que pareciera algo simple, pero en realidad era más complejo. Después de pasar diez años entre los orcos, la bruja los conocía demasiado bien. Sabía que cuando secuestraban mujeres, las violaban y las obligaban a tener hijos, no lo hacían con verdadera malicia. Incluso había aprendido que algunos orcos tenían cierto sentido del honor y que no todos eran tan despreciables como había creído al principio. Era su naturaleza, su cultura.
Por eso, aunque Carla sentía una mezcla de frustración e indignación por los diez años que pasó como su prisionera, no experimentaba un deseo de venganza especialmente fuerte. Los despreciaba, sí, y sentía repulsión hacia ellos, pero no tenía un impulso lo suficientemente intenso como para llamarlo venganza.
Aun así, la bruja planeaba exterminarlos a todos. Si alguien preguntaba por qué, la respuesta era simple: los orcos eran el sujeto de prueba ideal. No tenían resistencia a la magia y poseían una gran vitalidad y resistencia física. No había mejores objetivos para probar si sus hechizos funcionaban como debían. Y, de paso, el riesgo de ser condenada por algún miembro de la Alianza de las Cuatro Razas sería bajo, incluso si los aniquilaba por completo.
Después vendría el verdadero objetivo: los humanos. Esa detestable raza. ¿Por qué exterminarlos? La bruja no tenía una respuesta clara. No los odiaba especialmente. Pero sentía la necesidad de liberar esas oscuras emociones que giraban en su interior, de descargar toda su furia sobre ellos. En resumen, la bruja, Carla… quería desatar el caos. Quería desahogar toda la frustración acumulada de su vida fallida a través de los frutos de su investigación.
Sabía que el resultado sería su muerte, pero si al final de esta vida miserable podía hacer que un último espectáculo de fuegos artificiales brillara intensamente, eso le bastaría.
En medio de sus pensamientos autodestructivos mientras desarrollaba magia, un idiota orco y una idiota hada aparecieron. Traían consigo las últimas palabras de Caspar.
■
Fue una obra maestra. Lo más divertido era que, en su lecho de muerte, Caspar había recomendado a Carla. La había presentado como la única humana capaz de enseñar sobre Nut. Aquel loco amante de los dragones nunca había visto a Carla como una mujer, pero sí la consideraba una investigadora de su nivel. El hecho de que la recordara en sus últimos momentos demostraba cuánto valoraba a Carla. Fue un honor y un motivo de orgullo.
Y lo más gracioso fue que el encargado de transmitir ese mensaje era un orco. Él sabía perfectamente lo que Carla había sufrido a manos de los orcos en el pasado y aun así le transmitió sus palabras. Ese pervertido amante de los dragones. Era tan absurdo que Carla no podía dejar de reír. ¿Caspar realmente no había tenido ningún interés en ella? Habían pasado tanto tiempo juntos, ¿y aun así sus corazones estaban tan distantes? ¿Qué pensaba Caspar de todo el tiempo que ella había dedicado a prepararle té y organizar su ropa?
Y como la verdadera cerecita del pastel, aquel orco quería desposar a un hada. Planeaba usar Nut para convertirla en humana y luego violarla.
Se trataba del «Héroe Orco», el orco que había matado a más humanos en décadas. Probablemente se había cansado de violar humanas. Tal vez incluso elfas, mujeres bestia o enanas —raza que se decía no eran de la preferencia de los orcos— le debían de resultar aburridas después de haber asaltado a tantas. Ahora, tras tantos años junto a un hada, había decidido convertirla en humana y violarla. Estaba completamente loco.
Carla pensó:
¿Por qué tendría que involucrarme en los retorcidos deseos de ustedes dos? Sin embargo, aceptó enseñarles. Después de todo, era un favor que le pedía Caspar.
El resultado fue que Carla se rio como nunca. Fue una obra maestra. Tan pronto como el hada, convertida en humana gracias a Nut, se dio cuenta de su transformación, comenzó a temblar, aterrorizada, y trató de escapar.
Nut transforma a alguien en lo que esa persona consideraba que era la esencia de su nueva forma. Al menos, el Nut que Caspar y Carla habían desarrollado funcionaba de esa manera. Probablemente incluso el Nut usado por los dragones compartía ese principio. Así que el hecho de que el hada reaccionara de esa forma significaba que veía a los humanos como seres débiles, presas fáciles que temen y huyen ante los orcos. Seguro que el orco, por su parte, había pensado que la nueva humana sería diferente, alguien dispuesta a acostarse con él.
Pero no existía tal humana. Y ahora, esa hada dispuesta a volverse humana y dispuesta a ser violada por un orco se había ido también, transformada en un humano sin apenas magia, nunca volvería a ser hada. Ni con hechizos ni con círculos mágicos.
Caspar, sin duda, había enviado a esos dos como parte de una venganza. Había previsto todo esto desde el principio. Probablemente conocía el pasado de Carla y le dejó este espectáculo como un último regalo.
Fue una escena increíblemente divertida. Incluso el «Héroe Orco» estaba visiblemente perturbado. El orco que había luchado y vencido a un dragón sin inmutarse ahora estaba desorientado. No podía creer que su compañera de toda la vida lo hubiera rechazado de esa manera. Pero, ante un orco, un humano siempre reacciona así. No hay humanos convenientes que actúen como él desea. Era hora de aceptar la realidad.
¿Y ahora qué harás? ¿Perseguirás al hada transformada en humana, como un buen orco, y la obligarás a ceder, llorando y gritando? ¿Harás lo que siempre has hecho, como me lo hicieron a mí?
Hazlo. Y pierde —en el sentido más literal— a quien considerabas tu compañera hada. Sé quién eres, «Zell, la Amada por el Viento». Entre las hadas, eras famosa por contar con el favor de los espíritus del viento. Habías luchado junto a ella durante toda la guerra. Era una de tus compañeras más importantes, ¿no es así?
Los orcos, que solo saben robar de los demás… también están destinados a perder lo que más valoran.
Carla imaginó esa escena y soltó una risita maliciosa.
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