Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 7 Finales de Verano del Decimoquinto Año Parte 2
Siempre callada y perpetuamente oculta bajo la sombra de su compañero más llamativo, la Silenciosa —como había llegado a ser conocida— se encontró caminando sola por las calles de Marsheim.
No había ninguna razón especial por la que estuviera sola. Su compañero simplemente había ido a los establos. A sus caballos les ponía de mal humor si no los visitaba de vez en cuando, así que él se detenía regularmente para cuidarlos. Pero la aracne era demasiado pequeña para ser de ayuda con el cuidado de los impresionantes corceles, por lo que decidió pasar la tarde vagando por otro lado.
Se dirigió al mercado en busca de algo que pudiera servir para una buena cena. De vez en cuando pasaba por un puesto de accesorios importados en el que hojeaba para matar el tiempo.
Ese día parecía ser uno afortunado: encontró algo que le gustó. Era un collar con una gota de vidrio azul colgando. Al parecer, había sido reciclado de un fragmento de vidrio extranjero. Sin embargo, a pesar de ser relativamente barato debido a su historia improvisada, poseía un color difícil de conseguir en el Imperio.
Una pieza de plata podría estar fuera del alcance de un niño que compra con su mesada, pero la chica tenía suficiente dinero. Una libra por algo así era una ganga.
Aun así, no fue tan fácil de persuadir. Solo después de confirmar que estaba hecha para durar, decidió sacar su bolso; además, cualquier trozo faltante o rasguño podría ser motivo para pedir un descuento.
La aracne levantó el collar hacia el sol; la luz del día se filtraba a través de él, salpicando su rostro con un matiz intrincado y completamente nuevo de azul. Vaya, ese era el color de los ojos de su fatídico compañero.
Embrujada por el azul translúcido, la chica ni siquiera intentó regatear el precio. Lo compró de inmediato. Parte de su razonamiento era que un colmillo de lobo gigante no encajaba exactamente cuando decidía vestirse más elegante, pero la verdad era que el color simplemente la había cautivado.
Embellecerse con los colores del chico tenía suficiente significado para emocionarla; presionó una pieza de plata en la palma del vendedor con gran entusiasmo. Sin perder tiempo, se puso el collar alrededor del cuello y se alejó de buen humor.
Por muy concurridas que estuvieran las calles, un poco de familiaridad fue todo lo que necesitó para que su pequeña figura se convirtiera en una ventaja al atravesar las multitudes. La cazadora había pasado años navegando entre follaje denso; ahora que comprendía cómo funcionaba, un bosque de árboles de dos patas no representaba mayor desafío que un llano vacío.
Satisfecha con su compra, la chica se preguntó qué haría después. Tal vez encontraría una bebida y un bocadillo para sorprender al chico y levantarle el ánimo después de lidiar con el caos que trae el cuidado de los animales… o tal vez no.
Una presencia ominosa picó sus sentidos. No era la ferocidad salvaje de una bestia dispuesta a matar, ni el filo frío que su compañero mostraba a sus enemigos. Era una malicia viscosa y que rezumaba, algo que no podía provenir de ningún animal más que del hombre.
En un instante, pasó de doncella a cazadora, y su cuerpo afinado entró en acción. Las aracnes arañas saltadoras no debían tomarse a la ligera por su pequeña estatura: dentro de sus diminutos cuerpos se escondía el potencial para una acción explosiva. En otras palabras, su fuerza solo duraba un instante… pero era tremenda.
Agarrando la mano atrevida que se acercaba a su hombro, la aracne giró sus dedos con toda su fuerza.
Un grito espantoso se mezcló con el sonido de huesos quebrándose y tendones desgarrándose. Usando el torque de su giro para torcer la mano aún más, la cazadora extendió su venganza a la muñeca y el codo del delincuente.
La suya era una técnica marcial tradicional transmitida entre los luchadores de su pueblo. Aunque la disparidad de altura a menudo parecía una desventaja, ella podía usar la palanca natural a su favor y empujar la mano mientras la contorsionaba por la fuerza.
Desesperado, el hombre trató de apartarse, pero era demasiado tarde. Ella era una cazadora aracne, famosa por derribar enemigos muchas veces más grandes que ella con nada más que una daga; él era un pobre mensch, incapaz de zafarse de ella.
La cazadora observó cuidadosamente a su presa mientras se retorcía y trataba de alejarse. Era un mensch que vestía harapos, con una barba desaliñada y faltándole algunos dientes; solo un villano típico, sin nada a su nombre. Era difícil saber si era un ladrón o un aventurero, pero su mano libre había dejado caer una daga; ciertamente no tenía buenas intenciones.
Sabiendo que su fuerza total no duraría mucho —diez segundos, si acaso— la aracne tomó su daga y se escabulló rápidamente.
—¡Oye! ¡Espera, mocosa!
—¡Ay! ¡Auu! ¡Mi mano! ¡No se mueve!
—¡Maldita sea! ¡Tú, quédate! ¡Nosotros, vamos!
Dos perseguidores corrían tras la cazadora que huía. Ambos vestían de manera similar al primer hombre, con la única diferencia de que uno llevaba una cuerda y el otro un saco de arpillera; habían venido a secuestrarla.
Teniendo en cuenta la multitud, todo lo que tendrían que hacer era taparle la boca y fundirse en el mar de gente; no era un mal plan en absoluto. Además, eran experimentados, a juzgar por la forma en que la perseguían. Si habían cometido algún error, era haberla considerado nada más que la acompañante de Ricitos de Oro.
Vaya lío en el que me he metido, pensó la pequeña aracne mientras se deslizaba bajo el bosque de piernas. Gritos de «¡Muévete!» y «¡Aparta!» resonaban tras ella; cada uno de sus movimientos era una afrenta para los torpes patanes de dos patas que tropezaban con los transeúntes.
Deshacerse de ellos no suponía un gran reto, pero destacaba demasiado en estas tierras. Las aracnes eran sorprendentemente escasas en Marsheim, y no quería arriesgarse a una larga prueba de resistencia. Si tenían más secuestradores apostados por la ciudad, podría meterse en un verdadero problema.
Pero, sobre todo, no había la menor recompensa por todo el riesgo que implicaba.
Cazar a un puñado de rufianes mugrientos no mejoraría su estatus social; lo mejor que le esperaba era una molesta investigación. Si se pasaba de la raya, incluso podría empeorar el rencor infundado que había provocado este incidente. Era demasiado astuta como para armar un alboroto que solo le traería problemas; había formas más útiles de aprovechar a esos idiotas.
Tejiendo su camino entre la multitud para ahogar a sus perseguidores en un mar de gente, la aracne ejecutó el siguiente paso de su plan.
—¡Por favor, ayúdenme! ¡Oh, oficial, ¿podría venir a salvarme?!
Adoptando una vocecita exageradamente tierna, la chica corrió hacia una puerta de la ciudad poco concurrida, chillando por la ayuda de los guardias apostados allí. Combinado con su carita de niña, el acto fue suficiente para hacer que los oficiales reaccionaran de inmediato; tal vez no fueran muy entusiastas en su trabajo, pero la responsabilidad de su puesto fue suficiente para que agarraran sus porras.
—¡Esos hombres malvados me están persiguiendo! ¡Quieren hacerme daño con cuchillos!
Años de dicción refinada se esfumaron en un instante mientras exageraba su imagen de pobre niña indefensa. Impulsados por una indignación justiciera, los guardias se pusieron de pie de un salto.
—¡¿Qué?!
—¡Tú, quieto! ¡No te muevas!
Los secuestradores intentaron darse la vuelta y huir en pánico, pero los silbatos de los guardias ya resonaban mientras ambas partes se lanzaban de nuevo a la multitud. Puede que la guardia de Ende Erde no fuera precisamente la más dedicada, pero tampoco eran tan insensibles como para abandonar a una víctima inocente en peligro inmediato.
Mientras fingía dejarse consolar por un guardia preocupado, la mente de la cazadora vagó hacia dos pensamientos.
El primero, una cínica realización: su apariencia era bastante útil para la manipulación. Unas cuantas lágrimas de cocodrilo y un grito aterrorizado bastaban para pintar instantáneamente a alguien como el villano; vaya truco conveniente. Si su compañero hubiese estado allí para presenciar su plan calculador, seguramente se habría estremecido de miedo y murmurado algo sobre bonificaciones en Sociabilidad.
El segundo, la disposición de los oficiales a ayudar probaba que sus enemigos no tenían suficiente «grasa» para untar las palmas adecuadas. Si su compañero tenía razón al sospechar que habían vuelto a todo un clan en su contra, la policía la habría dejado a su suerte; así era como funcionaba Marsheim. Fuera un secuestro o un apuñalamiento, los guardias harían poco por impedirlo si quienes movían los hilos se los ordenaban. Al final del día, la vida de un desconocido y el orgullo por la profesión significaban poco si una pieza de plata caía casualmente a sus pies.
Así que, aunque le irritaba que le hubieran arruinado su tranquila tarde, esta información resultaba valiosa.
Necesitaba reunirse con su compañero lo antes posible para entregarle la noticia. Y ya que estaba, haría que él la mimara por preocupación. Pensándolo bien… considerando lo que podía ganar con esto, quizás debería practicar un poco más sus lágrimas falsas.
[Consejos] Los sobornos son un medio efectivo para salirse con la suya en cualquier ciudad… a menos que los guardias sean bien pagados y respeten su honor.
Jamás pensé que llegaría a entender lo que significaba «ver rojo». La jarra de madera en mi mano crujió, luchando por no derramar su contenido.
Sabía que yo a veces era un poco descuidado, pero esto era demasiado. Me había vuelto complaciente, confiado en la fuerza de Margit. Sinceramente, si se tratara de un combate a muerte, uno contra uno, ella era lo bastante fuerte como para matarme si yo fallaba mi primera reacción.
Pero el simple hecho de saber que en verdad la habían atacado me hizo sentir tan miserable que quise destriparme en el acto.
No, espera. No a mí… al menos, no primero. Primero, tenía que cazar a los bastardos que la habían emboscado y alinear sus cabezas para…
—Tranquilízate. Tu sed de sangre está desbordándose.
Sus pequeñas manos me sostuvieron firme mientras las mías temblaban de rabia. Mi mirada había estado clavada en la mesa frente a mí, pero ella se inclinó hasta meterse en mi campo de visión. El mensaje era claro: No te lances a causar problemas por tu cuenta .
—Como puedes ver, ni un solo cabello mío ha sido lastimado. De hecho, los guardias fueron tan amables que hasta me dieron un caramelo. Así que, ¿querrías calmarte, Erich?
—Pero…
—¿O acaso crees que no sé exactamente en qué estás pensando?
Se acercó aún más, sus ojos ámbar perforando mi alma a menos de un centímetro de distancia. Tragué saliva, incapaz de replicar.
Margit quizá no tejía telarañas, pero me sentí completamente atrapado. Era como si estuviera manipulando mi cerebro directamente a través de mi visión. Tal vez mis incontables horas en mesas de juego, ofreciendo mi vida de investigador en devoto servicio a Atlach-Nacha[1], habían aumentado mi susceptibilidad a su persuasión.
—Dime, ¿hay algo que ganar dejando que la ira guíe tu espada? ¿Vale la pena una momentánea satisfacción por furia a cambio de ganarte la reputación de un agresor violento y desquiciado?
—No, pero…
—¿Podrías recordarme cuántos grupos nos han estado molestando últimamente? ¿Planeas acabar con todos solo por sospecha?
—U-um… No, pero…
—Y aunque hubieran puesto sus manos sobre mí… Si crees que la venganza compensaría eso, no puedo más que reírme.
Solo la idea me revolvía el estómago, pero Margit soltó una risa helada. Su sonrisa era la de una mujer hastiada por la estupidez de los hombres.
—Si me hubieran capturado, espero que al menos te hubieras hecho cargo de mí desde entonces. Ninguna dama quiere ver alineadas las cabezas de unos necios, ¿lo comprendes?
Para ser honesto, no lo comprendía del todo. Pero tenía suficiente INT como para saber que admitirlo sería una mala idea, así que asentí. Supuse que tenía sentido pensar que hacer sufrir a quienes la habían lastimado no bastaría como forma de asumir la responsabilidad por haberle fallado.
—Recuérdame, Erich: ¿para qué viniste a esta tierra en los confines del mundo? ¿Para ser un vulgar criminal? ¿Un asesino deshonrado a la fuga?
—…Un aventurero.
—Exacto. Así que, ¿qué opinas de un enfoque más inteligente?
Me rendí y di una respiración profunda. Pidiendo un momento para calmarme, saqué mi pipa del bolsillo y di una calada de mi hierba tranquilizante favorita. El humo llenó mis pulmones, y la razón comenzó a ocupar los espacios vacíos de mi cerebro que la ira había dejado atrás.
Ahora que lo pensaba, el informe de Margit también traía buenas noticias. Ninguno de los clanes se había movilizado completamente contra nosotros todavía. A lo mucho, se trataba de un pequeño subgrupo, quizá el líder de una facción menor.
Entonces, era hora de enseñarles una lección: Se metieron con la persona equivocada .
—Gracias, Margit. Creo que ya me calmé.
Desenvainar la espada era fácil. A estas alturas, podía derribar legiones de matones sin entrenamiento sin necesidad de recurrir a ases bajo la manga. No era tan ciego como para negar los frutos de mi entrenamiento. Pero hasta un perro rabioso podía aullar y arrasar, impulsado únicamente por su sed de sangre.
¡Recuerda tus raíces! ¿Quién crees que te instruyó? ¿Cuántos años pasaste con aquella maldita matusalén? ¿Qué fue lo que te enseñó?
Atender a un noble también implicaba ser testigo de cada uno de sus movimientos. Había visto a aquella bribona escupir veneno verbal con sonrisas deslumbrantes más veces de las que podía contar, todo mientras enfrentaba a sus enemigos entre sí.
No lograría el mismo éxito que ella; no tenía tantas piezas en mi tablero. Pero al menos tenía la sensatez de no convertir mi cerebro en puro músculo ni reducir cada Negociación a una simple prueba de fuerza.
—Seremos listos y derramaremos la menor cantidad de sangre posible, —declaré.
—Muy bien. Justo lo que deseaba escuchar.
Para empezar, la violencia sí resolvía todos los problemas… pero debía usarse solo como último recurso. Cortar un nudo enredado era rápido y satisfactorio, pero la cuerda jamás volvería a su forma original. Imitar el temperamento de Alejandro Magno solo me ganaría el desprecio de los demás sin la autoridad para respaldarlo.
En su lugar, debía pensar como un aventurero: investigar, acorralar a mis enemigos y utilizar pruebas irrefutables para obligarlos a disculparse. Y si aun así se negaban a inclinar la cabeza, entonces con gusto recurriría al último recurso.
Un enigma sin solución merecía una respuesta con los puños. La pregunta debía devolverse a su emisor: ¿tenían ellos una solución contra los golpes?
El primer paso sería la vigilancia. Desafortunadamente para nosotros, ya habíamos atraído la atención indeseada de tres clanes distintos, con incidentes que solo involucraban a miembros menores de cada organización.
Los sindicatos astutos que abarcaban toda una ciudad incluso podían intentar incriminar a sus rivales por cualquier crimen. Había oído hablar de tales tácticas en bandas de la yakuza: cuando derribar a los enemigos era un trabajo arduo, nunca estaba de más usar a las autoridades públicas como un arma. Apostaría a que esquemas similares habían existido en cualquier época.
También necesitábamos un plan de contingencia en caso de que las cosas salieran mal; incluso Lady Agripina había elaborado los suyos. El fracaso no era lo ideal, pero debía ser aceptable; cualquier error aún podía utilizarse para causar problemas al enemigo. Si resultaba que eran unos simplones incapaces de leer más allá de la superficie, siempre podía burlarme de mis propias precauciones como si fueran una paranoia innecesaria.
Ser aventurero no era más que un combate verbal contra un Maestro del Juego siniestro: nunca era demasiada la desconfianza. Cuando cualquier historia trillada podía traer consigo un giro inesperado y cada trama enrevesada podía seguir un camino predecible, lo mejor era mantenerse alerta.
Pero para empezar, lo más sensato era investigar a los sospechosos más probables.
—¿Dijiste que arrestaron a los tipos que te atacaron?
—Así es. Los guardias lograron capturar a uno de ellos. Me enviaron a casa pensando que era una niña pequeña, pero estoy segura de que puedo volver y pedir detalles como la víctima en todo este asunto.
Qué truco tan aterrador… Jamás se me habría ocurrido, pero tenía la habilidad innata de convencer a prácticamente cualquiera que no la conociera de que cualquier otra persona que eligiera era un villano absoluto. Ahora que lo pensaba, algunos sistemas de rol incluían habilidades de negociación que abordaban tácticas tan aterradoras como esta.
Bien, entonces haríamos como los habitantes de un Tokio embrujado y empezaríamos a reducir nuestra lista de sospechosos, comenzando por los más dudosos y recopilando hasta la más mínima evidencia en el camino. Sabía que los confines del mundo serían emocionantes, pero jamás pensé que terminaría en una investigación urbana justo en mi puerta.
—Entonces, vayamos con calma y paciencia. Les haremos pagar.
—Hagámoslo, sí. Por el bien de poder trabajar en paz.
El momento era un poco desafortunado: nuestra fuente de información sobre asuntos entre aventureros, la Señorita Laurentius, estaba fuera en una operación de escolta a gran escala solicitada por uno de sus patrocinadores más importantes; nuestro veterano maestro, el Señor Fidelio, también estaba ausente. Prácticamente habíamos perdido contacto con nuestras conexiones más influyentes.
Pero bueno, esto era solo la forma que tenía el destino de reprenderme por intentar que mis mayores me consintieran. Incluso si estuvieran aquí para ayudar, sería completamente vergonzoso ir a rogar cuando ni siquiera podía nombrar a mi enemigo todavía.
Si quería ser un aventurero digno, no podía exhibir un comportamiento tan lamentable.
Calculando la cantidad de monedas en mi billetera y la experiencia acumulada en mi banco de habilidades, mis labios se curvaron en una sonrisa siniestra.
[Consejos] El dinero puede comprar acción, y no solo de los amigos. A veces, una moneda es suficiente para comprar a los enemigos.
El crimen debía cometerse bajo el velo de la oscuridad, por figuras encapuchadas, solo en lugares adecuados para actos viles… o al menos, así era en la ficción.
Dos hombres estaban sentados en una mesa mientras los borrachos animaban la taberna a su alrededor. Estaban posicionados cara a cara junto a una pared, cada uno disfrutando de una bebida y algunos aperitivos como cualquier otro cliente.
La pareja casi parecía pertenecer a esos asientos. El que estaba más cerca de la entrada —y, por lo tanto, en una posición social inferior— era un mensch completamente promedio, con ropa un poco desgastada, aunque no lo suficiente como para considerarse harapos. Su acompañante tenía un aire más distinguido, con prendas hechas a la medida.
Si hubiera que señalar alguna peculiaridad sobre los dos, tal vez el único detalle resaltante sería que el segundo hombre era un vampiro; pocos de su clase habitaban las clases bajas de Rhine. Sin embargo, muchos nobles inmortales en los anales de la historia habían perdido sus privilegios o los habían rechazado, y un vampiro común apenas valía la pena mencionarlo en una gran ciudad imperial.
Si cierto chico rubio hubiera estado presente, habría comparado las probabilidades con las de ver a un europeo del este en una estación de tren de una metrópolis. Los largos colmillos del hombre y sus ojos rojos como la sangre eran suficientes para que los transeúntes pensaran: Hmm, y nada más.
—Dioses, parece que ese último viaje fue complicado.
—Sí-sí, bueno… Lo siento. No quería causarle problemas…
Su conversación, al igual que ellos, parecía común. Que el mensch se encogiera con un sudor nervioso era tan normal como que el vampiro actuara con una amabilidad deliberada; para cualquiera a su alrededor, no eran más que comerciantes compartiendo una copa tras haber finalizado un trabajo.
En efecto, solo alguien con la mente realmente podrida sospecharía de su intercambio. Supongamos que alguien en la mesa de al lado se excusara, dejando a una sola persona sin nada que hacer más que escuchar conversaciones ajenas; incluso entonces, el oyente aburrido seguramente no encontraría nada lo suficientemente interesante como para prestar atención al anodino diálogo de la pareja.
Y sin embargo, la suya era una conversación desbordante de maldad.
—Oh, no, en absoluto fue un problema. Dicho esto, entiendo que quisieras hacerte responsable de tus propios asuntos, pero cuando las pérdidas son tan grandes… Bueno.
—E-estoy terriblemente arrepentido, señor. Pensé que no sería correcto molestarlo con todas las complicaciones de…
—Cuando las cosas salen tan mal que hemos fallado tanto al cliente como a la empresa de transporte, sería de mala educación si yo no interviniera y hablara en nuestro nombre. Por favor, si esto vuelve a ocurrir, no temas en reportar tus errores.
En la superficie, el intercambio parecía el de un comerciante veterano reprendiendo a un aprendiz sobre bebidas; sin embargo, tras la fachada, se ocultaba un negocio mucho más siniestro. ¿Quién podría adivinar que estos dos formaban parte de una organización indigna de operar a la luz del día?
El verdadero truco del crimen era, en esencia, nunca parecer un criminal en primer lugar. Aquellos ajenos a sus asuntos no informaban nada; guardar secretos no representaba peligro si nadie se molestaba en revisar los bolsillos donde se escondían. La banalidad era su disfraz cotidiano, y quienes manejaban bandas de matones sabían que lo más importante en su oficio era no dar la impresión de serlo.
—Las pérdidas fueron considerables, después de todo, —continuó el vampiro—. Me dolió verlas, siendo yo quien lleva las cuentas. A partir de ahora, me encargaré personalmente de este asunto.
—Um… Sí-sí, señor. Yo… lo entiendo.
El subordinado se retorció en su silla, intentando ocultar sus temores de las cero personas que se molestaban en prestarle atención. Sintió su espalda humedecerse con gotas de sudor; en sus palmas, la sangre perlaba en pequeñas medias lunas donde sus uñas se habían clavado por la tensión.
El peso del fracaso era así de insoportable.
La reputación en el submundo valía tanto como en las esferas nobles: ser subestimado era una cuestión de vida o muerte. En el mejor de los casos, uno podía esperar ser explotado hasta los huesos; en el peor, se convertiría en un simple juguete hasta que su cadáver apareciera, olvidado, en alguna alcantarilla.
Mientras que los aristócratas no recurrían a la violencia sin sentido —excepto aquellos con pasatiempos particularmente desagradables—, lo mismo no podía decirse de los habitantes de las sombras. Escalar en la jerarquía era más fácil allí, y un solo paso en falso bastaba para volcar el mundo en contra de uno; quien tropezara, acabaría suplicando piedad a los pies de los lacayos que ayer le servían.
No solo había fallado el hombre, sino que había intentado encubrir su error y fallado de nuevo; su situación era desesperada. Y para colmo, la noticia había llegado a su superior gracias a uno de sus propios subordinados resentidos, buscando venganza por haber manchado su reputación. Si al menos hubiera confesado por su cuenta después de enmendar su desliz, habría bastado con un puñetazo en la cara y nada más; pero ahora… ¿cómo podía expiar su culpa?
Fuera lo que fuera lo que le esperaba, era demasiado terrible como para atreverse a imaginarlo.
—Dicho esto, estoy seguro de que nuestro cliente no estará muy contento de oír de mí, considerando todo lo que ha ocurrido.
—Eh… Supongo que no.
—Pero ahora que lo pienso, nuestro nuevo cliente tiene relaciones con otros comerciantes, ¿no? —Aunque el vampiro envolvía sus palabras en la apariencia de una simple charla de negocios, estas eran amenazas apenas disimuladas; sabía la verdad y disfrutaba insinuársela a su desdichado subordinado—. Tal vez deberíamos presentarles un nuevo acuerdo. Estoy seguro de que las negociaciones fluirán con mucha más facilidad una vez que hayamos recuperado algo de confianza con un trabajo bien hecho.
—¿E-está seguro? ¿Realmente podemos dejar que ese imbé… ejém. Quiero decir, ¿no deberíamos recuperar esa confianza por nuestra cuenta?
—En los negocios, lo único que importa es el resultado final. Recuerda eso.
Libre de las ataduras de la ética, el mundo criminal era uno donde las espadas podían ser escudos y los números impares podían volverse pares… siempre y cuando las circunstancias fueran las adecuadas. Ellos decidían cómo resolver la situación.
A diferencia del gobierno, no necesitaban atribuirse el mérito de la caída de sus enemigos. Solo necesitaban que su oponente atrajera la ira de alguien y terminara flotando por las alcantarillas; los chismosos se encargarían del resto.
—Bien, entonces pasemos el trabajo.
La tarea era sencilla. Un simple chispazo bastaba para encender a los necios con los que trataban, más aún cuando las brasas de la discordia ya resplandecían. Ni siquiera necesitaban proporcionar una llama; bastaba con agregar un poco de combustible a los troncos humeantes que ya estaban allí.
Pero, por desgracia, los hombres habían olvidado algo.
Sus amenazas podían prender el fuego del conflicto, pero ni el incendio más feroz puede ser contenido por meras manos humanas. Muchos conocían esta verdad, pero eran rápidos en olvidarla… hasta que las llamas que encendieron empezaban a quemarles los talones.
[Consejos] Muchos tratan la labor de aventurero como un trabajo de medio tiempo para subsistir en las temporadas bajas de su ocupación principal.
El olor a madera podrida por la humedad; el barro revuelto sin descanso; el hedor de los mendigos sin bañar; los desechos arrojados sin cuidado… hablando francamente, el aire viciado que flotaba sobre este cúmulo de tiendas fuera de los muros de Marsheim bastaría para matar a una joven refinada con una sola bocanada.
Por mucho que este lugar pudiera parecer el fin del mundo, Marsheim seguía siendo la capital de un estado administrativo imperial; el alquiler no era barato. No importaba cuán caótica se volviera la ciudad, el puesto de vigilancia más remoto del Imperio siempre sería el hogar de un poderoso margrave.
Según mis investigaciones, las posadas más baratas —con una calidad acorde a su precio— cobraban al menos una libra al mes por una cama en sus dormitorios comunes. Para la mayoría, una moneda de plata era un gasto insignificante, pero había quienes apenas podían permitirse desprenderse de ella. Llenarse la boca con lo mínimo indispensable siempre era la prioridad, y el alquiler era de los primeros gastos en ser sacrificados para ello, solo superado, quizá, por la vestimenta.
Este enjambre de tiendas de campaña era refugio de migrantes, vagabundos y empresarios fracasados. Aquellos que no tenían dinero para vivir dentro de la ciudad, pero tampoco tenían otro lugar al que aferrarse, venían aquí como último recurso.
Y como cualquier asentamiento de okupas, carecían de acceso a los servicios públicos, lo que convertía este paisaje abarrotado y congestionado en un infierno indescriptible. Era difícil decir si la gente aquí llevaba ropa o simples harapos, y muchos estaban tan asquerosamente sucios que resultaba imposible distinguir su género; con algunos, ni siquiera podría adivinar su especie. Olvídate del baño, estas personas probablemente no habían visto agua corriente en años. Mis sensibilidades berylinianas no podían dar crédito a lo que veían mis ojos.
Por supuesto, la capital de la vanidad se encargaba de podar los barrios bajos con tal meticulosidad que un ciudadano sin bañar no era considerado ciudadano en absoluto. Desde un principio, era un error comparar esta remota región con aquello.
Aun así, no lograba entender por qué las autoridades locales permitían que esta tierra sin ley existiera justo al lado de sus murallas. Lo mismo podía decirse de los distritos descuidados dentro de la ciudad, pero no podía evitar pensar que esto representaba un enorme riesgo para la seguridad. Aunque reconocía que desconocía la situación financiera del margrave, si yo estuviera en el poder, ya habría reducido este lugar a cenizas.
Mi instinto de «El Presidente» me decía que los barrios bajos eran un criadero de crimen, y que unos impuestos draconianos serían un precio razonable si eso significaba erradicarlos en favor de viviendas reales.
Continué cavilando sobre qué demonios mantenía este lugar en pie, mientras Margit y yo deambulábamos por los terrenos de las tiendas, como los locales los llamaban.
—Nada, ¿eh?
—Nada de nada.
Pero, como era de esperarse, lo único que habíamos conseguido después de medio día de caminata era sudor y un hedor insoportable impregnado en la ropa.
—Supongo que no llevábamos la pinta adecuada.
—Tal vez deberíamos haber rebuscado en el Basurero en busca de trapos viejos.
Habíamos pasado el día preguntando a la gente si sabían algo sobre los Exilrat, con la vaga esperanza de toparnos con alguno de sus miembros, pero no es que estuvieran recibiendo visitas. Como no podíamos esperar por ellos en el edificio de la Asociación debido a la falta de marcas identificativas, habíamos pensado que rondar su territorio acabaría llevándonos a un encuentro… pero, desafortunadamente, todo había sido un fracaso.
A este punto, todo el viaje había sido una pérdida de tiempo. Habríamos estado mejor merodeando por la ciudad y atrapando a uno de los carteristas cuando viniera por mí.
—Así que vamos a necesitar disfraces… Esto no es mi fuerte.
—Eso hace dos de nosotros. Preparar camuflaje para el bosque es una cosa, pero mezclarse en la ciudad es un mundo completamente distinto para mí.
Podía ver por qué mi juego favorito diferenciaba claramente entre Guardabosques y Exploradores: por más letal y astuta que fuera la maestra cazadora en su entorno, Margit no era más que una pueblerina que apenas empezaba a aprender a desenvolverse en la gran ciudad.
Naturalmente, yo no era diferente. Mi tiempo en servidumbre lo había pasado bajo la premisa de que el enemigo vendría a mí, y no al revés; no sabía ni lo más básico sobre la búsqueda de personas. Estaba seguro de que podría percibir malas intenciones si me apuntaban a mí, pero rastrear un objetivo de manera proactiva no era mi especialidad.
Intenté aplicar las tácticas que usaba en mis campañas de rol de mesa, pero no resultaron tan bien como esperaba. Mi teoría de que los indigentes responderían mejor a bienes que a dinero fue acertada, pero subestimé la depravación de estas tierras.
Nos topamos con mendigos que aseguraban tener la información que necesitábamos, pero tras darles comida, engullían nuestra «paga» de un solo bocado y echaban a correr. Cuando los cazamos y les amenazamos con una paliza ligera, los muy desgraciados tuvieron la osadía de confesar que ni siquiera sabían nada desde el principio.
Peor aún, aquellos que vieron que llevábamos cosas encima se arremolinaron a nuestro alrededor, y entre la multitud surgieron manos indiscretas que intentaron hurgar en nuestros bolsillos; ese no era el ambiente adecuado para llevar a cabo una investigación. Las habilidades relacionadas con tratos turbios solían quedarse oxidándose en el olvido, pero ahora podía ver su verdadero valor.
Lo más importante a la hora de hacer preguntas era encontrar a la persona adecuada para responderlas. Sí, este era el territorio de Exilrat, pero obviamente no todos aquí estarían al tanto de sus asuntos. Extrañaba la comodidad de empezar cada campaña con un grupo de tres a cinco aventureros de distintos trasfondos. Casi siempre, el equipo contaba con algún huérfano o excriminal que podía hacerse cargo de los negocios en los barrios bajos; y si el Maestro del Juego estaba de humor, incluso conocía a alguien en la zona.
—Pero no quiero revolcarme en la mugre a propósito, —suspiré—. ¿Valdría la pena, siquiera?
—Seguramente podríamos lavarnos después.
—Los baños públicos de la ciudad te rechazan si estás demasiado sucio, y echarnos un poco de tierra encima no será suficiente si queremos parecernos de verdad.
Decir que éramos unos vagabundos desempleados con el pelo largo y bien cuidado era difícil de creer, y cortarlo seguramente desataría una protesta feérica. Aunque me llenara las uñas de suciedad y me pusiera trapos malolientes, el brillo de un cuero cabelludo bien tratado no iba a desaparecer en un solo día.
Lo mismo ocurría con nuestra piel. Ambos le dábamos importancia a la higiene regular, y cualquiera con buen ojo notaría el engaño incluso con una capa superficial de mugre. Tal vez estábamos demasiado limpios.
—Parece que tendremos que optar por el Plan B.
—Estoy de acuerdo. O más bien, no veo otra opción en este punto.
Para evitar una discusión confusa sobre la marcha, ya habíamos diseñado un plan de respaldo.
Después de todo, estábamos en territorio enemigo. Desde el principio sabíamos que deambular sin rumbo podía no darnos ningún resultado: era obvio que sus miembros restringirían el flujo de información entre ellos.
Nuestra estrategia inicial dependía demasiado de la suerte. Básicamente, confiábamos en toparnos con un miembro indiscreto o con alguien resentido con el grupo, así que el fracaso era un resultado esperado y no algo que nos desanimara.
De hecho, nuestras preguntas eran solo un cebo para la fase más probable del plan. Nos habría gustado resolverlo pacíficamente, pero los aventureros siempre recurríamos a la violencia si eso nos daba el camino más rápido.
—Me encargo de los del frente. Cuento… ¿seis?
—Casi. Uno de los de adelante no es parte de su grupo… así que cinco. Déjame los dos de atrás a mí.
—Entendido. Hagámoslo rápido.
Tras una breve charla, ambos nos pusimos en marcha.
Salté hacia adelante, derribando una tienda entera de una patada mientras me lanzaba hacia la sombra que había dentro; Margit se agachó y salió disparada, desapareciendo de mi campo de visión.
Las bonificaciones desarmadas de mis Artes de la Espada Híbridas eran lo único que reforzaba mi combate cuerpo a cuerpo, pero aunque no iba a impresionar a ningún maestro, la violencia de las cifras fijas hablaba por sí sola. Ahora mismo, solo un enemigo realmente inhumano supondría un desafío para mí.
Mi patada ascendente en giro impactó de lleno contra la silueta oculta tras la lona rasgada. Sentí la brutal sensación de la punta de mi pie hundiéndose en la carne y luego rompiendo algo duro; el tacto visceral envió señales de satisfacción a mi cerebro.
Un golpe limpio. Incluso un crítico.
—¡Haugh!
Un jadeo de dolor siguió a mi pie cuando lo retiré, y la persona cayó de espaldas, derribando la tienda con ella.
¿Oh? No estás tan mugroso como esperaba. Pero si no eres el dueño de esta tienda, ¿entonces quién eres?
—¡Maldita mierdecilla!
Ah, bueno, qué más da. No eran simples espectadores: nos habían rodeado con claras intenciones hostiles. El anzuelo había picado, y lo justo era recoger la pesca para ver qué habíamos atrapado.
Retrayendo mi pierna rápidamente, cerré la distancia con otro enemigo, que se quedó paralizado de la impresión al ver que su emboscada había salido mal. Era un hombre mensch corpulento, de cabeza rapada y ropa sorprendentemente decente.
Las afeitadas al ras eran populares entre soldados y aventureros por ser fáciles de mantener, pero este tipo tenía pinta de todo menos de funcionario público. No tenía motivos para contenerme cuando le encajé el codo directo en el plexo solar.
Entrelacé los dedos para poner todo el peso de mi cuerpo detrás del golpe. Cada gramo de mi impulso se concentró en el punto más duro de todo mi cuerpo.
—¡¿Groooah?!
Debido a la diferencia de altura, terminé perforándolo desde abajo, y dejó escapar un grito gutural indescriptible. El impacto reverberó por mis brazos, y pude sentir algo blando colapsar detrás de sus músculos exteriores; otro golpe limpio.
—Vaya, mejor me aparto.
El tono de sus arcadas me dio mala espina, así que di un paso al costado. Ni un segundo después, me vi seguido por una ducha repugnante: el hombre se dobló en dos justo en el punto de impacto y vomitó hasta las entrañas en el proceso.
—¡Ah… Ahhh!
Y el último intentó huir. Evidentemente, ver a sus dos compañeros caer en un abrir y cerrar de ojos fue demasiado para él.
Qué tipo más desalmado. Deslicé una daga del cinturón del hombre que acababa de vomitar y la hice girar un par de veces en mi mano. Una vez que me acostumbré al peso, la sostuve por la hoja y me preparé para lanzarla.
A esta distancia, diría que estaba… a tres giros y cuarto de distancia. Lancé la daga con una estimación improvisada, y esta giró en el aire hasta reclamar el tendón de la corva del fugitivo como su nueva funda.
Espera, me lleva la… Por la zona donde le di, puede que haya seccionado completamente un ligamento. Mi intención no era dejar heridas irreversibles, pero… Bueno, esto me pasaba por ponerme vago.
Mientras me rascaba la cabeza por mi metedura de pata, sonidos horribles resonaron detrás de mí, seguidos poco después por gritos.
Al mirar por encima del hombro, vi a otros dos hombres plantados de cara contra el suelo.
—Caray, la gente con solo un par de ojos es tan fácil de manejar.
Naturalmente, Margit era la responsable de aquello. Seguramente había saltado desde el techo de una choza cercana —lo cual era impresionante, considerando que había logrado escalar alguna sin derrumbarla— y se había abalanzado sobre ellos desde arriba como una asesina encapuchada. Sus pobres víctimas estaban ahora compartiendo un apasionado beso con la tierra.
No solo había conseguido un asesinato aéreo, sino que además había sido una doble baja; puntos extra para ella. Claramente, nuestros emboscadores no esperaban ser atacados desde atrás cuando supuestamente nos tenían rodeados; se habían estampado contra el suelo sin siquiera poder amortiguar la caída. Eso tuvo que doler: incluso sin cuchillas ocultas, esto fácilmente pudo haber sido un golpe letal si Margit no se hubiera contenido.
Como cualquier buena build de asesino, Margit había logrado su ataque sorpresa saliendo del sigilo. Siempre había sido escéptico sobre usar una acción menor para entrar en ese estado, pero cuando se combinaba con una bonificación racial que lo activaba al inicio, era una completa injusticia.
—Vaya, eres despiadada… Probablemente les rompiste todos los dientes frontales.
—Por favor, Erich. El tuyo se va a desangrar si no atiendes la herida pronto.
En una sola ronda rápida, habíamos reducido a cinco hombres a meras figuras gimientes. Los transeúntes ajenos a la pelea salieron disparados, sin querer verse involucrados en el conflicto.
Uno estaba envuelto en una tienda caída con varias costillas rotas; otro se había vaciado por completo y yacía hecho un ovillo. Los otros tres estaban tendidos en el suelo, ensuciando la tierra con sangre: el tipo al que le clavé la daga seguía intentando sacársela sin éxito —sería mejor que no la tocara—, y los otros dos luchaban por respirar a través de sus narices rotas.
Aunque me dolía golpear a gente que ni conocía, seguramente entendían que se lo tenían merecido, dadas sus intenciones.
—No es como si fuera a morir en el acto; estará bien. Más importante aún, ¿qué tal si nos presentamos con nuestros nuevos amigos?
Habíamos armado un alboroto, y teníamos que sacarle provecho. Para ello, íbamos a arrastrar a uno de estos despojos humanos —el que pareciera más dispuesto a hablar— hasta una tienda vacía para una pequeña charla introductoria.
Después de todo, los saludos eran muy importantes. Ya que nos habíamos saltado las formalidades con una emboscada, sería terriblemente grosero no presentarnos adecuadamente.
Agarré al tipo que aún babeaba bilis por la cabeza y lo obligué a mirarme directamente, devolviéndole una amplia sonrisa. Recuerda, una buena presentación es el primer paso de cualquier relación, y una buena sonrisa es la base de la confianza.
—Hola, amigo. ¿Qué te parece si tenemos una pequeña charla?
[Consejos] Los terrenos de las tiendas conformaban un barrio marginal habitado por todo tipo de viajeros pobres que intentaban hacer de Marsheim su hogar. Se estima que más de mil personas se aferran a las murallas exteriores de la ciudad.
El gobierno local toleraba su existencia solo porque desplazar a los habitantes podría empujarlos más allá del límite de la desesperación y desatar el caos. Aun así, la falta de regulación del área la había convertido en un hervidero de actividad criminal.[1] Atlach-Nacha es un dios arácnido de los Mitos de Cthulhu (H.P. Lovecraft) que teje una gigantesca telaraña entre nuestro mundo y el sueño. Habita en las cavernas bajo el Monte Voormithadreth y atrae a sus víctimas con un hipnótico zumbido.
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