Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 7 Finales de Verano del Decimoquinto Año Parte 3
Los aventureros eran famosos por su habilidad para alternar entre interrogatorio y tortura, aunque esta última no era necesaria si se contaba con otros medios.
Aquellos con lenguas de plata solo necesitaban jugar con las palabras hasta enredar a su cautivo; los ricos podían simplemente golpearlos con una bolsa llena de monedas; los magos telépatas podían saltarse todo el proceso con un hechizo.
Algunos incluso sabían aprovechar la flexibilidad que ofrecía un dios del destino análogo. Incluso un PJ sin habilidades sociales básicas podía intentar un enfoque más físico: agitar un puño bien cerrado y amenazar con metérselo en algún sitio no invitado podía contar como una negociación válida, siempre y cuando el Maestro del Juego lo aprobara.
En otras palabras, todo dependía del ingenio del interrogador. El único objetivo era obtener información, y todo lo demás era un medio para ese fin.
En mi caso, un cara a cara me permitía usar mi Sonrisa Abrumadora, lo que hacía que mi maestría en Artes de Espada Híbridas determinara lo intimidante que era. No necesitaba recurrir a la violencia para doblegar a un matón de poca monta, menos aún a uno que acababa de presenciar mi poder en carne propia.
—¡No-no voy a delatar a nadie! ¡No entiendes lo que me pasaría si lo hiciera!
Habíamos arrastrado al hombre por un callejón pequeño y apartado. Al principio, parecía reacio a soltar cualquier cosa que no fuera el contenido de su estómago, pero se volvió mucho más cooperativo cuando le di a elegir entre confiar en la buena voluntad de sus compañeros o en la mía, mientras hacía girar el karambit [1] feérico en mis dedos.
Verlo quebrarse en una descarada exhibición de interés propio resultó bastante placentero; incluso refrescante. Era increíblemente fácil tratar con alguien que valoraba la olvidable ficha de cambio que era su propia vida.
Si hubiera sabido algo sobre la lealtad o tuviera una causa por la que luchar, esto habría sido mucho más tedioso. Me había topado con muchos de esos mientras trabajaba para Lady Agripina, y romperlos había sido un auténtico suplicio: ni uñas ni dientes bastaban para hacerles soltar palabra, y golpearlos con sacos de oro solo lograba hundirles el cráneo. No me sorprendería si ese tipo de personas fueran capaces de ver las cabezas de sus familias alineadas sobre una mesa mientras degollaban a su recién nacido y aun así se mantuvieran en silencio; así de ajenos al miedo parecían.
En comparación, un cautivo pragmático y egoísta era un paseo por el parque. El temor a perder la vida o la fortuna les arrebataba cualquier atisbo de pensamiento a largo plazo.
Vaya suerte la mía. No es que estuviera completamente en contra de métodos más brutales, pero tampoco quería recurrir a ellos. Si podía salir bien parado sin jugar a ser dentista ni enseñar a otros a valorar el aire fresco, bien por mí.
Digo, sí, hice esas cosas cuando era literalmente mi trabajo, pero no dormí bien después. Los gritos y las súplicas desesperadas son terribles para la psique, incluso cuando provienen de tus enemigos mortales.
—¡Yo-yo no sé nada! ¡To-todo lo que sé es que me dieron un poco de dinero para asustarlos; solo para darles un buen susto!
Su respuesta era tan trillada como podían serlo. Era difícil no sentirse ofendido por lo mucho que me habían menospreciado, pero la vida de aventurero era un oficio vulgar donde la culpa era mía por parecer alguien al que se podía tumbar en una pelea. Lo único que podía hacer era asegurarme de que los idiotas que intentaran aprovecharse de mí no volvieran a mirarme ni de reojo.
—Sí, sí, encantador, —dije—. Parece que tanto tu vida como la mía valen una miseria, pendiendo de la balanza con apenas unas monedas como contrapeso. Pero lo que realmente quiero saber es quién puso esas monedas ahí.
—¡La-la Heilbronn Familie! ¡Soy un miembro de la Heilbronn! Y seguiremos en paz si me dejas ir ahora, pero si no…
—¿Pero podrá este impresionante clan tuyo reconocerte cuando encuentren un cadáver sin rostro flotando en las alcantarillas? No es por asustarte, pero tengo muchas maneras de hacer que ni tu propia madre sepa quién eres.
No creí que hacerle pasar un pequeño susto le haría daño. Margit me lanzó una mirada que decía «¿Qué demonios le enseñaron a este chico en la capital?», pero me disculparía luego. Si dejaba caer el acto ahora, todo el miedo que había construido con tanto cuidado se disiparía.
Como nota al margen, mis amenazas habían sido al azar, pero esa en particular no era vacía. Sellarle la boca podría ahorrarme problemas si la alternativa era que se fuera a contar más de lo que me convenía. Entre lidiar con un puñado de matones o enfrentarme a un sindicato del crimen temido en toda la región, prefería mil veces encargarme de una «eliminación no autorizada de residuos».
Aun así, tirar a cinco personas a un río o llevarlas en secreto a los limos afectaría mi salud mental. Agradecería que simplemente colaborara.
—¡De-de acuerdo, hablaré, hablaré! ¡Dioses, solo no me mates!
—Buen chico. ¿Y bien? ¿Quién soltó la pasta?
Por suerte, mi combinación de habilidades hizo su magia y el hombre se ensució aún más, aunque esta vez no fue con vómito. Al parecer, mi rostro delgado no tenía efectos adversos en este tipo de cosas: había logrado intimidar a un tipo corpulento para que soltara todo sin reservas.
—¡Fueron esos rufianes del Baldur! Me dieron el dinero unos tipos raros con túnicas que apestaban a droga; ¡tienen que ser ellos! ¡Vinieron a vernos y dijeron que tenían a un mocoso engreído al que querían que le diéramos una paliza!
¿Hm? Sabía que el Clan Baldur me tenía en la mira, y sonaba razonable que intentaran matarme… pero, ¿delegarían algo así? ¿Y no a un oficial de Heilbronn, sino a este matón cualquiera que parecía incapaz de aguantar una pelea de taberna?
Era un grupo que paseaba por las calles con descaro a pesar de los rumores creíbles de narcóticos ilegales que los rodeaban. Si realmente querían deshacerse de alguien, seguro tenían a alguien dentro del grupo para encargarse. ¿Serían tan descuidados? Tal vez era plausible para una operación menor, pero dudaba que los amos de un imperio de drogas cayeran tan bajo.
Que la respuesta a un misterio llevara a otro era un clásico del guion de los juegos de rol de mesa, pero no podía sacudirme las sospechas.
Esto tenía que ser uno de esos momentos donde el Maestro del Juego se negaba a dar voz a las palabras de un PNJ en términos definitivos. Podía oír al mundo añadiendo «según dice» y « cree saber» encima de las declaraciones del calvo; el personaje podía considerar esto como la verdad, pero si lo era dentro del escenario era otro asunto.
Ese torbellino mental me hizo sentir nostalgia por los misterios urbanos y de asesinatos que había jugado hace años; especialmente en mundos de horrores cósmicos o aquella espada traicionera. El psicoanálisis experto y el hechizo «Sentir Mentiras» solo servían para saber si el objetivo creía lo que decía; averiguar si sabía de lo que hablaba era otra historia. Cerré los ojos, solo para ver la sonrisa burlona del Maestro del Gremio grabada en mis párpados.
Habíamos conseguido una pista, pero de calidad dudosa. El miedo empapado en sus pantalones me decía que o bien decía la verdad, o estaba destinado a una carrera en los teatros de la capital; yo me inclinaba por lo primero.
Pero solo eso… Las pistas demasiado obvias nunca llevaban a nada.
Si esto fuera como en mi vieja mesa de cabezas huecas, quirúrgicamente modificadas para tener más músculo que sesos, ya habríamos sembrado el caos bajo la lógica de «¡si le partimos la cara a todos, tarde o temprano le daremos al cerebro detrás del plan!» Así, evitaríamos todos los enredos con juegos de intriga simplemente masacrando a cualquiera que pareciera sospechoso.
Pero aunque atesoraba los recuerdos de usar a Lord Mace para «cerrar brechas» en toda discusión verbal, no podía darme el lujo de hacer eso aquí, justo cuando empezaba a hacerme un nombre como aventurero.
—Hmm… Qué hacemos…
—¡¿Ack?!
Rodeé al hombre por detrás para dejarlo inconsciente mientras ladeaba la cabeza, pensando en cosas más importantes. Dejarlo con vida no era un problema: nos serviría que corriera la voz de que no era buena idea meterse con nosotros. Pero más importante aún…
—Esto es realmente sospechoso, ¿no?
—¿Lo es? —preguntó Margit—. Me temo que no estoy tan versada en asuntos urbanos. Aunque, ahora que lo dices, esto sí parece bastante torpe para un clan supuestamente poderoso.
Al final del día, lo único que habíamos conseguido era una pista de dudosa utilidad. No recordaba ningún error de mi parte que hiciera que el Maestro del Juego se burlara diciendo que debía repasar mis habilidades de interrogación, así que probablemente el tipo no sabía mucho desde el principio. Aun así, decidir qué hacer con esa información era difícil.
La pista era tan obvia como tener a un noble gordo de mediana edad como villano. Hoy en día, nadie haría algo tan… Oh, espera. Ahora que lo pienso, el Vizconde Liplar encajaba perfectamente en ese molde.
Bueno, salvo por esa excepción, el punto seguía siendo válido: probablemente era mejor no juzgar tan rápido. Aunque quería terminar con todo este asunto cuanto antes, aún era muy pronto para buscar respuestas con la forma abrupta, cruda y terriblemente definitiva de una tirada de FUERZA.
Reunir más información no haría daño. No es como si pudiéramos ir a la oficina del jefe mafioso y decirle: «Disculpe, ¿por casualidad está intentando matarnos?», esperando una respuesta sincera.
—No conseguimos prácticamente nada hoy, —suspiré—. Todo ese esfuerzo para nada.
—No solo el esfuerzo, —añadió Margit—, también este hedor horrible en nuestra ropa.
Nuestro enfrentamiento con el Exilrat había sido un fracaso, y nuestra única pista era de lo más endeble. Estaba listo para pelear si era necesario, pero a estas alturas, solo estaba confundido: ¿sobre quién se suponía que debía descargar mis puños?
[Consejos] Suponer que afiliarse es lo mismo que estar de acuerdo es el más peligroso de los errores. Uno podría ver una insignia y lanzarse en un arranque de ira, solo para terminar con muchos, muchos enemigos innecesarios.
Por más que quisiera ajustar cuentas, vagar por la ciudad todos los días esperando otro ataque era ineficiente.
Así que decidimos esperar a ver cómo se desarrollaban las cosas mientras buscábamos nuevas pistas… pero no nos estaba yendo muy bien. Podrías decir que habíamos llegado a un callejón sin salida.
Fuimos a ver a los guardias con un pequeño obsequio de agradecimiento, por así decirlo, por haber salvado a Margit. Además de mi gratitud, mencioné que quería hablar con la persona que había intentado ponerle una mano encima a mi compañera, pero el oficial en turno desvió la mirada con pesar antes de darnos la noticia.
El crimen era leve, así que lo habían liberado.
Ambos quedamos en silencio, atónitos.
El código penal del Imperio era un misterio: los plebeyos no sabíamos nada al respecto, y ni siquiera como miembro del séquito de la madame había visto las reglas oficiales. Pero aunque no conocía los detalles, el intento de secuestro no podía ser considerado una falta menor. Si robar a una persona era un «crimen leve», entonces, ¿para qué demonios se molestaba la corona en prohibir la esclavitud?
Por desgracia, esta vez nos enfrentábamos a autoridades de verdad. Aventureros como nosotros no podíamos esperar obtener nada sustancial solo por insistencia, y sacar el anillo de Ubiorum en este momento solo llamaría atención indeseada. Ni siquiera quería imaginar qué clase de correspondencia llena de odio recibiría si se esparcía el rumor de que el conde taumapalatino estaba tramando algo en Ende Erde.
El sello era un comodín en toda regla; no lo usaría a menos que fuera absolutamente necesario. Sacarlo mientras aún teníamos otras opciones sobre la mesa traería más efectos secundarios que beneficios; por eso, nos retiramos de la cárcel sin armar alboroto.
Maldita sea. Había pensado que los guardias de la ciudad tardarían unos días en archivar sus papeles y, por eso, decidí esperar unos días a propósito; el plan me salió espectacularmente mal. Jamás imaginé que nuestro enemigo tendría oídos tan atentos a los rumores ni tentáculos tan largos como para engrasar las palmas de las autoridades.
¿No era todo esto demasiado para lo que, esencialmente, era una banda de aventureros? Cualquier otro intento de secuestro dentro de los límites de la ciudad no habría resultado en una liberación con la fianza más alta. Incluso alguien con conexiones nobles seguiría detenido si su patrón no tuviera influencia directa sobre el noble que supervisaba a los guardias que lo arrestaron.
No esperaba niveles de severidad berylinianos, pero ¿en qué mundo un criminal detenido salía libre sin cumplir condena?
…Un momento. También existía la posibilidad de que solo lo hubieran «liberado» de forma superficial; tal vez se deshicieron de él para atar cabos sueltos. Si alguien quería que guardara un secreto, lo más fácil sería asegurarse de que su boca jamás volviera a abrirse.
¿Cómo podía haberlo olvidado, si yo mismo había amenazado con hacer lo mismo? Un pedazo de carne flotando río abajo sería imposible de identificar incluso si lo veíamos por casualidad.
—Cielos, estoy perpleja.
—Y yo.
—Cambiando de tema, ¿qué opinas de este?
—Mm… Meh.
Y aun queriendo descubrir la verdad, no valía la pena irrumpir en los barracones de los guardias; pasamos al Plan C. Margit seguramente podría colarse con facilidad, pero propiedad del gobierno seguía siendo propiedad del gobierno, incluso en la frontera. Si tenían algún sistema místico de vigilancia, estaríamos acabados: no tenía sentido esforzarse tanto por evitar la violencia criminal si al final terminábamos siendo criminales de otra forma, así que decidimos jugar a lo seguro.
—¿Ah, sí? A mí me parece que huele bastante bien.
—Es demasiado viscoso. Le han mezclado algo.
En cambio, estábamos recorriendo Marsheim, examinando los productos de cada puesto que vendía bienes arcanos.
El Clan Baldur usaba esos negocios como fachadas para distribuir narcóticos. Si de verdad estaban planeando reclutarme o eliminarme, visitar cada tienda con pociones dudosas era una forma segura de provocar una reacción.
—Disculpe, joven. Si no va a comprar, ¿podría retirarse?
—Pero, señor, —respondí—, no puedo pasar por alto estos productos. Debería presentar una queja al mago que le provee. Quiero decir, esta pomada para el cuidado de la piel podría dañar la piel de alguien.
Por raras que fueran, las pociones místicas sí circulaban por los mercados abiertos; aunque, como era de esperarse, el control de calidad era un desastre. Los magos no tenían el mismo respeto por su oficio que los magus, ni contaban con un organismo regulador. Era tan absurdo como dejar que los médicos se certificaran a sí mismos, lo que daba lugar a productos realmente nefastos en las estanterías.
Los magos talentosos eran aquellos conscientes del peligro potencial de sus fármacos, y por eso preparaban sus soluciones por encargo. Los menos sagaces inundaban el mercado con porquería producida en masa, suponiendo que a nadie le importaría recibir ungüentos y tónicos mediocres; estos casi siempre resultaban inútiles.
Lamentablemente, el engaño era imposible de detectar sin conocimientos especializados, y estos escaseaban en las tierras fronterizas. Había abierto el frasco de una supuesta pomada para el cuidado de la piel solo para encontrarme con una mezcla tan dudosa que vacilé en probarla incluso en el dorso de la mano; dejar que arruinara la piel tersa de mi compañera estaba fuera de toda consideración. A pesar de su agradable aroma —cuidadosamente diseñado para engañar a los inexpertos— no funcionaba como se anunciaba. De hecho, el exceso de perfumes podía, irónicamente, provocar una erupción.
Para empezar, ¿de verdad había sido un mago quien creó esto? Si bien las hierbas aromáticas eran agradables al olfato, detecté notas de plantas que no deberían estar cerca del cuerpo humano. Después de haber realizado tantas misiones de recolección en el Colegio, sabía lo que hacía en lo que respecta a hierbas.
—¿Crees que tengo esta tienda porque quiero tus consejos, mocoso?
Mi sincera advertencia cayó en oídos sordos. La ceja del tendero tembló de ira.
—No, pero sospecho que cualquier dama que compre una de estas no va a volver.
—¡Cállate! ¡Si alguien está espantando a los clientes, eres tú! ¡Ahora lárguense!
El hombre nos espantó con las manos como a un perrito, así que me encogí de hombros, devolví la poción a su lugar y me levanté. Independientemente de si sabía o no que era falsa, no valía la pena discutir si no le importaba dirigir un negocio honesto.
—Viejo, es realmente difícil encontrar algo legítimo.
—En verdad. Me alegra tener a alguien con buen ojo a mi lado; aunque debo decir que no podré mostrar la cara por esa calle en un buen tiempo.
Pasamos medio día hostigando varios puestos al aire libre. Justo cuando ya me había desilusionado por completo del nivel de descaro de esos vendedores de aceite de serpiente, por fin picó el anzuelo.
Pensando que podíamos visitar un último lugar, nos dirigimos a otra gran calle comercial. Pequeños caminos sin nombre serpenteaban por la ciudad como un hormiguero, y estábamos cruzando uno de esos callejones cuando una débil sed de sangre rozó mi espalda.
Margit también lo había sentido: tiró suavemente de mi manga, con las piernas ligeramente flexionadas y listas para lanzarse.
—Según lo planeado, —susurré.
—Sí, lo sé.
—Ah, y…
—Lo sé, —rio.
Su confiada risa fue seguida por una cuenta regresiva desde el tres. Como la más perceptiva de los dos, Margit rastreaba al enemigo por ambos.
La palabra «cero» salió de sus labios con una diminuta partícula de saliva. No era una metáfora: al prepararme para el inminente combate, mis Reflejos Relámpago me permitieron captar cada detalle del mundo detenido a mi alrededor.
Lo que había empezado como un paso despreocupado se convirtió en el arranque de una carrera a toda velocidad mientras me abalanzaba sobre las figuras que aguardaban más allá de la boca del callejón.
—Hola, —dije.
—Qué… ¡¿Eh?!
Cualquiera que intentara emboscar a un enemigo desprevenido casi nunca estaba completamente alerta, y nada era más fácil que encargarse de ellos una vez que se invertían los papeles. Incluso un grupo experimentado podía arriesgarse a quedar medio aniquilado si reaccionaba mal, y un poco más de mala suerte bastaba para la destrucción total.
Me costaba creer que esta fuera ya la segunda vez que me pasaba algo así desde que llegué aquí; menos mal que tenía a Margit conmigo. Dejando de lado a los realmente incompetentes, seguro habría caído en una emboscada en algún momento.
Al girar la esquina, me encontré con un hombre en una túnica sospechosa flanqueado por lo que parecían ser dos guardaespaldas; debía de ser un mago.
En ese caso, tenía que neutralizarlo antes de que pudiera lanzar algo peligroso. Lo agarré de la cara y le estampé la parte trasera del cráneo contra la pared más cercana.
—¡¿Grah?!
La gratificante sensación del hueso cediendo ante una fuerza aplastante recorrió mi brazo, y un chorro de sangre que brotó de la nariz del mago tiñó mi manga de rojo. Sus ojos, visibles entre mis dedos, miraban en ángulos desalineados, confirmando que su conciencia se había ido de vacaciones.
Así sí que era como se lidiaba con un mago. La gran limitación de la magia era que no podía actuar sobre nada más allá de la percepción del conjurador. Lo mejor era dejarlos completamente inconscientes antes de que pudieran escabullirse y comenzar a entrometerse desde las sombras.
Aunque la estrategia no era tan simple cuando te enfrentabas a alguien con una barrera perenne o una maldición de represalia, estas seguían siendo lo bastante inmutables y estandarizadas como para poder romperlas. Dejando de lado cosas como el monstruoso hechizo de contraataque automático de Lady Agripina, la mayoría de la magia defensiva no llegaba a activarse si derribabas al lanzador antes de que se encendieran sus efectos.
No sentí como si hubiese atravesado un campo de fuerza, así que no parecía que estuviéramos ante alguien especial… o eso creía.
—Whoa.
Cerré los ojos de golpe y me tapé la boca; fracciones de segundo después, escuché algo romperse. El mago debía de haber canalizado su maná en un catalizador oculto en la palma antes de que pudiera destrozarle la cabeza. Estaba listo para conjurar, pero perdió el control al quedar inconsciente, provocando que el hechizo estallara violentamente.
—¡Ack! ¡Gah!
—¿Qué demon…? ¡Agh! ¡Arck, hngh!
Los gritos de los guardaespaldas me siguieron mientras retrocedía de un salto para salir de la zona de peligro, agitando el aire a mi alrededor. Al abrir los ojos, vi a los hombres rodeados por una neblina, rascándose los ojos y el cuello. El mago inconsciente también espumaba por la boca; debía haber invocado algún tipo de nube de gas lacrimógeno.
La puta madre, eso fue aterrador. Puede que alguna vez haya usado rábano picante para fines similares, pero la versión mística era de un nivel completamente distinto. Al empezar con un irritante potente como catalizador y alterarlo con magia mutativa, el mago había amplificado sus efectos y controlado su alcance.
A juzgar por cómo los vapores se negaban a superar cierto punto, probablemente estaban atados a un radio fijo; hasta podía ser que el hechizo tuviera capacidad de fijarse en un objetivo. El exceso de maná lo hizo colapsar, dejando solo el potente efecto cegador.
Pobres, pensé… pero me interrumpió un chillido agudo desde lo alto.
—¡Aaaaaaaaaaaahhhhh!
Una mujer con túnica cayó del cielo y aterrizó con un sonido que estaba entre un splat y un crunch.
Este fue mi primer «¡Jefe! ¡Una chica cayó del cielo!» en años —hablando de eso, me preguntaba cómo estaría la Señorita Celia— pero, por desgracia, esta vez había demasiado rojo en la paleta como para ponerme en modo heroico.
Su grito se había intensificado al estilo del efecto Doppler a medida que se acercaba; había caído desde bastante más arriba que los tejados, y a una velocidad tremenda. Una vez que dejó de volar para empezar a caer, la inercia y la energía potencial hicieron el resto. Incapaz de frenar su descenso, se estrelló de cara contra la calle sin pavimentar.
—Vaya, sigues siendo tan rápida como siempre.
—Y tú igual.
Aferrada a la espalda de la mujer, Margit me miró con una expresión impasible. Sus manos seguían firmemente alrededor del cuello de su objetivo desde el primer contacto. Continuaba cerrándole el paso al oxígeno, por si acaso; un pensamiento aterrador, considerando que las aracne podían tensar arcos tan absurdamente grandes que harían flaquear a hombres mensch adultos. El cerebro era donde todo mago comenzaba sus hechizos, y ni la fórmula automática más perfecta funcionaría sin él.
Había visto a Margit escabullirse por la pared justo cuando salí corriendo, así que debía haber saltado desde ahí para emboscar a la maga en el aire. Muy propio de una araña saltadora, supongo.
—Ah, con razón sabían colocarse en un sitio tan ventajoso. Ella debía de estar vigilando desde arriba.
—Junto con uno de esos dispositivos mágicos que proyectan la voz, seguro.
—Hmm. —Pensé un momento—. Volar se supone que es una de las cosas más difíciles que puede hacer un mago. Me pregunto por qué anda por ahí haciendo recados para alguien.
—Cada quien tiene sus propios asuntos, ya sabes.
Apretada y apretada hasta que las últimas gotas de conciencia se desvanecieron, la pobre maga era practicante de un arte que pocos magia podían decir que dominaban. Para las criaturas fantasmales, volar era un derecho de nacimiento, pero para nosotros los mortales, la magia de vuelo era una cima altísima.
Por mucho que quisiera bromear diciendo que claramente se evitaba para no arruinar demasiadas campañas desde el inicio, la verdad era que cada paso del proceso —desde generar sustentación hasta resistir la gravedad— requería complejas redes de conjuros superpuestos para funcionar. Incluso aquellos con reservas de maná lo bastante grandes para alimentar tales intentos solían toparse con muros que solo podían superarse con puro talento.
Dicho de forma más tangible: no existía un solo hechizo de Magia de Vuelo que permitiera al lanzador navegar libremente en tres dimensiones.
Uno debía ajustar los conjuros con precisión para despegar sin desalinearse respecto al planeta, todo mientras se protegía del viento y cualquier otra cosa que pudiera entorpecer el movimiento. Era como intentar montar una bicicleta mientras tocas la armónica, resuelves un cubo Rubik con una mano y desenredas un rompecabezas de anillos con la otra; con razón había tan pocos magos que supieran volar.
Que esta hazaña por sí sola bastara para ganarse el rimbombante título de orniturgo y un salario de infarto —a cambio de que te exprimieran por todo el Imperio, eso sí— hacía aún más difícil entender qué estaba haciendo esta mujer aquí. Literalmente no lo comprendía. Incluso si no tuviera la capacidad para graduarse como magus, seguro que habría un lugar para ella en el cuerpo de magos imperiales.
—A ver, a vers… Ajá, esto lo confirma.
Con Margit sujetándola contra el suelo, rebusqué en sus bolsillos en busca de algún indicio claro de identidad. Su placa de aventurera, de un ámbar anaranjado, colgaba de su cuello en la misma cuerda que otro accesorio: un emblema que mostraba un cuervo con un globo ocular en el pico.
Había oído hablar de ese símbolo mientras estudiaba a los clanes: era el blasón del Clan Baldur. Al igual que los nobles, los clanes solían marcarse con un escudo, tatuárselo a sus miembros para fortalecer la solidaridad, o alzar banderas en tiendas aliadas para delimitar su territorio.
Tener un objeto tan distintivo apuntaba a que esta bruja voladora era una oficial de la organización.
Seguí registrándola con la esperanza de encontrar algo más y también para asegurarme de que estuviera completamente desarmada, y me topé con varios sobres peculiares. Eran papeles encerados diseñados para que los polvos dentro no se resecaran, y cada uno tenía suficiente poder místico como para que, con solo mirarlos, se notara que eran compuestos alquímicos.
Esto es cosa fuerte. Lo levanté a contraluz, y el tenue azul del polvo se filtró a través del papel.
—Ohhh. Así que están literalmente drogados con su propia mercancía. Sabía que eran turbios, pero no pensé que fuera para tanto.
Al mirar más de cerca, noté que la complexión de nuestros atacantes era horrible; aun contando los golpes. La mujer a la que Margit había derribado tenía unas ojeras negrísimas que contrastaban con la blancura enfermiza de su piel, los guardaespaldas retorciéndose al fondo mostraban signos evidentes de ictericia, y el mago de los ojos blancos tenía la cara completamente amarilla. Si tenían problemas hepáticos, eso daba aún más razones para sospechar de abuso de sustancias.
Si no recordaba mal, el opio era especialmente dañino para los riñones y el hígado. Las amapolas se usaban desde tiempos antiguos por sus propiedades taumatúrgicas, pero también eran una sustancia estrictamente regulada en el Imperio Trialista debido a su uso recreativo. Incluso en el Colegio, uno tenía que ser investigador para poder manipular la planta.
La delicadeza del ingrediente se amplificaba por la posibilidad de errores en la mezcla: si un alquimista se drogaba accidentalmente por mala manipulación, era probable que cometiera aún más fallos estando bajo los efectos. Había oído que los magos mediocres no podían formar ningún compuesto estable usando amapolas.
—Esto tiene que ser algo turbio, ¿verdad?
—Ni se te ocurra abrir ese sobre, ni por accidente.
—No te preocupes, lo sé.
Si el polvo se dispersaba y llegaba a nuestros pulmones, estaríamos en serios problemas. Margit era especialmente vulnerable por su pequeño tamaño, lo que volvía cualquier dosis mucho más potente en proporción; incluso una mínima cantidad podía tener efectos severos.
Ahora que teníamos a un cártel decidido a darnos caza, necesitábamos sacarles información rápido; aunque eso implicara métodos poco amables. Me negaba a vivir una vida en la que tuviera que vigilar por dónde respiro, y mucho menos preocuparme de si la próxima comida en público estaría envenenada. El mago que había dejado inconsciente había invocado gas lacrimógeno; no me cabía duda de que eran igual de capaces de usar toxinas.
Si el patógeno aéreo era inodoro e inerte, me costaría detectarlo. Como mínimo, todo se reducía a una cuestión de vida o muerte en el momento en que el enemigo decidiera que no había métodos prohibidos.
Eso significaba que la clave era transmitir un único mensaje: «Ah. No puedo meterme con él.»
Uno siempre consideraba la posibilidad de fallar al intentar deshacerse de una molestia. Si el precio de un error o dos era trivial, entonces su mano se lanzaba a por el arma sin dudar.
Pero si el oponente representaba una amenaza real, capaz de asegurar su muerte si desperdiciaban la oportunidad… el agarre sobre la empuñadura se aflojaba.
Así que, dado cómo se habían dado las cosas, solo me quedaba un camino. Necesitaban entender que, sencillamente, yo no era alguien con quien se pudiera jugar.
[Consejos] Si bien lograr el vuelo místico autosostenido es la cúspide de la dificultad, los esfuerzos grupales por superar esos desafíos, junto con los avances tecnológicos, han dado lugar a la aeronave.
[1] Cuchillo curvo originario de Indonesia, usado en artes marciales como el Silat. Su diseño permite cortes profundos al deslizarse, y el anillo en la empuñadura evita que se resbale. Popular en combate, caza, entre otros.
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