Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 8 Finales de Otoño del Decimosexto Año Parte 4
El chico que soñaba con ser un héroe suspiró al reprimir las ganas de golpearle la cara a Ricitos de Oro, jurando por dentro no volver a aceptar un trabajo con ese desgraciado.
—Ey, Siegfried. Qué sorpresa verte por aquí.
¿«Qué sorpresa»? ¡Ambos estaban en el edificio de la Asociación! La suerte no tenía nada que ver con eso.
Había pasado un tiempo desde que Siegfried regresó a Marsheim tras aquella experiencia cercana a la muerte. El informe de sus valientes esfuerzos ayudando a repeler a los bandidos se había presentado con algo de retraso, pero le valió un ascenso de rango. Desafortunadamente, eso también significaba que era aún más probable que se cruzara con su igualmente recién ascendido camarada rubí.
Un recuerdo persistente de aquel encargo volvió a su mente, y Siegfried torció el rostro con asco… como si se hubiera tragado un insecto y lo sintiera retorcerse por la garganta.
Aquel anochecer lo había aterrorizado: las flechas que apenas lo habían rozado; las lanzas que le desgarraron la manga de la camisa; el cálido salpicar de la sangre. Pero por encima de todo, recordaba la suave apertura de la carne, el chirrido del metal al rozar el hueso, el golpe sordo cuando la cabeza de un hombre que aún se aferraba a la vida por un hilo cayó al suelo.
Todos esos momentos lo perseguían en sueños. Se despertaba sobresaltado por las noches, mientras su mejor amiga no podía hacer más que observarlo con preocupación.
Con el paso del tiempo, Siegfried volvió a encontrar su ritmo… o algo parecido. Pero el recuerdo de aquellas monedas de plata en su mano, resbaladizas, brillantes y frías como sangre estancada bajo la luz de la luna, lo acompañaría para siempre. Solo le habían pagado su tarifa por el contrato; la recompensa por el bandido seguía en trámite.
—Hola, Erich, Margit.
—Hola también para ti, Kaya.
Y ahí estaba Kaya, saludando tanto a Ricitos de Oro como a la chica aracne. Siegfried no soportaba el hecho de que su mejor amiga hubiese tomado simpatía por Ricitos de Oro y su sonrisa traicionera.
Según ella, Erich había sido increíblemente amable con ella; le había hablado de un montón de preparados de hierbas que nunca antes había escuchado. Verla hablar de él con tanto entusiasmo le hervía la sangre. Desde entonces, el joven de sangre ardiente había hecho más esfuerzos por demostrar su valía ante ella y procuraba actuar de forma aún más caballerosa que antes. Bueno, ya le cargaba las cosas y demás, pero ahora tenía una motivación adicional. Siegfried se preguntaba qué demonios quería Ricitos de Oro.
Una voz en lo profundo de su alma le susurraba que nada bueno podía salir de seguir juntándose con ese engendro.
Todo lo que Siegfried quería en ese momento era terminar esa conversación inútil y volver a buscar su siguiente trabajo; seguía necesitando dinero.
Si alguien le preguntara a Siegfried si su nuevo rango lo había salvado de la pobreza absoluta, respondería con un firme y solemne no . Seguía siendo tan pobre que tenía que rellenar las dos porciones de gachas que componían sus tres comidas diarias con paja de trigo. El trabajo de la caravana había pagado bien, pero ese dinero lo había apartado para emergencias y no era algo que pensara tocar con ligereza.
Después de pagar el alojamiento de ambos, los gastos diarios y los preparativos para los encargos, su cartera no tenía más que calderilla.
Y, por supuesto , justo el otro día el mango de su querida lanza corta tuvo que romperse.
El desastre ocurrió en un trabajo unos días atrás. Mientras hacía guardia en una cantina, Siegfried vio a un cliente ebrio a punto de darse un buen porrazo. Saltó para ayudarlo, pero… las cosas no siempre salen según lo planeado. Incapaz de sostener el peso del borracho, terminó rodando contra la pared junto con él. Y como no podía ser de otra forma para Siegfried el Afortunado, el asta de la lanza corta que llevaba bajo el brazo terminó metida justo en un hueco entre el suelo y la pared. La física no estuvo de su lado; la lanza que había poseído desde que huyó de su cantón se partió en dos.
Por suerte, Siegfried no era completamente inútil: la cabeza de la lanza seguía intacta. El asta podía reemplazarse fácilmente, pero para un joven aventurero entre trabajos, era un problema considerable. La llevó enseguida a una tienda de reparación de equipo, donde le dijeron que la reparación costaría veinticinco libras: una suma astronómica que ni la recompensa del bandido ni el encargo de la caravana juntos alcanzarían a cubrir.
Siegfried sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Y sin embargo, su conmoción no era más que un baño de realidad; era el precio esperado para tallar un asta resistente y de alta calidad para su amada lanza.
Había una diferencia abismal entre recoger un palo viejo y atarlo a la lanza, y el trabajo de un artesano profesional. Pensándolo bien, se dio cuenta de que el artesano probablemente había dado un presupuesto bajo a propósito, por consideración hacia un aventurero novato.
Una lanza corta era esencial para un aventurero que aspiraba a escalar rangos. Ya fuera combatiendo en formación junto a otros aventureros respetuosos de los fundamentos o enfrentando bestias salvajes, un arma con verdadero alcance resultaba indispensable.
Siendo honesto, resultaba mucho más raro ver a gente como Ricitos de Oro ir por ahí armado únicamente con una espada y un escudo.
Siegfried no quería jugarse la vida con un asta casera y frágil; no podía aceptar ningún sustituto del trabajo artesanal auténtico. Por desgracia, incluso en rango rubí, los trabajos aburridos apenas le dejaban una o dos libras como mucho. Restando el costo básico de vida, no sabía cuántos meses le tomaría reunir suficiente dinero para reparar su lanza. Ya estaba estirando al máximo los intervalos entre baños con tal de ahorrar unas monedas más.
Podía haber vendido el botín del trabajo de su pesadilla, pero Siegfried no quería desprenderse ni de la espada ni de la armadura. Después de todo, serían esenciales para futuros encargos como escolta.
Así que, naturalmente, la propuesta de Erich fue tan dulce como venenosa para Siegfried.
—Escúchenme. Me llegó una solicitud personal para un trabajo de escolta. ¿Se acuerdan de nuestro encuentro con los bandidos en aquel encargo que hicimos juntos? Pues bien, la historia se ha regado entre varias caravanas, y ahora me llegó este trabajito que paga una libra y cincuenta asariis al día. Querían saber si Siegfried el Afortunado también estaría dispuesto a prestar su ayuda.
¿¡Una libra y cincuenta asariis!? Siegfried casi dio un salto del susto al oír la suma. Los trabajos normales de escolta para un aventurero de rango rojo-rubí promediaban unas cincuenta asariis diarias, una miseria. Y eso sin contar comida y otros gastos.
Sin embargo, esta propuesta triplicaba el valor habitual; lo que uno esperaría del siguiente rango, junto con las habilidades correspondientes. Siegfried supuso que a Ricitos de Oro le habían hecho la oferta porque los empleadores se habrían dado cuenta de que un aventurero de rango naranja-ámbar con algo de peso podía negociar hasta dos o tres libras, así que prefirieron a un rojo-rubí fácilmente complacido que pudiera rendir por encima de su nivel.
Era una propuesta tentadora. Cada día de trabajo pagaría lo que normalmente se ganaba en tres. Y no solo eso: no tendría que pagar alojamiento mientras estuvieran en ruta; dependiendo del itinerario, incluso podría ahorrar algo de dinero.
—¿Cu-cuánto durará y a dónde sería?
Le costaba pensar con todas las alarmas sonando en su cabeza, pero el dinero … sus labios ya se estaban moviendo más rápido que su cerebro.
Al oír el nombre de un estado satélite cercano y la noticia de que estarían fuera hasta finales de otoño, la lógica y la razón, que ya colgaban de un hilo, fueron empujadas sin miramientos fuera del escenario por la codicia y la necesidad. Sin saber realmente cómo, Siegfried se encontró estrechando la mano extendida de Erich.
—Increíble. Me da mucha tranquilidad saber que vienen con nosotros.
Siegfried ignoró sin problema el comentario fingido y contuvo su renuencia. Literalmente no podía permitirse decir que no. Le devolvió una sonrisa poco convincente.
—No te preocupes tanto, esta vez es una operación grande: siete carruajes y diez escoltas propios de la caravana. También están contratando a unos cuantos autónomos, así que ¡puede que el grupo llegue a las tres cifras! Estoy seguro de que no tendremos que hacer gran cosa durante el viaje.
Escuchar esas cifras tranquilizó el corazón de Siegfried. Diez guardaespaldas profesionales significaba que la caravana debía estar bastante bien equipada. No se trataba de un grupo de donnadies que solo ostentaban el título por llevar una espada colgando del cinturón. Además, contarían con verdaderos números y con refuerzos de la Asociación de su lado.
Ahora bien, Siegfried podía admitir que la última vez había caído en una falsa sensación de seguridad por la promesa de fuerza en números. Pero esta vez era algo mucho más grande; ¿qué podía salir mal? Solo alguien con deseos explícitos de morir se atrevería a atacar una caravana de ese tamaño.
Haría falta el más temerario y temible de los saqueadores, respaldado por un verdadero ejército de bandidos, para siquiera atreverse a acercarse.
—No tienes de qué preocuparte, Sieg. En esta época del año, los caminos estarán llenos de carretas entregando impuestos territoriales; cuando hay pagos de impuestos en tránsito, hay patrullas grandes ; y cuando hay patrullas grandes, los bandidos se esconden durante la temporada. Además, somos un equipo competente, así que no hay nada que temer.
Al anunciarse que partirían la semana siguiente, Siegfried comenzó sus preparativos para el viaje. Este abarcaría el final del otoño y el inicio del invierno, así que necesitaría más provisiones de lo habitual. Las ventiscas eran poco frecuentes en esa región, pero aún así hacía un frío brutal; necesitaría mantas abrigadas.
Siegfried pensó que probablemente no necesitaría su lanza corta para un trabajo de nivel rojo-rubí; decidió enviarla a reparar una vez regresaran. La nueva espada que llevaba al cinturón bastaría para aparentar lo necesario.
—En el momento justo, ¿no, Dee? —dijo Kaya.
Siegfried no pudo evitar devolverle la sonrisa, aunque no sin antes tomarse el tiempo para reprenderla por no llamarlo Siegfried, como correspondía.
Una vez regresaran, tendría suficiente dinero para reparar su lanza… ¡No, incluso podría darse el lujo de conseguir una mejor , tal vez con un núcleo de hierro! Hmm , pensó, aunque la túnica de Kaya ya está bastante desgastada… ¿por qué no comprarle algo de tela nueva? Kaya tenía talento para la costura; podría arreglárselas si tenía buenos materiales. Siegfried se hizo la promesa de comprarle una tela en su tono favorito de chartreuse.
Siegfried se dedicó con entusiasmo a contar pollos no nacidos; completamente ignorante de que la mano que había estrechado rezumaba veneno puro. Sí, aún no lo sabía, y mejor así. Pronto llegaría el momento en que su dichosa ignorancia se desmoronaría bajo una tormenta de filos de espada, puntas de flecha y lágrimas derramadas.
Considera, por un momento, el destino de un aventurero: atrapado en un abrazo mortal con sus propias desgracias como el peor de los amantes, obligado a tocar fondo una y otra vez solo para llevar comida a la mesa, buen equipo al costado y su rango en ascenso, todo para construir un currículum que no valía nada fuera del gremio. Para el ciudadano común, no eras más que una mano contratada, un matón, un maleante. Y si decidías dejarlo … ¿qué te quedaba?
Entre una miseria prolongada y un roce fugaz con la muerte por una causa mayor, cualquier aventurero elegiría lo segundo.
Y así, Siegfried sonreía, imaginando su generosa recompensa.
Y así, Siegfried gritaría y suplicaría que eso no era lo que deseaba.
Pero, pese a todo, Siegfried no se rompería. Su orgullo tonto, los sueños infantiles que sostenía con puño de hierro; eso lo mantendría en pie.
El mundo no era un lugar tan amable como para permitir que todos vivieran con una sonrisa amplia en el rostro cada día de sus vidas.
[Consejos] El precio de las armas lo dicta el mercado. Por ello, intentar conseguir una en el frente de batalla por medios honestos conlleva un alto costo.
Vender una espada al Gremio de Artesanos requiere prueba formal de su procedencia legal. Sin embargo, las armas despojadas a bandidos o tomadas como botín de guerra están exentas de esta regla.
Al terminarse la cosecha y acercarse el final del otoño, los caminos se llenaron de carretas. Había llegado la temporada de impuestos; no solo en el Imperio, sino en todos lados.
Recuerdo que en Japón, los dramas históricos nunca escatimaban en escenas de plebeyos hambrientos cargando pesados fardos de arroz sobre los hombros para ofrecérselos al shogunato, pero aquí en Rhine, todos los tributos anuales se enviaban de una sola vez, por una cuestión de eficiencia.
En los grandes estados administrativos, enormes convoyes que transportaban el impuesto territorial a lo largo de kilómetros eran parte del paisaje otoñal.
Pero en los remotos confines de Marsheim, debido a la falta de cohesión administrativa y de mano de obra —no se trataba de un problema de números, sino más bien de la dificultad de encontrar personas en las que se pudiera confiar —, las carretas que transportaban el impuesto eran escoltadas por caballeros patrulleros, aventureros de alto nivel y mercenarios confiables.
—¡Muy bien, pongámonos en marcha! ¡Ustedes tienen una reputación confiable, después de todo!
Gracias a la red de información de Nanna, se había difundido la idea de que éramos aventureros capaces, tan buenos como cualquier grupo naranja-ámbar pero a una fracción del precio. Esta era la época más ocupada del año y todos andaban escasos de personal; era prácticamente inevitable que termináramos formando parte de una escolta.
El objetivo de este viaje por las periferias era vender el excedente de cultivos y mercancías a los cantones que los habían solicitado. Nos habíamos reunido alrededor del organizador de toda esta operación, pero quien hablaba frente a la multitud era un enorme aventurero: un nemea.
Tenía la piel bronceada, una melena castaña, una complexión musculosa y la expresión severa e impasible típica de los nemea. Muchos mensch no podían distinguir entre ellos, pero yo no tenía mayores problemas para diferenciar a este apuesto caballero de sus congéneres.
—¡¿Me estás jodiendo?! ¡Es Gattie, de Mwenemutapa! ¡El mismísimo Gattie Colmillo Pesado! ¡Y sus malditas concubinas también!
—¡Ya-yo lo ve-veo, Siegfried! ¡Lo pu-puedo ver, así que deja de moverte tanto!
El joven Siegfried, que últimamente se enfadaba si lo consideraban parte de mi grupo, estaba sentado sobre mis hombros, agitándose violentamente. Estaba, literal y completamente, deslumbrado.
Gattie Colmillo Pesado era un héroe famoso por estas tierras y un aventurero de rango verde-cobre.
Había ganado su apodo por el colmillo de mankwa —una especie de semihumano que evolucionó de forma independiente a los elefantes en el Continente del Sur— que colgaba de su cuello. Me impresionaban sus habilidades de relaciones públicas. Después de todo, en este negocio uno sólo tenía su nombre para abrirse camino. Era importante tener algo distintivo en la apariencia que permitiera reconocerte desde lejos.
Gattie había alcanzado la fama al detener él solo una incursión de los mankwa del continente sur, que habían puesto la mira en el próspero Imperio Trialista de Rhine.
Los nemea eran famosos incluso entre los humanos por su resistencia, pero los mankwa los superaban. Eran el equivalente sureño de los ogros, con alturas superiores a los tres metros, capaces de enfrentarse a los calistianos en combates cuerpo a cuerpo. En su mayoría eran gente tranquila, pero aquellos pocos mankwa con gusto por los enemigos nuevos y hazañas más grandes solían encontrarse y organizarse .
Gattie había seguido a esta banda de bravucones mankwa fuera del continente sur junto a su grupo: las cinco mujeres que conformaban su séquito.
La estructura familiar de los nemea era similar a la de los leones reales; las mujeres superaban en número a los hombres y se encargaban de la mayor parte del trabajo diario para mantener alimentada y unida a la familia. No se podía subestimar a una mujer nemea solo porque el hombre tuviera una apariencia más llamativa ante los ojos humanos. Refinaban sus habilidades individuales hasta volverlas precisas y letales . En todo momento, se esperaba que una mujer nemea luchara por todo su clan y asumiera tareas mortales con la certeza implacable de una verduga de confianza.
El grupo de Gattie era un conjunto de combatientes expertos centrados en ese luchador de primera línea.
Me pregunté por Leopold de los Melenas Sangrientas. ¿Habría sido el único nemea en su grupo simplemente porque no conseguía compañeras, especialmente con tipos como Gattie en el mercado? Decidí no pensar mucho en eso…
—En fin, pueden dejarnos todo a nosotros. ¡Mientras estemos aquí, pueden quitarse la armadura y tirar las lanzas al suelo!
El grupo de Gattie se había topado con nuestro desfile por el camino, y como literalmente había rugido al llegar, parecía que estaba encantado de unirse a nosotros. Su grupo tenía un rol similar al nuestro, pero más importante: el impuesto territorial que ellos protegían estaba destinado al gobierno. El caballero que nominalmente estaba a cargo de esa procesión se mantenía a su lado, pero era evidente que Gattie era quien mandaba allí.
Caray, esto realmente es como el Lejano Oeste por aquí.
—¡Erich, ERICH! ¿Crees que pueda ir a pedirle un apretón de manos? ¡Es una leyenda viviente y justo estamos en la misma misión que él! ¿Cuáles son las probabilidades?
—Está bien, está bien, cálmate ya. Me vas a hacer morder la lengua. Haz lo que quieras. Si esto es venganza por algo, entonces lo siento, ¿de acuerdo?
No me había dado cuenta de que Siegfried era así de fanboy . Bueno, lo había intuido por el nombre que había tomado prestado, que claramente mostraba su amor por las historias de héroes y romances, pero verlo perder así la compostura frente a la nueva gran figura del gremio revelaba una fascinación aún más profunda.
Personalmente, no podía evitar sentir cómo mi entusiasmo por este trabajo conjunto se marchitaba poco a poco. No era culpa de Gattie en particular. Estoy seguro de que era bastante fuerte. Nadie llega a verde-cobre por pura suerte, y se notaba que podía desatarse si lo deseaba. Como un veterano en el negocio aventurero, lo respetaba, claro.
Lo que me molestaba era el caballero que lo acompañaba. El emblema en el estandarte que sostenía se alejaba bastante del estilo propio de la Casa Imperial. Esta operación estaba dirigida por un caudillo que buscaba evitar cualquier conflicto local y cobijarse con seguridad bajo el poder del Imperio. Esto hacía difícil confiar plenamente en él. Además, la decisión deliberada del caballero de no destacar también me inquietaba.
Y por si fuera poco, el hecho de que se hubiera llenado la escolta con tantos aventureros me hacía pensar que, si realmente querían ahorrar tanto, bien podrían haber colocado un montón de maniquíes alrededor de las caravanas y ya.
Si alguien intentaba reunir una procesión tan lamentable en Ubiorum, estaba seguro de que le confiscarían el territorio antes de ejecutarlo.
Vamos, mantente firme, margrave Marsheim… ¿Acoger enemigos mientras reprimías toda ambición personal? Ugh, esto me recuerda al pobre viejo Tokugawa [1] … Solo podía esperarse que el patrón de ese caballero tuviera mejor suerte que los invasores mankwa.
Pero aun así… aun así … Como alguien que trabajó para un noble imperial, aunque fuera solo un tiempo, esto me entristecía, de verdad.
¡¿Te haces llamar caballero de Rhine?! ¡Párate derecho! ¡Arregla ese estandarte tan horrible! ¡Al menos haz el esfuerzo de pensar un lema nuevo que se ajuste mejor! ¡No recicles uno viejo!
Vaya, ¿de dónde salió tanta rabia justiciera? Casi quería sacar mi anillo con el sello aquí mismo. ¿La situación era tan desesperada? En lo más mínimo. Pero aun así, todo esto me tenía bastante alterado.
Cálmate, Erich , pensé. No ganarás nada soltando información de más y armando un escándalo innecesario. Si empiezan a circular rumores de que los tentáculos de cierta magus en cierto alto lugar han llegado hasta la periferia… ¿qué tipo de queja helada crees que recibirás de Lady Agripina? Solo pensarlo me revolvía el estómago. Reprimí mi enojo y mantuve una expresión tranquila. Eso es.
Las dificultades de la vida en estos territorios occidentales del Imperio ayudaban, de una manera perversa, a que la gente pudiera ganarse la vida. Dejémoslo pasar.
Un héroe cuyo nombre llenaba las páginas de los romances había anunciado que encabezaría la carga, y lo único que debíamos hacer era mantenernos cerca de las caravanas y dejar que él hiciera su trabajo. Nuestro convoy de ochenta personas había cuadruplicado su tamaño ahora que actuábamos como rémoras pegadas a este tiburón. Con la bandera imperial ondeando sobre nosotros y el nombre heroico de Gattie al frente, teníamos una fuerza tan imponente que bastaba para detener en seco a cualquier loco suicida.
Rhine era un lugar enorme, pero dudaba que muchos se atrevieran a atacar una operación de semejante tamaño.
¡Buena suerte, tarados! ¡Estoy detrás de siete proxis!
No sabía por qué justo ahora , de entre todos los momentos posibles, mis recuerdos de antiguos memes de tipos duros de internet decidieron resurgir. No podía evitar sentir que acababa de levantar alguna clase de bandera (de mala suerte). No… Seguro que solo era mi imaginación. ¿Cierto? Sí. Seguro.
¡Vamos, Erich, tienes que ser más optimista con la vida! Mira: ¡has ganado suficiente fama como aventurero para ganarte la confianza y el respeto tanto de la directora de la Asociación como de la nobleza! ¡Es justamente por eso que conseguiste este encargo! Es una gran oportunidad para hacer crecer aún más tu nombre. ¿No te parece genial?
Siegfried volvió dando saltos después de haberle estrechado la mano a un héroe de carne y hueso. Y con nuestro nuevo convoy, los carruajes por fin empezaron a moverse.
Ya fuera que los de élite estuvieran al frente o al final, en estos trabajos de escolta siempre podías estar seguro de que alguien —o, más bien, varios «álguienes»— ocuparían el rol de «carne de cañón prescindible». Así que, en el uno entre cien —no, uno entre un millón — de posibilidades de que nos atacaran, nuestro carruaje asignado estaría justo al frente de la formación. En el peor de los casos, podríamos ganar algo de tiempo hasta que la unidad principal llegara a rescatarnos.
—¡Era enorme! ¡Y no solo alto, estaba cuadrado! ¡Kaya, tendrías que haber ido a saludarlo también!
—Prefería no verlo. Pero qué suerte la tuya, Dee, ¡hasta te puso un brazo sobre los hombros!
—¡Sí! ¡Increíble se queda corto!
Siegfried no podía contener su entusiasmo mientras hablaba de Gattie con Kaya, pero era evidente que a ella no le atraían los tipos con ese «encanto rústico». O tal vez así se comportan las chicas cuando un chico de su edad se emociona demasiado.
—Así que ese es un aventurero de rango verde-cobre, ¿eh? —dijo Margit.
—Mmm, el rango de aventurero no depende solo del trabajo que haces, sino también de tus cualidades personales.
—Dices eso, pero ni siquiera haría falta que el Señor Fidelio se encargara de ellos. ¡Apuesto a que hasta la señorita Laurentius podría…
—¡Margit, shh!
¡Amiga, date cuenta, si te oyen, no les va a hacer gracia!
Quiero decir, lo entiendo, a todo el mundo le gusta imaginar un «vamos a ver quién gana entre estos dos». Como fanático de los romances, no estoy en posición de criticar.
Al igual que mi hermano Hans, mi favorito personal era el errante Sir Carsten. Sir Carsten había incurrido en la ira de un dios —los detalles varían, pero el punto común tradicionalmente aceptado es que se enamoró de un apóstol a primera vista e intentó algo— y emprendió un viaje de penitencia que lo llevó muy lejos. Cuando finalmente recibió su redención, se había vuelto imparable.
Sir Carsten protagonizaba un sinfín de relatos, y todos eran clásicos. Incluso dejando de lado mi favoritismo por los aventureros completamente autosuficientes, para mí seguía estando muy por encima del resto.
Era, eh, bastante obvio cuál era el héroe favorito de Siegfried, así que cuando bromeábamos sobre héroes y leyendas, evitaba los típicos debates de «¿quién le ganaría a quién?».
Era parecido a tener un equipo de béisbol favorito. Te reto a ir a mi ciudad natal, Osaka, y decirle a todos allí que tu equipo favorito son los Giants. Si te topas con un patriota de Kansai en especial, podrías acabar con moretones y nadando en el canal de Dotonbori antes del atardecer.
Bromas aparte, cuando empezabas a comparar aventureros vivos, corrías el riesgo de irritar de verdad a la gente. Los Nemea no eran famosos por su buen oído, pero si alguien del grupo de Gattie nos oía, nos tacharían de novatos desagradecidos.
Yo también había sentido lo mismo que Margit. Incluso si todo el grupo de Gattie se reunía y daba lo mejor de sí, la Señorita Laurentius por sí sola era mucho más fuerte. Y si me enfrentara a ellos… bueno, incluso sin todo mi equipo y magia, creo que podría salir victorioso.
Seguro que todos han visto a algún actor que en fotos se ve mucho más apuesto y han pensado: «Vaya, en persona… no eres tan guapo». Esto era algo similar.
Para ser justos, había personas cuyo porte entero cambiaba radicalmente cuando las cosas se ponían feas, y yo entraba en esa categoría. De hecho, casi todas las personas que de verdad me habían hecho temblar de miedo no parecían nada del otro mundo a simple vista; quién sabe, tal vez Gattie tenía profundidades ocultas.
Sea como sea , pensé. Mejor agradezcamos que su fuerza esté de nuestro lado. Esto debería ser pan comido.
[Consejos] A medida que un aventurero asciende de rango, se vuelve más difícil cuantificar su fuerza. Algunos aventureros pueden haber alcanzado su rango por una única habilidad abrumadora; otros pueden no tener ningún mérito propio. El mérito personal está lejos de ser el único factor que influye en el ascenso de un aventurero. Por ejemplo, algunos son promovidos rápidamente por su impecable comportamiento al tratar con clientes nobles.
Por otro lado, también hay aventureros despiadados que han escalado posiciones gracias a su indomable poder para aplastar todo a su paso.
Eh, Erich, ¿recuerdas cómo no estabas nada preocupado? Pues tengo malas noticias para ti.
En los tres días desde que nos unimos a la caravana que transportaba los impuestos territoriales, habíamos estado haciendo guardia en un sistema de seis turnos —cuatro horas cada uno— con mucho descanso y sueño de por medio. Realmente había agradecido la comodidad de movernos en un grupo tan grande. Pero ahora estábamos lidiando con un problema directamente proporcional a la escala de nuestra operación.
Habíamos llegado a una región particularmente montañosa —los desniveles y las elevaciones ocasionales del terreno parecían casi una huevera— donde un camino serpenteante se abría paso por la base de las colinas. Era mucho más fácil construir y transitar un camino así que uno recto que subiera y bajara siguiendo el contorno de las colinas.
Podía entender la lógica de quienes lo construyeron y de quienes lo recorrían, pero vaya que este tipo de terreno era un infierno para un guardaespaldas. Desde la cima de una colina se tenía una buena vista, pero aquí abajo en el camino apenas podías ver nada. Además, el número de curvas hacía casi imposible que nuestras caravanas pudieran darse la vuelta en caso de un ataque, y tratar de escapar cuesta arriba sería muy complicado.
Una zona como esta era casi una trampa mortal para una operación de caravana a gran escala como la nuestra. Una vez que estuviéramos a mitad de camino y nuestro avance se viera ralentizado por lo sinuoso del sendero, sería fácil que nos bloquearan por ambos extremos. Si nos atrapaban en una pinza, estaríamos más indefensos que un pájaro enjaulado; listos para cantar para el enemigo o ser aplastados.
Nuestra estrategia era enviar exploradores por delante, manteniendo una vigilancia constante para detectar bandidos en los huecos del terreno. Era deber de un guardaespaldas trazar lo que había por delante en la ruta del cliente y desarrollar medidas para contrarrestarlo.
Nuestro grupo era demasiado grande como para tenerlo siempre completamente a la vista. A este tamaño, inevitablemente, la mano izquierda no sabría lo que hacía la derecha.
—Madre mía… —dije.
—Verlos actuar con tanta desfachatez es casi refrescante, —respondió Margit.
Sí, con mi brillante suerte, habíamos topado con un grupo que había bloqueado nuestro estrecho tramo de camino.
Se habían dispuesto varios abatíes [2] dejando apenas espacio suficiente para que pasara un caballo entre ellos. Al fondo, soldados esperaban con lanzas en alto, mientras el resto del contingente se encontraba apostado en las colinas. Y, finalmente, una escuadra de caballería estaba posicionada un poco más arriba en los flancos, lista para lanzar una carga sorpresa en cualquier momento.
Esto no era una simple banda de bandidos. Era un auténtico ejército; al menos un centenar de combatientes.
—Margit, ve a informar. Yo me quedaré aquí a vigilar. Y si pasa algo…
—Usarás magia para avisarme, ¿verdad? Entendido, me voy ya.
Observé a mi compañera, que había estado contemplando la escena a mi lado, alejarse antes de hundirme en la tierra con un suspiro pesado.
Esto no pintaba nada bien. Ya me disgustaba el tamaño de esta fuerza, pero la bandera que ondeaban era aún peor noticia.
—El Caballero Infernal, Jonas Baltlinden…
Sobre la bandera de guerra ensangrentada que estos bandidos habían alzado se veía un emblema que mostraba las cabezas de dos güivernos sosteniendo un solo escudo.
Era la bandera de Jonas Baltlinden, infame en estas tierras como el Caballero Infernal, el Perdido, el Traidor.
El emblema pertenecía originalmente a la casa de Mars-Baden, la casa del antiguo señor de Jonas; en otras palabras, pertenecía a un Baden, un pariente lejano de la casa imperial de Rhine. Lo más probable es que alguno de ellos viera potencial en las habilidades de Jonas y lo enviara a someter las regiones periféricas problemáticas.
Sin embargo, esta tropa no pertenecía a su casa, la del Barón Jotzheim. Después de todo, la familia había sido aniquilada por el propio Jonas, el mismo caballero que habían designado.
Jonas asesinó a su propio señor en un arrebato de ira tras haber sido reprendido por su conducta. El barón había descubierto que Jonas gobernaba su cantón con mano de hierro y estalló de furia ante su tiranía. Pero eso solo provocó que las emociones reprimidas de Jonas se desbordaran.
Jonas desenvainó su espada en ese mismo instante y asesinó al Barón Jotzheim y a su séquito a sangre fría. No satisfecho con ello, mató también a la esposa del barón, a sus tres hijos varones, sus dos hijas y a todos sus sirvientes. Aparentemente aún insatisfecho, se dirigió a la otra residencia del barón y asesinó a su concubina favorita y a los hijos que había tenido con ella.
En el transcurso de dos noches, asesinó a cuarenta y cinco personas.
Esto no fue más que el inicio de su senda sangrienta y traicionera. Luego, junto con sus siete subordinados más leales, aniquiló lo que quedaba de la fuerza militar de su antigua casa y expandió su propia esfera de influencia. El ejército que tenía frente a mí era el fruto de esa labor.
No se podían contar los cantones que había saqueado, ni imaginar la montaña de cadáveres que llevaba a su nombre. Era un demonio de la peor calaña, feliz de inundar de sangre los caminos y rutas de Rhine con tal de saciar su codicia.
¿Cómo había logrado un individuo tan atroz actuar a su antojo durante tanto tiempo? No era que la gente le estuviera dando la espalda como con el Clan Baldur o la Heilbronn Familie. El Imperio, de hecho, había actuado; no iban a tolerar que les arrojaran lodo —no, mejor dicho, mierda — en la cara. Se había puesto una recompensa de cincuenta dracmas por Jonas, si era entregado muerto . Naturalmente, muchos aventureros y mercenarios habían intentado reclamarla, e incluso uno que otro margrave había movilizado sus fuerzas privadas contra él.
Pero su presa seguía aquí después de todo ese tiempo por una sola razón.
Nadie había regresado con vida del intento. Al igual que el Barón Jotzheim, ni una sola persona había sobrevivido a un encuentro con Jonas.
Jonas era una de las tres figuras más letales de estas tierras. No tenía ni idea de por qué esta calamidad viviente se había cruzado en nuestro camino. Tal vez se había establecido aquí porque la tierra le era conveniente. Tal vez tenía su base cerca. O tal vez había escuchado rumores sobre caravanas cargadas hasta el tope con impuestos recolectados.
Fuera cual fuera la razón, estábamos en serios problemas.
La verdadera fuerza de una caravana grande radica en su capacidad para disuadir a los atacantes. Sin embargo, esa fuerza no significaba nada ante alguien con las agallas para ignorarla. En una situación de combate real, nuestro equipaje y los civiles nos ponían en clara desventaja.
Con nuestros números, si intentábamos retirarnos, corríamos el riesgo de una estampida mortal. No solo eso, nuestros escoltas estaban dispersos, lo que significaba que si los enemigos nos atacaban todos al mismo tiempo, nuestros números no servirían de nada. Nos eliminarían uno a uno, como dientes arrancados de un peine.
El aura abrumadora que emanaban nuestros oponentes me estaba poniendo la piel de gallina. No se trataba solo del tamaño de sus fuerzas; podía sentir que su moral estaba por las nubes.
Pensé en la Guardia de mi ciudad natal. El liderazgo competente de Sir Lambert hacía que incluso el grupo más humilde de soldados de a pie irradiara una vitalidad que superaba su habilidad real, lo que les permitía sacar fuerzas latentes. Yo había sido uno de ellos; sabía bien cómo se sentía eso.
Pero la moral que percibía en este grupo no era esa sensación de «Podemos ganar porque nuestro líder es fuerte».
Estaba contaminada por el miedo. Esta era una tropa que tenía el terror de Dios empujándoles desde la retaguardia. Estaban tan aterrorizados por el horror informe e innombrable que les esperaba si cometían un error, que no podían ni pestañear ni retroceder. Tal era el poder de Jonas Baltlinden.
¿Qué hacer…? Habíamos llegado demasiado lejos como para desviarnos ahora. Incluso yo me había relajado demasiado bajo la falsa seguridad de nuestra supuesta superioridad numérica. Deberíamos haber enviado exploradores horas o días antes, no apenas unos minutos antes.
De haberlo hecho, la clara ausencia de regreso de los exploradores habría sido una advertencia más que evidente.
Pensé en abrirme paso solo hacia el frente. Gah, pero no puedo dejar que nadie me vea usar magia… No, no, eso no importa ahora; ¡si no hago algo, todos van a morir!
El tiempo pasaba mientras yo dudaba. Justo cuando ese pensamiento cruzó mi mente, escuché gritos desde el otro lado de la colina.
Oh, malditos hijos de puta… Por supuesto que habrían enviado un destacamento por la retaguardia. Esperaron a que los exploradores avanzaran, y luego enviaron a su gente para atacar desde atrás.
Otros exploradores que se habían dispersado por los alrededores usaban fogatas para vigilar la caravana, pero eran demasiado pequeñas y débiles. Claro que no podía haber sido el único que se relajó un poco pensando que esto iba a ser un paseo fácil.
Mi suerte realmente había tocado fondo. Estaba seguro de que Margit habría detectado a cualquier grupo de bandidos al acecho; debí de haber ido justo al único lugar donde no estaban escondidos.
Un enfrentamiento ya había estallado detrás de mí. A este ritmo, los caballos entrarían en pánico, se desbocarían con sus carruajes a cuestas y chocarían directo contra la trampa cuidadosamente tendida aquí.
¡Sabía que tenía un mal presentimiento, pero no quería que de verdad pasara algo!
Le di una patada a Cástor y salimos disparados a toda velocidad. Tenía que volver a la cabeza del convoy y asegurarme de que no cayeran directamente en las fauces del enemigo…
[1] Se refiere seguramente a Tokugawa Ieyasu o a sus sucesores, especialmente hacia el final del shogunato Tokugawa (siglo XIX). Porque los Tokugawa, especialmente en su declive, adoptaron políticas defensivas, intentaron evitar conflictos externos, reprimieron la ambición interna para mantener la estabilidad, aceptaron «enemigos» o extranjeros en términos desfavorables (como con los tratados desiguales con las potencias occidentales). Y todo esto, a cambio de una frágil paz… que finalmente no evitó su caída.
[2] Los abatíes son obstáculos defensivos hechos con árboles talados, cuyas ramas se afilan y se orientan hacia el enemigo. Se usaban en fortificaciones militares para frenar avances, dificultar cargas o proteger posiciones. Fueron comunes en guerras antiguas y modernas como barreras improvisadas o parte de fortificaciones de campaña.
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