Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 8 Finales de Otoño del Decimosexto Año Parte 3

Ya me lo sospechaba, pero ahora lo tenía claro: me había oxidado.

Faltaban solo dos días para regresar a Marsheim. El viaje había sido tranquilo: nadie había discutido por los precios, ningún tonto de la ciudad había intentado buscar pelea. Habíamos llegado tan lejos, con el final del camino ya a la vista, así que probablemente fue culpa mía el haberme relajado.

Aun así, hay algo que debes entender: nadie esperaría que un pez gordo local invirtiera tanto dinero en atacar a nuestra pequeña caravana. Supongo que es un prejuicio que arrastraba de mi vida anterior. Ni siquiera los comerciantes más pobres o desesperados se molestaban en robar a sus colegas dentro de sus propias tierras, salvo que fuera algo extremo, como quemarlo todo y buscar entre los restos algo de valor.

Marsheim era un crisol de mercancías de distintos países extranjeros, así que las caravanas entraban y salían en cualquier estación del año. El ancho río Mauser servía para transportar bienes, por lo que la cantidad de comerciantes que llevaban sus productos de este a oeste era inimaginable.

Algunos incluso decían que había más comerciantes errantes que campesinos.

En otras palabras, si eliminabas a tu objetivo sin dejar rastro alguno, uno o dos mercaderes desaparecidos se atribuían simplemente a la mala suerte del camino. Mientras el culpable no fuera demasiado codicioso, su crimen quedaría enterrado en la oscuridad para siempre.

No era tan de extrañar, entonces, que algunos codiciosos descerebrados se arriesgaran a una estupidez monumental por una ganancia a corto plazo. Al fin y al cabo, una caravana que atraviesa tus tierras solo es irrelevante si eliges ignorarla.

¡Pero, por el amor de Dios! No hacía falta esforzarse tanto para atacar una caravana que a propósito había evitado tu puesto de control más fraudulento que el carajo.

Parecía que la Dama Fortuna me odiaba tanto como siempre. Me dolía que mi mala suerte congénita también arrastrara a mi amigo novato.

El asunto era que Nanna y yo habíamos hecho un trato: si alguien gritaba «¡Échanos una mano, jefe!», yo acudiría en caso de emergencia. Me pagaba lo suficiente como para que aceptara gustoso vigilar la retaguardia si había un ataque.

Pero Siegfried —a quien yo había invitado— no estaba al tanto de ese trato.

Mi afecto por él era unilateral, y solo había aceptado el trabajo tras compararlo con su rutina habitual, aun con las sospechas que tenía sobre mí. Lo que lo convenció fue el tamaño de la paga; la mayoría de la gente —salvo unas pocas excepciones notables— necesitaba comer para vivir.

¡Pero vamos, Dios de las Pruebas! ¿Tenías que cerrar su primera excursión fuera de la ciudad con un clímax de esta magnitud? ¡Dale un respiro al pobre chico! En el papel ambos éramos Guerreros de Nivel 1, pero esto era demasiado para un novato que recién estaba aprendiendo a hacer de escolta.

Le veía potencial al muchacho. Aprendió a montar bastante rápido y dominaba un par de armas. A pesar de que este viaje le cayó de sorpresa, se preparó adecuadamente y tomó la decisión de venir en base a cómo se sentía su amiga. La verdad, me impresionó. No esperaba que tuviera en cuenta el «estado mensual» de su compañera.

Quería que mi primera misión conjunta con Siegfried y Kaya terminara de forma divertida.

Así que, naturalmente, me topé con un enjambre de bandidos en plena patrulla.

Y para colmo, eran buenos peleando. Mentalmente anoté otra queja más para mi vieja amiga, la Diosa de los Dados.

Había intentado tomar la iniciativa y eliminarlos de un golpe desde el caballo, pero repelieron mi carga. Quería conversar un poco con ellos, así que no había usado toda mi fuerza en el ataque… pero aun así, me impresionó que lograran contraatacar aunque yo tenía la ventaja inicial.

Aun así, conseguí hundir una de mis ballestas orientales —benditas sean, podía usar una en cada mano— en el estómago de uno para quitármelo de encima y seguir en la pelea. Pero hacía mucho tiempo que no sentía esa sensación de «esto no será fácil».

Yo no era un debilucho. Todavía no tenía la habilidad de Combate Montado, así que debía depender de mi estrategia habitual: fuerza bruta con esgrima basada en Destreza al máximo. Estaba seguro de poder noquear a un bandido promedio sin tener que ir tan lejos como para matarlo… pero montar a caballo me dejaba en desventaja. Mi ataque no había terminado en una victoria rápida y fácil.

No me estaba enfrentando a simples bandidos. Estos eran mercenarios contratados, expertos en combate de guerrilla montado y con armadura.

¿Qué te pasa, Maestro del Juego? ¡Este no es el tipo de jefe que le lanzas a un novato blandengue!

Había sentido el peligro y disparado una flecha de advertencia. Otros miembros de la caravana apenas estaban comenzando con los preparativos de la noche, así que necesitaba avisarles que debían huir.

Como era de esperarse, terminé enfrentándome a los bandidos justo cuando estaban a punto de llegar a nuestro campamento. Les pasé rápidamente un resumen de mi evaluación de su capacidad de combate. Incluso los peor equipados llevaban armaduras ligeras. Sus armas no eran las oxidadas y desparejas de un grupito cualquiera de bandidos, sino lanzas pulidas hasta brillar y arcos compuestos cargados con puntas de flecha de hierro fundido.

Quería gritarles: «¡No engañan a nadie si dicen que casualmente estaban aquí!».

Cuando los encontré por primera vez y lancé mi ataque, estaban en formación horizontal, pero ya estaban a solo unos pasos de Siegfried, quien supuse se había colocado al frente de su ofensiva.

Una fila de lanzas era muerte segura para un guerrero solitario. Las armas de asta eran herramientas simples, y su alcance podía causar un caos total en un combate cuerpo a cuerpo, pero cuando se unían para formar una muralla de lanzas como esta, eran increíblemente letales. Quiero decir, si un mercenario como Sir Lambert estuviera aquí, podría mantenerse a salvo con una armadura completa y rechazar cualquier ataque estúpido antes de aplastar las lanzas como si fueran ramitas con un mandoble gigantesco, abriendo paso en su formación sin siquiera sudar. Sin embargo, para un novato sin experiencia, lo más probable es que terminara pareciendo un cojín de alfileres humano.

No podía dejar a mi compañero en manos de los lobos, así que me la jugué y me lancé de lleno al combate. Estaba totalmente preparado para usar mi magia si la situación lo requería.

A medida que las técnicas marciales avanzaban y las formaciones tortuga se volvían tácticas fundamentales, la posición de un caballero montado como centro de la batalla se volvió menos común, pero aún conservaban su valor como herramienta de choque y asombro. Imagina un caballo irrumpiendo de golpe en la batalla: una bestia que pesaba cientos de kilos y podía galopar más rápido que una motoneta promedio. El pisoteo de sus cascos era mucho más letal que quedar atrapado bajo las ruedas de alguien: ser aplastado bajo sus patas dejaría a la mayoría con heridas graves si tenían suerte.

Espoleé a Cástor mientras blandía mi espada hacia su flanco para intentar romper la formación. Varios de ellos salieron volando con una fuerza caricaturesca antes de estrellarse contra el suelo con un crujido satisfactorio. Todo mientras corría a salvar a mi amigo, que cada vez estaba más rodeado.

Supongo que fue un rescate bastante dramático, pero nuestro trabajo no había terminado. La ofensiva ya había comenzado; no iban a huir por un simple tropiezo como este. Lo más probable era que el ataque no se hubiera planeado desde una sola dirección. Un ataque en pinza era la lección número uno del Manual de Asaltos Sorpresa. Había menos que cero posibilidades de que un grupo tan bien organizado no aplicara lo básico.

Si se daba el caso, tendría que sacar a mi aliado de ahí, conteniendo a los enemigos por el frente o los flancos mientras él escapaba. Mi flecha de advertencia ya había anunciado el ataque enemigo, así que los otros guardaespaldas y mi compañera dormilona responderían pronto.

Lo más importante ahora era reducir lo más posible el número de enemigos que se acercaban desde nuestra retaguardia.

Estimé el número total del enemigo, incluidos los que aún no llegaban, en unos veinte. Era un poco más de lo que dos chicos a caballo deberían tener que enfrentar, pero si lo comparabas con, no sé, la Guerra Genpei[1], tenía confianza en que saldríamos victoriosos. No era como si tuviéramos que disparar abanicos desde un bote bamboleante o lanzar un cañón para hundir un acorazado a lo lejos.

Mi ballesta me permitió realizar un disparo parto perfecto —una técnica que consiste en disparar hacia atrás mientras cabalgas—, y además llevaba a otro pasajero en la grupa de Cástor, lo que duplicaba nuestra potencia de fuego. Todo lo que tenía que hacer era mantenerme fuera del alcance de sus lanzas mientras interceptaba sus proyectiles y los provocaba con un: «¿Y, compa? ¿Qué se siente? ¿Eh? ¿Qué se siente?». Huir así era mucho más fácil que hacerlo a pie. Sin sudar siquiera.

Siegfried estaba gritando y maldiciendo ahora, pero bueno, ya se acostumbraría. Mi primera vez en combate había sido tan aterradora que casi me orino encima, y sinceramente pensé que moriría. La verdad, cuanto más grande es el enemigo, más rápido te adaptas para las próximas batallas. Lo dice alguien que habla con conocimiento de causa.

A pesar del entrenamiento y la experiencia de nuestros oponentes, al final del día no dejaban de ser bandidos en busca de una paga fácil. No eran patriotas exaltados luchando hasta la muerte por su tierra natal. Si abatías a cuatro o cinco, se daban cuenta de que las pérdidas superaban cualquier ganancia posible y salían huyendo.

Hmm… ahora que lo pienso, hay una pausa sospechosamente larga entre sus disparos. ¿Será que no están acostumbrados a atacar a un enemigo que huye desde la distancia?

No es nada sorprendente. Durante un tiempo se esperaba que los combatientes tuvieran algo de pericia con armas de proyectil, pero los arcos y ballestas eran territorio de los arqueros. Los guerreros comunes podían usarlos, sí, pero no como un experto.

Había estado intentando encender la chispa en Siegfried, y al fin obtuve una respuesta firme… aunque temblorosa. Bien, bien; muy bien dicho, mi joven aventurero.

Los bandidos persistieron hasta que siete de ellos cayeron. En el camino de regreso a la caravana, nos topamos con una empalizada improvisada contra caballería, así que terminé hundiendo mi espada en las tripas de otros ocho bandidos para neutralizarlos.

Como resultado, no solo logramos escapar con éxito, sino que además les dimos una paliza brutal. En cualquier caso, yo solo quería mantener a salvo la caravana, así que, eh… ¡felicitaciones para mí!

Otro pequeño golpe de suerte fue que, al inmovilizar al enemigo, conseguí un botín bastante jugoso de esos idiotas, lo que fue una grata sorpresa.

Lo compartí con Siegfried, por supuesto.

Nuestra pequeña escapada resultó en un aumento considerable de nuestra fama —muy probablemente porque Nanna se encargó de hacer algo de relaciones públicas por nosotros—, y Siegfried, dependiendo de a quién se le preguntara, pasó a ser conocido como «Siegfried el Afortunado» o «Siegfried el Desdichado».

Lo había hecho bastante bien; en cierto modo me habría gustado que le quedara un apodo con mejor tono, pero ni modo.

 

[Consejos] Un alias se otorga por quienes oyen las hazañas de una persona, pero las historias escritas no siempre representan con precisión la realidad.

 

Era un olor repugnante: la pestilencia fétida de sangre y excremento escapando de intestinos expuestos al aire.

Siegfried temblaba mientras la realidad de la batalla por fin se le hacía presente.

Durante el combate, había estado completamente concentrado, pero la comprensión lo golpeó una vez que los enemigos huyeron: la batalla no terminaba con la belleza que describían las canciones. Los enemigos en fuga dejaban tras de sí un hedor repugnante.

Frente a los ojos de Siegfried, un hombre dejó escapar un gemido patético. Un virote sobresalía de su abdomen mientras la vida se le escapaba del cuerpo.

Era un ser humano, igual que Siegfried, y no mayor que su propio padre.

Es cierto que había elegido una profesión cruel e injusta, pero Siegfried no lograba relacionarlo con la imagen del villano que siempre salía derrotado al final de sus adoradas historias.

Parecía un hombre cualquiera; nada más y nada menos. No tenía el aspecto repulsivo de los malvados de los cuentos. Si hubiera estado vestido de forma normal, no se habría distinguido de cualquier otro hombre en la calle. La sangre le corría por la boca, y la imagen de él sujetándose el estómago hizo que la compasión aflorara en el corazón del joven aventurero.

Los bandidos habían atacado con la rapidez de un torrente, y ahora que la polvareda se había asentado, sus recuerdos eran borrosos.

¿Fui yo quien disparó ese virote? Siegfried no recordaba cuántos disparos había hecho, ni a quién.

—A-ayúdame… —susurró el hombre.

—Siegfried. Parece que tenemos a un sobreviviente, ¿eh?

Erich se acercó con paso ligero desde el campo de batalla, mientras Siegfried luchaba con una consternación más vasta que cualquier otra que hubiera sentido ante aquella súplica. Durante todo ese tiempo, Erich limpiaba su daga de inmundicia.

—¿Qué te pasa? Tienes que acabar el trabajo.

—¿A-acabar el trabajo…?

—Sí. No hay forma de salvarlo. —Ricitos de Oro dijo eso como si hablara de un cerdo en el mercado mientras evaluaba las heridas del hombre.

La ballesta pesada era tan potente que había ganado un apodo: «la mata-caballeros». A corta distancia, podía atravesar fácilmente una armadura de tela. El virote había penetrado los intestinos del hombre girando, haciendo puré sus entrañas hasta que empezaron a salir a borbotones por la herida.

Sus propios excrementos infectarían sus órganos internos dañados. Solo una iatrurgia brillante, ejecutada en ese mismo instante, podría salvarlo. Si no moría pronto, la agonía se alargaría por varios días. La suciedad que cada persona lleva dentro es un veneno mortal si se escapa de donde pertenece.

Todo ese tiempo, la herida abierta sería terreno fértil para nuevas infecciones. Incluso con un umbral de dolor elevado, nadie puede evitar desangrarse.

Ya no había escapatoria, ni una pizca de misericordia tardía… salvo la más amarga.

—Por eso debes terminar con su vida rápidamente. Una muerte prolongada es una muerte dolorosa.

—E-espera, dices eso, pero yo…

—…Eres un aventurero. ¿O no?

Siegfried atrapó instintivamente lo que fuera que Erich le había lanzado.

Era una espada. Ricitos de Oro la había tomado de otro cadáver, casi como si aceptara sus disculpas por el ataque. Estaba bien forjada, nada que ver con el burdo palo de hierro que usaba Siegfried.

Podía ser una espada sin nombre, producida en masa junto a un centenar de otras iguales, pero aun así alguien la había forjado, y su filo había sido afilado. Brillaba con agudeza bajo el sol del atardecer, como si quisiera hacerle saber a Siegfried que, aunque no había cumplido su propósito original, no le importaba quién la blandiera ni contra quién, siempre que fuese utilizada.

—Úsala. Vi cómo cuidabas tu espada, pero me temo que no es muy buena. Te mereces algo mejor.

—E-espera… Ka-Kaya puede curarlo…

—¿Y luego qué? Su condición va más allá de lo que incluso un mago talentoso puede sanar, y aunque lo lograra, tener un rehén vivo no solucionaría nada. Si lo llevamos con nosotros, eso no cambiará el hecho de que es un bandido. No importa si fue contratado por alguien respetable, a ellos no les importa. Tanto su empleador como el gobierno lo tratarán como a un desertor. El resultado será el mismo.

Mientras Erich le decía esto, Siegfried recordó algo. En su cant ón, las cabezas de criminales convictos se conservaban y exhibían como advertencia. Había visto más cuerpos de los que podía contar colgados de esa forma en los caminos. Aunque eran preservados para retrasar su descomposición, las aves carroñeras y las inclemencias del tiempo los deterioraban igualmente. Eran horribles de ver; el espectáculo había hecho llorar a Siegfried cuando era niño.

—¿También olvidaste que no dudaron ni un segundo en intentar matarnos durante el ataque? Seguramente su moral dictaría que sus propias vidas también están en juego.

—Po-por favor… Ayúdame… No… quiero morir… Tengo… esposa… y un hijo…

A pesar de estar al borde de una muerte segura y saber que no tenía futuro, el hombre seguía suplicando.

—¿Acaso no entiendes que nosotros también tenemos familias? Tú intentaste matarme, pero yo también tengo un padre, una madre, hermanos, una hermana, amigos que llorarían si nunca vuelven a saber de mí. Estoy en la misma posición que tú. Basta de lloriquear. Si entraste en esta pelea con una resolución tan débil, entonces mereces expiar tu culpa con la muerte.

Sin embargo, la frialdad de Erich ante aquel hombre moribundo le resultaba mucho más aterradora a Siegfried que todas aquellas cabezas inertes de su infancia.

Está acostumbrado a todo esto, pensó.

Ricitos de Oro suspiró al ver a Siegfried aferrado a la espada sin intención de desenvainarla.

—Si no puedes hacerlo tú, ¿lo hago yo? Solo necesito su cabeza para cobrar la recompensa. Es una lástima; habría valido más vivo.

—¿¡Valido más!? ¡Malnacido sin corazón, ¿la vida de una persona te importa tan poco?!

—¿¡Y qué clase de puto juego crees que es esto, mocoso!?

Siegfried quedó atónito por la respuesta de Erich. Toda la rudeza de su forma de hablar, que hasta ahora solo había usado para bromear, emergió de golpe. Aunque no alzó la voz, su tono fue tan cortante que bien podría haber gritado.

—¡Los aventureros somos criaturas violentas! ¡Matamos hasta que nos matan a nosotros! ¡Si no puedes con eso, vuelve a casa! ¡No pierdas el tiempo atormentándote! ¡Si este no es tu trabajo, entonces suelta la espada, toma una hoz y regresa al campo!

Erich desenvainó a la Lobo Custodio, la espada que había dicho con orgullo que había heredado de su padre. Cuando Siegfried escuchó aquella historia junto al fuego, una punzada de celos familiares se había asomado en su pecho, pensando que Erich era afortunado por haber recibido una espada tan hermosa. Ahora lo entendía.

Una espada no era más que una herramienta para arrebatar la vida a otros. Lo único que variaba era hacia quién se dirigía y qué causa justificaba tal robo. Diera igual quién la blandiera o con qué propósito: siempre traía sangre consigo.

Los relatos heroicos estaban escritos con ella. La historia se embellecía y suavizaba en partes, todo para complacer al público, pero sin excepción, siempre acababan en muerte.

Si el héroe no le quitaba la vida al tirano malvado, entonces el criminal acababa siendo ejecutado en público como advertencia. Con total honestidad, las historias que terminaban con sangre en manos del héroe resultaban mucho más catárticas.

Héroe o criminal, para ambos, la sangre era su oficio, su arte y su recompensa.

Sí, los tiranos y maleantes a los que se enfrentaba un héroe eran, en su mayoría, gente aún peor, con intenciones más viles. ¿Con qué fin, si no fuera para detener un mal mayor, se podría excusar —o peor aún, elogiar— a un asesino? Era una lógica amarga, reservada solo para esos pocos que ya tenían estómago para aceptar tales elogios: Gracias por hacer lo que necesitábamos, pero que no podíamos querer por nosotros mismos.

—Vamos. Apártate. Yo lo haré.

Recibiendo la mirada cruel de Ricitos de Oro, Siegfried comprendió finalmente su situación.

Esta era la realidad. No se parecía en nada a la vida de su hogar, acurrucado en una cama diminuta con sus hermanos, donde soñaba con hacer pedazos al villano sin derramar una sola gota de sangre. Así era la vida de cualquier aventurero.

Mientras respiraba aquel hedor asqueroso y punzante, Siegfried consideró una posibilidad muy real:

Si cometo aunque sea un solo error, el que estará aquí, gimiendo en el suelo, seré yo.

Y podría ser aún peor. Imaginó el destino atroz, desgarrador, que podría aguardar a su mejor amiga… solo por ser mujer y haber elegido el mismo camino.

Entonces otro pensamiento le vino a la mente:

Si no hubiéramos detenido a estos hombres aquí… ¿qué podrían haberle hecho a otra persona?

Un héroe era alguien que protegía a la gente.

—¿Ya te encontraste el par? Bien, hazlo. —Ricitos de Oro bajó su espada. Había notado que algo en los ojos de Siegfried había cambiado. Señaló al hombre, que aún suplicaba por su vida—. Lleva armadura, así que debes golpear donde no esté protegido.

—¿E-en el… cuello…?

—Sí. Luego podemos recoger la cabeza. Lo primero es acabar con su sufrimiento.

—¡Espera! ¡Por favor, no lo…!

Tal vez el corazón del hombre ya latía con un ritmo lento y apagado, pues el chorro de sangre que brilló al anochecer fue pequeño. Aun así, el chico acabó con el rostro manchado de sangre, haciendo resaltar la vieja cicatriz en su mejilla.

—Uf, eso no es nada agradable. Si lo haces desde el ángulo equivocado, terminas ensuciándote.

En ese momento, Siegfried había dado un paso más hacia la vida que anhelaba. Un paso más cerca de la leyenda en la que soñaba convertirse. Un paso más lejos de todo lo demás. No se sintió como matar a otro ser humano. Tal vez fuera por la calidad de la espada que Erich había escogido como botín merecido, pero la carne del hombre muerto apenas ofreció resistencia al filo.

Se sintió irreal, como algo sacado directamente de los cuentos, y no forjado con materia ordinaria.

—En fin, felicidades por tu primera baja. Retiro lo que dije: Siegfried, tienes madera para esto.

Erich siguió hablando sobre cómo el temor tras una muerte no significaba que uno fuera incapaz, con una voz cargada de remordimiento por su yo del pasado. Pero sus palabras apenas llegaron a los oídos de Siegfried, como si hablara con otra persona completamente distinta.

Aun así, Siegfried no se fue con las manos vacías:

Una espada de alta calidad, una armadura que le quedaría bien una vez creciera un poco o pagara por algunos ajustes, y la sensación de haberse iniciado por fin en esa larga y gloriosa línea de carniceros.

 

[Consejos] Mostrar verdadera piedad requiere ser consciente de las consecuencias de dejar un trabajo sin terminar. Si un enemigo perdonado causa problemas en otro lugar, quien decidió no matarlo carga con parte de la culpa.

 

—Tienes que hacer el corte entre las vértebras cervicales. De lo contrario, golpearás el hueso, no harás un corte limpio y podrías mellar la hoja si no tienes cuidado. ¿Lo captaste?

Mientras le daba a Siegfried un resumen de cómo tratar con un cadáver, me pregunté si no estaría siendo demasiado duro con el chico. Pero, sea como fuere, él debía interiorizar todo eso si quería tener futuro como asesino profesional.

En mi caso, cuando se trataba de auténticos desgraciados con los que me había enfrentado, solo los dejaba vivos (aunque no necesariamente intactos; intenta desarmar a alguien sin al menos destrozarle los dedos antes de venir a criticarme) por razones prácticas: mejor información o una recompensa mayor. Por supuesto, si de verdad sentía lástima por el pobre diablo contra el que luchaba, me sentía cómodo dejándolo con una paliza severa pero no letal; por lo general, eso bastaba para que reconsideraran sus decisiones de vida.

Pero la sociedad rhiniana era de esas en las que lo que aguardaba a un criminal, fuera su primer delito o el centésimo, era una sentencia que se asemejaba mucho a la muerte. Para muchos, se traducía en una ejecución pública sin rodeos; los «afortunados», si es que ese término aplica, eran condenados a pasar el resto de sus días literalmente encadenados en una brutal servidumbre forzada.

Aunque yo no accionara la guillotina con mis propias manos, entregar a alguien con vida no era más que un asesinato postergado. Ningún aventurero podía durar mucho sin aprender esa lección.

Había tenido piedad de Dietrich porque ella solo conocía la muerte a través del combate ritual o la guerra. No entregué a esos idiotas «compañeros aventureros» —que en realidad no eran compañeros míos— durante ese mismo viaje de regreso porque no quería asustar demasiado a la caravana. Tampoco es que hubiera un lugar donde pudiera entregarlos, y supongo que eso también ayudó a salvarles el pellejo. Y nuevamente, no quité ninguna vida durante mis peleas con los clanes brutales de Marsheim porque no quería escalar un pequeño conflicto hasta convertirlo en anarquía total.

Pero el grupo de demonios asesinos de hoy era otra cosa completamente distinta. Su labor estaba bien afinada y era efectiva. Dejaban montones de cadáveres tras de sí, aunque nunca llegáramos a verlos. No eran simples bandidos de camino.

Las palabras de despedida de ese imbécil me irritaron más de lo que deberían. ¿Hablaba en serio con ese «tengo esposa e hijos»? Todos teníamos a alguien que se preocuparía por nosotros, que derramaría lágrimas si moríamos en el camino.

Al fin y al cabo, vivíamos en un mundo que sostenía una clase de verdaderos desgraciados tan viles que hacían que ciertos nobles chupasangres —y digo esto literalmente— parecieran moralmente complejos o incluso santos en comparación. Y cuando lidias con esa clase de escoria, la «violencia preventiva» y el «cuidado preventivo» empiezan a parecerse demasiado. Hay un costo humano inevitable y estadísticamente proporcional al tiempo que se les permite seguir con vida, incluso como prisioneros; basta que uno solo se escape para que desate su sed de venganza sobre cualquiera que se cruce en su camino. Claro, se puede decir que es cosa del Maestro del Juego, que quiere establecer el tono o mantener girando el bucle jugable, pero al final del día, sigo creyendo que es mejor cargar con el trauma de apagar la llama de un reincidente que permitir que varios inocentes paguen el precio. Ya sé cómo se simplifica esa ecuación moral. Yo puedo permitirme tener pesadillas.

Escupirle la cara a ese patético gusano mientras suplicaba por su vida, sin remordimiento alguno, era mucho más fácil que dejar que la culpa informe de sus posibles crímenes futuros me carcomiera. Ninguna recompensa, por generosa que fuera, podía devolver una vida humana, sin importar lo barato que fuera el cambio en la otra dirección. Ah, bueno… dejando de lado esos raros casos donde la gente que regresa de la muerte, aunque… cambiada.

Un aventurero no puede titubear al momento de cazar a los corruptos. Una montaña de cabezas es un precio pequeño si sirve para salvar al menos tantas vidas como las que se apilan. Así como esos criminales valoran sus propias vidas por sobre las de los demás, yo puedo mantenerme firme al decir que las vidas de aquellos que protegía valían más. No pueden objetar esa lógica, ¿verdad?

Me impresionó que Siegfried hubiera logrado templar sus nervios. El camino del vagabundo asesino[2] era pan de cada día para un personaje veterano, curtido por el tiempo, pero no era la única forma de sobrevivir en un mundo como este. Aquí había espacio para pacifistas aprensivos ante la sangre… solo que no en nuestro oficio. Todo aventurero llega a ese punto donde se pone a prueba su temple; el de él había llegado. Si lograba mantener esa determinación hasta el final, estaba seguro de que esa fuerza lo llevaría tan lejos como quisiera.

No había mentido cuando dije que ese bandido no tenía salvación. Nada bueno saldría de dejarlo vivir. La saeta le había dado en un sitio horrible; una lástima, tal vez en su próxima vida le iría mejor. No sabía si había sido Siegfried o yo quien disparó, pero por el hedor de sus tripas desparramadas al aire libre, sabía que ningún tratamiento médico podría salvarlo. Incluso abrirle el vientre, volver a coserle los intestinos y limpiar todo eso era una tarea posible solo en los hospitales mejor equipados de mi viejo mundo.

Antes de encontrar a Siegfried, yo mismo ya había acabado rápidamente con otros dos y recogido sus cabezas. Uno terminó con el esternón aplastado tras caer bajo las pezuñas de un caballo; el hueso roto le perforó los pulmones y se estaba ahogando con su propia sangre. El otro recibió una flecha perdida muy cerca del hígado; tampoco le quedaba mucho tiempo.

No teníamos ni el deber ni los medios para llamar a un iatrurgo de emergencia que salvara sus vidas.

Uf, vaya que fue peligroso. Sí, había tenido mis roces con más de un asesino a sueldo o juramentado durante mi tiempo con la madame, después de que recibiera su nuevo título, pero eso no me había vuelto inmune a los peligros más simples y abundantes de la aventura terrestre.

El camino hacia convertirse en héroe era largo y estaba lleno de espinas.

—Arriba ese ánimo, Siegfried. No hay vergüenza en reclamar una recompensa. Así que agarra bien esa cabeza y trátala con cuidado.

Le di una palmada enérgica en la espalda mientras le decía esto. Sostenía la cabeza lo más lejos posible de su cuerpo, envuelta en una especie de hatillo hecho con ropa que ya no servía para otra cosa; no tenía sentido mantener caliente a un cadáver.

—Es la prueba de que evitaste una tragedia que, de otro modo, habría sido inevitable. Siéntete orgulloso. Al menos concédele el honor de haber interpretado el papel de villano en tu historia heroica.

Si los dados hubieran caído de otra forma, seríamos nosotros los que estaríamos decorando su mesa de banquete. Prácticamente les hacíamos un favor al darles un rol menor en el relato de nuestras hazañas. Incluso mientras me miraba con esos ojos vacíos desde entre los pliegues del bulto, no pensaba cambiar de parecer.

No me malinterpretes, no tengo intención de proclamar que lo que hicimos fue justo o correcto, pero sí quiero decir que estaba seguro de que no fue un error.

—Bien, volvamos antes de que empiecen a preocuparse por nosotros. Aún tenemos que encontrar un lugar donde acampar esta noche.

—Sí, entendido, —respondió Siegfried tras una breve pausa.

Rodeé con el brazo a mi compañero aventurero —no, a mi camarada de armas— y emprendimos nuestro glorioso regreso.

No entraré en demasiados detalles —es un asunto demasiado mezquino—, pero más tarde supe que Uzu había salido disparada como un rayo al primer signo de peligro, y para ella… me ideé un pequeño plan de venganza.

 

[Consejos] Es fácil cerrar una historia con la frase: «Y entonces los matones derrotados abandonaron sus malos caminos y regresaron a casa», pero la realidad no es tan amable. Mancharse las manos de sangre solo es difícil la primera vez. Hay ciertas puertas que, una vez abiertas, jamás vuelven a cerrarse por completo… por más que uno lo intente.


[1] Nombre por el que se conoce a una serie de conflictos civiles que tuvieron lugar en el antiguo Japón, entre 1180 y 1185 (finales de la era Heian), y que enfrentó a los clanes Taira y Minamoto.

[2] En juegos de rol, vagabundo asesino es un personaje que deambula por el mundo del juego sin hogar ni vínculos con la comunidad, resolviendo problemas mediante la violencia y el saqueo indiscriminado. El término se usa a menudo de forma despectiva para criticar a los jugadores que adoptan este estilo de juego, caracterizado por la falta de motivación o trasfondo, y la resolución de conflictos a través de la fuerza bruta.


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