Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 8 Un Henderson Completo ver0.7 Parte 2
No me gustaría que los locales de aquí siguieran los pasos de Oshio Heihachiro y que la ciudad acabara en llamas tras una rebelión exitosa. Tampoco quiero que las cosas terminen como la Revuelta de Onin, con una rebelión prolongada que se extendió por una década.
Exhalando un poco de humo mientras observaba a los soldados victoriosos, me puse a reflexionar sobre qué era lo que el Imperio realmente deseaba.
Habían pasado casi seis años desde el incidente del cedro maldito, aunque no lo parecía. Había arruinado por completo el manejo de sus secuelas… Supuse que no debía molestar a Lady Agripina con asuntos locales —en parte porque me aterraba seguir endeudándome con esa arpía (en sentido figurado)— y fui directamente a quejarme con la directora de la Asociación sobre el caudillo local que había provocado todo este desastre en primer lugar. Ahí, pensé, fue donde todo empezó a torcerse de manera irreversible.
En algún momento de esa conversación, el jefe de la Asociación debió de decidir que sería un peón útil. Antes de darme cuenta, estaba metido hasta el cuello en los asuntos de Marsheim, con un título de caballero regalado y reclutado a la fuerza para «ayudar».
No me malinterpretes: pataleé y me resistí todo lo que pude. Siempre supe que la vida de caballero no era para mí. Vamos, ¿sueldos miserables encima de tasas constantes que yo tenía que pagar, y un cargo en el que ni siquiera podía hurgarme la nariz sin supervisión? Nunca tuve aspiraciones de que me llamaran «Sir Erich» o «von Loquesea»; jamás hice el menor esfuerzo por alcanzar esas cumbres tan etéreas e insustanciales.
Pero subestimé a quienes me rodeaban… a esas personas que venían a mí con lenguas de plata, contándome historias sobre mis supuestos orígenes nobles secretos.
Con toda honestidad, pensé que todo esto estaba muy por encima de mi nivel. Probablemente mucha gente se había quejado de alborotadores como Jonas Baltlinden, así que creí que bastaría con presentar una queja, hacer que el gobierno se pusiera los pantalones, y asunto resuelto. ¿Puedes culparme por no haber pensado otra cosa?
Mis sueños siempre habían sido convertirme en un aventurero digno de los romances, no en un caballero de alguna epopeya bélica. Llegué a sospechar que el margrave no tendría problema en torcer una docena de normas con tal de aprovecharme, y entendía sus dificultades agravadas por la escasez de personal, pero… ¡pero! ¡Nunca dije que quisiera formar parte de esto!
Para colmo, Lady Agripina me remató cuando ya estaba en el suelo. Verás, me arrastró de vuelta hasta su oficina —sí, ni siquiera se dignó a venir a verme — con la misma facilidad con la que uno chasquea los dedos. Y todo el tiempo que estuve allí, me estuvo reprendiendo con la pipa en mano.
—¿Oh? ¿Rechazas mi invitación, pero ayudas gustoso al Margrave Marsheim ?
—Estoy rompiéndome la cabeza… Recuérdame, ¿ quién fue el que me dijo que no quería ser caballero?
—¡Y encima te están pidiendo a ti que trabajes solo para ellos! Ni noble eres, ni siquiera estás tan alto en la escalera de aventureros… ¿¡quién mejor que tú para ensuciarse las manos despejando su montaña de basura política!?
No había pasado un solo día sin que alguno de sus palos resurgiera en mi mente. Todo lo que podía hacer era quedarme allí sentado como un idiota, recibiendo los regaños en silencio. Ni que decir tiene que ya no tenía forma de escapar; lo único que quedaba para mí era un camino largo, oscuro y angosto hacia adelante. En términos simples, no era más que otro tonto que había mordido más de lo que podía masticar.
Viéndolo ahora en retrospectiva, debería haber esperado ese tipo de traición de un grupo de nobles de sangre azul de pura cepa; prácticamente estaban criados para conspirar. Mi tiempo trabajando para una noble tan cercana a los juegos políticos de Berylin me había cegado ante la astucia rastrera de sus equivalentes en Marsheim.
Había supuesto que el Margrave Marsheim era un blandengue solo porque lo habían asignado a un puesto fronterizo, pero ahora me resultaba evidente que no lo habían apartado allí: le habían confiado la primera línea frente a varias tierras extranjeras. No había forma de que alguien como yo pudiera haber previsto sus planes.
—Por eso te dije que, si hay una tarea para la que no estás capacitado, deberías dejársela a alguien que sí lo esté… incluso si terminas debiéndole un favor.
—Sus enseñanzas anteriores me han quedado dolorosamente claras ahora.
—¿O acaso en realidad no querías darme más trabajo? Ambos sabemos que no eres del tipo de persona que hace algo por respeto a mi edad. Creo que te agrandaste demasiado, mi pequeño Erich.
Lady Agripina empujó el extremo de su pipa contra mi barbilla, apartando mi cabeza de la suya. Su expresión era de absoluta incredulidad… para mi sorpresa, noté que por una vez no estaba sonriendo. Lady Agripina solo dejaba de sonreír cuando se sentía decepcionada. Su rostro bien podría haber estado tallado en granito.
En el pasado, Lady Agripina se había burlado de mí incontables veces, siempre con esa sonrisa burlona en los labios, pero esta era la primera vez que realmente no había estado a la altura de sus expectativas.
Tanto Lady Agripina como yo comprendíamos que ya no había una salida fácil para mí, y por eso seguí su consejo, proponiendo la idea novedosa de un «escuadrón de ataque», una idea que, convenientemente, me dejaba mucho más margen de maniobra.
Me quedó claro que, aunque le gustaba verme retorcerme y resistirme, nunca había querido verme fracasar . Llámalo familiaridad, llámalo una cuestión de orgullo personal —ni ella misma lo sabía, creo—, pero de cualquier forma, podía notar que su humor había quedado lo bastante estropeado como para dejarla sin ánimos de trabajar un buen rato.
Lady Agripina conocía bien el funcionamiento del mundo nobiliario. Eventualmente se dio cuenta de que yo no podía evitar recibir un título de nobleza del margrave, y por eso pasó de burlarse de mí a ayudarme a sacar el mejor provecho de mi situación.
Presumía que, desde que me había marchado de Berylin, Lady Agripina —como conde taumapalatino y Conde Ubiorum— había estado involucrada en las diversas intrigas en torno a Marsheim. ¿De qué otro modo habría movido hilos con el margrave para hacer que mi situación fuera más favorable? Esa era la única razón plausible de que una idea tan descaradamente absurda como el escuadrón de ataque hubiera ganado tracción, a pesar de que infringía la cadena de mando militar de Marsheim. Estaba obligado a no volver a cometer errores.
Aun así, seguía sin entender qué era exactamente lo que buscaba la alta cúpula. Mis órdenes habían sido asegurarme de que las revueltas no terminaran en los siguientes cinco años, preservando al mismo tiempo la hegemonía de Marsheim. Tenía que evitar que la región —llena de soldados débiles y sin entrenamiento, dado lo lejos que estábamos del campo de batalla de la Segunda Conquista del Este— se viniera abajo. ¿Para qué servía todo esto?
Algo que se me había quedado grabado era que Lady Agripina nunca me había dicho que «ganara». Simplemente dijo: «No pierdas». La advertencia era cristalina: no intentes hacerte el héroe y poner fin a las rebeliones. Lady Agripina sabía mejor que nadie que yo podría lograrlo si realmente me lo proponía, y por eso me tenía terminantemente prohibido dejar que mi mecha corta pusiera fin de forma abrupta a todos los combates.
Algo en la escena de hoy me había hecho recordar algo… algo que Siegfried me había convencido de mantener en secreto. Hacer que tus propias fuerzas parecieran débiles antes de lanzar una emboscada letal era una táctica favorita de esos bárbaros del sur… perdón, perdón… de esos samuráis de Satsuma cuando intentaron derrocar al shogunato.
Para colmo, cuando entregué mi informe de estado hace un rato, Lady Agripina estaba radiante. Había dicho: «La guerra ha hecho maravillas por mi presupuesto y por mi margen de maniobra operacional», y me había mostrado un modelo de una aeronave. No, espera, eso no es exacto: esto estaba muchísimo más allá de las maquetas de plástico que armaban los fanáticos de mi mundo anterior. Era la cosa real… había reducido una aeronave de verdad. Ella era la principal planificadora de la futura fuerza aérea del Imperio; lo que me había mostrado era prácticamente un prototipo funcional, mantenido fuera del alcance de miradas curiosas gracias a un ingenioso hechizo.
Cuando recibí mi título nobiliario, me había dicho que tomaría dos décadas producir aeronaves en masa, pero ella —demonio como era— había aprovechado la guerra para presionar al gobierno a inyectar dinero y mano de obra en el proyecto. Imaginaba que los pilotos de prueba debían estar terminando sus revisiones finales.
Era fácil deducir que, pese a los dos o tres años que requería el desarrollo, el Imperio ya había soltado una suma colosal para encargar cinco o seis más, que serían completadas mucho antes.
No podías descartar esto como un simple arrebato de megalomanía. Lady Agripina era una bibliófila; hallaba su mayor dicha en las historias… no había manera de que me mostrara los frutos de su trabajo solo por alardear. Estaba seguro de que no se había matado trabajando por algún fervor patriótico para ver al Imperio gobernar el mundo. No, ella solo quería terminar con su papel lo antes posible. Una vez que esos colosos pudieran producirse en masa, podría dejar que el resto del proyecto siguiera solo.
No parecía existir bajeza a la que Lady Agripina no se rebajara, ni acto demoníaco que no considerara, con tal de obtener más tiempo libre. No sentía temor ni reparo en apoyar un plan que podría matar a decenas de miles si eso significaba poder pasar sus días rodeada de sus amados libros en la biblioteca otra vez. Si implicaba que nadie la subestimara, incluso con su cargo y todos sus placeres epicúreos, haría solo lo necesario, y luego delegaría gustosa todo lo que cualquiera pudiera hacer a sus subordinados antes de retirarse con una reverencia.
Así era como esa criatura vivía.
Empecé a pensar que el círculo interno del Imperio había preparado activamente los cimientos para la emboscada de hoy. Habían sembrado la idea entre el enemigo de que era el momento perfecto para tomar Marsheim y esperaron a que los centros de poder anti-imperiales se unieran para atacar su corazón. Entonces, cuando lo hicieran, usarían a quienes estábamos en la periferia para contenerlos. Y luego, mientras Marsheim ganaba tiempo, reunirían a sus fuerzas y transportarían miles y miles de tropas en un abrir y cerrar de ojos: pasarían sin problemas de una guerra de desgaste con sus fuerzas mínimas a un aluvión de sus mejores soldados en plena forma de combate.
Sin necesidad de preocuparse por terrenos difíciles y con la capacidad hipotética de mover hasta quinientos soldados de una sola vez, si el caballo más veloz desde Marsheim llegaba a la capital para pedir refuerzos, calculaba que solo tardarían un mes en traer miles de tropas a las líneas del frente.
Estas fuerzas estarían compuestas por veteranos de la Conquista del Este, guerreros de élite entrenados por ellos, los queridos caballeros dragón del anterior emperador August IV, los engendros del Colegio… lo que dijeras, estarían listos y esperando.
Si esto fuera un juego, la gente lanzaría el mando contra la pared diciendo que era totalmente injusto. Imagina que estás cerca de Marsheim en el bando anti-imperial. Escuchas que no están bien defendidos, así que decides que es hora de sacar a esos aristócratas de sangre azul del tablero. Entonces, en el siguiente turno del enemigo, invocan un ejército entero —que en teoría debería estar bien resguardado en la capital, dicho sea de paso—, cubriendo cientos de casillas de una sola vez, todos listos para luchar. Si fuera yo, estaría machacando la tecla Escape o Alt+F4 para salir de ahí cuanto antes. Este giro de los acontecimientos era tan definitorio como si de pronto presenciaras el primer tren abalanzándose sobre ti.
Pero yo estaba en el bando con todo el poder, así que no tenía de qué preocuparme.
El enemigo no tenía forma de saber de estos nuevos avances a menos que literalmente estuvieran en el bolsillo del círculo más íntimo del Imperio. Verás, el Imperio no había hecho ninguna demostración pública de aviación desde aquella pequeña muestra diplomática de hace algunos años. El hecho de que circularan rumores de que tal vez había sido puro teatro, o de que el aeronavío apenas podía volar una corta distancia, era prueba de que la red de inteligencia imperial no tenía fisuras.
Nadie en su sano juicio habría imaginado que estos pequeños choques pudieran florecer en una guerra total en cosa de uno o dos meses. No quería ni imaginar ese futuro… Marsheim y todo a su alrededor se ahogarían en sangre.
Una sucesión de golpes sordos y pesados me sacó de mis pensamientos. Probablemente cabezas, por cómo sentí que una rodaba. Levanté la vista: era un hombre barbudo, con el rostro retorcido en una horrenda mueca incluso en la muerte, y uno que conocía bien. Había sido uno de los caballeros al mando de las unidades de caballería que priorizaron huir, y uno de los pocos que sobrevivieron.
¿Cómo se llamaba, otra vez? Estaba seguro de que lo había anunciado, pero lo había olvidado por completo.
—Atrapé a un desertor. No queremos dejar suelto a un líder de caballería, ¿verdad?
A la luz de algunas hogueras y fogatas, Margit y sus exploradoras regresaron con varios de los altos mandos del ejército. Ella y los suyos habían aparecido prácticamente de la nada, dejando a la multitud de soldados del Barón Strasbourg mudos de asombro. No era de extrañar que la sangre se les helara ante la repentina aparición de estas élites encubiertas.
—Bienvenida de vuelta, Margit. Perdón por dejarte las sobras.
—Y más te vale que esa disculpa sea sincera; apenas fue un bocado. La mayoría de los de caballería sólo tienen su nombre como mérito. Si les quitaras los caballos, imagino que hasta un grupo de niños campesinos podría acabar con ellos.
Estaba seguro de que los guardias recibirían una buena reprimenda de sus superiores después de esto. Estaba bien —después de todo, eran nuestros aliados—, pero si un grupo hostil de este tamaño se hubiera infiltrado… podríamos haber perdido a todos los borrachos aquí en un solo golpe, y al propio Barón Strasbourg con ellos.
Aun así, era mucho pedir a unos guardias comunes que siquiera lograran ver a Margit von Lobo —mi esposa, quien me había acompañado en mi descenso al infierno— y a su propio equipo de exploradoras de élite bajo la luz de la luna.
Margit se lanzó a mi cuello mientras yo la recibía con alegría, y mi escuadrón dio la bienvenida a sus cuatro compañeras —todas vestidas con el mismo uniforme negro azulado— para unirse al festín. Yo sabía mejor que nadie que ninguna de mis gente en el escuadrón sería capaz de encontrarlas si ellas realmente decidían ocultarse.
El grupo negó con la cabeza ante la muestra de afecto de Margit mientras se quitaban las chaquetas. Aproximadamente la mitad del equipo eran floresiensis, guerreras capaces y ágiles. Solo se les mantenía fuera de la línea del frente porque causarían demasiado desorden. No valía la pena descartarlos solo porque guardaban un ligero parecido con esos otros más campesinos, y pequeños de pies peludos .
—Ahora bien, mi amado esposo, ¿con qué me vas a recompensar hoy?
—Con lo que desees.
Margit estaba tan encantadora como siempre, su ternura contrastando por completo con su ferocidad en combate, y cada palabra que había dicho era sincera. Tomé una de sus coletas con la mano, como había hecho desde hacía mucho tiempo, y la besé en los labios. Se escucharon chillidos de emoción de las soldados y exploradoras.
Nadie esperaba que Margit se contentara con el papel de esposa de caballero que se queda en casa, haciendo labores de costura hasta que su marido regresara. Para vigilar a mi legión de ochenta y nueve hombres —veinticinco de ellos caballería, yo incluido—, Margit había formado su propia banda de asesinos curtidos. Permanecer a su lado probablemente había sido una de las pocas decisiones correctas que había tomado. Dudaba que hubiera muchos en este mundo que se quedaran con alguien a través de todo, apoyándolos como ella lo hacía.
Afortunadamente, sabía que no tendría quejas cuando, una vez que todo se calmara, inevitablemente decidiera adoptar a algún extraño para que llevara el nombre de Lobo y nos marcháramos a nuevas tierras. Así como todavía no me gustaba que me llamaran «Sir Lobo», creo que el papel de esposa de caballero a ella le resultaba incómodo. Sería divertido para nosotros huir, cambiar nuestros nombres y volver a ir de aventura en algún lugar nuevo. Tal vez sería un poco duro empezar de cero siendo un par de cuarentones cenizos, pero lo lograríamos.
Había anhelado durante tantos años convertirme en aventurero, y esto tenía que suceder tan temprano en mi carrera. Oh Dios Sol, ¿duermes aún? Bueno, supongo que es de noche…
—En efecto. Si pudiera elegir mi recompensa, me gustaría unas largas vacaciones.
No dijo «solo nosotros dos», pero podía leerlo en sus labios entreabiertos. Me encantaría acceder a sus demandas de inmediato, pero eso estaba un poco más allá de mi alcance.
Podía moverme cuando quisiera, pero, a la vez, estaba obligado a dejarlo todo para entrar en acción cuando se me llamara. Dado que era poco más que un mercenario «llama a un amigo», era imposible que dejara mi puesto para una escapada romántica junto al lago.
Viejo, deseaba tiempo libre más que nadie. No era codicioso: sabía que medio año libre sería mucho pedir, pero estaba desesperado por que alguien me concediera un mes , solo un mes, para encerrarme en un manantial caliente y relajarme hasta que desapareciera el olor a sangre. Me aseguraba de que mis subordinados tomaran turnos para sus permisos, pero solo había un líder en el frente.
—Me pregunto si cien cabezas más nos darían algo de descanso y relajación.
—Quién sabe. Tal vez mil ni siquiera serían suficientes tampoco. El enemigo se movió hoy porque sabía que las fuerzas del Imperio se reducirían con la llegada de la cosecha. Si tenemos mala suerte, veremos escaramuzas como estas hasta la primavera…
El Imperio no tenía el poder económico para sostener un ejército permanente. Por supuesto, contaban con un número de efectivos principales que perfeccionaban sus habilidades a través de muchos conflictos, pero estas fuerzas eran pequeñas y valiosas. La mayoría de sus tropas eran reclutadas de gente común, por lo que sus números crecían y decrecían con las estaciones.
Los caciques locales debían tener sus propias y complicadas razones para hacer un empuje tan grande justo ahora. De vez en cuando me permitía especular que necesitaban un par de victorias para mantener a sus posibles patrocinadores extranjeros observando el juego con una mano en la billetera, por así decirlo.
Se rumoraba que los bienes saqueados y las armas que sus oficiales de suministros habían recolectado provenían de tumbas fuera del Imperio. Claramente, alguien con poder para mover hilos tenía algo que ganar al avivar los fuegos de la revuelta y ver sufrir al Imperio.
El Imperio difícilmente era inocente en tales métodos burdos. Existía una abundancia de estados satélite que el Imperio había manejado con astucia y luego forzado a someterse a su hegemonía. Su lógica era la lógica de todos los imperios: cada acto de caridad formaba parte de un cálculo político más amplio y rentable. Elegía a sus estados clientes por su valor como palancas contra sus vecinos mayores y menos amigables, y su apoyo nunca duraba más de lo que les resultaba útil para ese fin.
Visto desde ese ángulo, difícilmente podía culpar a los señores locales por jugar sus juegos de poder y agitar la olla como lo habían hecho: era, desde su posición, la respuesta lógica a la mano que les había tocado.
Todo era cuestión de cuánto tiempo tardaría en agotarse la paciencia de sus patrocinadores…
—Nuestros enemigos hoy eran bastante serios. Quién sabe, la próxima vez los que mandan podrían decidir dejar a sus tropas como distracción y huir.
—Querido, ¿no sería mejor abstenerse de predicciones tan preocupantes mientras estamos delante de todos los demás?
—¿«Preocupantes»? Nos iría mejor si, por una vez, el enemigo no nos hiciera perseguirlo, ¿no es así?
Desafortunadamente, en su mayoría recibí murmullos de descontento de quienes me rodeaban. Los únicos que animaban con entusiasmo pertenecían a mi séquito, y podrían salir al campo otra vez sin problemas si fuera necesario.
Vamos, Barón Strasbourg, tu gente no tiene ninguna garra. ¿Qué Imperio puede mantenerse mucho tiempo si no le da a su pueblo —su fundamento— razón suficiente para morir por su patria?
El hecho de que no pudiera hacer comentarios ligeros como estos incluso después de una victoria demostraba la falta de diligencia aquí: la misma falla de disciplina que había torcido las cosas en contra de este grupo desde el principio, a pesar de su ventaja numérica. El margrave estaba en problemas si tenía a tanta gente bajo su mando que necesitaba ser cuidada; y hablamos de aventureros, nada menos. Si contara con algunos pesos pesados más trabajando para él, eso haría una gran diferencia para mí. Me enfadaba que la Señorita Laurentius hubiera decidido no ayudar, quejándose de que no quería luchar contra las fuerzas de un señor local. Si su clan hubiera estado presente de vez en cuando para arrasar el campo de batalla, mi vida sería mucho más fácil.
—Perdón por siempre exigirte tanto, Margit.
—Creí que habíamos prometido que no dirías eso, querido.
Sentí un pequeño alivio con nuestra conversación absurda; no habría desentonado en un drama samurái. Necesitaba consolarme con las cosas más pequeñas para mi futuro previsible; ¿cómo más podría el Escudo de Marsheim mantener su brillo bajo toda la suciedad y la sangre?
[Consejos] Erich von Lobo es un caballero imperial conocido por muchos como el Escudo de Marsheim. Con una fuerza de menos de cien hombres, recorre la región sofocando el mal y apoyando a pueblos y cantones que han caído en tiempos difíciles.
Como líder de su propio escuadrón de élite, Erich ocupa una posición única. Otros bajo el mando del Margrave Marsheim lo miran con desprecio por sus libertades sin control, pero muchos soldados y ciudadanos lo tienen en alta estima. A pesar de haber dejado de lado su carrera de aventurero, su nombre sigue figurando en muchos romances heroicos.
Siegfried apartó la mirada de la pareja von Lobo, coqueteando como solo ellos podían, y dejó su taza vacía en el suelo. Siempre tenía la habilidad de encontrarse en situaciones difíciles —ya fuera por su propio diseño o por obra de Erich— pero los últimos años habían sido particularmente terribles.
Se había vuelto tarea común para él causar problemas entre el enemigo cuando las fuerzas imperiales necesitaban ayuda, y casi se había vuelto imprescindible para la retaguardia de sus aliados. Aunque algún subordinado ocasionalmente resultaba herido lo suficiente como para forzar su retirada, en todas las batallas en las que Siegfried había luchado, ni una sola vez había permitido que alguien muriera allí. Los poetas habían tomado fragmentos de la vida del hombre para usarlos en sus propias historias, tan deslumbrantes eran sus resultados.
En campos de batalla empapados del hedor a muerte, Siegfried a menudo se lanzaba a una turba de soldados enemigos que buscaban abatir a uno de sus aliados. Su resistencia inagotable era sobrehumana, y algunos sospechaban que debía estar tomando algo para poder seguir adelante.
En circunstancias ideales, el escuadrón de élite podía enfrentarse a un ejército varias docenas de veces mayor que ellos, pero Siegfried sabía que Erich no quería menos que ser aclamado como el héroe de una epopeya de guerra. Desde su posición comparable, Siegfried no sentía compasión por el otro hombre.
Normalmente, a un aventurero no le correspondía involucrarse en disputas entre naciones. El pacto había sido puesto a prueba severamente en los últimos años, pero la antigua promesa de los dioses todavía se mantenía: los héroes no se involucrarían en las guerras de los hombres, sino que lucharían contra los monstruos y calamidades que aquejaban a los creyentes de los dioses.
En otras palabras, la posición de Siegfried era precaria . Bailaba sobre la línea que separaba al héroe del soldado imperial, y los aventureros novatos hablaban mal de él a sus espaldas. Solo había evitado la censura de la directora de la Asociación porque Sir Lobo le había dicho que no era culpa de Siegfried; su mala suerte había hecho que coincidiera con Erich en la misma misión de sofocar bandidos, que se viera envuelto en una batalla en el destino, que no pudiera huir y que se viera obligado a entrar en la refriega. La excusa apenas se sostenía por sí sola, pero la directora la aceptó de todos modos.
En cuanto a su esposa Kaya, muchos pensaban que tampoco debía haberse involucrado tan profundamente con Erich. Lo que no sabían era que Erich se había postrado ante ella y le había suplicado que hiciera su parte por la seguridad de Marsheim. Siegfried sabía más que nadie que solo uno mismo tiene un entendimiento completo de su propia situación.
Después de que Nanna falleciera sin cumplir jamás la ambición de su vida, el Clan Baldur se había desmoronado. Kaya había recogido los pedazos y limpiado la tienda, transformándola en algo mucho más recto de lo que había sido nunca. Los miembros fueron reorganizados para que cualquiera con malas intenciones fuera expulsado de forma permanente. En otras palabras, Kaya tenía las manos llenas.
En toda honestidad, Siegfried había hecho mucho más de lo que cualquiera podría esperar de él por Erich. Claro, habían disfrutado de muchas aventuras emocionantes y confiado la vida el uno al otro, pero un hombre más racional se habría lavado las manos del asunto por completo. De todos modos, retirarse no era estilo de Siegfried. No podía ni se permitía esa opción. Tenía una esposa y dos hijos adorables, pero ¿y Ricitos de Oro, su amigo, que se había lanzado a cada aventura con la sonrisa del diablo? Ahora estaba forzado a una guerra que no le importaba, y la sonrisa ya no llegaba a sus ojos. Siegfried no podía soportarlo.
No sentía piedad y no ofrecía consuelo. Su papel en todo esto era mantenerse al lado de su camarada en el campo de batalla. Las revueltas eran largas, sí, pero no durarían para siempre. Algún día, se quitaría la pesada armadura —fuente de elogios interminables y júbilo para todos a su alrededor— se pondría de nuevo las viejas pieles que había guardado a salvo y volvería a una vida de aventuras. Siegfried planeaba unirse a él nuevamente en un viaje hacia lo desconocido solo una vez más ; el sueño de ese día lo enviaba de vuelta a la batalla una y otra vez.
Después de todo, sabía la agonía que sería escuchar que ese Ricitos de Oro había caído en el campo de batalla, en lugar de al final de una misión.
—Tch, emociones estúpidas…
—¿Eh, jefe?
El alcohol ya se le había subido a la cabeza y su grupo no estaba de guardia. Siegfried estaba a punto de acomodarse para dormir cuando uno de sus subordinados lo llamó.
Era un aventurero recién ascendido de color naranja-ámbar, a quien Siegfried había tomado bajo su ala. Era un audhumbla bendecido con una gran estatura, pero su propio código marcial le impedía confiar en ello en combate; todo en nombre de un enfrentamiento honorable. Era un tipo extraño, pero Siegfried había aprendido a confiar en esa extrañeza.
—¿Qué pasa?
—No-no pude evitar escuchar lo que decía Sir Lobo… ¿Es cierto que esto va a durar hasta la primavera?
—Si me lo preguntas a mí, el hombre es dos tercios profeta. Prepárate para lo peor.
El joven —bueno, era difícil para un mensch determinar la edad de un audhumbla— había sido confiado al cuidado de Siegfried por el cabeza de la Heilbronn Familie, quien quería al menos que su hijo menor se convirtiera en un aventurero recto. Como su padre, no era el tipo más apuesto, pero tenía la cabeza bien puesta.
Siegfried se veía a sí mismo como un tipo normal, pero los aventureros que lo seguían lo miraban con interés y desconcierto. Para ellos, era un hecho del mundo que Siegfried el Afortunado y Desdichado veía el mundo a través de una lente profundamente torcida. Si Siegfried hubiera sido un aventurero común y corriente, habría terminado esta relación con Erich hace mucho tiempo. Las batallas a las que llamaban al escuadrón de élite eran, en el mejor de los casos, enfrentamientos equilibrados, y en el peor, una masacre a punto de ocurrir. Cualquier persona normal habría mirado esos enfrentamientos y habría dicho: «No somos mercenarios», antes de presentar su renuncia.
Y, sin embargo, allí estaba Siegfried, entrando con calma en otra carnicería más, completamente acostumbrado al tipo de luchas que hacían temblar a los aventureros veteranos. Era absurdo que hubiera logrado acostumbrarse a esa vida.
—¿¡En serio?! ¿¡Esto va a durar otros seis meses como mínimo!?
—Basta de quejarte solo porque queda otra vuelta de estaciones. ¡No eres un novato! ¡Estás curtido! ¡Has vivido un poco!
—He matado, sí, le concedo eso. Pero no puedo decir con certeza si he vivido todavía. Nunca he estado con una chica. No tengo mucha suerte con mi apariencia…
—¿Eh? ¿En serio? ¡Eres naranja-ámbar! Juraría que alguien ya te habría arrastrado al barrio del placer en algún punto.
Siegfried se rascó la nuca con torpeza. Él tenía a Kaya y nunca había estado realmente interesado en pagar por esos servicios; había dejado que algunos de los otros aventureros en Marsheim mostraran a los novatos ese lado de la vida. Sin embargo, de alguna manera, su protegido se había escapado de esa lección.
Era una lástima que no tuviera posibilidad de tener suerte durante las patrullas con el escuadrón de élite; Siegfried necesitaba asegurarse de que volviera a Marsheim con vida. O bien, encontrar una viuda de buen corazón o un alma amable que no se preocupara por su apariencia durante un viaje de aprovisionamiento al siguiente cantón.
—Bueno, eso ya es una razón para no morir, ¿eh? Una vez pasé un invierno entero atrapado dentro de un laberinto de icór mientras nuestros suministros se agotaban gradualmente. Comparado con eso, esta guerra es un paraíso.
—Me preguntaba cuándo empezaría una de las famosas alardes de Dee.
—¡Oh, cállate! ¡Y llámame Siegfried!
En este aspecto, incluso alzar la voz no obtenía más que un cansado «Sí, sí» de su subordinado más confiable.
Al igual que Erich, Siegfried estaba muy lejos de donde quería estar. Claro, había acumulado un pequeño grado de fama y había regresado a Illfurth. Se habían escrito poemas sobre él, aunque no fueran a convertirse en clásicos. Pero su regreso a casa había sido mucho más discreto de lo que había pensado. Porque las historias detallaban las aventuras de «Siegfried» y no de «Dirk», todos en casa pensaban que Kaya lo había dejado por alguien mucho más impresionante. Su reputación había logrado depreciarse en su ausencia.
Había tomado un tiempo convencer a la gente de Illfurth de que sí, él era el Siegfried de las historias, y no, no era un tonto sin un centavo del que Kaya simplemente hubiera sentido lástima. Aun así, el daño ya estaba hecho. Cada vez que encontraba tiempo para volver, nunca era para una recepción festiva; solo otra ronda de las habituales burlas.
Su familia había venido a él con algunas solicitudes, y las había cumplido: darle a su abuelo una lápida más grandiosa y comprar de vuelta la tierra al terrateniente para entregársela a su inútil padre y hermanos. Pero aun así lo despreciaban. El punto de quiebre llegó cuando descubrió a dónde había ido el dinero que enviaba a casa: mantener a su familia bien abastecida de alcohol en la misma tierra, con el mismo arado oxidado para los caballos. Después de eso, no vio sentido en mantenerse en contacto.
La familia de Kaya lo trataba como siempre. No era sorpresa alguna. No solo había forzado a su única hija a cubrirse de hollín, sino que la había llevado una y otra vez a las fauces de la muerte. La madre de Kaya no le permitía llamarla «madre»; se concentraba en cambio en molestarlo para que entregara a uno de sus hijos y se hiciera cargo del negocio familiar.
Aunque Kaya había abandonado en gran medida la vida de aventurera, nunca había regresado a Illfurth.
Siegfried nunca cedió a las demandas de la madre de Kaya. Él y Kaya habían decidido que nadie podría obligar a sus gemelos a un futuro que no quisieran. La razón por la que Siegfried y Kaya habían huido de Illfurth era precisamente escapar de las presiones de futuros que nunca habían pedido; sería ir en contra de todo lo que representaban hacer lo mismo con sus propios hijos. Ya fuera que su hija intentara ponerse su armadura o su hijo saliera a recoger hierbas, Siegfried permitiría que sus hijos hicieran lo que desearan. Un padre a menudo muere antes que sus hijos, pero Siegfried quería irse con la seguridad de haberles dado los medios para elegir su propio rumbo y mantenerlo hasta encontrar una mejor idea.
La familia de Kaya, ansiosa por herederos, significaba que él apenas regresaba a Illfurth. Le molestaba no haber podido convertirse en un aventurero gallardo, cuyas historias contaran las madres a sus hijos antes de dormir, sin siquiera una placa en la plaza del pueblo.
A medida que la noche avanzaba, tanto Siegfried como Erich pensaban en sueños que aún parecían tan lejanos.
—Viejo… quiero salir de aventura…
—¡Apuesto a que escribirán una historia sobre tu desempeño hoy!
—Pero no quiero ese tipo de cosas… Las epopeyas de guerra simplemente no son lo mío…
Era tarde, y Siegfried ya no se preocupaba por preparar su lecho. Se extendió en el suelo, ignorando la fiesta que todavía seguía en pleno apogeo, y fijó la vista en la luna.
Hacía mucho tiempo que había empezado como aventurero. Ya no era el chico enclenque acurrucado junto a la hoguera, temblando con un abrigo.
Mientras Siegfried pensaba en cuándo sería la próxima aventura de verdad , cerró los ojos lentamente y dejó que el sueño lo envolviera.
[Consejos] En el pasado lejano, los dioses decidieron que nada bueno surgiría de un héroe legendario uniéndose a la batalla y segando a la línea enemiga como trigo en el campo. Por ello, crearon un pacto que prohibía a los aventureros participar en guerras entre naciones.
Sin embargo, hubo casos en que los dioses hicieron la vista gorda: situaciones que se les escapaban, aventureros aliados que recibían el beneficio de la duda, o aquellos casos raros y extremos donde el resultado, sin la intervención de un aventurero, sería demasiado terrible incluso para que los dioses lo contemplaran. Fuera de ello, los dioses no permiten que los aventureros presten ayuda en asuntos de guerra.
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