Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 9 Canto 1. Inicios de la Primavera del Decimosexto Año Parte 4

Siegfried solo se dio cuenta de que estaba sudando cuando una gota salada le llegó a los labios.

Después de la aventura del invierno pasado, aquel aspirante a héroe por fin había adquirido la confianza de ser un hombre de verdad, y no solo un fanfarrón con sueños de grandeza. Aun así, no podía reprimir la ola de miedo que lo recorría en ese instante. El valor que había templado en el fuego de la batalla parecía encogerse mientras recibía las miradas fulminantes de todos los maleantes del tugurio más peligroso del barrio. Por desgracia para Siegfried, aún no había sido puesto a prueba en este tipo de situación. Sentado en El Calamar Tintero, Siegfried maldijo a Erich —su compañero y, debía admitirlo, su camarada— por haberlo arrastrado a un lugar tan espantoso. Claro que todo esto lo decía únicamente en su mente.

El cerebro de Siegfried trabajaba a toda marcha tratando de analizar su situación. Sí, había dicho que haría cualquier cosa. Soñaba con ser ese tipo de héroe que respondía a cualquier llamado. ¡Pero esto era distinto! Estaba en un escondite infame de aventureros sedientos de sangre; no había ni un alma allí que no pareciera capaz de degollarlo con una sonrisa. ¿Cómo demonios había hecho Erich para meterse allí sin cita previa?

Si el joven aventurero hubiera tenido el valor suficiente para ignorar la presión que lo aplastaba, habría tomado a Erich del cuello de la camisa y le habría gritado en ese mismo momento.

«Necesitamos crear suficientes conexiones para no perder frente a ninguna organización», eso era lo que Erich había dicho. Entonces, ¿por qué, en nombre de todos los dioses, estaban allí, en uno de los lugares más aterradores no solo de Marsheim, sino de todo Ende Erde?

La lógica era sólida. Aunque le había molestado un poco que Erich insistiera en el punto como si le hablara a un niño, incluso Siegfried entendía lo que significaba hacerse tan fuerte que nadie se atreviera a tocarte

Siegfried admiraba la idea de ir por su cuenta, como su épico homónimo, pero esa opción había quedado descartada desde que decidió que él y Kaya estaban juntos en esto. Además, no era un completo soñador: sabía que no podían obtener de inmediato el poder ni la influencia necesarios para protegerse de los juegos políticos de los poderosos de la ciudad. A su parecer, el método más rápido para asegurar su posición sería o bien conseguir el respaldo de una fuerza influyente, o convertirse en los jefes de un grupo al que todos prefirieran no acercarse. Habían comenzado a trazar un plan porque la primera opción no les gustaba, así que ahora estaban allí, intentando lograr la segunda.

Aunque ninguno de los dos jóvenes aventureros deseaba fundar un clan, comprendieron que necesitarían formar algún tipo de coalición flexible para elevar su estatus. Siegfried había decidido acompañar a Erich en su plan de consultar a un aventurero veterano en busca de consejo, pero jamás habría imaginado que terminarían en El Calamar Tintero.

Apestaba a sangre y alcohol barato. En cada rincón oscuro —y abundaban los rincones oscuros— los parroquianos afilaban dagas y pulían puntas de flecha. Era la imagen viva de un nido de víboras, de arriba abajo. Otros locales, como El Ciervo Dorado, podían ofrecer una imagen más deprimente, con sus borrachos parlanchines y casos perdidos sin remedio, pero ninguno era tan escalofriante como aquel.

—Así que sigues vivo. La fábrica de rumores ya empezaba a pensar lo contrario; llevas tanto tiempo desaparecido.

La persona más aterradora en la sala era la ogra sentada justo al fondo de la taberna. Siegfried nunca había encontrado a un ser pensante de su talla. Era bella —su postura relajada en la silla la hacía parecer más una estatua de bronce que una persona— pero irradiaba un aura de amenaza que le hacía sentir como si sus partes más íntimas se recogieran buscando terreno más seguro. Estaba seguro de no ser el primero en sentirlo, ni de ser el último. Por el lustre azulado de su piel a la luz de las velas, Siegfried supo que ni su preciada lanza podría jamás perforarla. Incluso su cabello cobrizo tenía un aire marcial y sofisticado: despeinado, pero no desaliñado.

Su cansancio y apatía habían desaparecido. Quedaban susurros de fatiga y sombras bajo los ojos, pero la fuerza de la ogra había vuelto a afilarse, pulido meticulosamente hasta quitarle todo rastro de óxido; era más que suficiente para poner a temblar a un aventurero novato que apenas había hecho un par de trabajos importantes.

—Aún así, sabía que no eras del tipo que se deja matar, así que a ninguno de nosotros aquí nos importaban los rumores, ¿verdad? —continuó, señalando a sus subordinados.

Rugidos toscos de risa brotaron de sus secuaces; se carcajearon y se mofaron de Ricitos de Oro. Siegfried no lograba entender cómo su compañero, ese hombre con quien había compartido plato tras plato de sopa insulsa en el laberinto de icór, podía mantenerse impasible ante tantas burlas.

—Debo disculparme por el terrible retraso en mis saludos de Año Nuevo, —dijo Erich—. Me vi atrapado con un trabajo bastante serio.

¿Cómo podía Ricitos de Oro comportarse con tanta calma ante esa belleza lánguida? Cualquier persona normal se habría postrado en el suelo suplicándole perdón, hiciera lo que hiciera. A Siegfried le resultaba tan extraño ver a Ricitos de Oro pasar de ese habitual aire sombrío y medio burlón a un habla totalmente urbana, elegante y cortés. No sabía explicar por qué la cortesía de Ricitos de Oro le olía raro. Era como si bajo la superficie de su sombra habitara un horror innombrable y codicioso, imposible de describir.

En verdad, Erich no era tan distinto de Siegfried: un chico torpe y sentimental que solo vivía por la aventura.

—Oh, pensaba que te veías un poco más refinado que antes; estuviste de viaje, ya veo. ¿Y qué, si se puede saber, fue tu estimada victoria?

—Nada digno de contar a la vuelta. Simplemente pusimos fin a una rencilla que llevaba pudriéndose muchos, muchos años.

—No, no, no, eso no vale. ¡Tu modestia nubla los ojos a la gente! Al menos dale al enemigo que venciste la dignidad de ser mencionado con algo de alabanza. ¡Si no, bien podrías escupirme en la cara!

Un escalofrío recorrió a Siegfried ante esas últimas palabras. ¿Lo había oído bien? Al unir el contexto no dicho, Siegfried solo pudo suponer que Ricitos de Oro había derrotado a esa poderosa guerrera…

—Fue una aventura que duró todo el invierno. Hah… me preocupaba más morir de hambre que atravesado por una espada en el corazón.

—Ahh, una guerra de desgaste. Sí, una bestia difícil de enfrentar. Nosotros también seríamos nada sin suministros. Como puedes ver, somos de buen comer. El campo de batalla en casa era bastante horrible, te lo aseguro. Terminamos asaltando al enemigo solo para robarles los caballos y comérnoslos.

La ogra soltó una carcajada atronadora, luego apoyó el codo en la rodilla, descansó la cabeza sobre la palma de la mano y fijó firmemente su mirada en Siegfried. El joven aventurero sintió que aquel brillo dorado lo estaba desmenuzando, como si fuera una presa atrapada en las fauces de un gran águila. Instintivamente bajó su centro de gravedad… rodillas levemente flexionadas, el peso en las caderas: la postura que adoptaba al empuñar su lanza. Pensando que solo venían a hablar, ni siquiera había traído un cuchillo.

—Ahora sí pareces un guerrero. ¿Tu nombre?

Sonrió; pero no era una sonrisa de alegría, sino el gesto de quien muestra los colmillos. Los suyos eran grandes, incluso para una ogra.

—Mi nombre… Mi nombre es Siegfried de Illfurth.

La respuesta salió sin pensar, sin vacilación. Sieg sabía, en lo más profundo de su cerebro primitivo, que quedarse inmóvil ahora solo invitaría a la bestia frente a él a lanzarse al ataque. Envuelto en su larga sombra, su acostumbrado tono tosco fue reemplazado por toda la cortesía que sabía emplear. Las tres personas con las que más tiempo pasaba usaban un lenguaje refinado, y sin darse cuenta había absorbido algo de sus fundamentos.

—Muy bien. Yo soy Laurentius la Libre, de la Tribu Gargantúa. Espero que podamos continuar esta relación.

—Po-por supuesto.

Parecía que el aspirante a héroe había pasado la prueba de la ogra. Si se tratara de la misma Laurentius que Erich había conocido al principio —la depredadora apática que se alimentaba de las presas que sus subordinados le traían— Siegfried ya estaría gritando en el patio en cuestión de minutos.

—Me alegra que hayas encontrado a alguien digno de sostener las riendas a tu lado en el campo de batalla. Ah, aunque una ogra no sabría gran cosa de cómo se siente un caballo bajo la silla. Solo sabemos que hacen «crunch-squish».

La carcajada de Laurentius resonó hasta el techo. Tras terminar su evaluación del aliado de Ricitos de Oro, la guerrero ogro señaló con un movimiento de mentón al camarero que estaba tras la barra con expresión aburrida; tráenos licor.

—Entonces… dudo que hayas venido solo para aliviar mi aburrimiento, ¿no? —dijo, dirigiéndose a Erich.

—Tu intuición sigue tan aguda como siempre.

—No pareces tener ánimos para otro baile. ¿Necesitas guerreros para una batalla? Puedo enviarte algunos, si hace falta.

Laurentius no necesitó explicar que se sobreentendía un pago adecuado. El tabernero se acercó y sirvió bebidas para los tres. Las jarras eran grandes, pero al alzarlas Laurentius, parecían frascos de medicina en su mano. Para los dos mensch, en cambio, aquello sí que era una buena ración.

—Ugh…

Siegfried no pudo evitar encogerse al aspirar los vapores que se elevaban del licor. Tenía una tolerancia promedio para un súbdito imperial, y no es que no disfrutara de un buen trago fuerte; aun así, era la primera vez que se enfrentaba a ese tipo de bebida.

Erich dio un sorbo rápido sin inmutarse y luego dejó escapar un suspiro satisfecho.

—Mmm… Muy bueno. Ginebra de las islas del norte, ¿cierto?

—He estado tomando más encargos para despabilar este cuerpo oxidado mío. Me siento más fuerte que antes, así que he estado reinvirtiendo en la selección de este viejo lugar. De vez en cuando me sorprenden con una bebida como esta.

Podía parecer raro que un cliente entregara dinero extra a un local físico para mejorar la calidad general, pero no era un pasatiempo inusual para un bon vivant con las arcas llenas. Invertir en algo local y usar el propio nombre para mover el producto tenía sus raíces en la mismísima Era de los Dioses.

Laurentius no estaba invirtiendo en capital propiamente tal, sino que canalizaba su dinero hacia el tabernero para que pudiera añadir variedad al stock del Calamar según su criterio; un método perfectamente acorde para alguien tan excéntrica.

—¿Có-cómo puedes soportar esto, viejo? Solo el olor ya me revuelve el estómago, —dijo Siegfried.

—Solo los fanáticos más devotos del licor beben esto puro, —respondió Erich con toda naturalidad—. En realidad, yo apenas puedo dar un par de sorbos. ¿Te molesta si le agrego un poco de agua?

—¿Eh? Ah, claro, supongo que es un poco fuerte para ustedes los mensch. ¡Perdóname, a veces te considero un ogro más duro que yo misma!

Ricitos de Oro se encogió de hombros, divertido por la profunda carcajada de la ogra, mientras Sieg dejaba su jarra en la mesa, agradecido de no haber probado el trago aún.

Siegfried conocía sus propios límites. Cuando habían llevado a Jonas Baltlinden, los celebrantes lo habían emborrachado a tragos, y al día siguiente había pasado las horas encorvado sobre un balde, murmurando disculpas incoherentes que nadie respondería. No podía olvidar el fastidio de Kaya; más amargo incluso que el té que le dio para aliviar la resaca.

—Verás, estoy en una situación que me está golpeando mucho más que esta bebida. Como veterana del oficio, quería pedirte prestada algo de tu sabiduría, para poder montar una mejor defensa.

—¿Ah, sí? Bueno, lo único de valor que puedo ofrecerte es mi espada.

—Sí, pero diriges un clan de docenas. Quería preguntarte qué cadena de eventos te llevó a esa posición.

Laurentius puso una expresión curiosa ante el inesperado comentario de Ricitos de Oro antes de dar un enorme trago de ginebra directamente de la botella. Luego tomó la jarra de Siegfried —adivinando con razón que era demasiado para él— y también la vació.

—Hmm… ¿Así que quieres fundar un clan?

—No exactamente. Convertirse en alguien como el Santo Fidelio, en cuya vida nadie se atreve a entrometerse por entendimiento común de las consecuencias, no es tarea de días ni semanas. Solo deseo mejorar mis conexiones y mi red de información; no busco dinero ni poder.

Aunque Erich solo había tomado un sorbo de alcohol, estaba visiblemente mucho más ebrio que cualquiera en la habitación; ebrio del encanto de la aventura.

—Esperaba que pudieras ofrecerme algún consejo basado en tu propia experiencia al construir una base segura para ti misma, considerando que fundaste uno de los clanes más temidos de Marsheim.

—¿Consejo, dices…?

Erich era mucho más joven que ella, un aventurero novato que la había sacado de su apatía —un hombre que aún insistía en que había perdido aquel duelo—, y Laurentius sintió un leve rubor al ser quien debía dar consejos. Miró al vacío mientras meditaba la pregunta.

—No estoy segura. Simplemente… como que pasó.

—¡Vamos, jefecita, eso no es cierto en absoluto! —gritó uno de los veteranos del Clan Laurentius, un gnoll que servía como ayudante y contable—. ¿No recuerda mi primer día aquí?

—¡Por supuesto que lo recuerdo! Pero… hmm, estaba bastante ebria. Supongo que simplemente seguí la corriente, ¿sabes?

—¡Me partes el corazón!

Si los géneros hubieran estado invertidos, aquello habría sido la típica riña cómica de una pareja de ancianos. El pobre Kevin parecía verdaderamente conmocionado por la noticia. Cayó de rodillas sobre el suelo de la taberna, cubierto de grasa y polvo. Aunque la calidad del licor había mejorado, jamás se habían molestado en contratar a un mejor encargado de limpieza.

—Je-Jefecita, entonces… ¿no recuerdas cuándo me uní? —intervino Ebbo, otro de los veteranos, en la misma línea que Kevin, señalándose la cara.

Laurentius, evidentemente, no quiso responder. Apartó la mirada del hombre tembloroso, pero su silencio lo decía todo.

—¡E-esperen, todos! ¡Respiren hondo! ¡Ustedes son mis valiosos subordinados! ¡Simplemente no recuerdo cómo llegamos a esto; no recuerdo el momento en que pasamos de ser una banda a un clan!

La ogra hizo todo lo posible por calmar a sus adorados subordinados, quienes rompieron a llorar uno tras otro. Ver a aquel grupo de fornidos y cuadrados guerreros sollozando contra el colosal pecho de su líder dejó a Sieg y Erich completamente desconcertados.

—No es como si hubiéramos tenido una fiesta para celebrar nuestra fundación ni nada. ¡Simplemente terminamos aquí! ¡Para mí, fue como si el clan se hubiese formado sin que yo hiciera realmente nada!

Erich dio un sorbo a su licor. Aquella «confesión» parecía al mismo tiempo vital y completamente inútil. En pocas palabras, el clan se había formado en torno al magnetismo natural de Laurentius (o, dicho de forma menos amable, simplemente se habían congregado en torno al punto más alto que vieron a la distancia); y eso era todo.

Los hombres que servían bajo su mando habían visto en su agotamiento, su desesperación y su refugio en la bebida un reflejo de sus propias vidas. La vida de aventureros había drenado su espíritu y quebrado sus ambiciones, y ese anhelo compartido por una victoria los unió de forma inquebrantable. Solo eso había permitido que permanecieran juntos y esquivaran el puño de hierro de la ley, incluso mientras el clan crecía hasta alcanzar un tamaño descomunal.

—Oye, Erich… ¿Deberíamos escabullirnos?

—Nah, sería más grosero huir de esta situación. Aunque, siendo sinceros, Sieg… ¿tienes las agallas para levantarte y salir en medio de esto?

Siegfried lo pensó un momento y se dio cuenta de que Erich tenía toda la razón.

Perdido entre la intensa atmósfera de la taberna, la abrumadora belleza de la ogra y aquel extraño caos, Siegfried había olvidado por completo la pregunta que tenía en la punta de la lengua: ¿cómo demonios había terminado Erich mezclado con semejante grupo de inadaptados? Era, sin duda, el peor momento para preguntar, tanto así que la duda se le borró de la cabeza.


[Consejos] A diferencia del modo más deliberado en que se forma una compañía, los lazos sueltos entre aventureros pueden evolucionar y transformarse, fundando una institución antes de que uno siquiera se dé cuenta.


Cuando una situación se salía de control, siempre existía una opción nuclear capaz de disipar las preocupaciones de muchos de golpe: organizar una fiesta y dejar que todos bebieran hasta desplomarse.

Aquella escena había tenido lugar en El Calamar Tintero.

Al ver a los parroquianos desplomarse donde estaban, las camareras habían renunciado a la paga del día y abandonado el local tal como estaba: completamente destrozado. En cuanto al dueño, había aceptado el caos como parte del costo de hacer negocios y se había puesto a beber hasta caer en un plácido sopor.

Siegfried y yo permanecíamos despiertos —nos habíamos refugiado en un rincón para evitar el fuego cruzado—, al igual que la propia Señorita Laurentius.

—Hic… —Incluso ella tenía sus límites. Seguirle el ritmo a todo su clan mientras ahogaban las penas había puesto a prueba sus fuerzas. Estaba hundida en su silla, completamente ebria, el rostro adquiriendo un tono azul aún más intenso y brillante—. Ugh… ¿Qué hora es?

—Hace un rato que sonó la campana del crepúsculo.

—¿Ah, sí? Hemos estado bebiendo… casi medio día.

Para ser sincero, cuando llegamos me sentí algo aliviado. A simple vista, se la veía mucho menos destrozada: con los ojos más vivos, el semblante más saludable… probablemente porque últimamente se había contenido bastante con la bebida. En otras palabras, era evidente que había retomado la vida de una guerrera sana.

Su cabello, antes indómito, estaba ahora cuidado; me había pedido que se lo cortara una vez, cuando no lograba darle la forma que quería. Su ropa, en cambio, seguía siendo la misma de siempre: prendas modestas que no le ajustaban del todo bien. Aún quedaban algunos vestigios de su antiguo descuido, pero en general estaba mucho más presentable que antes.

La reunión había concluido con un tipo de «comunicación no verbal» para reconciliarse con sus subordinados: empujones, peleas, el tipo de cosas que a esos brutos musculosos parecían gustarles. Todo ello, sumado a su breve indulgencia con la botella, la había dejado en un estado lamentable.

—Lo siento… Al final no logré darte ningún consejo decente.

—Para nada. He aprendido mucho.

No era cortesía: en cierto modo, la experiencia había sido reveladora. Había descubierto que la belleza y la fuerza marcial podían hacer que la gente se rindiera ante uno sin necesidad de construir lazos reales. Incluso el cansancio vital de la Señorita Laurentius tenía su propio atractivo. Y, claro está, ayudaba el hecho de que entre los aventureros abundaran los pobres diablos con más agallas que cerebro.

Aquello era información sumamente útil. Tanto en esta vida como en la anterior, siempre me había sentido atraído por la estructura formal, las normas sociales, la autoridad y la disciplina institucional. En mi vida pasada había seguido el camino típico de los graduados universitarios japoneses: la agotadora búsqueda de empleo hasta entrar en una empresa cuyo nombre ya ni recordaba; y aquí, había sido invitado por Lady Agripina a trabajar para ella. En ambas vidas, jamás había formado parte de un grupo tan orgánico… ¡diablos, apenas sabía que algo así podía existir! Incluso en lo que respecta a mi antiguo pasatiempo, había tenido que crear ese espacio por mi cuenta, alquilando una habitación en un departamento para que mis amigos y yo tuviéramos un lugar donde reunirnos y jugar. La asistencia variaba —la gente solía dejar de ir con el tiempo—, pero todos se unían por voluntad propia y contribuían gustosos para mantener aquel espacio común que habíamos construido juntos.

Y luego estaban Siegfried y Kaya. Los había reclutado yo… o mejor dicho, prácticamente los había arrastrado a mi círculo de amigos.

Ver al Clan Laurentius formarse casi por sí solo fue todo un descubrimiento. Los aventureros, que vivían al día como lo hacían, oscilaban salvajemente entre perseguir sus sueños y atender sus necesidades prácticas. No hacían falta juegos mentales ni trucos baratos para reunir a un grupo: bastaba con encontrar algo por lo que todos pudieran buscar, un camino por el que andar como uno solo.

—Hace tiempo que no me sentía así… qué raro, luchar por mantener los ojos abiertos tras una noche de jolgorio… híc…

La Señorita Laurentius se apartó el pelo de la cara y soltó una risita autocrítica. Extendió la mano hacia la botella, pero tras vacilar un instante tomó la jarra de agua en su lugar.

—Bebí para calmar el hambre. Pensé… si embotaba mis sentidos con… hic… licor, podría olvidar mi ansia de combate.

Tras beberse la mitad de la jarra de un trago, se echó el resto por la cabeza. Frente a su belleza lánguida, no era difícil entender por qué su club de rufianes ebrios sentía tanto apego por ella. Ver a alguien tan fuera de tu liga en fuerza pero, al mismo tiempo, completamente desencantado con el mundo, te incita a admirarle y a arroparle. Sí, claro: por eso las estrellas sin un centavo de la música siempre tienen fans.

—La sensación ardiente de llevar el cuerpo al límite eclipsa con creces la quemazón del alcohol… pero por débil que sea la imitación, me permitió engañarme un rato. Y al final me encontré en el fondo del barril…perezosa y desesperada.

La guerrero ogro se quitó las gotas de agua de la frente con un gesto, aunque la niebla del alcohol no se disipaba tan fácil, y se incorporó. A pesar de las vacilaciones en su hablar, interrumpidas por hipo y por momentos, su porte no mostraba debilidad alguna. Me quedé atónito de la cantidad de cosas que podían cambiar en tan poco tiempo. Si volviera a enfrentarla con mi limitación de no usar magia, estaba seguro de que perdería. No pude evitar pensar en la señorita Lauren; ¿qué fuerza habría tenido para hacer huir a ese espantoso ejemplar de guerrera? Un escalofrío me recorrió al pensarlo.

—Pero no sirve… Si recuerdo ese fuego… el infierno que me espera en mi límite absoluto… siento ansias de sangre… y de muerte.

Embotada por el licor, empezaron a aflorar sus apetitos ogrescos. Así como los mensch no aguantan más hambre o sed literal, los ogros anhelan la emoción de un buen combate. No es el tipo de subidón abstracto que otras razas obtienen por la superioridad o por la aprobación de los supervivientes: la lujuria de una ogra por la batalla la impulsa más allá que sus impulsos por comida, sexo o sueño. Cuanto más sube, más insoportable es el hambre; o más difícil de saciar.

—Sí… vuelve a mí. Lo veo más claro ahora… La victoria nunca fue mi objetivo… solo la batalla.

Para la gente normal, una batalla es algo que superar para alcanzar la victoria o la muerte; para las ogras, esas son meras ventajas añadidas al final. La verdadera atracción es el peaje emocional y físico del enfrentamiento; preferir la muerte o la victoria viene a ser como preferir cierto licor a otro.

—Todo lo que quiero… es desatar todo lo que tengo… y caer en batalla cuando mi hambre se haya saciado. Je… siempre fui la oveja negra de mi tribu. —La Señorita Laurentius se movió con pasos suaves y perezosos, y levantó sin dificultad las enormes espadas gemelas que yacían junto a su silla. Se las sujetó al cinturón de cuero y mostró otra sonrisa llena de colmillos—. Fuego… necesito fuego. Sin él no puedo vivir. El fuego abrasador que nace de que otros te empujen siempre hacia adelante. Creo que… esa es la esencia de un grupo como el nuestro.

Con esas palabras, todo pareció encajar.

El mundo estaba lleno de personas a las que podíamos dar valor al vincularnos con ellas. De esa clase de gente se habían levantado naciones. Liu Bang, el emperador Gaozu de Han, difería de la Señorita Laurentius en muchos aspectos, pero la forma en que habían reunido seguidores era la misma: ambos poseían la fuerza para atraer a otros y hacer que quisieran vivir y morir a su lado.

Era fácil decirlo, pero parecía imposible imitarlo. Tal carisma no podía invocarse a voluntad: se nacía con él.

—Pero tú, Erich… tú encendiste el fuego bajo mis pies. Tienes… talento. —La ogra arrastró su cuerpo entumecido por el alcohol hacia la escalera. Por desgracia, ya no tenía energía para encargarse de su clan en ese estado—. Hambre y fuego. Las personas se moverán si les recuerdas lo que esas cosas significan para ellas. Je… híc…

La escalera de madera crujió bajo su peso, un eco del vacío que la Señorita Laurentius llevaba en su propio corazón.

—Siéntete orgulloso. Mi espada es tuya… si la necesitas. Siempre estaré lista para proteger tus dones de que te sean arrebatados. No olvides… que tú fuiste quien me hizo esto. —Con una risotada ronca, la Señorita Laurentius desapareció de la vista mientras subía el camino hacia su habitación.

—Uuf…

Siegfried y yo soltamos un enorme suspiro, liberando la tensión que habíamos estado conteniendo. Habíamos soportado durante demasiado tiempo la increíble presencia de la Señorita Laurentius; algo que ningún borracho corriente podría imitar. Nuestro cerebro sabía que no era una batalla, pero nuestros sentidos estaban en alerta máxima. No podía ser bueno para el corazón, eso seguro.

—Vámonos a casa…

—Sí, ni lo digas…

Había presentado a mi amigo ante un poderoso clan y recibido algunos consejos. Había sido un día provechoso, pero, por todos los dioses, estábamos agotados. Ni siquiera habíamos bebido tanto; era la presión del ambiente lo que nos había dejado drenados.

Carisma, ¿eh? El poder de atraer a los demás hacia ti…

No era un concepto ajeno para mí. Cuando me harté de los matones de poca monta que entorpecían mis aventuras, mejoré mi habilidad de Negociación. Y cuando hojeaba mi árbol de habilidades buscando algo que me permitiera echar raíces, vi un rasgo bastante costoso: Carisma Absoluto.

Era un rasgo reservado a los fundadores de naciones o héroes legendarios, así que, incluso con toda la experiencia gratuita que obtenía de Fama Resplandeciente, seguía siendo una inversión cara. Me había centrado mucho en habilidades y rasgos que reforzaran mi poder de combate directo —nunca se sabía cuándo una bestia de nivel divino podía emboscarnos—, pero parecía que había llegado el momento de decidirme.

Por suerte, la cantidad de batallas que habíamos librado me había dado experiencia directa, y además obtuve experiencia adicional de Fama Resplandeciente por todo el asunto. Después de todo, nuestra misión no había sido solo ganar simpatía por la situación en Marsheim: habíamos sido pequeños canarios enviados a las minas, para ofrecer nuestra propia evaluación de la situación. Y, como era de esperar, nuestro regreso había hecho correr muchos rumores.

Y aun así… seguía sin ser suficiente para conseguir Carisma Absoluto.

No era algo tan sorprendente. Esa pequeña habilidad podía asegurarte la vida entera. Era increíble, pero requería cierta fineza en términos de build y uso si uno quería emplearla para provocar cambios drásticos en su existencia.

Costaba tanto como cinco rasgos menores; las ventajas que otorgaba venían a cambio de una potencia reducida. Exigía una cautela absoluta. Sin embargo, cuando consideré sus aplicaciones prácticas, el precio me pareció justo.

Yo había comprado la versión barata de Carisma Absoluto, así que, según las reglas del mundo, parecía que había superado suficientes pruebas como para obtener un buen descuento, pero aun así me costaría todos mis ahorros… y más.

En ese momento, sentí cierta envidia por la valentía despilfarradora de Siegfried.

—Pensaba que podríamos hacer otra visita pasado mañana.

—¿Hablas en serio? Viejo, no quiero repetir el día de hoy.

—Sí… Nos ensuciaremos un poco las manos en este próximo viaje, así que tendré que prepararte antes de ir. No tiene sentido meterse en todo ese asunto de las drogas sin estar listos.

—¿¡Drogas!? ¡Así que admites que has estado tratando con adictos! ¡Con razón todos los novatos quieren mantenerse lejos de ti!

—¿¡Qué?! ¡Espera, Sieg, ¿la gente piensa eso de mí?! ¡Si lo único que he hecho es tratar de llevar una vida de aventurero decente!

Siegfried y yo nos burlábamos el uno del otro mientras caminábamos por la fresca noche, con el corazón lleno de nuevos descubrimientos.


[Consejos] Se dice que los tres grandes deseos de los humanos son la comida, el sexo y el sueño. Sin embargo, el hambre de batalla de los ogros supera a los tres. Algunos investigadores incluso señalan que su deseo de luchar podría sobrepasar la sed de sangre de los vampiros.


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