Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 9 Canto 1. Inicios de la Primavera del Decimosexto Año Parte 5
Tras dos días de quebrarme la cabeza intentando comprender las complejidades que implicaba formar un clan, decidí que era hora de recurrir a mi carta maestra, por muy sucio que me hiciera sentir.
—Vaya… Te ves con buena salud. Tus brazos y piernas siguen… unidos a tu cuerpo… Qué espléndido.
Sí, había concertado una cita con la líder del Clan Baldur, Nanna Baldur Snorrison.
—Tal como lo habías advertido. Seguimos adelante y, a pesar de todo, logramos regresar sanos y salvos.
—Era un encargo con un hedor bastante desagradable. Me preguntaba por qué… algunos clientes de la Asociación estaban tan molestos.
Como siempre, la delgada (aunque inexplicablemente curvilínea; preferí no pensar en qué clase de horror alquímico bebía para mantener esa figura) desertora del Colegio estaba fumando una mezcla de lo más potente. Podía decir con solo olerla que una calada me mandaría directo al suelo.
Había desistido de traer a Siegfried conmigo, sobre todo porque Kaya no lo había permitido. Mi Barrera Aislante podía protegernos de los distintos humos y vapores del lugar, pero Kaya —quien mejor conocía los peligros del trabajo de Nanna— había decidido que no podía, en conciencia, permitir que su compañero pusiera un pie en un sitio tan peligroso.
Decía que aún no tenía la habilidad suficiente para crear antídotos contra los venenos que afectaban al cerebro. Más valía prevenir que curar.
Y así fue como terminé yendo solo.
Margit se había tomado el día libre. Anoche… bueno, digamos que nos habíamos divertido un poco más de lo habitual, y la había dejado durmiendo. Antes de quedarse dormida, había murmurado algo sobre «devolverme lo de la última vez», así que supuse que había algo en nuestra primera vez juntos que la había molestado. A veces, la intimidad se intensifica cuando guardamos pequeños deseos o pensamientos secretos hacia nuestra pareja, así que decidí no indagar más.
—¿Y bien? ¿A qué debo el honor de tu visita hoy?
Nanna sonrió con malicia mientras se llevaba la pipa de agua a los labios. Yo di una profunda calada a la mía antes de ir al grano.
—Últimamente me he visto interesado en descubrir cómo manejar mis asuntos sin que los peces gordos del mundo quieran poner sus garras en mí. Pensé que tú podrías tener algo de sabiduría al respecto.
Los ojos de Nanna —con esas ojeras tan profundas que parecía llevar maquillaje— se abrieron sorprendidos ante mi comentario. ¿Por qué me pareció tan linda en ese momento? ¿Será que mi primera noche de placer había desajustado todo mi cuerpo? Dioses, debía poner freno a esos pensamientos desbocados. Yo no quería convertirme en uno de esos hombres que mueren jóvenes por no poder controlar sus impulsos.
—¿Consejos, dices? En otras palabras… ¿quieres evitar que te expriman hasta dejarte seco… haciendo trabajo sucio político?
—En resumen, sí.
—Ya veo… Vaya dilema el tuyo.
Nanna me había contado desde el principio que nuestra aventura en el laberinto de icór había llegado a nosotros a través de un intermediario al servicio de un noble menor. Ella sabía que el vizconde Frombach —encargado de Zeufar, nuestro destino— estaría en Berylin por asuntos sociales. En otras palabras, era muy probable que las fuerzas políticas estuvieran implicadas en mi problema actual. Naturalmente, pensé que quien había visto venir esto desde lejos tendría una perspectiva única sobre cómo evitarlo.
Nanna guardó silencio un momento y luego exhaló una bocanada de humo.
—La solución más sencilla, —dijo— es formar un vínculo con uno o dos clientes generosos… de esos que nadie querría eliminar.
El Clan Baldur había sobrevivido tanto tiempo, a pesar de lo profundamente ilegal de su oficio, precisamente porque tanto los comerciantes del mercado negro como los del gris y el blanco dependían de ellos. La cultura de drogas en Marsheim era antigua y sólida; mientras la porquería que circulaba no amenazara el orden establecido, nadie se inmutaba.
Fuera cual fuera el veneno, mientras existiera la necesidad de huir un poco de la realidad, siempre habría demanda de intoxicantes. En ese sentido, la droga no difería mucho del alcohol. Considerando la larga historia del alcohol en la Tierra, no era de extrañar lo mal que había resultado la prohibición en Estados Unidos. En una era sin leyes firmes, en un mundo más caótico aún que aquel del que yo venía, se necesitaban compromisos mucho mayores. El Clan Baldur era la respuesta de Marsheim a esas condiciones.
Y dadas las circunstancias, el consejo de Nanna era más que acertado
—¿Debería… presentarte a un mediador… que se encarga de muchos trabajos aparentemente impolutos? Tiene buena relación con el Imperio… y vínculos con señores locales que han cambiado de actitud… además de otros clientes fuera de Marsheim. Parece… bastante ajeno a todo este entramado.
Ahh, claro, un mediador. Era una opción.
Era difícil conocer los entresijos de un encargo antes de aceptarlo. Hacía falta una cantidad increíble de tiempo y recursos para verificar no solo un posible trabajo, sino al propio cliente, sobre todo antes de haberte comprometido. Era una inversión y, como toda inversión, exigía ajustar el cinturón en otras partidas. Dicho eso, si lograba forjar una relación de mutua confianza con un cliente, podría escalar en su estima y ceñirme a trabajo recto y limpio.
Nanna sabía bien que yo podía arruinarle la vida con una simple carta; supuse que no intentaría tirarme por la borda ahora. Al fin y al cabo, mi as bajo la manga no era un chantaje cualquiera. Tenía la capacidad de avisar a su antigua profesora de dónde estaba, y ni yo podía decir si ese horrendo geist se pondría a llorar o perdería totalmente la razón si supiera las porquerías que Nanna hacía aquí. Podía invocar a la pervertida suprema en un solo turno y fulminar por completo a Nanna. Jamás habría alcanzado el poder que tenía si fuera lo bastante idiota como para jugar conmigo, sabiendo la situación en que la ponía.
—Incluso en Ende Erde… se encuentran: gente con tiempo libre… y pensamientos filosóficos sobre los nobles en la cabeza.
En la periferia occidental del Imperio había tres tipos de nobles. Los primeros eran los que servían directamente al Margrave Marsheim. Los segundos, los bastiones de poder tradicionales, los señores locales. Los terceros, los enviados por el gobierno. Aunque el Margrave Marsheim descendía de un linaje establecido y contaba con una legión de nobles y grandes figuras locales que se habían sumado a la causa imperial, aún no tenía suficiente gente para imponer una hegemonía aquí. Para llenar ese vacío, se habían enviado nobles desde las regiones vecinas. Muchos veían el traslado a estas tierras subdesarrolladas y sin ley como un descenso —el viejo Tokugawa probablemente se sintió igual cuando lo forzaron a dejar Mikawa—, pero hubo quienes aceptaron desarrollar la tierra por la gloria del Imperio, por escasos que fueran.
En respuesta a aquel empeño, algunos poderosos decidieron ayudar a hacer Marsheim más seguro para la población local. Había unos mediadores que trabajaban con gente así, y Nanna prometió escribirme una carta de recomendación.
—¿Recuerdas? Fuiste a por medicinas… para prepararte para el invierno. Conozco a un mediador… que trabaja para nobles bondadosos… como ese.
Fue un alivio oírlo. Claro que quería investigar por mi cuenta, pero a este ritmo podría tejer algunas conexiones que me permitirían evitar sospechas indeseadas.
Naturalmente, esta presentación tenía precio: mi silencio continuado. La amabilidad de Nanna nacía del temor de que yo pudiera delatarla ante Lady Leizniz con un chasquido de dedos.
Mis piezas estaban en su sitio. En vez de chantajear a los poderosos y asegurar trabajos por la fuerza para mantenerme a salvo, podía caerle bien a la gente influyente encontrando un buen cliente con peso político. Matar dos pájaros de un tiro.
—A cambio, no me vendría mal… un poco de generosidad. Puedo ofrecerte precios… entre un veinte y un treinta por ciento más bajos que los del mercado… Aunque no toleraré retrasos en los pagos…
—No me importa. Todo lo que quiero es poder disfrutar de mis aventuras sin preocupaciones.
No me importó que me mirara como si estuviera loco. Simplemente amaba tanto la vida de aventurero. ¿Fama? ¿Dinero? ¿Contactos? Sí, todo eso era necesario, pero no era mi objetivo final.
—Y… ¿puedo hacerte… una pequeña petición?
—¿Cuál sería?
Quizá Nanna había comprendido algo al verme tan satisfecho conmigo mismo. Tras unos segundos de silencio, sacó algo y apoyó la mano sobre la mesa. Como de costumbre, había una comida preparada para anfitriona e invitado, pero se enfriaba intacta.
—¿Qué es esto?
—Una cosita… que ha empezado a circular… desde comienzos de año.
No pude evitar fruncir el ceño. ¿Problemas con drogas? ¿Otra vez? No era un idiota: sabía que aquello era un elemento inseparable de la historia humana, en mi mundo anterior y en cualquier otro. Pero me inquietaba la manera en que Nanna combinaba la farmacología tradicional con la magia real . Su poción Dulces Sueños ya tenía a esta ciudad por el cuello; ¿ahora venía a entregarme la secuela ?
Reprimí mi frustración. Lo que encontré dentro me sorprendió: era una píldora. Desde que llegué a este mundo, casi nunca había visto una de forma circular. La medicina rhiniana solía presentarse en polvo, infusiones o pequeñas grageas.
La diminuta píldora negra ante mí parecía formada con almidón o algo similar, cortada en forma de cilindro. Parecía un caramelo. Era medicina ingerible de vanguardia; ni siquiera el Colegio había adoptado todavía ese tipo de mecanismo.
No percibía nada de maná en ella. No podía saber si se había usado magia en su fabricación, pero sí que, al ingerirse, sus efectos eran puramente químicos.
—¿Y esto qué es?
—Provoca alucinaciones extáticas, embriaguez, ligera discronometría y alteraciones de la personalidad… Estimula bastante el sistema nervioso.
Hmm… eso me suena…
—Se ingiere fácilmente. Solo hay que… dejarla disolver sobre la lengua… y se absorbe con la saliva. Sus efectos… duran cerca de medio día.
¡Eso es! ¡Es LSD!
El LSD era una droga psicodélica; un potente alucinógeno derivado de los alcaloides del cornezuelo del centeno. En la Tierra, psicodélicos naturales como la amanita muscaria habían dejado una enorme huella en la historia humana, impulsando ceremonias religiosas y experiencias místicas en todo el mundo. Si recordaba bien, la gente había aprendido a sintetizarlos en laboratorio en la segunda mitad del siglo XX; de ahí pasaron al uso civil y gubernamental, hasta que terminaron tratándose como un problema social.
¡Esto es demasiado pronto para que en cualquier mundo desarrollen LSD! ¡Y en una forma tan compacta! ¡Es una sustancia potentísima ! Tal vez no sea exactamente lo mismo, pero se le parece mucho.
—Bueno, es un producto mediocre, en realidad… Pensé que podría ser útil, para compartir un poco de la carga de lo que pasa en mi cabeza… pero no sirve de mucho…
¿Ya lo ha probado, eh? Dioses… ¿acaso no hay nada que esta mujer no esté dispuesta a probar en sí misma solo para ver si encaja en su pequeño imperio de drogas? Es increíble…
—Es solo una estúpida droga… No llega al alma… ni a las verdaderas profundidades de la mente. La llaman Ojo de Elefsina… nomzzbre ridículo, si me preguntas… Es solo un alucinógeno inútil, —escupió Nanna, con un amargor poco habitual. La pastilla echó humo en su palma. Parecía que había puesto demasiadas esperanzas en que aquello apagara el infierno viviente que llevaba dentro de la cabeza.
—No sé quién la fabricó… pero deberían estar avergonzados. Es basura. Un espanto… El viaje… no sirve para desnudar… las ilusiones de este mundo.
La vida debía de ser una pesadilla para una epistemóloga sin ningún principio ordenante superior al que agarrarse. Lo que quedaba en los campos de un cerebro arado por el yugo de la lógica y el razonamiento deductivo era un páramo estéril. Quizá si hubiera tenido un poco de Descartes para masticar, habría salido algo menos retorcida.
—Es un defecto inútil… muchas florituras, muchos efectos secundarios, ninguna sustancia… Aun así… crea hábito… y es barato.
—¿Qué tan barato?
—Quince assariis la pastilla… Un precio generoso, ciertamente.
¡¿Solo quince?! ¡Era calderilla; suficiente para varios días de comida barata! Nada apropiado para algo tan potente. Mis recuerdos estaban borrosos, pero juraría que el LSD costaba al menos unos cuantos miles de yenes. Y considerando el coste de fabricación, ese precio no tenía sentido comercial.
—¿Así que lo venden perdiendo dinero?
—Oh, es un método probado. Vendes la primera remesa barata… y subes los precios cuando tu base de consumidores está enganchada. Puedes expulsar a los competidores… y controlar el mercado.
Eso sí que era maldad. Había sido ingenuo al olvidarlo: esos métodos funcionan. Como alguien que siempre ha intentado vivir de forma justa y recta, cuya única experiencia con drogas había sido a través de la ficción, ese enfoque nunca se me habría ocurrido naturalmente. Aun así, juraría que había visto algo parecido en una novela que leí una vez. ¡En cualquier caso, no era el tipo de mierda que quería ver en mi mundo medieval-mezcla-con-inicios-de-modernidad, maldita sea!
—Parece que ya hay nobles y guardias husmeando alrededor de esto… y que poco a poco están cayendo en la trampa. Hacemos lo posible por… eliminar la competencia, pero…
—¿Necesitáis manos para destrozarles los laboratorios?
—Me alegra que lo pilles tan rápido.
El Clan Baldur había subcontratado su trabajo de guardaespaldas a nosotros con tanta regularidad porque no estaban hechos para el combate cercano. Los magos más valiosos del clan —excluyendo a Uzu, que estaba de mensajera— custodiaban sus propios talleres y locales, de modo que mandar siquiera a uno de ellos a hacer el meollo equivaldría a debilitar sus fuerzas.
Trabajaban en una solución médica para su problema de músculo, pero aún estaban lejos de cualquier suero de súper soldado. Dejando a un lado al Señor Fidelio por un momento, el Clan Baldur sin duda sería inútil frente a la Heilbronn Familie, con quienes, por decir poco, tenían relaciones tensas. Frente a su jefe audhumbla o a Manfred el zentauro (famoso por partir las lenguas a quienes hablan por lo bajo), los hombres de Nanna serían como una puerta vieja que cruje con el viento. Sus luchadores producidos en masa aguantaban contra un tipo medio de la calle, pero cualquiera con verdadera habilidad les daría una paliza contundente.
—Aún seguimos investigando… y no hemos encontrado muchas pistas… pero te llamaré cuando haga falta.
Las opciones de Nanna eran limitadas en trabajos importantes, como la defensa de su cuartel general, así que me llamarían cuando llegara el turno de sacar las armas más pesadas. Tenía sentido: el conjunto de habilidades mágicas de Nanna estaba más pensado para luchar en interiores que para combates al aire libre o incursiones rápidas. Podía transformar su mansión entera en una zona de muerte para cualquier intruso soltando nubes mágicas de vapores nocivos y dejando que los locos se aniquilaran los unos a los otros en una orgía de destrucción. Sus técnicas estaban muy orientadas a ser el objetivo de un asalto, no a realizarlo.
Está bien, ¿por qué no? Había desarrollado cierto apego por esta ciudad, para bien o para mal. Prefería hacer la vista gorda ante la dudosa ética de aquella mujer antes que quedarme de brazos cruzados y permitir que ese pozo de miseria se hiciera aún más profundo.
Sería una situación de beneficio mutuo para ambos. Lo cual no significaba que no pudiera ver quién se llevaba la porción más grande del pastel.
[Consejos] Descartes reflexionó sobre la naturaleza de la conciencia humana, creyendo que no surge simplemente de la experiencia sensorial, sino que la mente pensante e inmaterial está conectada, pero es distinta del cuerpo material e irreflexivo. Sin embargo, tales discusiones filosóficas sobre la conciencia no suelen surgir tan fácilmente en un mundo donde incluso los dioses son finitos.
—Es una cuestión de moralidad, joven Erich.
Un sonoro plaf resonó en el aire fresco y luminoso de la mañana. En el jardín interior del Gatito Dormilón colgaban enormes sábanas bajo el sol de principios de primavera, cuidadosamente dispuestas para no tocar el suelo. El Santo Fidelio hacía todo lo posible por alisar las arrugas de la colada mientras le daba una pequeña lección a Ricitos de Oro.
— Aquellos que se entregan al vicio huirán y se dispersarán. Aquellos que sostienen su moral permanecerán firmes .
—Eso es de… El Libro de Alabanzas , Proverbios, capítulo… ¿tres? ¿No, dos?
Ricitos de Oro pisoteaba enérgicamente un balde lleno de agua, jabón y ropa, pero no era esa la causa de su inseguridad al citar las escrituras del Dios Sol. Simplemente hacía tiempo que no se sentaba a estudiarlas.
—Capítulo dos, versículo tres. Y continúa: Los fines morales y los medios morales son armoniosos; contribuyen a una paz eterna .
—No esperaba menos de un hombre de fe.
—En absoluto. Predico de forma aceptable, pero nada más. Solo busco seguir las enseñanzas de mi Dios en todo lo que hago. No sirvo mucho para misionero.
Mientras Erich había estado fuera en su aventura, el santo también había tenido la suya. Se había remangado para no mojarse las mangas, y sus antebrazos musculosos —cada uno más ancho que el torso de un niño promedio— estaban surcados por cicatrices que parecían más propias de un cocinero torpe que de un aventurero. Dos grandes heridas circulares en la palma izquierda, aún en carne viva, le indicaban a Erich que su superior probablemente había luchado contra algún tipo de bestia salvaje; una herida que, muy posiblemente, se había ganado protegiendo a un compañero de grupo.
Entre sus demás cortes y moretones, aquella era una herida horrible, del tipo que dejaría sin brazo a una persona común. Pero aquel devoto seguidor del Dios Sol le daba menos importancia que a su tarea actual: bendecir la ropa de cama de su maestro. Esas cicatrices de guerra servían, por sí solas, como una lección perfecta para el joven discípulo, así que no le importaba mostrar aquellas heridas frescas apenas un día después de su regreso.
—En los Proverbios hay otro pasaje: La virtud de uno debe ser como nuestro Sol en los cielos: aunque las nubes pasajeras atenúen su fulgor, jamás debe extinguirse .
Cuando aquel joven aventurero acudió a él preguntándole qué debía hacer para librarse de las intrigas de los estadistas y del mundo de la política, el santo le había respondido con total franqueza y jovialidad: uno debía mostrar con sinceridad su moral.
Llevado a su conclusión lógica, el corazón de ese axioma implicaba eliminar todas las disputas terrenales con una violencia suprema, y esa insinuación subyacente hizo que Ricitos de Oro esbozara una sonrisa irónica. Aquellas palabras pesaban con el peso de la experiencia personal.
Cuando el Santo Fidelio había llevado a cabo su venganza contra los sinvergüenzas del clan malvado que intentaron controlarlo, había usado su fuerza bruta para aplastar a todo aquel que hubiera manchado sus manos con actos imperdonables. No había exageración alguna en la historia de la noche de ruina justa de Fidelio: el monje guerrero acorazado del Dios Sol había arrasado con todo el mal que se cruzó en su camino.
A pesar de que la normativa administrativa prohibía los combates entre aventureros, él rompió dichas reglas, se presentó en persona y arrojó una compensación adecuada a los pies de los guardianes —y no era una metáfora: Fidelio había lanzado literalmente el pago con tal fuerza que dejó un pequeño cráter frente a la puerta del castillo— y siguió su camino.
El mensaje era claro: No puedes quejarte de esto, ¿verdad?
Al demostrar su punto únicamente con su poder, su oponente no pudo hacer más que guardar silencio.
Desde entonces, todos habían aprendido a mantener cierta distancia del Santo Fidelio, considerándolo el hombre con el que menos convenía meterse.
—Lo más importante es definir esos principios morales por uno mismo y mantenerse fiel a ellos. Desde que nací en este mundo, solo hay una cosa de la que me avergüenzo.
Los brazos de Fidelio, mucho más anchos y fuertes que los de un lancero promedio, estaban ocupados manejando la colada con una precisión impecable. Cualquiera que lo viera en ese momento pensaría que no era más que un joven posadero preocupado por su trabajo.
—Tan ingenuo era, que no maté a todos esos bastardos antes de que lastimaran a Shymar.
Y sin embargo, las apariencias engañaban. Aunque su sonrisa amable era como un cálido rayo de sol y el paisaje de las sábanas ondeando al viento resultaba casi pastoral, los detalles de su historia distaban mucho de serlo.
El sol alejaba el frío y daba vida a las cosechas. Sin embargo, también podía resecar la tierra y calcinar la carne. El seguidor del Dios Padre no era menos dual.
—Cuando era joven, solía creer que la naturaleza humana era fundamentalmente buena. Pensaba que, si era lo bastante fuerte, podría calmar incluso la mente más febril, y que la razón seguiría. Era todo un necio en aquellos días.
—¿Y por eso mató a un centenar de personas?
—Oh, basta ya. En lo personal, yo derribé a unos treinta. El número total fue mayor, claro, pero solo porque mis aliados me cubrían las espaldas. No fueron cien, estoy seguro… tal vez ochenta, como mucho.
Mientras el santo soltaba aquella risa seca y comentaba que el Escriba de Cuarta había cometido una exageración bastante molesta, Ricitos de Oro solo pudo quedarse boquiabierto.
—Supongo que en aquel entonces aún no me había calado uno de los proverbios del Dios de las Pruebas: Para ser libre y justo, aprende a cortar; la virtud florece allí donde la hoja le brinda refugio.
—Eh… eso es del prefacio… del Arte de la Guerra , creo…
—Bingo. Versículo dos.
Fidelio, complacido de que aquel joven aventurero se estuviera instruyendo en las escrituras divinas, tomó la sábana lavada de manos de Ricitos de Oro y comenzó a escurrirla para quitarle el exceso de agua y las arrugas. Aunque el Dios Sol brillaba con menos vigor en aquel inicio de primavera, si lograban sacudirle bien la humedad, estaría seca para el mediodía.
—Lo único que puedo decirte es que seas como esta colada. Mantén las distancias de todo aquello que busque ensuciarte.
El modo en que Fidelio manejaba la ropa, sin permitir que ni una esquina rozara la tierra del jardín, era el reflejo perfecto de su forma de vivir. Evitar el mal, pero estar preparado para abatirlo: poner las palabras en acción y hacer que tu nombre se conozca en el mundo.
Esa manera en la que Fidelio había logrado abrir una brecha entre sí mismo y los problemas del mundo era increíblemente difícil, pero el joven aventurero aspiraba a alcanzarla de todos modos. Después de todo, Erich había tomado un camino similar cuando cierto clan intentó arrastrarlo a sus maquinaciones. El problema era que aquello no resultaba tan sencillo cuando el que causaba los problemas era el propio aparato político: solo verdaderos monstruos con auras casi demoníacas podían escapar a su escrutinio.
—Aun así, sigo aceptando encargos si es por el bien del pueblo. Tengo contactos con buen olfato para detectar información fiable.
Sobrevivir y mantener tus medios puros y precisos: ésas eran las primeras letras del abecé de todo aventurero.
—No seas demasiado quisquilloso, —prosiguió Fidelio—. Encuentra tu código moral y aférrate a él hasta el día de tu muerte. Aunque, claro, eso significa relegar las ganancias a un segundo plano. Es un equilibrio difícil. La información confiable cuesta dinero, y eso naturalmente reduce tus márgenes.
—Eso no me preocupa tanto. No quiero verme obligado a la posición de renunciar a ser aventurero solo por unas cuantas monedas de plata.
El dinero era útil, sí, pero Ricitos de Oro no estaba obsesionado con él. Lo importante eran las cosas que el dinero te permitía obtener: herramientas, experiencia, eficiencia. Esa creencia de que el dinero era solo un medio para un fin se había refinado en él desde su vida anterior.
En lugar de dormir en la cama más lujosa o beber el vino más caro, prefería invertir sus ganancias en pociones de alerta o piedras de maná para aumentar su poder mágico. Incluso cuando se había convertido en un aventurero casi legendario en la mesa, elegía recostarse en un lecho de heno junto a los caballos. Había comido gachas insípidas durante años con tal de dejar espacio en el presupuesto para el arma mágica adecuada.
Lo que anhelaba, pese a que su equipo podía venderse por suficiente oro como para hacerlo casi un noble, era una travesía hacia lo desconocido y batallas contra enemigos cada vez más poderosos.
Cada aventurero tenía sus propios sueños, pero no existía novato que encontrara su final con las riquezas aún en el bolsillo.
Todos los aventureros sabían que el dinero llegaría tras una misión cumplida. Algunos jugadores se obsesionaban con optimizar sus ganancias monetarias, pero eso no se comparaba con lo que realmente se obtenía del esfuerzo y la experiencia.
—Muy bien. Hay muchos novatos que no ven el bosque por los árboles y hacen cosas de las que luego se arrepienten, todo por unas cuantas piezas de plata rápidas.
Para Erich, que había blandido su espada en noches oscuras bajo las órdenes de su antigua ama, aquel aventurero mayor resultaba casi cegador.
—Ah, justo iba a preguntarte, —dijo Fidelio—. Por lo que parece, ya formaste un grupo, pero no parece que tengas muchas conexiones con otros aventureros de bajo nivel.
—¿Eh? Oh, bueno, sí, supongo que tiene razón.
El cambio repentino de tema tomó por sorpresa a Erich. Fidelio se preguntaba si el joven aventurero —quien bien podría ser considerado el discípulo del santo— comprendía que aquello era su forma indirecta de decirle que no tenía muchos amigos.
—En ese caso, te aconsejaría que no estás dando suficiente importancia a tus conexiones laterales. No desdeñes el crear una pequeña red entre tus iguales. Puede resultar una fuente de información útil a su manera.
Las conexiones de Erich estaban terriblemente desequilibradas. Así había sido desde sus días en Berylin. Durante los años que pasó en la Capital de la Vanidad, apenas había conseguido hacer dos amigos de su misma edad; uno de ellos, claro, en realidad era una vampiresa de cuarenta veranos, pero en lo que a desarrollo respectaba, era tan adolescente como él. Su red actual de relaciones podía contarse con una mano, y uno de esos vínculos había pasado de simple amistad a algo más.
Erich no tenía réplica alguna ante el hecho de que le dijeran, sin rodeos, que prácticamente no tenía amigos.
Sus primeros días en Marsheim lo habían llevado a establecerse en el Gatito Dormilón, lo que de por sí fue el primer factor que lo distanció de sus pares. Había pasado ese tiempo inicial únicamente con Margit, y algunos trabajos lo llevaron a hacerse buenos amigos de Siegfried y Kaya. Pero, más que nada, fue la velocidad con la que acumuló victorias y notoriedad lo que lo dejó socialmente aislado.
Primero se había enfrentado a los grandes clanes. Luego había derrotado a Jonas Baltlinden, una hazaña monumental por sí sola. Ahora existía un abismo entre Erich y sus compañeros, un abismo que ni la camaradería juvenil ni la afinidad de oficio podían cruzar.
Había, además, algo que el propio interesado había olvidado por completo: había obtenido varios rasgos, como Gravedad Exudante, cuando el Exilrat lo había designado de forma especial, y eso solo había vuelto aún más difícil que la gente se le acercara. Los rasgos pasivos eran útiles, sí, pero también traían consigo problemas únicos. Así como un tigre destaca entre los gatos, el poder y la fama de Erich lo habían distanciado de sus semejantes. Una sola mirada bastaba para saber que era distinto , y eso hacía que forjar amistades fuese especialmente difícil.
—¿Un círculo social, eh…?
—Exacto. Entiendo por qué te quedas aquí: es el mejor lugar de todo Marsheim. ¡La comida es excelente y la dueña es una auténtica belleza! Pero creo que ya es hora de ampliar tus horizontes.
Mientras Fidelio volvía a presumir de su querida esposa, le dio una palmada alentadora en la espalda a Ricitos de Oro.
Por supuesto, omitió decirle algo que consideraba irrelevante: en realidad, era Hansel, y no Fidelio, quien cargaba con la tarea de manejar la red social e informativa del grupo…
[Consejos] La fama no siempre es buena. Deja una primera impresión imposible de controlar, y puede ser difícil cambiarla.
Su pálida espalda bajo la luz de la luna era una visión sobrecogedora, que evocaba el desierto en la noche. Su figura juvenil contrastaba con los músculos definidos que ondulaban bajo su piel. El punto donde esos músculos dorsales, templados por toda una vida de arquería, se unían al caparazón de araña… me dejó completamente absorto.
Sabía muy bien lo maravilloso que sería acariciar aquella espalda suave, pero me contuve: no quería provocarla más de lo que ya lo había hecho. Su hermosa espalda, que nunca había conocido el peligro —salvo el de su madre—, era más delicada y sensible que el arpa de regazo que me recordaba. Sabía que un solo toque bastaría para hacerla cantar, pero también sabía que, si dejaba que mis deseos tomaran el control, mañana por la mañana no me dirigiría la palabra. Ya me había lanzado una almohada esa noche, agotada por completo… aunque sin mucha fuerza.
Viejo, qué difícil es volver a tener un cuerpo joven. Había hecho algunas compras… un tanto imprudentes, y una vez que el fuego se encendía dentro de mí, me costaba mantenerlo contenido. Los detalles de esa faceta de mi vida adolescente estaban un poco borrosos ya, pero esta vez había reprimido cualquier deseo carnal que no llevara a nada, reemplazándolo por práctica con la espada, así que de algún modo había perdido la noción de qué era «normal» durante estos años turbulentos.
Lo que sí sabía era que hacerlo ocho veces en una noche ya era exagerar un poco.
Las reacciones de Margit habían sido demasiado tentadoras, y yo la había incitado, burlándome de ella por atacarme como si me estuviera desafiando, lo que terminó derivando en algo divertido entre las sábanas.
Las noches de comienzos de primavera seguían siendo frías, y más aún para una aracne, cuya temperatura corporal era naturalmente más baja. Así que envolví a mi compañera en mantas antes de que se disipara el calor de nuestro encuentro.
Me incorporé, lancé un Limpiar sobre mí y sobre la cama, y luego me incliné por la ventana para dar una profunda calada a mi pipa. Exhalé una nube de humo y la observé disiparse en el cielo nocturno, difuminándose en la luz de la luna.
Mi cabello, que en algún momento se había soltado del moño, lucía casi plateado. Lo arreglé como siempre, y el resplandor de la Diosa de la Noche era suave, pero… pesado.
—Aaaw, por fin te has ensuciado.
La luz lunar tenía razones mucho más mundanas para pesar sobre mí que cualquier alteración en las leyes de la física.
—Deberías dejar de sentarte sobre la cabeza de la gente, —dije mientras Úrsula se materializaba justo encima de mí—. ¿Y a qué viene eso que dijiste?
—La pureza es más valorada de lo que crees. Al fin y al cabo, todos los niños nacen puros en este mundo.
—Cómo te gustan los extremos, ¿eh…?
Úrsula colgaba las piernas a un lado de mi campo de visión; podía sentir sus talones rozando mis pestañas con cada patada. Ya sabía que nunca llegarían a golpearme, pero la primera vez que ocurrió me dio un buen susto. Aun así, el simple hecho de saber que mis globos oculares podrían ser aplastados en cualquier momento con cada balanceo ya estaba poniendo a prueba mi paciencia.
—Hmm, bueno, nada ha cambiado en ti, así que te dejaré pasar esta, —dijo Úrsula.
—Sí, sí, gracias, supongo.
—Aunque ahora tienes menos competencia.
Había notado que, desde que cumplí quince, mis dos compañeras alfar habían empezado a burlarse menos de mí, y que aparecían ante mí cada vez con menor frecuencia desde que Margit y yo habíamos hecho nuestra promesa.
Imaginaba que tanto la pureza como la edad eran cosas importantes para los alfar. Me había cansado bastante de sus constantes burlas y juegos durante mi infancia… y aun así, ¿por qué sentía ahora este leve pinchazo de tristeza al ver que se habían detenido?
—De todos modos, —continuó Úrsula—, el mundo humano es todo un dolor de cabeza.
—¿Y por qué hablas como si no tuviera nada que ver contigo?
—Porque no lo tiene. Ustedes, los mortales, están tan obsesionados con asuntos triviales.
Sentí a la svartalf moverse sobre mí antes de usar mi frente como trampolín para impulsarse al aire. Sus alas atraparon la luz de la luna como las de una polilla Actias aliena , y su cuerpo —la piel ámbar oscura, los ojos carmesí y el cabello blanco— dibujó un arco elegante en el aire.
—Pero no importa. El cielo nocturno es hermoso; la oscuridad, cálida y acogedora.
Ver a un alf danzar en el cielo primaveral era algo místico y cautivador. Parecía como si la propia noche hubiera tomado la forma de una muchacha para hechizarme.
—¡Oye! ¡El viento de la noche es súper genial y asombroso!
En un instante, un arco de luz se volvió dos. El verde se mezcló con la luz azulada mientras una voz relajada se unía a la escena.
—¿También estás aquí, Lottie?
—Pues claro. ¡Tienes una cara como si hubieras tragado un bicho!
—Y nos dejaste solas todo el invierno, —añadió Úrsula.
Los alfar eran seres libres, sin las ataduras de la vida común. La esencia de su existencia estaba muy por encima de la de los mortales, en un plano conceptual: fenómenos naturales dotados de personalidad, viviendo a su antojo.
Las personas regidas por los impulsos básicos, ancladas estrictamente a este mundo, jamás podrían comprender por completo la manera de ser de los alfar. Quien lo hiciera acabaría siendo arrastrado al otro lado, tal como ellos hacían con los niños.
—No fue culpa mía. Yo también tuve mis propios problemas… Si hubiera podido pedir ayuda, lo habría hecho. Pero todo se dio en el día equivocado… o bajo la luna equivocada.
Si hubiera podido contar con la fuerza de ambas, habríamos limpiado aquel extenso laberinto… quizás no en un solo día, pero sí en tres, tal vez.
—¡Eso pasa todo el tiempo últimamente! ¿Alguien estará jugando con los hilos del destino, me pregunto? Si estás en apuros, ese sería el momento perfecto para ayudarte… o mostrarte la alegría de nuestras travesuras alfar, —dijo Úrsula.
—¡Esos chiquillos con sus ruecas! ¡No sirven para nada! —intervino Lottie.
—Sí, esos que disfrutan fastidiando a Erich parecen haberse escondido últimamente… Quizá estén tramando algo.
¿Ruecas? Ese no era precisamente un símbolo de buen augurio… Si recordaba bien, entre los dioses decadentes del Mar del Sur existía una deidad que gobernaba sobre el destino y el hilo de la vida, y portaba una rueca…
No era raro que la autoridad de los dioses interfiriera en la de los alfar —las dos que tenía ante mí eran el ejemplo perfecto—, y sentí que el destino mismo estaba obrando de algún modo.
Nunca había confiado demasiado en mi propia suerte, pero las dos alfar ignoraban por completo esas preocupaciones. Su danza aérea se volvió más intensa, trazando un círculo de luz en el aire, y mientras las observaba, una emoción extraña me hizo cosquillas en las comisuras de los ojos. ¿Era nostalgia? ¿Melancolía? Fuera lo que fuera aquel anhelo, era por algo que estaba seguro… de que ni siquiera conocía.
Supuse que no era tan extraño. En mi mundo anterior, también había sentido una cierta añoranza por cosas que nunca había conocido: televisores con dial, botellas de ramune cuya tapa era parte del envase, senderos rurales sin cuidar, antiguas tiendas de dulces donde ya nadie compraba caramelos. Este sentimiento era el mismo.
Ellas se habían vuelto hacia mí con las manos extendidas: invitándome, acogedoras. Toma nuestras manos, tracemos círculos juntos…
Tenía la extraña convicción de que, si tomaba sus manos ahora, podría volar. No caería al suelo; podría danzar en el aire abierto junto a ellas.
—¿No es agotador el mundo de los humanos? Ven a bailar con nosotras.
—¡Sí! ¡Apuesto a que estás súper cansadito! ¿Qué sentido tiene seguir si estás tan agotado?
Mis codos, apoyados en el marco de la ventana, temblaron levemente: mi cuerpo reaccionaba de forma inconsciente a su invitación.
Estaba seguro de que sería maravilloso.
Estaba seguro de que sería hermoso.
Estaba seguro de que sería un tiempo sin preocupaciones ni angustias.
Pero no tenía intención de hacerlo. En ese momento no sentía el más mínimo deseo de entregar mi hoja de personaje y decir «ha sido una buena partida». Tenía mis propios problemas y dificultades, sí, pero eran parte inseparable de la vida de un aventurero.
Los hilos de humo de mi pipa se estiraron hacia sus manos.
Al instante siguiente, escuché las risitas de muchachos y doncellas, y el círculo que habían formado se desvaneció.
Supuse que las puras alfar que habitaban más allá de ese velo no reaccionaban bien al humo herbal, diseñado para calmar el alma de un hombre viejo y cansado.
Al fin y al cabo, eran una clase de seres mucho más pura e inocente que los propios niños.
—Ah, qué lástima, —dijo Úrsula.
—Aww, Su Reinicidad dijo que esto sería súper efectivo contra la gente cansada.
Lo sabía. No podía bajar la guardia con esas dos, ni siquiera ahora. Últimamente no había tenido que lidiar con ninguna de sus travesuras, así que había pensado que, salvo ellas, los demás alfar ya me habían dejado en paz. No imaginaba que tantos de su especie todavía me rondaran así.
—Estaría encantado de bailar con ustedes… si es sobre tierra firme, —dije.
—Eh, sabía que no morderías el anzuelo.
—¿Eeeeeh? ¡Tú dijiste que lo hiciéramos, Úrsula!
—El silencio es oro, Lottie…
Sonreí con una expresión madura mientras las veía perseguirse entre sí. No tenía planes de buscar emociones fuertes en el futuro cercano, pero les pediría ayuda si alguna vez la necesitaba.
¿Cuánto tiempo más duraría la fachada protectora que mi antigua ama y yo habíamos ideado?
[Consejos] Cuanto más vive una persona, más propensa es a sentir nostalgia por aquello que ha perdido en el camino. Los alfar solo pueden verse durante la juventud, así que podría decirse que son la nostalgia encarnada.
¿Quieres discutir de esta novela u otras, o simplemente estar al día? ¡Entra a nuestro Discord!
Gente, si les gusta esta novela y quieren apoyar el tiempo y esfuerzo que hay detrás, consideren apoyarme donando a través de la plataforma Ko-fi o Paypal.








0 Comentarios