Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 9 Canto 1. Prefacio

Juego de rol de mesa (TRPG)


Una versión analógica del formato RPG que utiliza manuales de reglas en papel y dados.

Una forma de arte escénico en la que el Maestro del Juego (Game Master) y los jugadores dan forma a los detalles de una historia a partir de un esquema inicial.

Los PJs (Personajes de Jugador) nacen a partir de la información contenida en sus hojas de personaje. Cada jugador vive a través de su PJ mientras supera las pruebas impuestas por el Maestro del Juego para alcanzar el desenlace final.

Hoy en día existen innumerables tipos de juegos de rol de mesa, que abarcan géneros como fantasía, ciencia ficción, terror, chuanqi moderno, disparos, mundos postapocalípticos e incluso ambientaciones más específicas, como aquellas centradas en idols o sirvientas.


Mientras reflexionaba por enésima vez ese día sobre la serie de acontecimientos que lo habían llevado a tal buena fortuna, el poeta dio su primer sorbo de vino para calmar su garganta reseca y castigada por el exceso de uso; el sabor era increíble.

La canción que había interpretado completa ese día estaba originalmente pensada para dividirse en varias jornadas. No solo esa sucesión de piezas había dejado su garganta en carne viva, sino que el compositor original había escrito pasajes endiabladamente difíciles, casi como si quisiera burlarse de quien se atreviera a tocarlos, poniendo a prueba su temple. Las cuerdas habían dejado surcos dolorosos en las yemas de los dedos de su mano izquierda, y algunas uñas de la derecha empezaban a despegarse.

Dudaba que el maravilloso sabor de aquel vino proviniera simplemente del alivio tras haber llevado su cuerpo al límite.

—Mmm, esto es fantástico. Mi garganta se siente como los campos tras las primeras lluvias al final de una larga sequía… ¿Quizá he ganado el favor del Dios de la Música?

El vino blanco era perfectamente refrescante: una dulzura permanecía en sus labios sin volverse empalagosa. La fragancia de las uvas le había cosquilleado la lengua antes de desvanecerse, y el regusto, semejante al néctar, se disipaba con suavidad, como nieve en polvo. Era una delicia impropia de un poeta acostumbrado a sobrevivir con las monedas sueltas que ganaba haciendo encargos ocasionales para la caravana.

Mientras daba otro sorbo, recordó de pronto las enseñanzas de su viejo maestro: los dioses recompensan una interpretación satisfactoria haciendo que el primer trago sepa a dulce néctar. Su maestro era un hombre piadoso y recordaba todas las enseñanzas de los tiempos antiguos. Cada una de las perlas de sabiduría que le había transmitido siempre le había parecido anticuada y cargante, por lo que el poeta jamás se había molestado en conservarlas, pero quizás había algo de verdad en ellas después de todo. Al fin y al cabo, ese segundo sorbo que acababa de dar —persiguiendo aquel primer trago divino— sabía simplemente a un vino delicioso; nada más, nada menos.

—¿Bueno, verdad? Considéralo un agradecimiento por tu interpretación de hoy.

El hombre mayor esbozó una sonrisa extrañamente generosa mientras servía otra copa.

—Está delicioso. Apostaría a que Ricitos de Oro disfrutó de algo igual de satisfactorio tras su propia batalla.

El poeta no pudo obligarse a compartir la bendición divina que acababa de saborear. El hecho de que aquel placer le perteneciera solo a él hacía el néctar aún más dulce. El mejor futuro que podía imaginar era hablar de este día, con orgullo en el pecho, a la próxima generación de poetas.

Miró su mano, que aún sostenía la copa. Probablemente pasaría un tiempo antes de que las uñas de sus doloridas y palpitantes yemas se recuperaran. Tendría que abstenerse de practicar por un tiempo, y dudaba incluso de poder presentarse en el siguiente cantón, pero no importaba mientras el vino tuviera un sabor tan exquisito.

Su satisfacción no terminaba ahí: sentía en el pecho una creciente alegría por haber ganado estima dentro de la caravana tras haber cautivado a la multitud. La gente de Konigstuhl estaba de excelente humor y había invitado a todos los miembros de la caravana a unirse a las festividades.

Era como si hubiese llegado un segundo festival de primavera; tanto los lugareños como los viajeros lucían las mismas sonrisas. Platos exquisitos pasaban de mano en mano, y el licor corría libremente. En toda la extensión del Imperio no había una sola persona que pudiera quejarse ante semejante escena.

El poeta salió de su ensueño —reflexionando una vez más sobre lo inesperado de aquel día— y sacó su cuaderno de notas. Era un objeto personal, lleno no solo de letras y partituras de otros poetas que había conocido durante sus viajes, sino también de sus propias ideas, preparándose para el día en que escribiría y publicaría su propia canción original. Era una herramienta de trabajo a la que valoraba casi tanto como su propia vida.

Después de servirle alegremente otra copa que sabía bajaría con facilidad, el hombre mayor le estrechó las manos al poeta y le dijo con sincera emoción:

—Gracias por habernos traído la historia de mi hijo.

Ajá, con que este hombre era el padre de su héroe. Sí, que se ve un poco demasiado robusto para ser un simple campesino. En otras palabras, poseía un sinfín de relatos que ningún otro poeta en el mundo podría conocer.

Parte del oficio de intérprete consistía en usar el propio instinto poético y conocimiento para variar o añadir fragmentos a una canción y hacerla suya. Aún no había encontrado un público que no disfrutara de un toque personal sobre el héroe; especialmente si se trataba de historias de su juventud.

El poeta jamás había conocido a Ricitos de Oro Erich, y sin embargo ahí estaba, con acceso directo a un material de origen valiosísimo. La ruta de la caravana los llevaría hacia el oeste; si tenía suerte, aún podría aprender más en los alrededores de Marsheim. Esa investigación le permitiría dejar su propia huella en la historia y elevarla a nuevas alturas. La mayoría de los poetas hacían sus propios «peregrinajes», un título irónico para sus viajes de investigación, pero ninguno había llegado todavía a Konigstuhl. Aquello sin duda elevaría su prestigio como poeta; una auténtica bendición caída del cielo.

Si las cosas salían bien —un gran «si», claro está— podría forjar un vínculo personal con la familia de un héroe que estaba en la cúspide misma de la fama. ¿Qué mejor manera de adornar y dar profundidad a su obra que con el testimonio de una fuente primaria? Era un billete seguro a la popularidad entre su futuro público.

Tan pronto como mencionó que quería oír algunas historias sobre la infancia de Erich, se formó a su alrededor una multitud de chismosos entusiastas, ansiosos por compartir sus anécdotas personales. Parecían no preocuparse en absoluto por si él los había invitado o no a participar.

Al parecer, Erich siempre había sido hábil con las manos: había fabricado todo un conjunto de piezas de ehrengarde y las había donado a la sala comunal. No solo eso, también había tallado una pequeña estatua de la Diosa de la Cosecha para obsequiarla a la iglesia. Además, se contaba que una vez había enfrentado a decenas de oponentes durante un entrenamiento de la Guardia, sin que su expresión serena se alterara en lo más mínimo. Era un joven bondadoso, recordado con afecto tanto por sus compañeros como por sus subordinados. Y así continuaban las historias.

Aquel aluvión de detalles había caído sobre él porque la gente de Konigstuhl sabía que buscaba material adicional para sus futuras interpretaciones. Uno de los niños incluso le mostró un juguete bastante bien hecho que Erich había fabricado cuando volvió al pueblo a los quince años.

—¡El dío es genial! ¡Hizo este bastón que, mira, brilla cuando lo agitas!

—¡A mí me hizo una espada! ¡Hace «vwoom» cuando la blandes!

—¡Sí, pero mira mi lanza, se pega a la espalda así!

—¡Mi turno, mi turno! ¡Mira mi arco! ¡Puedes disparar flechas que hacen «piu, piu, piu», pero no hacen daño!

Exactamente lo que quería , pensó el poeta, esbozando una radiante sonrisa.

Algunas personas no disfrutaban oír sobre la vida cotidiana del héroe porque creían que interrumpía la acción, pero era un elemento necesario para dar profundidad al personaje. Los héroes eran figuras que el pueblo admiraba, pero era importante mostrar, de vez en cuando, su lado humano. Eso no solo creaba una conexión entre el público y el héroe, sino que los sumergía aún más en el mundo de la canción.

Si las personas compartían sus impresiones favorables sobre un héroe querido, él podía elevar su canto a la categoría de clásico indispensable.

Claro, a veces se encontraba con elementos… menos favorables al investigar sobre un héroe aún vivo, pero escoger solo lo mejor formaba parte del trabajo de un poeta. Afortunadamente para él, Erich era querido incluso fuera de su familia; lo peor que se decía de él era que «a veces decía cosas pretenciosas sin darse cuenta». Eso lo convertía en un «personaje» fácil de trabajar.

El poeta no pudo evitar reír mientras los detalles seguían brotando sin que siquiera tuviera que preguntar. Incluso empezó a pensar que sería un desperdicio usar todas esas anécdotas solo para rellenar sus presentaciones. ¡No, con tanto material íntimo, podría incluso crear una o dos historias propias! Podría escribir una sobre la infancia de Erich, con un acompañamiento pastoral, una dulce historia de amor sobre su compañera insustituible, Margit la Silenciosa. Eso sin duda cautivaría al público femenino.

Las posibilidades eran muchas: desde la historia en la que había demostrado su destreza con la espada, desarmando a varios oponentes sin herirlos, hasta aquella en la que había competido de igual a igual en juegos de zorros y ocas contra una cazadora nata, o el célebre incidente en que salvó a su adorada hermana.

—¿Los enfrentó a todos él solo?

—¡Por supuesto que sí! Los derrotó uno por uno, eran decenas.

—¡Querido, basta! Tu hermano no se enfrentó a tantos .

Por lo visto, cuando Ricitos de Oro Erich tenía apenas doce años, había salido solo y se había enfrentado a un grupo de bandidos antes de que pudieran secuestrar a su hermana. El poeta, razonando que aquella historia sonaba un tanto exagerada, asintió mientras la esposa del hombre que él suponía era el hermano mayor de Erich lo interrumpía.

Su maestro también le había enseñado otra pequeña lección: solo debes creer el ochenta por ciento de lo que escuches de la familia de un héroe.

—Capturaron a unos diez hombres en total, —continuó ella—, así que él debió de derrotar a menos que eso. ¿No es así, Señor Lambert?

—Creo que fueron solo cinco, en realidad. Para ser sincero, me sorprendió que a su edad lograra no matar a ninguno por accidente. Le clavó un puñal a uno en el hombro; si hubiera sido un centímetro más allá, lo habría matado.

Y aun así, ahí estaba aquel hombre de aspecto confiable y porte marcial, confirmando alegremente las partes más inverosímiles del relato. Por mucho temple que Erich hubiera adquirido tras asistir a los duros entrenamientos de la Guardia, resultaba objetivamente absurdo que un niño de doce años pudiera derrotar siquiera a cinco bandidos.

—Enviamos un informe al magistrado. Los documentos deben estar por ahí.

—Ah, sí, nos dieron un recibo por eso, ¿verdad? —añadió el hermano de Erich—. Recuerdo que aquella dama noble nos pagó por adelantado. Fue generosa. Ahora… ¿cómo se llamaba?

—Mmm… ¿Agnes? ¿Angelika? Algo por el estilo.

—¿No era un nombre imperial? Sonaba algo así como de los Orisons.

—No, no, no, —intervino la esposa—. Si fuera un nombre de los Orisons sería más largo y elegante. Era solo un nombre anticuado.

El poeta no tenía ningún interés en indagar en esa parte del asunto. Todo el mundo conocía historias sobre bardos o intérpretes que habían perdido la cabeza por manchar sin querer el nombre de algún aristócrata. Por eso, la mayoría de los poetas sensatos ni siquiera aludían a nobles específicos: la ambigüedad repartía mejor el riesgo. Los romances eran vagos y fragmentarios sobre quién ostentaba el poder no tanto por el desgaste del tiempo o los límites de la memoria humana, sino porque las canciones que podían costarle al cantor un par de dedos no solían mantenerse mucho en circulación.

Así pues, el poeta decidió internamente que su final sería: «Y una noble capaz de usar magia arregló todo. Fin».

—También tenía montones de historias de cuando era aprendiz.

—¡Sí! ¡El dío escribió sobre los alfar! Dijo que cuando llega el invierno, debemos hacer, um… ¡un sercivio para uno de ellos!

Aquella historia sobre cómo se había convertido en aprendiz de un magus para salvar a su hermana sustituta —algo de lo que nadie había compuesto todavía poesía— era una excelente forma de cambiar de tema. El poeta escuchaba distraídamente los relatos de los niños —narrados con gestos y un torrente de efectos de sonido entusiastas— mientras entrevistaba a la familia de Erich en busca de más detalles.

—Aah, sí, lo del alfar ocurrió poco después, cuando aún tenía doce años —dijo su hermano—. Decía que había fallado en salvar a un alf. La tinta de la carta estaba toda corrida por las lágrimas.

—Pensándolo bien ahora, —añadió su padre—, creo que quiso procesar lo ocurrido poniéndolo en palabras.

Antes de sentir compasión alguna, el poeta sintió un destello de alegría: podría desarrollar a fondo el carácter de Erich. Suspiró para sus adentros y reflexionó que, precisamente por eso, muchos despreciaban su oficio como cruel y mezquino.

La verdad era que un héroe compasivo y bondadoso era amado en todas las Eras. Junto a las historias románticas en que el héroe encontraba el amor con una belleza incomparable o con un compañero de aventuras, la historia de un hombre que reunía valor y se alzaba de la nada hasta convertirse en un héroe jamás dejaba de conmover al público.

Sintiendo que aquella información le sería de gran utilidad, extrajo cuanto pudo de la familia, que hablaba con creciente entusiasmo. A pesar de su ocupación como aventurero, Ricitos de Oro Erich era, al parecer, un escritor prolífico y de letra elegante, que había enviado toda clase de cartas a casa a lo largo de los años. No era de extrañar que no se las mostraran al poeta. Erich escribía extensamente sobre las cosas que le traían alegría, y aunque el poeta reunió numerosas anécdotas que servirían bien en una obra enciclopédica sobre su vida, resultaban difíciles de incorporar en una pieza dramática en verso.

Aquí sería donde su temple se pondría verdaderamente a prueba. El poeta decidió que más adelante probaría suerte uniéndose a otra caravana viajera, y que permanecería un tiempo en el cantón de Konigstuhl para engordar un poco su vaca lechera de dinero.

Si no conseguía más historias que convertir en canciones propias, su amado laúd solo emitiría sonidos de desesperación, nada musicales. Para colmo, sus dedos no estaban en condiciones de colaborar en los negocios próximos de la caravana actual. Como su cama y comida se habían pagado con quehaceres y encargos, le sería más provechoso quedarse allí y dedicar el tiempo y el dinero a investigar.

Sin embargo, había algo que no lograba sacarse de la cabeza.

Erich «Ricitos de Oro» era un héroe que blandía su espada montado en un corcel. El poeta sabía poco del arte de la espada, pero Erich contaba con el sello de aprobación asombrado de la propia Guardia; debía de ser auténtico. Aquel hombre hablaba de Erich como si fuera su propio hijo; era evidente que no lograba poner en palabras coherentes el talento del joven.

Todo eso estaba muy bien, pero lo que no tenía sentido era cuánto el sobrino de Erich elogiaba las dotes mágicas de su tío.

Había muchos aventureros en el mundo con el don de la magia, pero el poeta no recordaba ninguna escena en las historias que había oído de Ricitos de Oro Erich donde la hubiera utilizado. No tenía sentido que alguien con un talento tan extraordinario no lo aprovechara contra un enemigo cuya cabeza valía una fortuna si era capturado vivo. Si el poeta hubiera estado en el lugar de Erich, jamás habría podido mantener su habilidad mágica en secreto. Habría entrado en aquella batalla usando todos sus recursos y se habría robado el protagonismo.

Después de todo, incluso en la Era de los Dioses era raro encontrar a alguien bendecido tanto con la espada como con la hechicería. Uno de los casos más célebres era el del caballero errante Sir Carsten, quien había sido elevado de su condición mortal por un milagro en su vida adulta, recibiendo así fuerza sobrehumana.

No obstante, el mundo nunca ha carecido de rarezas. El poeta recordaba vagamente un rumor que había oído —no era su campo, por lo que jamás se había interesado en investigarlo— según el cual ciertos jugadores legendarios de ehrengarde, al desafiar a ciertos oponentes, declaraban que no moverían una de sus piezas clave y aun así se alzarían con la victoria. Pero el campo de batalla no era un simple juego de mesa. A menos que uno apostara su vida por completo , tales pasatiempos no cobraban vidas reales. ¿Quién sería tan temerario como para hacer algo así en una contienda verdadera?

—¡La magia del dío fue genial! Tenía una pipa, ¿sí? Y con el humo hizo un barco que iba como ¡fuuuush!

—¡Ooh, sí! ¡Yo también lo vi hacer magia! ¡Estaba nevando y él dijo: «¡Tomen este ataque de ventisca!» y la nieve salió volando por todos lados!

Si Erich Ricitos de Oro realmente había hecho algo así en la vida real, entonces era un auténtico lunático.

Por el entusiasmo con que hablaban aquellos niños, parecía que su magia no era una simple ilusión de feria: era de verdad. El poeta había visto anillos de humo antes, pero nunca algo tan elaborado como un barco hecho de humo.

Por si eso fuera poco, sus vecinos contaron cómo Erich les había reparado los techos o creado fuentes mágicas de luz en sus casas para facilitarles las tareas domésticas. No era el trabajo de un simple aficionado ni de un mago de campo.

El poeta se sintió intrigado, aunque no estaba seguro de si debía revelar esa faceta de Ricitos de Oro. Sería una imagen hermosa la de un joven de cabellos dorados blandiendo la espada y desatando poderosos conjuros, pero no podía quitarse de la cabeza la pregunta de por qué había decidido no hacerlo en su duelo contra Baltlinden.

Era cierto que las canciones sobre aventureros caminaban por una delgada línea entre la realidad y la ficción, pero jamás podían alejarse demasiado de la verdad. Si introducía el tema de la magia en esta historia en particular, la gente empezaría a cuestionar sus fuentes.

A pesar de esas dudas, el poeta no pudo resistir la tentación de indagar más.

—¡Oye, espera un segundo! ¡No es justo que solo escuches! ¿No tienes más historias?

—¡Sí! ¡Has estado viajando con la caravana, debes haber oído algún rumor sobre él!

—¡Y si no tienes, entonces cántanos otra canción! Tus dedos se ven bastante maltrechos, pero puedes hacerlo a capela, ¿no?

El poeta había querido seguir interrogando a la multitud mientras el vino los iba soltando más y más, pero aquella petición lo dejó helado. No era exagerado decir que la canción que había interpretado ese día era la única historia que conocía sobre Erich de Konigstuhl. Se quedó sin palabras y en serios aprietos.

Alguien propuso que, si no tenía más canciones, podía improvisar una con la información que había estado anotando. El poeta elevó una plegaria al Dios de la Música una vez más.

Mientras hojeaba su cuaderno y amasaba en su mente las distintas historias, se dio cuenta de que aún era demasiado lento, demasiado rígido, para estar a la altura de sus propias aspiraciones. Jamás había interpretado nada improvisado.

Estaba seguro de que, si el propio protagonista estuviera allí, diría que no se reconocía en esa versión de sí mismo, pues todas las anécdotas estaban entremezcladas. Aun así, el poeta apartó esos pensamientos y se preparó para cantar de nuevo, con la garganta sintiéndose misteriosamente refrescada una vez más.


[Consejos] Cuando los poetas añaden su propio toque a una canción, la interpretación puede empezar a adoptar formas diferentes según la región.


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