Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 9 Canto 1. Inicios de la Primavera del Decimosexto Año Parte 1
Base de operaciones de los PJ
En los sistemas de fantasía, puede resultar incómodo que los PJs estén moviéndose constantemente de un lugar a otro, por lo que muchos jugadores acaban estableciéndose en algún tipo de base o territorio central. Siempre es divertido ver cómo los PJ se apresuran a reaccionar cuando el Maestro del Juego revela que algo turbio se está gestando «cerca de casa». Por supuesto, algunos PJs —especialmente aquellos con trasfondos menos sociables o con inclinaciones más mercenarias— pueden optar por hacer las maletas y marcharse a un sitio más favorable. Es una verdadera prueba para el temple del Maestro del Juego el ver cómo logra mantener atados a esos aventureros sin raíces.
Al llegar al cierre de mi carta con la despedida formal de siempre, me asaltó un pensamiento: las cartas de las personas célebres del pasado tendían a terminar expuestas al público, para que todos pudieran leerlas.
El Imperio Trialista de Rhine contaba con una población urbana más numerosa que sus estados vecinos y, quizá por eso mismo, tenía una tasa de alfabetización más alta. Incluso los hogares campesinos acomodados —como el mío, apenas un poco por encima del promedio— solían enviarse correspondencia con saludos estacionales y mensajes similares entre parientes. Por eso se podía decir que la destreza con la palabra escrita formaba parte del carácter nacional.
Naturalmente, ese rasgo se extendía también a la nobleza. Las cartas públicas se trataban con gran esmero, y sus remitentes se aseguraban de sellarlas con bellas lacras adornadas con el blasón familiar. Sin embargo, los destinatarios solían quedar tan cautivados por la caligrafía y la presentación que, rompiendo toda cortesía, guardaban las cartas para conservarlas… para disgusto de los remitentes, de enterarse alguna vez.
Con el paso de los años, la correspondencia entre nobles terminó resguardada en los Archivos Imperiales, la Biblioteca Imperial y los depósitos del Colegio. Mientras la gente común usaba papel barato, los nobles escribían sobre materiales de alta calidad, capaces de resistir el paso del tiempo.
Tenía vagos recuerdos, de mi mundo anterior, de cartas de la Restauración Meiji [1] o incluso del período Heian [2] , retraducidas al japonés moderno. Uno de los ejemplos eran las cartas de Date Masamune [3] . Él garabateaba sus misivas sin preocuparse por la belleza, y solía terminarlas con un posdata que decía: «Quema esto después de leerlo». Un mensaje irónico, considerando que la gente, siglos después, aún podía leerlas. Supongo que ese era el precio inevitable de la fama.
De cualquier modo, mientras terminaba mi propia carta, observé el espacio en blanco al final y pensé: Quizás debería añadir mi propio «quema esto después de leerlo» al pie. Ya era algo tarde para eso, considerando cuántas cartas había enviado.
—Hmm, nah. Probablemente estoy pensando demasiado, —sonreí para mis adentros, limpié la tinta del plumín y doblé la carta.
Era una carta personal, no un anuncio público, y yo no era famoso ni nada parecido. Solo era un aventurero común y corriente. Mi rango aumentaba a un ritmo respetable, sí, pero no tanto como para que mis cartas merecieran ser guardadas para la posteridad.
Aun así, no pude evitar sentir cierta simpatía por aquellos cuyas reflexiones privadas terminaban expuestas. Una larga carta de amor que el Emperador de la Creación había enviado a su esposa desde el campo de batalla colgaba ahora enmarcada en el palacio imperial. Para colmo, el mensajero había sido capturado y la carta jamás llegó a su destinataria. Fue descubierta siglos después de la muerte del emperador. Nadie pensó en destruirla; al contrario, todos se alegraron de que el interesado no estuviera allí para oponerse a su preservación.
Si me ocurriera a mí, probablemente me convertiría en un espectro solo para poder reducirla a cenizas con mis propias manos.
—Bien, a lo importante.
Cerré la carta con un sencillo sello de goma laca y chasqueé los dedos. Era hora de sacar de mi caja mágica mi mejor papel y lacre, los que reservaba exclusivamente para los destinatarios nobles. Siempre la mantenía bien abastecida; nunca se sabía cuándo podría necesitar enviar una carta elegante a alguien influyente. Era demasiado fino para usarlo con mi familia. Para ser sincero, aquel papel solo había tenido un destinatario.
Había llegado, por fin, el momento de solicitarle un favor a mi antigua empleadora.
—¿Por qué será que, cuando se acerca una fecha límite, resulta más fácil hacer cualquier cosa menos lo que realmente hay que hacer?
Había pasado un tiempo desde nuestro regreso del laberinto de icór del cedro maldito, y el clima templado de la primavera por fin había alcanzado Marsheim. Imaginaba que los campesinos debían estar ocupados preparando los campos y atendiendo al ganado. Mi propia familia, sin duda, no sería la excepción.
—Ugh, ¿cómo empiezo esto siquiera? No puedo simplemente escribir mi saludo estacional de siempre y terminar con un «Posdata: me convocó el Director de la Asociación», ¿verdad?
Nuestro grupo —aunque Siegfried seguía negándose con fiereza a llamarlo así— había salido de aquel infierno alérgico con suficientes costras como para posponer cualquier visita a los baños por un buen tiempo. Sin embargo, el descanso y la recuperación tendrían que esperar en mi caso. Marsheim, siempre una ama exigente, me dio la bienvenida con una nueva crisis.
No es que hubiéramos metido la pata en algún punto crítico durante el largo transcurso de nuestra misión. Después de todo, habíamos hecho un seguimiento con los aldeanos: no había caído sobre el cantón ninguna lluvia mortal de polen. Lo peor que contaban era que unos cuantos granjeros aburridos habían pasado el tiempo apostando sobre si nos habrían devorado los lobos o si habríamos despertado antes de tiempo a algún oso.
El problema real era la citación que había recibido de parte de la directora de la Asociación tras entregar el informe que anunciaba nuestro regreso a salvo. Era un mensaje formal que solicitaba mi presencia personal. No era un simple «¡Oye, necesito verte!» gritado desde el otro extremo de la sala; no, ella se había tomado la molestia de enviarlo por carta. Y por si eso no bastaba para dejar claro que se trataba de algo serio, llevaba su sello personal y estaba estampada de forma tal que supe de inmediato que tenía una copia guardada por si acaso.
Aquella carta —la más seria de las cartas serias— era del tipo que el gobierno conservaría durante cincuenta años, solo por precaución. Un objeto maldito que destilaba una sensación ominosa. No sabía cuál era el estándar de correspondencia oficial de la Asociación de Aventureros, pero el porte pomposo del sobre bastaba para dejar claro que no se trataba de una invitación a tomar el té.
Si hubiera sido una reunión para decirme que querían conseguirme un par de buenos trabajos a mi creciente estrella, o algún consejo para ascender de rango, estaba seguro de que habría venido de parte de las encantadoras señoritas de recepción.
En toda honestidad, el asunto apestaba. Y no de esa forma leve que puedes ignorar tapándote la nariz, sino de un hedor ondulante, vivo, que se arrastra por las vías respiratorias hasta instalarse allí: el tipo de pestilencia que uno querría disipar con una barra de termita si tuviera la oportunidad.
Cualquier alegría que me quedaba por haber vuelto a casa casi intacto se evaporó al instante, pero, al pensarlo bien, las señales habían estado ahí desde el principio: la petición original de esta misión ya olía a pescado podrido.
Los habitantes de Zeufar no estaban, en realidad, en tantos apuros. Para colmo, los señores locales —con quienes el margrave, dicho suavemente, no se llevaba nada bien— estaban en el centro del asunto. Había olvidado por completo que mi conducta al regresar al pueblo podía perjudicarme tanto como cualquier error cometido en pleno combate.
¡Quiero decir, vamos! ¡Habían pasado dos meses enteros! Luchamos por nuestras vidas a través de un infierno de desafíos mientras el año se nos escapaba de las manos. No podían culparme por haber olvidado uno o dos detalles.
Había ganado la pequeña apuesta que hice con Siegfried y conseguí que todo el grupo fuera al segundo mejor baño público de Marsheim; después comimos y bebimos de maravilla. Nos lo habíamos ganado, después de todo el infierno que habíamos pasado. Limpiamos una megamazmorra de largo recorrido en una sola incursión, superando más encuentros de los que podía contar con justicia. ¡Sería más raro que alguien recordara siquiera cuál fue el motivo original que lo metió en ese embrollo!
Persíganme si quieren, pero piensen en una situación conocida: llega y pasa el Año Nuevo, y tú pasas todo ese tiempo enterrado bajo una montaña de trabajo. En medio de todo eso, te asignan una tarea importantísima, pero cuya fecha límite es en mayo. ¿De verdad va a ser eso lo primero en lo que pienses cuando por fin te liberes del atraso? ¿De veras crees que la vas a tener presente hasta que, de pronto, la fecha límite te esté respirando en la nuca? Si eres de esos seres superiores que realmente funcionan así, adelante: lanza la primera piedra.
Siempre decíamos que una aventura solo termina cuando uno regresa a casa, pero en este caso, me fue incluso peor una vez que estuve a salvo en mi propia cama.
Espera… no, pensándolo bien, a veces deshacer las maletas, lavar la ropa sucia y repartir los recuerdos puede resultar más agotador que el viaje mismo. Tal vez esto era una especie de variante de aquello.
La gravedad del asunto me tenía sumido en una espiral de fatalismo, pero aun así mi mano seguía trazando letras hermosas sobre el papel. Mis años de servidumbre me habían dejado, al parecer, con algo de lo que podía enorgullecerme. Claro que, considerando que aquel papel costaba tanto como un año entero de trabajo doméstico en mi pueblo, literalmente no podía permitirme cometer errores.
Tras exprimir el cerebro y pelear con mis pensamientos, el resultado final al que llegué fue una vergonzosa súplica de auxilio.
No tenía la cabeza para esto ahora. Si contara con una mejor red de información en Marsheim, o si pudiera pedirle un favor a algún otro jugador importante, sería lo ideal. Pero no tenía más opciones.
A fin de cuentas, más de la mitad de mis «contactos» en Marsheim eran personas a las que había golpeado o amenazado para alcanzar la estabilidad que tenía ahora.
Estaba el Clan Laurentius, claro, pero la mitad eran puro músculo sin seso y la otra mitad, devotos fanáticos. El Señor Fidelio era el más confiable, pero se había alejado de todo lo relacionado con la política o la administración; incluso si acudía a él solo para pedir consejo, dudaba que de ahí saliera una solución aceptable. Había una mujer en particular en la ciudad que probablemente tenía información muy jugosa, pero no quería involucrarme con sus asuntos más de lo necesario. Por rentable que fuera su negocio, no se podía confiar en alguien que no respetaba un principio tan simple como «nunca consumas tu propia mercancía». Lo mejor era dejar que sus tonterías llegaran a mí por sí solas, como solían hacerlo de todas formas.
¡Todo lo que quería era llevar una vida de aventurero normal! No deseaba todo ese juego de intrigas y conspiraciones digno de la Gran Partida, que ni siquiera te dejaba energía para comentarlo luego con tus amigos en el café. ¡Yo quería una historia heroica en la que, al final, el villano imperdonable fuera llevado a juicio por sus crímenes!
Los asuntos del Clan Baldur eran una lección viviente del viejo refrán: «la dosis hace el veneno». Su participación era como el acónito: basta un poco de más, y el remedio se convierte en asesino.
Tuve la enorme fortuna de renacer en un mundo de fantasía —dejando de lado las penurias cotidianas y el mantenimiento económico de esta nueva vida, que me daban ganas de llorar—, y por eso quería conservar, aunque fuera un poco, la alegría y la magia que aún me quedaban de vivir aquí. Nunca podría sentirme feliz ganando fama como asesino o matón de poca monta.
No es que odiara interpretar esos papeles cuando jugábamos en la mesa, claro está. Pero eso no era lo que quería de esta vida. Nuestro grupo era algo desequilibrado, sí, pero allí estábamos: un equipo de aventureros novatos, de regreso de una campaña exitosa. Me negaba rotundamente a dar un paso en falso que me arrastrara hacia la oscuridad o me encadenara al mundo de la alta sociedad.
Eso significaba que debía recurrir a todos los medios a mi alcance. La forma más eficaz de escapar de una situación indeseable dependía de tener una visión clara de ella. Si lograba eso, podría decidir si valía más la pena luchar o tomar distancia del asunto.
Claro que eso podría implicar soportar una feroz reprimenda verbal de parte de mi antigua empleadora, pero un medicamento amargo se traga mejor cuando uno ya conoce sus efectos secundarios.
Escribí la carta mientras mi Procesamiento Independiente se encargaba de asegurar que no hubiera errores ortográficos ni frases inapropiadas para los ojos de una noble.
Quise darme una palmadita en la espalda por haber optado por dividir mis capacidades de procesamiento en lugar de simplemente acelerarlas. El Procesamiento Independiente no era simple multitarea: podía sostener múltiples hilos de pensamiento simultáneos, capaces de detenerme antes de cometer incluso el más mínimo error.
Se necesitaba una gran capacidad mental base para empezar a desarrollar habilidades que rozaban territorios filosóficamente inquietantes. El árbol de talentos que había elegido me había beneficiado mucho más de lo que hubiera podido prever.
Bien, esto se ve perfecto. Mi caligrafía no se había oxidado desde el fin de mi periodo de servicio. Levanté la carta y comencé a tejer una fórmula para sellarla mágicamente.
Esto no era un simple sello postal elegante. El papel que había usado estaba fabricado de forma especial, lo que me permitía usar un hechizo para comprimir dos páginas en una, de modo que incluso un diletante mágico como yo podía transfigurarlo fácilmente en un canario de papel.
Solo quedaba abrir un pequeño portal mediante magia espaciotemporal y enviarlo a Lady Agripina. Naturalmente, no tenía privilegios para abrir un portal directamente hacia su atelier, pero sí se me permitía usar un buzón personal; más que suficiente para el envío ocasional de una carta. Bastó un instante para que la misiva llegara a destino.
El problema era si la estimada y extremadamente ocupada conde taumapalatino estaría en su atelier o no.
Ese punto dependía enteramente de la suerte. Sus ocasionales cartas hacia mí revelaban con todo detalle, y sin el menor disimulo, el insoportable peso de una belleza, un talento y una destreza sin igual. En todo momento, se hallaba al borde del colapso, agobiada por toda clase de demandas sobre su tiempo y su atención. Entre sus múltiples deberes estaban el mantenimiento del Condado Ubiorum, sus funciones públicas en el Colegio y su trabajo como profesora, principalmente el desarrollo de aeronavíos. Por muy dotada que fuera, su carga laboral era razón más que suficiente para clamar clemencia; sobre todo porque, si trabajaba hasta morir, lo más probable era que el Imperio destinara ingentes recursos a traerla de vuelta de la tumba solo para que continuara donde lo había dejado.
Había muchas tareas que debía realizar personalmente, así que, incluso si en ese momento se encontraba en casa, la suerte decidiría cuándo recibiría yo su respuesta.
Elisa tampoco tenía permiso para abrir mi buzón personal, así que no me quedaba más que rezar por una pronta contestación.
Mientras rogaba para mis adentros, vamos, que no me salga una tirada fallida, la respuesta de Lady Agripina llegó con una velocidad asombrosa.
Del resquicio en el tejido del espacio salió revoloteando el característico papel con forma de mariposa de mi antigua empleadora. Casi podía oír al Maestro del Juego decir: «Si no sigues esto, la historia no va a avanzar», mientras amablemente volvía a reunir a algunos de los personajes jugadores.
Al tocar la mariposa, esta se desplegó con elegancia hasta convertirse en una sola hoja. La carta contenía una única palabra: «Ven».
Debajo había una fórmula escrita que me permitiría trasladarme directamente a su atelier con solo canalizar mi propia magia a través de ella.
Típico… Después de que me tomé todo ese tiempo en redactar mi carta con estilo palaciego…
Contuve la mezcla de emociones que se agitaban en mi interior y, dejando escapar un suspiro profundo, me arreglé la apariencia antes de dirigirme hacia allí.
[Consejos] Los seres humanos son criaturas olvidadizas, por más que intenten luchar contra su naturaleza con notas y recordatorios. No es raro que un jugador olvide por completo un hilo argumental anterior cuando una campaña se vuelve demasiado compleja.
Los títulos de Lady Agripina se habían multiplicado durante el tiempo que estuve ausente —Conde Ubiorum, profesora del plantel Leizniz de la Escuela del Amanecer, jefa de varios programas de investigación—, pero la atmósfera tranquila y casi invernadero de su atelier seguía siendo la misma de siempre. Lo mismo podía decirse de la manera en que mi antigua patrona se hallaba tendida en su amado diván.
Su actitud relajada, pese a la avalancha de tareas inimaginablemente brutales que debía afrontar, traspasaba el límite de lo «impresionante» y llegaba al terreno de lo genuinamente aterrador. Al menos debería tener alguna sombra bajo los ojos. Hasta habría resultado encantador que el cansancio se delatara un poco, incluso bajo un maquillaje apresurado. Pero su perfección me inquietaba.
—Perdón por la intromisión. Erich de Konigstuhl anuncia humildemente su presencia ante usted.
—Bienvenido, servidor mío.
Me arrodillé con más delicadeza y precisión que antes.
—Ah, claro. Ahora eres un aventurero.
A diferencia de antes, ya no estaba allí como su sirviente. Ya no tenía el rango que me permitiera hablar con ella con familiaridad; debía comportarme con la debida corrección ante una noble del Imperio.
—¿Cómo te ha ido este último año?
—Han ocurrido muchas cosas que no esperaba. Sin embargo, si me permite decirlo, los días recientes han sido bastante agradables.
El tono humilde se me escapó sin remedio; no podía quitármelo de encima, incluso estando seguro de que nadie más nos observaba. Ella había sido estricta en ese aspecto: no era el tipo de persona que permitiría que su sirviente encendiera su pipa en el despacho de otro solo porque lo hacía en el de su propio amo.
—Puedes relajarte.
—Con su debida venia.
Aun así, por agotador que fuera, toda aquella danza formal era un elemento necesario para cambiar la atmósfera del lugar.
Sin el amparo de la etiqueta, si dejaba escapar una de sus acostumbradas e intempestivas genialidades maníacas, dudo que pudiera contenerme y no soltar alguno de los comentarios que siempre me guardaba en su presencia. Lady Agripina era bastante informal en su espacio personal, y no quería provocar un incidente diciendo algo mordaz sin querer. Causar vergüenza a cualquiera de los dos podría costarme la cabeza, y no estaba preparado para semejante transformación.
Una vez que obtuve su permiso, me senté con cierta tranquilidad en la silla frente a ella… y entonces comprendí algo importante.
Esto es su manera indirecta de pedirme que prepare el té.
No hacía falta un gran salto lógico para entender que, en su mente, estar «a gusto» significaba que yo retomara nuestro antiguo modo de trato. Y, siendo sincero, prefería esa dinámica familiar. No estaba acostumbrado a andar con pies de plomo frente a ella.
Sabía exactamente qué hacer. Envié mis Manos Invisibles a la cocina para preparar el té, sin siquiera levantarme. Todo parecía seguir en el mismo lugar de siempre, así que pude hacerlo sin recurrir a Visión Lejana, simplemente añadiendo la capacidad de percibir al tacto lo que manipulaba.
La bandeja de té cargada flotó hasta la sala —sabía que en realidad estaba siendo sostenida, pero seguía pareciendo algo sobrenatural— y tomé las tazas con mis manos de carne y hueso, entregando una a la perezosa dama que seguía tumbada en el diván.
Tomó la humeante taza de té rojo y se la llevó a los labios con toda la elegancia del mundo. Sentí cómo el maná se agitaba a su alrededor mientras ejecutaba toda clase de pruebas para detectar posibles peligros mundanos o mágicos, incluso antes de dar un sorbo. Los venenos comunes no surtían efecto en ella, pero su temperamento no le permitía bajar la guardia ante nada ni nadie. Yo debía de estar mentalmente enfermo para sentir alivio al ver que ese rasgo suyo seguía intacto.
—Mmm, no está mal.
Exhalé un suspiro de alivio en silencio. Gracias a los cielos, aún no he perdido mi capacidad de impresionar a la madame… ejem, a mi antigua empleadora.
Durante el tramo final de nuestra estancia en el laberinto de icór, nuestras reservas de té se habían agotado y nos vimos obligados a improvisar con lo que teníamos a mano. Además, en El Gatito Dormilón solían servir infusiones bastante fuertes a los viajeros. Me preocupaba que mi olfato para preparar el té a su gusto se hubiera entumecido bajo tanta presión externa.
—Me alegra bastante ver que sigues siendo tan competente como siempre, Erich.
Supongo que no puedo olvidar tan fácilmente los sentidos que desarrollé trabajando para usted. Después de todo, sus estándares eran bastante altos.
—En efecto lo son. ¿No te alegra haber estado al servicio de alguien que pudo entrenarte tan bien?
Mi afrenta fue rechazada con tanta facilidad que, en ese instante, me quedó claro que nunca podría estar a su altura.
Había pasado un año desde la última vez que nos vimos, y comprendí entonces lo que significaba ser inmutable ante el paso del tiempo. Si hubiera sido una persona común, ya estaría mucho más desgastada y demacrada.
Un momento… algo era distinto: sus hábitos al fumar. Era conocida por disfrutar de un buen tabaco, así que tenía sentido que usara una de las muchas pipas que había recibido desde que se separó de la suya anterior. El encantamiento protector no había sido aplicado con el mismo esmero que el de la que me obsequió a mí, por lo que se veían algunos rasguños y manchas de hollín.
Lo más probable era que usara una pipa en un par de reuniones nocturnas y luego la desechara para pasar a la siguiente. Las presiones de su trabajo no la habían llevado aún a un punto preocupante, pero las huellas del desgaste empezaban a notarse.
Si una pipa no estaba adaptada para soportar hierbas encantadas, la magia contenida en ellas la deterioraba mucho más rápido de lo normal. Había que reemplazar la parte de madera tras fumar sustancias elaboradas con belladona; en otras palabras, aquellas pipas también eran de un solo uso.
La pipa que había recibido de Lady Agripina estaba hecha de ébano y diseñada para un uso prolongado. Las pipas enteramente metálicas se calentaban demasiado y eran excesivamente conductoras; no resultaban adecuadas cuando uno deseaba una fumada larga y placentera.
Me quedaba claro que había imbuido esa pipa con una fórmula protectora que la mantenía intacta. Su intención era usarla durante mucho tiempo. Contrastaba de manera marcada con esas versiones desechables que ahora tenía en rotación.
—Eres lo bastante competente como para que no me quejara si ofrecieras volver a mi servicio, ¿sabes?
—En este momento… estoy refugiado en una cómoda biblioteca, leyendo todos los libros que pudiera desear. ¿Servirá esa metáfora, Conde Ubiorum?
—Si es así, no forzaré tu decisión.
Mi antigua empleadora golpeó la pipa para vaciar su contenido en un cenicero. Era una escena inusual; supuse que no había ampliado mágicamente el interior como había hecho con la mía. Entre todas las pipas que había recibido, ninguna parecía haberle agradado tanto.
Me sorprendió bastante la fuerza de la mezcla que estaba fumando. Con solo percibir el aroma del humo, podía notar que había sido intensamente enriquecida con una gran cantidad de hechicería. Estaba seguro de que Lady Agripina no sufriría efecto alguno —al fin y al cabo, era su propia mezcla—, pero si me dejaba probar una calada, probablemente las emanaciones me dejarían inconsciente en el acto.
—Me gustaría presentarle un pequeño recuerdo; una modesta prueba de que la vida de aventurero no es cosa de risa.
Le ofrecí mi obsequio, algo para complacerla antes de pasar al asunto real.
Habíamos dividido el botín del laberinto de icór, y esta era la pieza que había recibido permiso para conservar: el diario de investigación de la herbolaria que intentó revivir el cedro sagrado.
El amor de Lady Agripina por los libros iba mucho más allá del de cualquier simple bibliófila. No importaba el género ni el contenido: fuera entretenimiento, un viejo diario o incluso una tesis académica, ella lo leía todo con entusiasmo.
Por desgracia, este diario/cuaderno de investigación era demasiado divagante para publicarse como artículo científico —lo cual tenía sentido, considerando que eran notas personales—, pero pensé que podría disfrutarlo como lectura ligera. Terminaba con la espantosa muerte de la herbolaria, por lo que bien podía leerse como una historia de terror escrita en tono íntimo. Aquel texto, que se volvía cada vez más angustiante a medida que se acercaba el plazo final impuesto por el cruel villano, desprendía un aura tan inquietante que el rostro de Kaya se había quedado completamente pálido cuando le pregunté si quería usarlo para su propia investigación.
—Un viejo diario, ya veo. ¿De quién es?
—De una herbolaria cuyo fin fue tan cruel y amargo que dio origen al laberinto de icór. Fue escrito en los tiempos en que los señores locales de Marsheim competían por la hegemonía, antes de que empezaran a llamar «Altheim» a la vieja ciudad.
—Ya veo.
Pasó las páginas con calma y, aparentemente satisfecha, sacó un recibo que podía canjearse por el pago correspondiente.
—Cedrus sancta, en efecto. Bastante interesante. ¿Qué te parecen doscientos?
Era un recuerdo, pero no había especificado si se trataba de un obsequio o no, así que Lady Agripina se apresuró a decirme cuánto estaba dispuesta a ofrecer por él. No era tacaña con el dinero, así que siempre resultaba un placer hacer negocios con ella a la larga.
Eso equivalía a cincuenta dracmas por cabeza. Estaba seguro de que Siegfried —quien casi había terminado hecho cenizas por salvar a su compañera— se alegraría muchísimo. Nos habíamos marchado con un buen botín, pero por desgracia casi todo eran objetos difíciles de convertir en efectivo o que el grupo quería conservar para su propio uso. Era agradable obtener algo de dinero contante y sonante por una vez.
—Más que suficiente. Estoy seguro de que mis compañeros se alegrarán de recibirlo.
—¿Vas a compartirlo? Qué generoso eres.
—Una compañía de aventureros se fortalece con el crecimiento equitativo. Es una unidad que funciona como un todo.
—Vaya, parece que lo estás disfrutando.
Desde luego que sí. Era cierto que me había pasado todo el viaje por el laberinto de icór despotricando contra el Amo del Calabozo tramposo, pero el tiempo todo lo cura, como dicen… ahora se había convertido en un buen recuerdo.
Bueno, si alguien me preguntara si lo haría de nuevo, respondería con un rotundo no. Para un ciudadano imperial, quedarse sin baños ni té es peor que tener agujas clavadas bajo las uñas.
—¿Y ahora vienes llorando a mi buzón porque una sombra oscura se cierne sobre tu alegre vida de aventurero?
—Exactamente como usted lo dice.
Lady Agripina asintió, indicándome que esperara un momento, y exhaló una bocanada de humo mientras su mirada se perdía en la distancia. Era un gesto propio de los matusalenes: aunque no eran olvidadizos, a veces necesitaban más tiempo que la mayoría para ordenar sus recuerdos y hallar algo con precisión. Quizá fuera esa cualidad inquietante lo que hacía que los mortales comunes los mantuvieran a cierta distancia; aunque tardaban en llegar a la respuesta, podían recordar cosas que una persona normal hacía mucho habría olvidado. Dudaba que a alguien le agradara estar en semejante desventaja.
—Ahí vamos, ya lo recordé. Después de que dijiste que te dirigías a Marsheim, me tomé la libertad de echar un pequeño vistazo a los asuntos de Maxine Mia Rehmann. Es la hija ilegítima del antiguo margrave, Otto Liudolf Liutgard von Mars-Baden. Por lo visto, es toda una mujer formidable. Su reputación está bien ganada. Ha hecho un excelente trabajo manteniendo su pequeño feudo civilizado y en orden.
Dioses del cielo, esta mujer me asusta. ¿Hizo toda esta investigación solo porque su antiguo sirviente se mudaba? Había indagado tan a fondo que resultaba hasta horrible.
—Es la hija de la hermana mayor del actual margrave de Marsheim. El antiguo margrave estaba profundamente enamorado de su madre… aunque cabe señalar que eso no es de dominio público.
—Sus habilidades de investigación son increíbles.
Las redes de información de la nobleza me aterraban. Desde fuera, parecía que Lady Agripina solo estaba descansando en el sofá, fumando tranquilamente, pero en realidad estaba extrayendo de su mente datos que habrían tardado toda una estación en llegar a caballo desde donde provenían.
Más importante aún, mi teoría sobre la directora de la Asociación resultó cierta. Ahora me sentía aún menos inclinado a involucrarme en sus asuntos.
—En toda honestidad, no he hecho nada tan inapropiado como para merecer una citación, así que me preocupa un poco su deseo de reunirse conmigo cara a cara. Creo que mi ascenso al rango naranja-ámbar fue bastante inusual.
—Y, como dijiste, temes que te obliguen a participar en asuntos turbios entre los señores locales que se dan patadas por debajo de la mesa.
—Por fortuna, aún queda tiempo antes de la convocatoria, pero no puedo quedarme tranquilo con la inquietud.
Hubiera preferido que me llamaran solo para una reprimenda. Así podría prepararme mentalmente para lo que sabía que venía e incluso pensar en cómo apaciguarla. Lo que más temía era una cita con los altos mandos por algo que ni siquiera podía imaginar, con tiempo de sobra para preocuparme entre tanto. Era como si tu jornada laboral se viera interrumpida por el gerente y, sin previo aviso, te pusieran más trabajo sobre el escritorio. En definitiva, lo desconocido lo hacía todo mucho más inquietante.
No me habría molestado si se tratara de una revisión rutinaria, una de esas que se hacen por temporada, pero podría ser cualquier cosa: desde una pequeña bonificación por mi buen desempeño, hasta un castigo disfrazado de ascenso, donde me asignaran a una nueva sucursal en algún país remoto del que jamás había oído hablar. Cuanto más lo pensaba, más escenarios horribles empezaban a formarse en mi mente.
—Es una táctica común entre personas como ella. Un solo paso en falso y acabarás convertido en el perro del margrave.
—¿Usted… cree eso?
—Eres un activo valioso. Incluso yo preferiría tenerte trabajando para mí. Por supuesto que te quieren. Su situación financiera actual, francamente, no es buena.
—¿En serio?
No pude evitar expresar mi sorpresa. Marsheim y la región circundante eran la línea de frente contra nuestros vecinos, así que el Imperio se tomaba sus necesidades muy en serio. No tenía sentido que estuvieran pasando dificultades económicas. Marsheim se alimentaba de los impuestos de importación del río Mauser y de las diversas rutas comerciales que lo atravesaban; habría pensado que las arcas del margrave estaban bastante bien abastecidas. Por muy codiciosos que fueran sus subordinados con las pensiones, o por mucho que los gastos se desviaran hacia medidas militares para mantener la paz, la inestabilidad financiera no me parecía probable en absoluto.
—No tienen suficiente gente, especialmente entre los de rango más alto; del tipo que podría actuar como oficiales en el frente. En tiempos de paz se las arreglan más o menos, pero hay muchos que solo son sumisos al margrave en apariencia. Estos posibles traidores dificultan el buen funcionamiento de las cosas.
Lady Agripina explicó que esto era únicamente una teoría de trabajo, extrapolada a partir de la información disponible, pero parecía que la política de apaciguamiento hacia los pesos pesados y otros poderosos señores locales había fracasado. Su razonamiento provenía de la emoción, no de la lógica, y continuaban despreciando al Imperio mientras se negaban a acatarlo.
La situación estaba clara como el día: el orden social en Marsheim apenas se mantenía. Aún no había llegado a un punto sin retorno —nadie iba a cortar la mano de su vecino por un reloj todavía—, pero decir que delincuentes como Jonas Baltlinden atacando descaradamente carruajes cargados con impuestos territoriales estaba muy por debajo de los estándares del Imperio sería quedarse corto.
Marsheim no estaba unido, y la situación solo empeoraba por la falta de un esfuerzo coordinado para mantener el control. Si nobles de clase baja como caballeros y barones hubieran hecho su trabajo de mantener la paz, las cosas no habrían llegado a este extremo. Sospechaba que el gobierno estaba dispuesto a asumir el golpe económico si con ello podía posponer la resolución de sus propios problemas internos. Nadie quería ser quien desatara una guerra civil, sin importar lo desesperadamente que necesitara poda la estructura de poder local.
—Si me preguntas, el anterior Margrave Marsheim debería haber puesto fin de manera rápida y definitiva a su problema. Todo esto ocurrió porque estos pesos pesados locales —los que antes tenían control— han arraigado sus posiciones mediante matrimonios estratégicos.
—¿Está diciendo que fue blando?
—Como un conejito esponjoso. Incluso si hubiera pedido quintuplicar su personal en una reorganización tras un descenso de rango, eso no habría sido ni la mitad de blando.
Uuf, eso sí que es blando. Y generalmente me gustan las cosas blandas.
—Si fuera yo, eliminaría a todos en cinco generaciones; básicamente a sus bisabuelos y todos sus descendientes. O bien, inculcaría en su sistema educativo una afinidad con el Imperio, sin importar lo remotamente que estuvieran relacionados con quienes causaron el problema.
—¿Está diciendo que si se les educa, no olvidarán la historia?
—Sí. Ridículo, ¿verdad? Quinientos años después de su fundación, en el corazón del continente donde los primeros veteranos peleones pensaron en cooperar, el Imperio sigue dando la bienvenida a nueva sangre y los lazos de la nación permanecen firmes. Entonces, ¿por qué este puñado de tontos en los confines cree que puede pasar los días quejándose de su independencia?
—No creo que las actitudes tribalistas puedan explicarse con lógica. Supongo que en parte es culpa del Imperio por no educarlos en que forman parte de él.
Las páginas de la historia están llenas de países que dejaron morir a decenas de miles de sus habitantes por unos meses o años de independencia prolongada. Así como la antigua Yugoslavia no duró mucho, un estado-nación estaba condenado a desmoronarse si su gente no podía siquiera aparentar tener algún tipo de identidad compartida.
Incluso en Japón, una pequeña isla cuyo pueblo procedía mayoritariamente del mismo lugar, a la gente le gustaba presumir las diferencias propias de su prefectura. Dudaba que forzar una ideología homogenizadora y unitaria sobre una nación sin salida al mar fuera tarea sencilla.
En ese sentido, no pude evitar estremecerme ante la magnitud de lo logrado por el Emperador de la Creación y las tres generaciones imperiales que le siguieron. Debió de ser una hazaña colosal reunir a un grupo tan multirracial y multiétnico, inculcarles la identidad del súbdito imperial modelo y asegurarse de que la nación no se desmoronara con el paso de los siglos.
—En efecto. Económicamente hablando, están raspando el fondo de la escala. En el momento en que empezaron a afanarse por acaparar piezas útiles como tú para enfrentarlas entre sí, allanaron el camino hacia su colapso. Si lo que quieres es disfrutar simplemente de tus aventuras, te sugeriría mudarte al norte, o quizá al este.
—Disculpe, pero le tengo bastante cariño a ese lugar.
—No quieres mudarte. Ya veo. Entonces más te vale estar preparado para pagar lo que vales a aquellos que quieran poseerte.
—No pretendo pedir prestada su fuerza. Solo esperaba recibir algún consejo.
Lady Agripina dejó escapar un gemido antes de golpear de nuevo la pipa contra el cenicero. ¿Siempre fue tan tosca al fumar? La recordaba algo más refinada.
—Toma esto. —Tras pensarlo un instante, chasqueó los dedos y mostró un papel. Estaba algo sucio, hecho de un material áspero que esperaba fuera desechable, y en él había una solicitud de trabajo para un aventurero emitida por el Departamento de Recuperación de Escritos Perdidos.
¡Por todos los dioses del cielo! ¡Lo había hecho en serio! No había usado su condición de Conde Ubiorum para montar un pequeño grupo de trabajo; no, ¡había logrado la creación de un departamento gubernamental oficial, todo para seguir aumentando su pila de lecturas pendientes!
—Va-vaya, ha hecho cosas impresionantes para mantener su apetito satisfecho; y, encima, en nombre del Emperador.
—Supongo que sí. Los convencí con la ayuda de los bibliotecarios del Colegio. Involucré a la Biblioteca Imperial para darle más peso, y ahora tenemos un presupuesto agradable solo para nosotros. ¿No merezco una pequeña recompensa por todo el trabajo insoportable que he estado haciendo?
¿Cómo se supone que debo responder ante alguien que crea un departamento aprobado por el gobierno con la misma naturalidad que una mujer de negocios fatigada que se compra una joya nueva? Seguro que el departamento sería bastante serio y cumpliría con su cometido, pero apostaría a que generaciones futuras pensarán que el Departamento de Recuperación de Escritos Perdidos era en realidad una agencia de inteligencia secreta.
—De momento lo probaremos en Berylin, pero me aseguraré de que te den aprobación en Marsheim.
—Me alegra oír que va tan bien…
—Vamos, espera un momento. —Lady Agripina ignoró por completo mi expresión atónita y garabateó unas cuantas páginas con solicitudes oficiales. Cada una llevaba el sello del Departamento de Recuperación de Escritos Perdidos y pedía explícitamente que buscara varios tomos legendarios que, según se decía, descansaban en el oeste.
—Los Pseudepígrafos de Exilia, los Ritos Apócrifos del Dios Sol, los Salmos para Invocar el Apocalipsis… Todos estos son de la Era de los Dioses. ¿No se rumorea que algunos ni siquiera existen?
Cada uno de estos era un texto que existía únicamente en leyendas urbanas.
Los Pseudepígrafos de Exilia eran una tablilla de piedra inscrita con un mensaje divino transmitido mucho antes de la Era de los Dioses, afirmando que el mensch algún día reinaría supremo sobre todos los demás. Los Ritos Apócrifos del Dios Sol eran una porción de las escrituras del Dios Sol que ni siquiera existían en el templo principal como copia de copia de copia. Como su nombre sugería, su autenticidad era dudosa. En cuanto a los Salmos para Invocar el Apocalipsis, se trataba de un pergamino de cobre inscrito por un gran magus ciego que contenía detalles transmitidos por un dios exterior sobre cómo destruir el mundo mismo. Se decía que era incluso más extraño y misterioso que el Compendio de Ritos Divinos Olvidados.
Me estaba pidiendo que los buscara con toda la seriedad del mundo. Si pudiera, le presentaría a la alocada panda que atribuía todo tipo de calamidades a las predicciones de Nostradamus y pasaba los días lamentándose por el estado del mundo.
—Pero se dice que existen. Si los encuentras, me gustaría que me los trajeras.
—Supongo que puedo entender por qué…
Yo no carecía de mis propios vicios como coleccionista. Si alguien desenterraba una primera edición de cierto juego de rol de mesa de investigación de horrores cósmicos, o el juego de rol de mesa de exploración de mazmorras más importante en su icónica caja roja, no podría decir que no.
—Si le muestras esto, entonces puedes dejarle saber implícitamente que estás un poco ocupado y que alguien más te está usando en este momento. Creo que es un poco menos agresivo que mostrar un anillo imperial.
—Se lo agradezco. Lo usaré con cuidado.
—No voy a mentir diciendo que no tengo ganas de conseguirlos. Cada uno te daría al menos cinco mil dracmas. Busca bien.
Estaba realmente agradecido por el trabajo, pero no sabía cómo reaccionar ante su actitud tan despreocupada al plantearme una solicitud tan escalofriante. Era importante recordar que si esta mujer me pedía que los consiguiera, eso significaba que estaba segura, al menos hasta cierto punto, de que de hecho existían. ¿Por qué más sugeriría el precio de la recompensa desde el principio?
Pensé que probablemente debería empezar la búsqueda ahora que me había involucrado en esta loca caza de libros, pero cada uno de ellos prometía ser un verdadero dolor de cabeza…
—Tú elegiste la vida de aventurero, con todas sus libertades y responsabilidades. No olvides que rechazaste mi petición, así que asegúrate de darme un buen espectáculo. Como tu antigua jefa, lo mínimo que puedo hacer es pagar tu disfraz de baile. —Sonrió y añadió—: Ahora bien, no hay nada más lamentable que ver un espectáculo en el que el actor no ponga el corazón.
Ni siquiera se molestó en ocultar que obtenía algún tipo de placer retorcido de mi incomodidad, devorando con avidez la visión de mis contorsiones. A pesar de todo lo que había ocurrido desde que me fui, este lado absolutamente demoníaco de ella no había cambiado.
Con el temor de haber pasado de la sartén al fuego, me despedí de mi antigua empleadora y regresé a Marsheim.
No entraré en los detalles, pero recibí una carta bastante airada de Elisa, que estaba en una conferencia en ese momento. Me preguntaba por qué no me había quedado un poco más, y me vi obligado a reflexionar sobre las responsabilidades fraternales que había logrado evadir por accidente…
[Consejos] El Departamento de Recuperación de Escritos Perdidos es un organismo oficial del gobierno establecido bajo el mandato de la Conde Agripina von Ubiorum. Fue fundado con el objetivo de asegurar escritos perdidos, tomos raros y documentos de valor antropológico.
Debido a la amplitud de su mandato, generaciones posteriores mantuvieron sus propias teorías conspirativas sobre que era una tapadera para la red de inteligencia del Imperio.
[1] Proceso que devolvió el poder imperial al emperador Meiji en Japón, acabando con el shogunato Tokugawa. Inició una rápida modernización política, económica y militar inspirada en Occidente, transformando a Japón de un estado feudal aislado en una potencia industrial y centralizada.
[2] El Periodo Heian (794–1185) fue una era de la historia japonesa caracterizada por el florecimiento de la cultura cortesana, la literatura y el arte. Con capital en Heian-kyō (actual Kioto), marcó el apogeo de la aristocracia y la consolidación de la identidad cultural japonesa independiente de China.
[3] Poderoso daimyō japonés del periodo Azuchi-Momoyama y comienzos del Edo. Conocido como el «Dragón de un solo ojo», unificó la región de Tōhoku, modernizó su dominio y fomentó el comercio exterior. Fue célebre por su astucia, ambición y distintiva armadura con media luna dorada.
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