El Jefe de Atelier Tan Despistado

Vol. 1 Epílogo

 

—Con eso concluye la historia, Ophelia —dijo Mimiko, dando por terminado su informe.

—Entonces, ¿Tristán ya estaba muerto?

Según los resultados del interrogatorio, Marlefiss había confesado sin resistencia que el Obispo Tristán era quien había intentado asesinar a Liese.

Por cierto, Marlefiss debía haber sido condenada a muerte, pero… Mimiko, al enterarse de que Kurt deseaba verla, decidió no entregarla a la justicia y mantenerla bajo custodia.

En ese momento, la tenían en un lugar secreto, preparándola para encontrarse con Kurt. Por lo que supe, estaba siendo «disciplinada»; más concretamente, sometida a torturas para corregir su carácter.

En cualquier caso, basándose en el testimonio de Marlefiss, Mimiko había encabezado a la policía militar hasta los aposentos privados del Obispo Tristán, pero para entonces él ya estaba muerto.

—¿Será porque el diablo fue asesinado?

Normalmente, aunque un diablo con contrato muera, su invocador no muere con él.

Sin embargo, cuando se trataba de un diablo de alto rango, podía suceder que, como precio por invocarlo, el alma del contratante fuera arrebatada.

Aun así, gracias al poder del diablo, el invocador podía seguir viviendo durante un tiempo.

Yo había pensado que la muerte del diablo había arrastrado al invocador, pero…

—No, no es eso. Recibimos un informe: una criada del castillo, la sobrina del Marqués Gastor, se convirtió de repente en cenizas.

—¿Se volvió cenizas… de pronto? Ya veo, así que la sirvienta era la que había hecho el contrato con el diablo de alto rango. Su familia tenía buenas relaciones con el Obispo Tristán, si no recuerdo mal, —dije, y Mimiko asintió.

—Yo también lo creo. Manipular a un diablo sin ofrecer el alma propia… eso sí que es ser más demonio que los propios diablos.

—Entonces, ¿por qué el Obispo Tristán…? No, ya entiendo, se deshicieron de él como quien se el lagarto que se corta la cola para salvarse.

—Seguramente. Si la familia real intenta decirle algo a la Iglesia de Polan, ellos se excusarán diciendo que todo fue una acción personal del Obispo Tristán. He enviado a los Phantom a investigar, pero apuesto a que toda evidencia que perjudique a la Iglesia ya fue eliminada.

En efecto, las sombras de la Iglesia eran más profundas de lo que imaginaba.

Sin embargo, después de todo lo que había ocurrido, era poco probable que siguieran intentando asesinar a la Princesa Lieselotte.

No sabía cómo agradecerle a aquel muchacho, Kurt.

Si tan solo fuera diez años más joven… no, quizá aún no fuera demasiado tarde.

No estaría mal devolver el favor mostrándole el encanto de una mujer madura.

—Una cosa es dar las gracias y otra muy distinta es imponer un favor, Ophelia, —me dijo Mimiko, que al parecer había adivinado en qué estaba pensando al ver mi expresión.

Como su comentario me pareció una insolencia, decidí comportarme como toda una jefa de atelier y la callé de un golpe.

◇◆◇◆◇

Esa noche, en el atelier donde yo, Kurt, trabajaba, se celebró un gran banquete junto a todos los caballeros del escuadrón.

El vino era casero, y la comida, elaborada por mí, consistía en platos sencillos y hogareños. Sinceramente, me sentía algo apenado de llamarlo un «gran banquete».

Quizá por eso, el ambiente no terminaba de animarse.

Los caballeros, que habían estado tan alborotados antes de que comenzara el banquete, en cuanto brindaron y empezaron a comer y beber, se quedaron todos callados, concentrados únicamente en sus platos y copas. Ya no parecía una fiesta.

—Mi comida… ¿no será que no anima mucho el ambiente? —murmuré sin darme cuenta.

Parece que el capataz lo oyó, porque levantó la vista.

—No es eso, Kurt. Es que este vino y esta comida están tan buenos que uno se queda sin palabras… ¡¿Verdad, muchachos?!

—¡Lo sentimos, no estábamos escuchando! —respondieron todos los caballeros al unísono, gritando.

Aquello bastó para romper el hielo. De pronto, todos comenzaron a elogiar la comida y el vino, o a comentar la calidad de los cristales mágicos que el jefe de atelier había preparado para ellos.

Según decían, esos cristales mágicos habían aniquilado cientos, incluso miles de monstruos de una sola vez.

Impresionante. Ojalá los cristales mágicos que yo fabricaba algún día también fueran tan apreciados por todos.

Bueno…

—Disculpe, señor capataz.

—¿Qué pasa, Kurt?

—Aquí tiene algo más de comida y vino, —respondí, entregándole una canasta tejida a mano que contenía unos sándwiches hechos con los acompañamientos del día y una pequeña botella de vino.

—¿Qué es esto?

—Es para los caballeros que no pudieron venir hoy por trabajo. Son quince porciones, ¿verdad?

—Eres un buen chico, qué considerado, —dijo el capataz, despeinándome la cabeza con fuerza.

Me dolió un poco, pero aun así me sentí feliz.

—Pero, oye, qué observador. La mayoría ni siquiera pensaría en los que no están aquí.

—En realidad, últimamente he notado que soy un poco despistado… que a veces no me doy cuenta de cosas que cualquiera notaría. Así que intento esforzarme por comprender mejor cómo se sienten los demás.

—Ya veo. Entonces dime, Kurt… ¿sabes quién soy yo?

—¿Eh? Pues… usted es el capataz de la obra, ¿no?

—¡Gajajá! Sí, sí, eso mismo, el capataz de la obra, —rió mientras me daba unas palmadas en el hombro, visiblemente contento.

¿Eh? ¿Acaso es que me había equivocado?

Justo cuando pensaba en eso, la Señorita Liese se inclinó y me susurró al oído:

—Sir Kurt, este caballero es Alreid Cucuso, el capitán de esta orden de caballeros.

—¿¡Eh!? A-ah, con razón llevaba armadura… Ahora que lo pienso, los demás caballeros también le hablaban con respeto… ¡Lo-lo siento mucho! —dije inclinando la cabeza y disculpándome con el capataz, o más bien, con Sir Alreid.

—No pasa nada, —respondió él—. También es cierto que en aquel momento trabajaba como capataz. Siento haberte despedido tan de repente. No imaginé que fueras un empleado del atelier.

—No se preocupe, recibí más dinero del que merecía.

Así que era eso… Vaya, al final sí que era un poco despistado.

—Entonces, Sir Kurt, ¿puede adivinar lo que estoy pensando yo ahora mismo? —preguntó la Señorita Liese.

¿Eh? ¿Adivinar lo que pensaba? Eso era imposible.

Mientras me debatía sobre qué responder, la Señorita Yulishia se metió en la conversación.

—Oye, Liese, eso suena divertido. Vamos, Kurt, te daré una pista: apuesto a que estoy pensando lo mismo que Liese.

—¿E-en serio? Eh… ¿acaso el condimento de la comida estuvo más fuerte que de costumbre?

—No.

—No lo estuvo.

—¿Entonces la fermentación del vino salió mal?

—Salió perfecta.

—Yo tomé jugo de uva, así que no lo sé.

—¿O quizá tienen calor y quieren darse un baño?

—Lo haré más tarde.

—¿Le gustaría acompañarme, Sir Kurt?

—¡No-no, claro que no! —respondí apresuradamente. En serio, la Señorita Liese solo sabía bromear.

Pero entonces pensé… quizá se trataba de otra cosa.

—…¿Acaso piensan que soy un inútil?

—¡En absoluto! —respondieron las dos al unísono.

Ah, creo que ya lo entendí.

—¿Será que están frustradas porque soy un poco denso?

Al decir eso, la Señorita Yulishia y la Señorita Liese se miraron entre sí y exclamaron juntas:

—¡Correcto!

Y entonces me tomaron de los brazos… ¿otra vez?

—Vamos, Kurt, ven a comer con nosotras.

—Sir Kurt, sabemos perfectamente que ha estado atendiendo a todos y aún no ha probado bocado.

—E-esperen, Señorita Yulishia, Señorita Liese. Todavía me queda un último toque para cerrar la fiesta.

—¿Último toque? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó la Señorita Yulishia.

Les pedí que aguardaran un momento y les expliqué que iba a preparar un pequeño entretenimiento.

Luego fui al patio trasero y le prendí fuego al dispositivo que había preparado.

En cuanto se encendió, salió disparado hacia lo alto del cielo nocturno y estalló con un rugido, abriendo una enorme flor de luz.

Sí, las fiestas siempre debían terminar con fuegos artificiales, pensé.

Entonces los caballeros corrieron hacia mí, junto con la Señorita Yulishia, la Señorita Liese y todos los del grupo Sakura.

—¡Kurt, ¿qué fue esa explosión?!

—¿Nos están atacando otra vez? ¿Es un enemigo?

—Tranquilos, por favor. ¿Eh? ¿De verdad no conocen los fuegos artificiales? —les pregunté, sorprendido.

Les expliqué qué eran.

—En las fiestas, lo típico es iluminar el cielo nocturno con fuegos artificiales, ¿no? —les pregunté.

Ante eso, las voces de todos temblaron y gritaron al unísono:

—¡¿En qué lugar del mundo eso es algo común!?

 

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