Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Primavera del Décimo Sexto Año Parte 3

Era mi día libre, así que no tenía planes. Pero tratar con clanes era, por desgracia, parte de mi trabajo; cuando le presenté por primera vez a Siegfried a la Señorita Laurentius, me había dejado muy claro que no quería volver a lidiar con nadie tan aterrador como ella ni tan turbio como Nanna. Por tanto, no me tomó mucho prepararme para salir.

Me puse unas ropas un poco más elegantes que mi atuendo habitual, aunque sin dejar de ser prácticas, que había comprado para atender solicitudes de nobles a través de intermediarios. Luego me calcé las botas recién lustradas, ajusté a la Lobo Custodio en el cinturón y me dirigí al escondite del Clan Baldur.

Antes siquiera de cruzar la puerta, pude sentir un aura inquietante emanando desde el interior: era como si la mansión misma canalizara la furia de su dueña.

—Esto va a ponerse feo … —murmuré, rascándome la cabeza sin darme cuenta; me despeinó un poco, pero dadas las circunstancias, eso ya no importaba.

Entré en la mansión y caminé de frente hacia una atmósfera infernal . No era una metáfora: el aire estaba cargado de un humo espeso y colorido que se arremolinaba a la altura de mis tobillos. Se filtraba por toda la sala como en una casa embrujada de feria, y varios miembros del clan, atrapados en esa neblina, yacían desmayados, echando espuma por la boca. Una espuma de colores imposibles les cubría los labios.

Temí por sus vidas, pero al ver que simplemente los habían dejado allí tirados, supuse que no corrían peligro mortal. que me preocupaba un poco la actitud tan despreocupada de Nanna hacia su propia gente: los tenía esparcidos por el suelo como si fueran muebles rotos. Seguramente debería al menos tratarlos con un mínimo de dignidad… Pero bueno, ella era una lunática cuyas drogas distorsionaban la realidad misma; de normal, no tenía nada.

—La je-jefa te está esperando adentro… —dijo Uzu con su característico tono tembloroso.

—Gracias.

Si la alumna más valiosa de Nanna estaba así de aterrada, la situación debía ser grave. Su paciencia debía de haberse agotado hacía mucho tiempo. Crucé la puerta detrás de Uzu y entré en una verdadera nube del inquietante humo. Mi Barrera Aislante me mantenía a salvo, pero aun así no pude evitar estremecerme.

—Ya estás aquí.

¿No podías, por lo menos, haber reducido tu último experimento a pastillas rojas y azules, y ahorrarme esta paleta de vómito de payaso? Por los cielos… tus filosofadas de bazar se digerirían mejor si todos lleváramos gabardinas de cuero y gafas de espejo.

—Saludos. Pensé que sería prudente preguntar qué podría haber provocado semejante —discúlpame la insolencia— flujo de esencia mágica tan descaradamente descontrolado.

Mi barrera protegía mis pulmones, pero no impedía que el humo girara a mi alrededor. Daba náuseas con solo mirarlo; me abaniqué el rostro mientras me acercaba a ella. Sabía que Nanna no era precisamente una mujer de modales, pero su furia tan evidente resultaba francamente incómoda.

No era tan intensa como el frío gélido que emanó Lady Leizniz cuando se encontró con Lady Agripina en la entrada del Colegio, pero esta manifestación física de su ira habría hecho que una persona normal cayera redonda en el acto. Uzu ya se había desplomado detrás de mí en cuanto abrí la puerta, y eso que tenía una notable resistencia a los varios brebajes fallidos de Nanna. ¿Qué demonios estaba fumando esta vez?

—Es solo… una muestra de cuán desatada se ha vuelto mi ira.

Al hablar, el humo se volvió más denso, fluyendo con su respiración. En su corriente se deslizó algo hacia mí: una lámina. No, no era papel, aunque eso era lo más parecido para describirlo. Captaba la luz, jugueteaba con ella y la liberaba como si fuera cristal. Había oído hablar de un magus que demostraba su habilidad en la conjuración de materia creando esculturas cristalinas; me pregunté si aquello estaría relacionado.

—¿Qué es esto? —pregunté.

Observé aquella «hoja» del tamaño de una postal: tenía finas líneas que la dividían, permitiendo rasgarla en trozos del tamaño de un sello. Era hermosa, y seguramente los niños gritarían de asombro al verla, como si hubiera salido directamente de un cuento de hadas… pero dudaba mucho que sirviera para reemplazar un sello de cera. Espera… si Nanna me la estaba mostrando… Sí, claro. Tenía que ser más droga.

—Tiene muchos nombres… Sangre de Cristal… Aliento de Hielo… y… Kykeon.

¡Por supuesto! Ugh… y yo voy y la toco…

Era repugnante en más de un sentido. La arrojé sobre la mesa y me recordé mentalmente lavarme las manos después…

—Así que imagino que se arranca un pedazo y se ingiere, ¿no?

—Así es. ¿La has… visto antes?

—No, pero puedo hacer una suposición razonable. ¿Cuáles son sus efectos?

Pude casi ver el veneno entre el humo cuando Nanna resopló. Cada palabra de su explicación destilaba un resentimiento profundo, retorcido hasta el alma.

—Las alucinaciones y la embriaguez son las mismas… que las del Ojo de Elefsina. Pero esta… te roba el cansancio. Agudiza tus sentidos… te hace sentir omnipotente. Incluso… transforma el dolor del hambre en placer.

—Suena increíble.

—¿¡Increíble, dices!?

Una oleada densa de humo recorrió la habitación como la sombra de un dragón.

¡Rayos, tiene maná para rato! Mi barrera gimió en respuesta, y tuve que inyectarle más de mi propio maná para mantenerla —y mantenerme a mí— intacto.

—Solo dura… de cuatro a seis horas… ¡como mucho! ¡Y luego te deja un delirio espantoso, terminaciones nerviosas marchitas y una adicción debilitante! ¡Te enganchas… y no eres más que un saco de carne inútil!

—¡Está bien, está bien! ¡Lo entiendo! ¡Así que por favor, cálmate! ¡Mi talismán va a romperse!

Por petición de Lady Agripina, le había dicho a Nanna que mi barrera provenía de un objeto encantado, no de un hechizo propio, así que tenía que mantener esa fachada.

Aun así, lo que acababa de contarme era difícil de creer. ¡Lo que describía era básicamente una anfetamina! ¡¿En qué clase de infierno estaba metido para tener que lidiar con dos drogas peligrosas en cuestión de semanas?! Ambas eran de tipo alcaloide, pero ¿alucinaciones y delirio? ¿Ausencia total de incomodidad física? ¿Acaso alguien estaba intentando fabricar un ejército de soldados drogadictos y sin miedo?

—A lo que yo apunto, —dijo Nanna, todavía sin haber apaciguado del todo su furia—, es a una liberación del dolor constante de vivir. ¡Libertad de las trampas de los sentidos, indistinguible de una piedra al borde del camino! ¡Esto… esta… inmundicia, este vehículo vulgar del sentimiento … ni siquiera puedo llamarlo un fracaso! ¡Es basura!

La rabia aterradora de Nanna provenía de un lugar completamente distinto.

De pronto recordé algo que me había contado alguna vez. Cuando aún era una magus en formación, había querido crear una poción que elevara a toda la humanidad al mismo nivel que los matusalenes: organismos perfectos, inmunes al tiempo y al hambre. Por entonces, había estudiado el funcionamiento del cerebro para ayudar a un amigo que padecía daltonismo severo. Pero cayó en una profunda desesperación y resignación cuando se topó con el gran muro que separa nuestros sentidos de nuestra cognición.

No era de extrañar; ni siquiera Descartes había logrado resolver el problema mente-cuerpo.

Nuestros cuerpos físicos contenían la mente, y generaban sensaciones de placer o malestar a partir de estímulos externos. Eso significaba que no había forma de trasladar esa función interna fuera del cuerpo. El dolor siempre sería dolor; la alegría siempre sería alegría. Claro, existían diferencias en la forma en que cada persona percibía la información y las emociones que de ello resultaban, pero al final del día, nadie podía despojarse de su sistema sensorial.

Muchos filósofos racionalistas habían intentado abordar este dilema en mi antiguo mundo, pero ninguno había hallado respuesta… al menos hasta el momento de mi muerte.

Dicho esto, debía reconocer que el predecesor del futuro Buda Maitreya, Siddhartha, había alcanzado la iluminación. Las enseñanzas que condujeron a su despertar se habían distorsionado a través de incontables traducciones, volviendo confuso su significado, y según recordaba, el futuro Buda había dicho que faltarían 5.6 mil millones de años para que las personas comunes comprendieran verdaderamente qué era la iluminación. Mientras tanto, se limitaban a intentar vaciar la mente y comprender que todas las emociones eran falsas en su camino hacia el nirvana.

—¡Destruye el cerebro y exprime hasta la última gota de «placer»! ¡Es concentración falsa, pura maldad! ¡Éxtasis fundado en la más absoluta falacia! Mis fracasos… solo sirven para resaltar el dolor del mundo… ¡pero esto, esto…!

Nanna se fue hundiendo en otro ataque de pánico mientras hablaba; se arañaba la cabeza con las manos y dio una patada a la mesa donde estaba el Kykeon. Me sorprendió la fuerza de la patada en un cuerpo tan frágil. Si tenía drogas que fortalecían el cuerpo, no era de extrañar que ya las hubiese probado ella misma. Sus rasgos aniñados la habían llevado a la Escuela del Amanecer en su juventud, pero empecé a preguntarme si no habría sido más feliz estudiando en la Escuela del Sol Poniente…

—¡No toleraré… semejante inmundicia!

En fin, nuestra charla no avanzaba. Evité sus brazos y piernas agitadas y la empujé de nuevo al asiento, donde quedó jadeando unos instantes.

—¿Ya estás más tranquila?

A pesar de su fuerza física, su cuerpo era tan liviano como parecía. Puse un poco más de ímpetu del necesario y terminé cayendo un poco hacia adelante también; mi cara quedó a centímetros de la suya, recibiendo de lleno su mirada desquiciada. Humo multicolor se arremolinaba en sus ojos: burbujas prismáticas saltaban a la superficie y estallaban de cuando en cuando, formando torbellinos inquietos de círculos concéntricos. Las pupilas de Nanna estaban desenfocadas. Algo en mi cabeza me decía que debía apartar la vista de esos ojos. Las alarmas internas sonaban cada vez más fuertes cuanto más los miraba. Mantuve la mirada fija en la suya y, con el tiempo, recuperó el foco. Los anillos arcoíris turbulentos la siguieron.

—Me disculpo… por comportarme así.

—Está bien. Si yo me enterara de que alguien está produciendo en masa espadas capaces de derribar dioses, probablemente mi orgullo como espadachín me habría llevado a lo mismo.

Cualquiera con un apego real a algo perdería la cabeza al saber que bajo el mismo cielo existía algo blasfemo para ese afecto.

Nanna soltó mis muñecas y se recolocó en el asiento. Para cuando volví a mi sitio, había recuperado toda su habitual apatía fría.

—Bien… la razón por la que te llamé aquí… es porque quiero poner mucho esfuerzo en eliminar esta cosa . Un trozo cuesta diez assariis. Un papel entero de ocho trozos tiene descuento a setenta.

Nanna me contó que el mercado se había saturado por culpa del Ojo de Elefsina, y que quienes estaban detrás no pretendían enriquecerse: querían arruinar la economía de forma permanente. La gente tras la cortina no buscaba lucro; querían adormecer los cerebros de toda Ende Erde.

—Todavía no he… descubierto de qué está hecho. Puedo decir que se ha usado magia muy potente. Incluso si los ingredientes originales son baratos… la mano de obra y la distribución deben ser astronómicas… Lo están vendiendo por debajo de su costo.

—¿Así que no buscan obtener ganancias?

—Es un ataque a Marsheim. Probablemente esa sea la estimación correcta. Porque es tan barato y abundante… y los vendedores están tan mal informados… nadie consigue rastrear su origen.

¿En serio? Esto es como una mini versión de la China de la dinastía Qing en plena Guerra del Opio… Entumecer una ciudad con drogas no encaja ni medio en un mundo de fantasía…

—No es solo la ciudad. Se ha visto en cantones agrícolas… por toda Ende Erde. Quiero que tú y tu clan… me ayuden a recopilar información.

—No tengo nada en contra de ayudar si es por una buena cau… Espera un momento. ¿Dijiste «clan»?

Otra vez me quedé perplejo por las cosas que salían de la boca de esa mujer. Yo no tenía ningún clan. Sí, tenía unos pocos novatos que me llamaban «maestro», pero éramos solo un grupo de entrenamiento, nada más. No era un mafioso con ganas de amontonar billetes. Solo los ayudaba a conseguir encargos un poco mejores que las misiones de tercera que solían aceptar. ¡Apenas era de rango naranja-ámbar! ¡Ni siquiera salía del nivel de un aventurero de baja categoría! No tenía patrocinadores, ni influencia local… nada.

—No se trata de lo que creas… sino de cómo te vean los demás .

A mi comentario, lo único que obtuve de Nanna fue una risa seca. Luego me explicó que mis hazañas al derrotar a un criminal famoso que había estado azotando la región durante más de una década, sumadas a la adquisición de cuatro subordinados, eran más que suficientes para que los demás me consideraran un jefe de clan. Me habló también de los rumores que circulaban, según los cuales Erich Ricitos de Oro estaba estrechando lazos con los clanes más importantes de Marsheim. En resumen, pese a mis intenciones, el rumor general era que había fundado un clan.

Ahh, maldita sea… ¿En qué momento me desvié del camino? Bueno, yo fui el que dijo que quería más miembros, y el consejo del Señor Fidelio fue totalmente acertado. Pero, en serio… ¿¡un clan!? ¿¡Por qué!? ¡Un grupo era divertido, pero no esperaba terminar en esto!

—Tu número de miembros seguramente aumentará, ¿no? Entonces… te aconsejo aceptar tu situación.

—Sí, pero no quiero empezar a cobrarle dinero a los novatos.

La verdad es que Nanna probablemente tenía razón. Ya tenía cuatro; un quinto aparecería tarde o temprano. En nuestro grupo había un explorador y una maga bastante hábiles; seguro que habría principiantes cobardes que querrían esconderse tras su sombra. Lógicamente, sería mejor establecer un clan oficial antes de que la cosa se saliera de control. Sería preferible al grupo amorfo que éramos ahora.

Podía dirigirlo de manera diferente a los clanes de alrededor: no cobraría comisión y seguiría entrenando a los principiantes. Si completábamos trabajos con miembros competentes, podría estrechar lazos con los poderosos de la región y elevarme por encima de las molestias mundanas.

Era una forma muy «Marsheim» y muy «aventurera» de ver las cosas… pero por alguna razón se sentía sucia.

Aun así, si lo que buscaba era la emoción de la aventura, no podía despreciar la idea de formar conexiones para aumentar mi renombre. La lógica decía que debía reclutar a más gente. Si solo los ayudaba durante los primeros días difíciles y luego los dejaba marchar, acabarían odiándome por ser tan frío.

Como decían en Japón, «El pez no vive en aguas demasiado limpias». En otras palabras, si uno es demasiado recto, la gente le rehúye. Así eran las cosas, simple y llanamente.

—Incluso si las personas ansían la soledad… no pueden evitar formar lazos con otros. De ese modo pueden compartir… el dolor y el sufrimiento… que habita en sus mentes. Compartir ese dolor es la forma del mundo, —murmuró Nanna mientras soplaba en su pipa de agua, intentando reavivar la brasa apagada durante su arrebato anterior—. Dondequiera que vayas… el mundo solo existe… bajo esta patética capa de hueso. El infierno fuera de nuestras mentes… solo busca hacer que el de dentro… sea aún peor.

Las personas no podían vivir sin otros, ni siquiera los matusalenes de vidas eternas sin alimento, ni los vampiros que necesitan sangre para sobrevivir. No existían excepciones. Y eso valía especialmente para nosotros, los mortales, capaces de cambiar de carácter en un instante si se nos negaba lo esencial de la vida. Éramos criaturas complejas, tan volubles como insectos que entran y salen con el más leve cambio de presión en el aire.

No compartía las percepciones antinatalistas de Nanna, pero tenía razón al describir su situación como un infierno. Era fácil barrerlo todo bajo la alfombra diciendo que todo dependía de cómo uno lo tomara, pero no había liberación para el alma de la líder del Clan Baldur, que ni siquiera podía hallar alivio duradero a través de sus drogas. Si esos consuelos vacíos hubieran bastado para salvarla, nunca habría llegado a este punto.

—Tantos novatos también se ensucian con facilidad… son pisoteados por la desesperación de ver… que sus sueños están tan en desacuerdo con la realidad.

Su pipa de agua volvió a cobrar vida, y el humo, potenciado por la magia, volvió a filtrarse en su mente atormentada.

—No te equivocas, —dije—. Veinte días de limpiar alcantarillas y hacer trabajos miserables bastan para que incluso los principiantes más resistentes empiecen a perder la esperanza.

—¿Sientes lástima… por mí… y por ellos?

No podía responder con nada demasiado moralista. No diría que no tenía quejas o problemas, pero, en realidad, había sido muy afortunado. Si no hubiera tenido nada que me mantuviera en pie, seguro habría perdido la esperanza en algún momento del camino. Si no hubiera tenido padres amorosos, hermanos amables y la hermana más adorable del mundo… quizá mi vida habría sido mucho menos esperanzadora. Y, además, contaba con mi mayor bendición: la libertad de moldearme a mí mismo a mi antojo. Sin eso, ¿cómo habría sido mi vida?

Había nacido con una cuchara de plata metafórica en la boca; no estaba en posición de predicarle a los demás sobre mis ideales filosóficos. Yo había sido bendecido con la certeza de que mi esfuerzo rendiría frutos tangibles. Alguien como ella, que había arrancado cada una de sus habilidades de las fauces de un mundo lleno de desprecio, solo podía sentir repulsión por un don tan injustamente afortunado. Todo lo que podía ofrecerle era un oído atento mientras encendía mi propia pipa.

—Qué cruel eres… La mayoría se reiría… o me ofrecería una simpatía vacía… aun cuando me pierdo… en el sentimentalismo.

Maldita sea , pensé, ni siquiera yo soy tan despiadado como para que esto no me toque el corazón, por mucho que quisiera estar en cualquier otro sitio. Ni siquiera había algo que pudiera hacer por ella.

—A cambio… ¿te importaría… probar esto por mí? —dijo la mujer abatida, señalándome con su pipa—. Esta vez pelearé por mis propias creencias… no simplemente en nombre de mi clan. —Sus palabras pesaban, casi tan densas como el humo que llegaba hasta mis oídos. Su resolución era clara. Había dejado atrás toda mentira y todo compromiso—. Por eso, es justo que te advierta…

Si uno sostiene algo por lo que jamás cedería, tarde o temprano llegará el momento en que alguien —o algo— chocará contra ello. Para Nanna, eso eran sus detestables drogas. No era una buena persona, eso estaba claro: fabricaba pociones que te mostraban dulces sueños y, a cambio, te dejaban incapaz de dormir sin ellas. No era como el enemigo desconocido que teníamos delante, pero, a su modo, había inundado Marsheim con sus propios fármacos alteradores de la mente, todo para vender sus retorcidos sueños.

—Si sigues persiguiendo las cosas sin hacer concesiones… pronto te toparás con un muro. Deseo… usar esto para ver… si eres capaz de superarlo.

—¿Un muro, eh?

—Exactamente. La vida humana se convierte en un infierno cuando uno se encuentra… con los muros y los pozos que marcan sus límites. Mi propio infierno… es tan profundo como el océano… y traté de llenarlo con una simple cuchara de medicina. Pero tú… ¿qué harás?

La pregunta de Nanna era clara. Si elegía quedarme en Marsheim, acabaría inevitablemente en medio del colapso de su frágil orden. Era libre de huir, pero también libre de afrontarlo. El problema era que, si mi resolución flaqueaba, acabaría siendo aplastado por lo que aguardara en el horizonte.

Lo que Nanna quería que hiciera era darle una calada a su pipa de agua. Una vez lo hiciera, podría juzgar mi respuesta a su pregunta. Era una especie de prueba de fuego… aunque basada en principios y medidas que yo no lograba comprender.

Viejo… esto no es precisamente mi idea de pasar un buen rato.

Aun así, si ella perdía la batalla que se avecinaba, las cosas se pondrían feas muy rápido. Está bien matar a los pájaros que se comen tus semillas, pero también había que aceptar que, al hacerlo, los insectos que ellos devoraban se multiplicarían.

Yo había decidido quedarme, y eso significaba que estaba apostando.

Por suerte, tenía a Lottie de mi lado. Si el humo me afectaba demasiado, estaba seguro de que ella podría ayudarme sin problema.

Finalmente tomé la pipa de sus manos y observé el borde, teñido de un rojo oscuro por los labios de Nanna. No pensaba nada tan estúpido como «mis labios van a tocar donde tocaron los suyos»; solo sentía curiosidad por saber qué clase de mezcla podía generar burbujas de colores tan brillantes.

Reuní valor y acerqué la pipa a mis labios. Inhalé y dejé que el humo llenara mi boca. Parecía venenoso, pero tenía un dulzor agradable al paladar. Tras el primer sabor meloso, vino un golpe picante, como de canela. Lo aspiré a los pulmones y luego exhalé. El sabor que dejó era complejo, como el de un perfume o una fragancia fina.

Incliné la cabeza, confundido al no sentir ningún efecto… hasta que me golpeó. Mi visión empezó a volverse borrosa, como un televisor en un canal sin señal.

Envuelto en un humo irisado, distinguí… una escena demasiado familiar. Era aquella pequeña cueva donde pasé la mayor parte de mis días universitarios, lanzando dados.

Era una habitación de doce tatamis que alguna vez había sido usada por un pequeño negocio. No había forma de que una simple reencarnación me hiciera olvidar algo tan fundamental. Todo estaba allí: los muebles en su sitio habitual, el panel de yeso roto después de que un amigo tropezara, la lámpara del fondo que nadie se había molestado en reparar.

Había elegido aquel lugar junto con mis amigos con el único propósito de hacer más fácil mi pasatiempo de toda la vida, y lo seguíamos usando incluso después de graduarnos, ya fuera para tomar unas copas o para una sesión completa.

El olor también volvió a mí: ese aroma almizclado y ligeramente dulce de un grupo de amigos universitarios amontonados. La «alfombra» era una serie de piezas de gomaespuma encajadas entre sí hasta formar el tamaño deseado; estaba tan vieja y gastada como siempre.

Las estanterías a lo largo de una pared estaban repletas de manuales de reglas regalados por compañeros o recién graduados. Las tres mesas bajas estaban cubiertas de fichas, dados y tapetes de juego.

Había archivadores de todos los colores, llenos de sistemas y reglas, así como incontables hojas de personaje guardadas con cariño tras el final de cada campaña. Dentro había también impresiones de distintos escenarios, listas para ser usadas por otros amigos.

Qué escena tan nostálgica era aquella.

Había un hombre sentado a la mesa, leyendo un libro y golpeando su frente con un bolígrafo mientras se apoyaba sobre una rodilla, pensativo.

De estatura y complexión promedio, era el tipo de persona que se perdería fácilmente entre la multitud. Se encontraba en esa etapa universitaria en la que uno podía vestirse como quisiera cada día, pero aun así llevaba un traje. No porque le gustara especialmente verse elegante, sino porque un traje resultaba apropiado para cualquier ocasión que pudiera surgir en su vida cotidiana.

Frizcop: Qué tipo más raro.

Sobre la mesa frente a él había, naturalmente, una hoja de personaje. Por el formato, parecía ambientada en un mundo moderno, no en uno de fantasía como los de siempre. El libro que sostenía —un manual de reglas— estaba repleto de notas adhesivas. Lo hojeaba mientras marcaba cifras en una calculadora.

No había forma de que pudiera olvidar quién era ese hombre.

Había visto ese rostro en el espejo en las mañanas grises, en el reflejo del coche de la empresa, en los cristales de las ventanas por la noche. Era el hombre que algún día se convertiría en Erich de Konigstuhl: Fukemachi Saku.

Aún no tenía una sola cana, y faltaba tiempo para que la enfermedad que vendría hundiera sus mejillas; era un joven universitario sano y lleno de vida. Aquella era mi versión durante la etapa más feliz y sencilla de mi existencia.

Yo era el único que tenía la llave de aquel lugar, así que solía venir entre clases a maquinar nuevos planes para lograr que mi daño fuera tan absurdo que mis amigos y el máster me pidieran revisar los números otra vez.

Caminé por la habitación, observando todos aquellos objetos viejos que tanto placer me habían dado. Cuando toqué un libro de reglas que me resultaba particularmente especial —en el que el creador del mundo, una espada, estaba tan empeñado en que usáramos sus creaciones que casi hacía descarrilar toda la campaña por sí solo—, escuché el sonido de un bolígrafo al posarse sobre la mesa. Me giré.

Saku miró a Erich. Sonrió mientras hacía rodar dos dados de seis caras en una mano.

En serio… ¿vas a usar esos dados para este juego? Incluso yo recuerdo que no se usan aquí.

Ah. Cierto. Esto es un sueño.

No era un mal sueño. Era uno que seguiría existiendo, dormido o despierto. Tú, en cambio… una vez que termines la universidad y consigas trabajo, te quejarás de no tener tiempo para lanzar dados al azar ni para charlar, de no poder mostrar las hojas de personaje que garabateaste con tanto cariño. Y al final de todo eso te esperará aquella cama, aquel techo desconocido, la quimioterapia … Pero, por algún giro del destino, a mí me habían entregado una nueva hoja de personaje.

Una con una situación que solo los maestros de juego más benévolos que conocí habrían preparado: un nuevo mundo, sin conexión alguna con el anterior. Una nueva vida, generada directamente desde las tablas aleatorias del manual.

Así que sí, mi día a día era, de verdad, como un sueño. Un sueño que me emocionaba vivir, paso a paso.

Levanté los brazos, llenos de anhelo y de alegre camaradería, y presenté a Erich —a mí mismo— ante Saku.

¿Qué dices? Desde tu perspectiva, ¿mi build es satisfactoria? ¿O vas a decirme que necesito redistribuir mis puntos?

Él me recorrió con la mirada y luego esbozó una sonrisa. Era la misma expresión que yo había puesto cuando un amigo derrotó a un jefe difícil con cifras ridículas gracias a una combinación casi imposible.

Parecía que mi build era lo bastante digna e interesante como para ganarme la leve aprobación de mi yo del pasado.

Le devolví una sonrisa ladeada — demonios que sí — cuando hizo algo inesperado. Extendió los dos dados de seis caras ante mí: doble uno. Qué provocación más sucia. Chasqueé la lengua y le dediqué un elegante gesto con el dedo.

Fukemachi Saku estalló en una risa silenciosa antes de hacer rodar los dados por la mesa. Fue un sonido maravilloso.

Justo cuando los dados se detuvieron, sentí cómo mi consciencia era arrastrada de vuelta a la sala de visitas del clan Baldur.

—Entonces… ¿cómo fue?

—Diría que… algo nostálgico.

Le devolví la pipa, tratando de transmitir sin palabras que esperaba que estuviera satisfecha. La maga dio una profunda calada y exhaló una nube de aquel humo melancólico a nuestro alrededor.

 

[Consejos] Perseguir sueños o ser perseguido por ellos… desde fuera, ambas cosas se ven iguales.

 

Ni siquiera Nanna conocía con exactitud las fórmulas detrás del humo de burbujas multicolor que tanto disfrutaba. Lo único que sabía era que aquella mezcla le había llegado durante la meditación, casi un rezo —una práctica más propia de un devoto que de una magus— mientras contemplaba el infierno figurativo que habitaba en su mente. Su más reciente y orgullosa creación era menos una invención que una auténtica revelación divina . Y aun así… aun así, sus efectos estaban lejos de lo que ella anhelaba.

Aquella sustancia evocaba y materializaba cada deseo efímero y cada ideal profundo que su consumidor hubiera albergado alguna vez, tejiéndolos en una fantasmagoría hecha a la medida de su propia mente. Sin embargo, al final del día, no hacía más que intensificar la miserable angustia de la vida al despertar, al menos para Nanna.

Sus efectos habrían bastado para satisfacer a cualquier otro.

Un psiconauta dotado de cierta calma habría hallado auténtico gozo al contemplar, en la distancia, las imágenes inalcanzables de sus antiguas fantasías.

Pero la «calma» no era una de las virtudes de Nanna.

A pesar del consuelo que le brindaba su semejanza artificial con la fisiología de un matusalén, se consumía en la desesperación ante los límites asfixiantes de su alma, de su sistema nervioso y de las rígidas ataduras del tiempo mismo.

¿Dónde podía hallarse la salvación? ¿Qué podía hacer para mitigar el dolor que ardía en su mente? Kierkegaard sostenía que la verdad se encontraba en la autonomía. Sartre afirmaba que la existencia precedía a la esencia. Pero si esos filósofos hubiesen existido en su mundo, ¿habrían sido capaces de salvarla realmente?

Aunque carecía del lenguaje formal para expresarlo en esos términos, comprendía demasiado bien el terror absoluto de la libertad descrita en el Ser y la Nada . Si hubiera podido aceptar el roce del vacío, quizás no se habría visto tan atormentada por la cuestión de qué era, en última instancia, la «esencia».

En todos los mitos de la creación del mundo se dice que los dioses legaron Sus mejores cualidades al crear la vida consciente. Si eso era cierto, ¿cómo se explicaba entonces el abismo que sentía dentro de su mente? Podía intentar bordear esa caja negra que era su consciencia, trazar su contorno negativo con metáforas y conjeturas… pero, al final, solo perseguía un espejismo, esperando inútilmente hallar agua donde no la había. Forzada a buscar y plenamente consciente de la futilidad de su búsqueda, ¿quién podría mantener intacto su entusiasmo por la vida?

La loca, consumida y hambrienta por sus propios sueños, observó al aventurero ante ella, sumido en su nebulosa privada. Esta droga era única dentro del repertorio de Nanna en que carecía de las típicas propiedades adictivas, lo que le permitió darle una pequeña prueba con ese improbable compañero.

En el pasado, muchos aventureros habían descubierto nuevas profundidades de miseria en la euforia; la incapacidad de conciliar sus vidas reales con las más queridas fantasías, cuando estas se manifestaban, les causaba un tormento espantoso. Muchos, a su vez, buscaban refugio en el dolor aventurándose más adentro, permitiendo que la droga los anclara en sus fantasías durante horas con cada calada. Uzu y sus iguales, casos de mala fortuna hasta la médula, tomaron una calada y decidieron pasar dos días seguidos lejos de la realidad.

La gente era un ser incompleto, viviendo tan lejos de la verdad y de los ideales. ¿Qué clase de panteón benévolo y cariñoso crearía un mundo tan plagado de sufrimiento, que hasta dentro de la propia mente uno puede tropezar con torturas que se extienden hasta el fin de los tiempos?

¿Qué iba a hacer con ese espadachín, sabiendo lo que sabía? Nanna se preguntó cuánto tiempo aguantaría viendo sus propios ideales representados en su cabeza. Dicho eso, trató de no colgar demasiado su juicio en el resultado de una u otra manera. Era solo un anzuelo más que la llamaba a internarse en el horror asfixiante del mundo sobrio.

Tras medio minuto más o menos, Ricitos de Oro regresó al mundo de los vivos. Nanna no supo cuánto había durado su viaje interior. Él se dispuso a arreglarse el cabello; lo había despeinado sin darse cuenta durante su ausencia.

—¿Y… qué tal?

Fue un milagro que Nanna lograra mantener la voz serena. ¿Podía alguien permanecer realmente inmune a la desesperación cuando se convertía en juguete del mundo que lo rodeaba? ¿Qué criatura podría contemplar su mundo perfecto y aun así elegir volver con tanta facilidad? Seguro que eso no estaba permitido. Ricitos de Oro simplemente ajustó su postura como si no hubiese pasado nada. El tiempo que pasó en estado de ensoñación y la facilidad con la que se readaptó a la realidad hablaban bien de su temple. El hombre estaba loco . Era un necio, soñando aun mientras trabajaba, se revolcaba y mataba.

—Diría que fue… algo nostálgico.

Sonaba tan casual ; si él no estuviera loco, Nanna se suicidaría allí mismo. A pesar de todo, se aferraba al infierno que conocía entre los vivos antes que arriesgarse a algún descubrimiento peor, alguna remota posibilidad de conservar un resto de sí misma en el otro lado; jamás podría permitirse creer de verdad que Erich estaba en sus cabales.

¿Y por qué no habría de estarlo? Los locos habían prosperado en Ende Erde desde que existiera Ende Erde. Nanna estaba segura de que sería un gran activo para eliminar a su competencia y sus venenos. A cambio, pondría todo lo que tenía tras ese zombi filosófico invencible que había caído en su regazo; aunque solo fuera por este proyecto. 

 

[Consejos] En los mundos donde existen los dioses, la filosofía es un arma dudosa para defender la propia mente. 

 

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