Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Primavera del Décimo Sexto Año Parte 4
—¡Los mataré a todos yo mismo! —Siegfried volcó su silla al ponerse en pie, los ojos ardiendo de rabia.
No me sorprendió tanto que estuviera así de enfurecido. Después de todo, le acababa de decir que nuestro hogar estaba a punto de verse consumido por el tráfico de drogas.
Era el día después de la «visita a domicilio» de Nanna. Le ahorré a mis amigos los detalles innecesarios mientras les transmitía la información que había reunido. Sus reacciones fueron todas iguales: furia ante los sinvergüenzas que inundaban Ende Erde con ese veneno.
Había traído una pequeña muestra de Kykeon, y Kaya probó una mínima cantidad en la lengua antes de escupirla —con una sola probada la heredera de una larga línea de distinguidos herbolarios comprendió perfectamente de qué iba la cosa—. «Qué asquerosa porquería», dijo, y sus palabras rezumaron veneno.
—Es un estimulante cerebral potentísimo, —continuó—, demasiado potente. Existen hongos con algún valor médico que actúan por vías similares, pero ya sabes cómo es: la dosis hace al veneno. Esta basura carcome el cerebro lo bastante despacio como para que el vendedor siga exprimiendo todo el beneficio posible de tu dependencia creciente. Quien haya fabricado esto… no quiero saber en qué estaba pensando.
La explicación de Kaya fue fría y precisa. Su prueba dejó claro que esto no era una paranoia pasajera de Nanna.
—¿Y entonces? ¿Dónde están fabricando esta basura? —Siegfried volvió al tema, todavía visiblemente enfadado.
—Cálmate, Sieg. No es tan simple.
—¿ Perdón ?
Me sentí mal: su ira venía de un lugar justo, pero aún no era tiempo de actuar.
—Dijiste que aún no está claro quién lo fabrica, —dijo Margit.
—Eso forma parte del problema, sí. Lo peor es que técnicamente no es ilegal.
—¿Me estás puteando?
Aunque esta droga claramente no causaba más que daño, la legislación médica avanza despacio; así que ni el uso ni la posesión de Kykeon, y mucho menos su venta, eran ilegales a ojos del Imperio. El problema es que, aun si prohibieran la sustancia en sí, no podían vetar los catalizadores que desencadenan sus efectos. Ese vacío legal probablemente venía de algún iatrurgo del Colegio que aflojó las leyes para tratar a un noble en agonía en su lecho de muerte. El resultado: las drogas nuevas quedaban fuera del alcance de la ley.
Era un fenómeno parecido a las triquiñuelas legislativas contra los cannabinoides sintéticos en mi antiguo mundo. En cualquier caso, el panorama general era que esos vacíos formaban parte del coste de tener un sistema sanitario funcional: difícilmente puedes prohibir de golpe los mismos compuestos que usan herbolarios y médicos a diario.
Nanna me prometió que hablaría con los nobles de Marsheim para ilegalizarlo cuanto antes, pero sería una batalla cuesta arriba. Esto costaba diez assariis la pastilla —más barato que el Ojo de Elefsina—, así que apenas circulaba entre la clase media alta en adelante. En otras palabras, era difícil que a los nobles les importara; a la mayoría no les importaba un carajo si el pueblo se autodestruía.
Así que tardaría en hacerse ilegal, y aun si lo lograran, los fabricantes simplemente recurrirían al manual de jugadas de la industria de los cannabinoides sintéticos (aunque fuera de forma no intencionada —pero quién sabe, quizá el artífice de todo este plan fuera algún calvo de Nuevo México, de un universo o dos distinto al mío, que había recibido el mismo golpe que yo) y cambiarían solo un poco la composición química para resbalar entre las grietas. Necesitábamos idear nuestro mejor plan para evitar acabar jugando al Pégale al Topo narco.
—Significa que aún no podemos eliminarlos, —dije—. Primero que nada, aunque atrapáramos a todos los vendedores, ellos están en los márgenes de la operación. Solo haríamos que nuestro enemigo se volviera más precavido.
—¡¿Estás diciendo que no hagamos nada?! —soltó Siegfried.
—No, no digo eso. Lo más probable es que los vendedores sean reincidentes o delincuentes buscando un trabajo fácil. Si te topas con uno, no dudes en hacerle unas cuantas preguntas .
—Pero… aunque sacudas un árbol hasta que pierda todas las hojas, no muere, —intervino Margit.
—Sí. Hay que arrancarlo de raíz y todo .
Tal como dijo la astuta pequeña zorra: los vendedores eran solo la última parte de la cadena alimenticia. Quién sabe cuántas veces se subcontrataban entre ellos; podíamos estar hablando de una red de distribución con cinco o seis niveles.
Incluso si sacudíamos unas cuantas hojas y los tortur… ejem , interrogábamos, lo único que obtendríamos sería el nombre de algún delincuente de poca monta que actuaba de intermediario, no del pez gordo que se escondía en las sombras. Peor aún, si presionábamos demasiado, podíamos terminar recibiendo información falsa.
—Lo que necesitamos es fuerza e influencia para ganar esto, —dije.
—¿Influencia? Tú no… estarás hablando de rango, ¿verdad?
—Exactamente. Necesitamos expandir nuestra influencia por todo Marsheim.
—Oye, oye, espera un segundo. ¿Estás diciendo que quieres fundar un clan ?
Siegfried debió de atar cabos después de observarme últimamente; dio justo en el clavo. Me alegró ver que no haría falta mucho para ponerlo al corriente. Hacerme amigo de Sieg había sido de los mejores golpes de suerte que tuve en mucho tiempo.
—No de la forma en que lo piensas. No me quedaré con parte del pago de nadie. No cobraré cuota de ingreso. Lo que haré será crear un colectivo de aventureros a los que pueda asignar trabajos mediante un intermediario, y de los que pueda recopilar información.
—Eh, suena bastante a un clan para mí…
—Sí, pero es importante aclarar que la estructura será distinta. Solo quiero gente talentosa que desee formar parte de lo que tenemos. Eso significa que quiero centrarme en nuestro crecimiento, no en las ganancias.
Tal como había dicho Nanna, era probable que la gente ya nos viera a los cuatro, junto con los cuatro discípulos bajo mi mando, como un clan en toda regla. Estaba bien que un gato fingiera ser tigre, pero lo contrario solo traería problemas. La solución: interpretar el papel del tigre hasta el final y convencer a todos de mantener una respetuosa distancia mínima.
Era cierto que tomar y entrenar discípulos no era algo típico en los juegos de rol de mesa, pero yo era un aventurero de carne y hueso; no se alejaba mucho de lo que consideraba una vida de aventurero. Tenía que encontrar un equilibrio ocasional entre mis ideales y la realidad para ganarme la vida. Además, el Señor Fidelio se había tomado el tiempo de enseñarme. Lo lógico era transmitir ese favor.
—Aunque seré justo; no demasiado estricto, pero sí dispuesto a elogiar cuando alguien lo merezca. No me pagarán con dinero, sino con mantener nuestra reputación.
—Suena bastante duro, si me preguntas. ¿No acabaremos con un montón que se rindan?
—Eso es casi seguro, pero forma parte del filtro. No queremos gente que solo busque usar nuestro nombre para aparentar grandeza.
—Sí, ese tipo de cosas son para los papeles secundarios de una historia, —dijo Siegfried. Cruzó los brazos y se recostó en su silla, mirando al techo.
El ídolo heroico de Siegfried era conocido por su soledad: se negaba a convertirse en maestro de nadie o a enseñar algo. Imaginaba que mi camarada estaba algo dividido entre querer emular a su héroe y unirse a la idea de entrenar novatos.
—Es como el culo, viejo… Ojalá Siegfried hubiera dejado sus propias enseñanzas… Así habría podido unirme a la escuela que enseñara su estilo de espada…
No había alegría alguna al final de esa línea de pensamiento. Había muchas cosas en nuestro mundo que llevaban el nombre de Siegfried, pero su estilo de esgrima no era una de ellas. Era natural, considerando que nunca lideró un grupo ni tomó a un solo aprendiz.
—Sí, buena suerte con eso, —le dije—. No recuerdo ninguna versión de la leyenda de Siegfried donde estuviera muy entusiasmado con compartir su conocimiento.
Había varias escuelas a lo largo del Imperio que enseñaban estilos de espada que podían rastrearse hasta héroes de la Era de los Dioses. Algunas solo tomaban el nombre por prestigio, pero otras podían realmente remontar su linaje a leyendas vivientes de miles de años atrás.
Por desgracia, Sigurd, el célebre héroe que mató a Fafnir, solo dejó su historia para las generaciones futuras. Incluso su legendaria espada, Azote de Viento, se decía que se perdió en las aguas que lo devoraron. Otras versiones del mito variaban, pero en todas, el amor de Sigurd era solo hacia seres divinos, y nunca dejó descendencia. Su impresionante destreza marcial —la misma que le permitió derribar a un verdadero dragón, ancestro de los dracos, solo con fuerza bruta — se perdió en los anales del tiempo.
En gran parte podía atribuirse a su muerte prematura; el mundo perdió mucho aquel día. Incluso en las versiones más modificadas de la historia, el estilo de esgrima de Siegfried era un elemento inseparable. Reprimir a propósito una tradición tan noble era un crimen contra las generaciones venideras.
—Si existiera, me habría inscrito sin pensarlo, —continuó Siegfried—. ¡Luego, si encontrara a Azote de Viento después de aprender todas sus técnicas, estaría en esas historias que nadie olvida jamás!
—¿Crees que la gente normal podría aprenderlo? Estamos hablando de un tipo que se enfrentó a un dragón literal con nada más que sus músculos para sostenerlo. Me parece que exige cosas que una persona común no podría hacer.
—Hay un estilo de espada de la Era de los Dioses que lograron adaptar para los mortales, ¿no? Siempre me parecieron bien fastidiosas los romances del fundador, así que no es que vaya a aprenderlo, pero igual… ¿sabes a cuál me refiero? Ese estilo nada genial que usa una espada delgada…
—Ah, sí… Eh, Camy… Camyu…
—El estilo Camulo Agrippa. Digo, ¿de verdad se puede hacer daño con ese estilo?
Cuando Siegfried dijo el nombre, comenzó a sonarme familiar. Había un héroe de la Era de los Dioses llamado Camulo, que blandía una espada imponente alabada como la Rompepuentes. Era una bestia de arma, del largo de una espada larga, pero con el triple de peso que una hacha. Camulo la manejaba con su propio y singular estilo de esgrima.
Solo por el peso del arma, aquel estilo estaba más allá de las capacidades de cualquier persona común, incluso para imitarlo. Sin embargo, existía una escuela que había conservado las técnicas, reinterpretadas para su uso con estoques. El resultado era que el estilo Camulo —que podía verse fácilmente como uno de esos estilos de «golpea primero, pregunta después» para cabezas huecas— había adquirido una apariencia refinada y elegante. Algunos nobles aún mantenían viva la práctica en la actualidad.
—Sí, es un estilo que no brillaría en el campo de batalla. Lo vi en Berylin. Hay que ser un verdadero profesional para punzar los puntos no blindados del oponente. Solo los practicantes más diestros podían hacerlo funcionar en una situación práctica.
El estilo estaba lleno de técnicas que la gente promedio no podía ejecutar, así que, al transmitirse, perdió parte de su poder original. Nadie lo había dominado de verdad desde los cinco discípulos personales de Camulo.
Para alguien que usa artes de espada híbridas, donde cada parte del cuerpo es un arma —incluso tratando el arma y el escudo como prescindibles si fuera necesario—, parecía demasiado espectáculo para poco efecto. Estaba seguro de que perfeccionar de verdad la senda de la espada podría llevarte a cotas superiores a las de mis artes híbridas, pero no terminaba de convencerme la eficiencia de esa inversión.
—Para ser honesto, —continué—, mis habilidades con la espada no son tan «honorables», si me entiendes. No me importa enseñar, pero no ganarán ningún premio por elegancia . Es un modo de combate mercenario.
—Aah, sí. No te titubea nada a la hora de partirle la cara a alguien con la empuñadura de la espada o darle una patada en la espinilla… o agarrarlo y tirarlo al suelo antes de empalarlo… Sí, eso no encaja con la idea tradicional de una «escuela».
Que conste que no pretendía parecerme a Conan —aunque muchas veces lo deseé—, pero mi estilo era cien por ciento bárbaro . Nació con la idea de que la violencia sirve para convertir a las personas equivocadas en cadáveres con el menor alboroto posible.
—Parece que nos desviamos un poco. Pensaba que yo podría enseñar la espada y tú la lanza. Luego podríamos cubrir los fundamentos de las expediciones de largo alcance y convertirlos en una pequeña unidad decente.
—Sí, una pequeña expedición suena bien, —dijo Margit. Le respondí con una sonrisa y un asentimiento.
Nuestro grupo había sufrido en el laberinto del icór de cedro maldito el invierno pasado en buena medida porque nuestras líneas de suministro se habían comprometido y no habíamos previsto raciones de emergencia suficientes. Un grupo más grande necesitaba más consumibles; necesitaríamos un carruaje si queríamos hacer excursiones más largas.
Había un gran beneficio con esta estructura más amplia: mayor cobertura . Repartir las tareas de cocina y de vigía entre solo cuatro hacía que incluso el viaje más sencillo fuera agotador. Sin embargo, si pudiéramos dividir la vigilancia en tres turnos, sería fantástico para nuestra resistencia.
Con más gente lista para moverse al mando, podríamos lanzarnos al combate prácticamente en cuanto supiéramos lo que hacer.
El grupo del Santo Fidelio se regía por el modelo opuesto. Con solo cuatro miembros, tenían que ser extremadamente meticulosos en la preparación, lo que significaba que apenas completaban una aventura por estación. Incluso si les llamaban desde un cantón cercano para ayudar, les tomaría tres días reunir fuerzas antes de poder partir.
Visto así, fundar un clan ya no parecía una excusa para arrastrar lastre muerto. De ese modo podíamos preservar nuestra fuerza y afrontar la fase decisiva de cualquier aventura al máximo rendimiento.
Por supuesto, sabía perfectamente que Nanna no nos había sugerido crear un clan movida únicamente por su buena voluntad. Ella tenía todo que ganar si su fuente preferida de músculo negable resultaba más fuerte y flexible. Si yo no manejaba el proceso correctamente , corría el riesgo de perder la ventaja en nuestra relación con ella.
—Hmm… bien. Entonces, ¿para qué esperar? Pongámonos en ello, —dijo Siegfried—. Pero… ¿no necesitaremos un nombre?
Me quedé atónito por un momento. ¿Desde cuándo Siegfried tiraba tan alto en Perspicacia? Yo había usado un poco de Persuasión para convencer al grupo, pero no estaba preparado para que me devolvieran la jugada con una pregunta tan obvia. Como siempre, mi defecto eterno era que no era precisamente el tipo más creativo.
—Podríamos usar el nombre de alguien, —dije—. ¡Ya sé! ¿Qué tal «Clan Siegfried»?
—¡E-espera, ¿por qué yo?! ¡Ni de broma! ¡¿Por qué no tú?!
—¿Clan Erich? Suena medio tonto… Mi nombre es demasiado común.
—Ahora que lo mencionas, —dijo Kaya—, no tenemos mucho en común temáticamente.
—De acuerdo, —suspiró Margit.
Un aventurero promedio necesitaba ser tanto un vendedor de sus propias habilidades como cualquier otra cosa. Si no podíamos decidir algo tan simple como nuestra identidad de marca , jamás daríamos con un buen nombre.
Era sorprendentemente difícil encontrar un nombre memorable, reconocible y con sentido. Habría sido mucho más fácil si fuéramos una tienda que vendía bienes físicos; podríamos inspirarnos en lo que comercializábamos. Pero los aventureros trataban con cosas mucho más volátiles. Algunos clanes usaban a su figura más destacada, como el Clan Laurentius. Otros usaban el apellido del miembro fundador, como el Clan Baldur o la Heilbronn Familie. Esos eran los métodos habituales. El Exilrat —un término algo pretencioso compartido entre el rhiniano antiguo y un par de lenguas vecinas, que se traducía más o menos como «coalición de vagabundos»— era una elección llamativa, ideada para reflejar cómo su numeroso grupo había logrado encontrarse pese a ser extraños entre sí y en su nación adoptiva. Nosotros éramos apenas un pequeño grupo de ocho; algo tan pomposo solo nos haría parecer unos idiotas.
—¡Le-les avisaré si se me ocurre algo! —dije apresurado.
—Solo estás pateando el problema para más adelante, compa…
—¡Entonces vamos, Sieg! ¡Inventa tú algo genial, pegadizo y con significado! ¡Vamos! ¡Tienes diez segundos!
—¿¡Eh!? ¡Uhh, tú fuiste quien sugirió lo del clan! ¡Eso significa que es tu responsabilidad elegir el nombre! ¡Así son las reglas, ¿no?!
Ugh, pero todas mis ideas apestan … Tenía algunos posibles candidatos, pero cada uno de ellos me devolvía mentalmente a mis años de secundaria, cuando lo que creíamos que sonaba genial en realidad era todo lo contrario. Tiré cada idea y las borré de mi memoria. Pensaría en ello más tarde. Después de todo, ya era parte del Departamento de Recuperación de Escrituras Perdidas del Imperio Trialista de Rhine; no necesitaba más razones para que las generaciones futuras pensaran que era algún tipo de adolescente gótico con delirios de grandeza. Mi espíritu no descansaría si terminaba en los libros de historia como el saco de boxeo favorito de la comunidad académica; etiquetado como agente de una cábala traidora empeñada en dominar el mundo, sospechoso de ocultar reliquias perdidas… Terminaría apareciendo en los escritos de algún teórico conspiranóico, en vez de en los romances con los que soñaba.
Era una tarea complicada, y como ninguno pudo pensar en algo decente, dejamos el tema del nombre para más adelante…
[Consejos] No se debe tomar a la ligera la decisión de un nombre para el grupo. Puede afectar la manera en que se reinterpreta una situación e incluso provocar bromas más crueles que graciosas.
La experiencia real era la única forma de mejorar las habilidades que se usarían en el campo. Por otro lado, no se puede confiar en que un grupo de novatos no se lastime si se los empuja a intentar técnicas más avanzadas, incluso con espadas de práctica. Por eso, una de las soluciones más comunes a este dilema era la demostración . Especialmente en artes de contacto total como la esgrima, no se puede exagerar el valor didáctico del «mono ve, mono hace». Un gran bailarín, un gran cantante y un gran asesino le debían mucho a quienes les habían mostrado el camino.
—Estoy listo cuando quieras, —dijo Ricitos de Oro.
—Por supuesto, —respondió Siegfried.
Ambos aventureros se encontraban frente a frente en el patio del Lobo Plateado Nevado; un pequeño grupo de cuatro personas se había reunido para observar y aprender.
Erich estaba erguido, con su espada de madera sostenida a la altura del hombro. Siegfried, en cambio, tenía el hombro izquierdo adelantado y su espada de madera en posición de ataque.
La postura de Erich se conocía como vom Tach; era la forma básica del estilo estándar del Imperio, diseñada para recibir a los enemigos que se aproximaban. Aunque Erich prefería las posturas más bajas, no tenía problema en adoptar esta posición algo más alta con fines didácticos. Formaba parte de los fundamentos, y por tanto, ignorarla sería un error fatal. En esta etapa, no había nada que ganar enseñando técnicas demasiado avanzadas a reclutas tan inexpertos. El estilo habitual de Erich daba la impresión superficial de dejarlo expuesto por todos lados, pero solo podía mantenerlo gracias a sus técnicas refinadas y a su capacidad de pensar en paralelo. Si un novato con apenas nociones básicas intentaba imitarlo, todas esas aparentes «aberturas» se convertirían en vulnerabilidades reales .
Siegfried, por su parte, había adoptado la postura Zornhut; la posición natural de cualquier pobre diablo al que se le entregara un arma larga de improviso para repeler una invasión. La postura exigía todo el cuerpo, retorciéndolo y tensándolo en una preparación brutal, muy similar al movimiento de un bateador de béisbol en el mundo anterior de Erich. Esta forma permitía concentrar toda la fuerza en un solo y potente golpe, ideal para ataques rápidos y directos.
Si mantenía la postura correcta y sincronizaba bien el tajo con su paso, podría fácilmente atravesar una armadura hasta la piel. Sin embargo, la espada descansaba detrás de su espalda; aunque parecía una postura puramente ofensiva, también servía para repeler ataques. El filo podía bloquear cortes simples de frente, y si el oponente avanzaba para atacar, podía girarse desde un costado y devolver un contragolpe devastador.
—¡Yaaah!
Siegfried desempeñaba el papel de atacante. Se lanzó hacia adelante. Su tajo y su grito de batalla estaban cargados de tanta energía que era fácil olvidar que aquello se hacía con fines instructivos. Había un leve matiz de sed de sangre en su corte.
Erich, en cambio, no solía acompañar sus golpes con gritos. Esta vez tampoco lo hizo: recibió el ataque de Siegfried en silencio. Las dos espadas chocaron; si hubieran sido de metal, ambos habrían quedado trabados en una presión de fuerza, pero las espadas de madera solo produjeron un seco clack . Aun así, la demostración bastaba para mostrar cómo Erich absorbía el impacto.
Un instante después de que las espadas se encontraron, Erich atrajo la suya hacia su cuerpo para desestabilizar la postura de Siegfried. Luego dio un paso al frente y, aprovechando ese impulso, giró su espada en medio círculo. Usando ese movimiento como palanca, se colocó detrás de Siegfried, soltó su propia espada y atrapó la empuñadura de la de Siegfried con la mano izquierda, sujetando el «filo» con la derecha.
—¡Ngh!
Incluso en una pelea seria, una espada solo servía de algo si uno tenía el impulso necesario para moverla. Esto era especialmente cierto cuando se usaban guanteletes. Erich había sujetado la espada de Siegfried y lo inmovilizó por detrás. Le dio una patada en la parte posterior de las rodillas y, al mismo tiempo, tiró del arma hacia abajo, en dirección a su cuello.
Era una táctica ágil y efectiva, una que ninguno de los observadores habría ideado por sí mismo. Resultaba impensable que un espadachín soltara su arma para finalizar un combate con las manos vacías. Sin embargo, era especialmente útil cuando la espada estaba desgastada por la batalla o embotada por la sangre y la suciedad. Contra alguien que dependiera más de su espada que de su fuerza física, podías degollarlo antes de que siquiera entendiera qué había pasado.
Aquello representaba la forma más elemental del asesinato con artes de espada híbridas.
—Tch… —chasqueó la lengua Siegfried, golpeando el codo de Erich para señalar que la demostración había terminado.
Erich sabía que Siegfried estaba haciendo el papel de atacante, pero pensó que su compañero se había movido un poco demasiado rápido. Lo soltó, pensando que quizá habría sido mejor para sus aprendices si realizaba el movimiento más despacio y con gestos más marcados.
—Esta es una técnica útil si tu oponente usa una espada larga. Mi antiguo maestro la llamaba la «corta cuellos». Puede usarse con cualquier tipo de armadura, o incluso sin ella. Soltar la espada en pleno combate altera las reglas establecidas de la pelea; si tu enemigo se ha acostumbrado a un enfrentamiento de hoja contra hoja, puedes romper su concentración, arruinar todas sus predicciones y meterle un buen susto del carajo, —explicó Erich.
No bastaba con mostrar la técnica sin explicarla. Sus discípulos ya estaban empezando a asimilar lo básico, así que Erich necesitaba exponer la teoría más profunda detrás de su estilo «todo vale» antes de lanzarlos a un combate real.
—En ese caso, ¿habría tenido yo ventaja si hubiera soltado mi espada después de golpear la tuya? —preguntó Siegfried.
—Sí, una forma de salir de eso —si te llega a pasar— es soltar tu espada antes de que logren colocarse detrás de ti. O si llegan a agarrártela, puedes levantar los guanteletes para proteger tu cuello antes de dejarte caer hacia atrás; luego solo dejas que la gravedad haga el trabajo, derribando a tu oponente y quitándole el aire.
—Hmm. Entonces, si tu enemigo está muy empeñado en hacer este movimiento del «corta cuellos» al pie de la letra, ¿podrías sacar tu daga y apuñalarle las rodillas o algo así?
—Exactamente. Siempre puedes contraatacar; no lo olviden. Aunque desde fuera parezca magia, en tu cabeza estás constantemente evaluando predicciones y tomando riesgos calculados.
El dúo continuó con unas cuantas repeticiones más, intercaladas con explicaciones y desgloses de cada movimiento. Erich había decidido que Siegfried hiciera el papel de atacante, ya que era el rol con menos riesgo de lesionarse. Todo lo que Siegfried tenía que hacer era mover su espada y su cuerpo según las indicaciones de Erich.
Siegfried había aprendido los principios de la defensa —y el precio en valor que conllevaba— a través de numerosas batallas reales. Sin embargo, cada vez que en esas demostraciones veía su cabeza «volar» —algo que en la vida real llegaría demasiado tarde para tomar nota—, no podía evitar sentirse desalentado ante su propia torpeza. En combate, un instante fugaz marcaba la diferencia. Una sola muerte bastaba para asegurarte de que nunca aprenderías de la experiencia.
—Entramos en batalla con la espada a nuestro lado. La servimos como ella nos sirve, pero nunca deben apegarse demasiado a ella, —dijo Erich—. En una lucha donde hay que alternar entre ataque y defensa a velocidades cegadoras, se necesita verdadero valor para saber cuándo soltar el arma. Quiero que lo recuerden.
Mientras Erich advertía que los errores solo estaban permitidos en la práctica, Siegfried sentía que su compañero estaba a años luz de él. Por más veces que cruzaran espadas, tenía la sensación de que jamás vencería. No era tan orgulloso ni tan tonto como para negar esa sensación abrumadora de conclusión previsible, aunque le frustrara profundamente.
—Maldita sea… —murmuró.
Siegfried todavía estaba lejos de ser el héroe al que aspiraba. Esa leyenda cuya espada solitaria y su imponente figura barrían cuanto se ponía en su camino; parecía un objetivo inalcanzable.
—Ahora bien, Siegfried. Para el siguiente, ¿qué tal si cambias a lanza?
—¿Eh? Oh, claro.
Lo siguiente en el programa era combatir contra armas de asta. Como se le pidió, Siegfried fue por una lanza de entrenamiento de madera. Tenía la longitud estándar de la infantería y la habían dejado en el patio del Lobo de Plata Nevado para que los novatos practicaran. Debía de haber visto mucho uso; estaba algo maltrecha, pero aun así se sentía bien en las manos de Siegfried.
El aspirante a héroe la hizo girar un par de veces para calentar y luego la golpeó contra el suelo, usando el retroceso para hacerla girar en sentido contrario. Siegfried la hizo dar vueltas bajo la axila y la dejó lista para la práctica; el movimiento le salía tan natural que parecía que el arma no podía hacer daño.
—Guau…
Un coro de voces asombradas se levantó entre los novatos tras la pequeña demostración de Siegfried. Él solo estaba calentando los músculos para acostumbrarse a la diferencia en el manejo de la lanza. No podía ver qué había de tan impresionante; los movimientos eran una extensión de los que usas con una pala o un hacha. Era más fácil que la espada en el sentido de que solo había que no fallar la colocación de la punta ni desajustar el balance.
A decir verdad, Siegfried resentía el hecho de poder manejarla con más facilidad que la espada. No quería menospreciar el arma: resultaba mucho más útil al trabajar en unidad, y sus mayores logros hasta entonces los había conseguido con la lanza. La compra más grande que se había hecho a sí mismo había sido su preciada lanza. Admitía sentir afinidad por ella, pero algo le impedía tragar cómo aquello chocaba con los sueños que había tenido desde niño.
Siegfried había salido de Illfurth con la ambición de ser no solo un héroe, sino un legendario espadachín. La lanza era una elección fuerte y práctica, pero en su mundo íntimo no tenía la misma romantización que la espada. Era un sentimiento tonto, pero para el muchacho la espada era muchísimo más genial que la lanza.
Otros dirían que era infantil y sentimental, pero ese tipo de emociones eran necesarias si tu oficio ponía en riesgo tu vida. La diferencia moral que marcaban podía sellar tu destino, para bien o para mal.
—Nos salimos un poco del guion con esto, —dijo Erich—. Quiero que les muestres algunos movimientos básicos con tu lanza. Enséñales cómo te da ventaja.
—Claro, entendido. No vayas a hacerte daño.
No necesitaron señal más clara: al ver a Erich tomar su postura habitual, sosteniendo la espada en su sombra, Siegfried cargó con todas sus fuerzas. Era una postura simple: la mano derecha sujetaba la lanza y la izquierda se colocaba más abajo en el asta para guiarla.
Siegfried lanzó unas estocadas rápidas mientras giraba el extremo de la lanza en un amago. En batalla no tenía sentido fiarse de un solo golpe rápido al corazón desde el principio. Ricitos de Oro le había enseñado a dar pequeños golpes en los pies del enemigo para mantener la distancia ideal.
—Uf… —murmuró Erich mientras retrocedía de un salto.
Siegfried se preguntó si Erich lo hacía a propósito, actuando mal para mostrarles a los discípulos lo que no debían hacer: se movía directamente hacia atrás, como si huyera de las estocadas de la lanza. Erich retrocedía velozmente ante esos golpes superficiales, todavía en retirada mientras Siegfried apuñalaba en distintos puntos: las rodillas, el torso, las uniones débiles de la armadura.
El aspirante a héroe no lanzaba golpes amplios. Frente a alguien tan resistente como Ricitos de Oro, eso solo provocaría un contraataque que aprovecharía el impulso de la lanza para apartarla. En un duelo uno contra uno, los movimientos demasiado osados eran peligrosos.
Si se tratara de una batalla entre dos lanceros, la situación sería distinta: ambos recurrirían a técnicas más variadas mientras disputaban el control de la distancia; incluso el peso de los guanteletes podía usarse en favor del atacante. Pero contra un espadachín de combate cerrado, la mejor estrategia era simplemente bloquearle el avance.
Uno o dos golpes bien dados bastaban para apagar la vida del oponente, o al menos para ralentizarlo. Siegfried podría haber dado un vistoso golpe en arco y derribado a Erich, pero como se trataba de una práctica, se mantuvo en movimientos ortodoxos, sin buscar aplausos.
—¡Ups! —exclamó Erich, acorralado ya contra el muro del patio bajo el ataque constante de Siegfried—. ¿Ven la idea? Si temen lo que tienen delante, pueden quedarse sin espacio para huir. Un paso más de Siegfried, y el espacio entre ambos se cierra.
—Sí, pero solo los cobardes se asustarían por un montón de pinchazos como esos. Si fuera yo, mira: una estocada al corazón y todo se acaba.
—Exacto. Por eso tienes que hacer esto…
En el instante siguiente, Ricitos de Oro cambió de postura. Siegfried reaccionó al momento, lanzando otra estocada rápida. Erich había adoptado la postura de media espada, sujetando el centro de la «hoja» con el guantelete izquierdo. Era una guardia reservada solo para el combate más cercano.
La lanza de Siegfried se desvió al chocar contra la espada de Erich, su punta pasando justo por donde un segundo antes había estado la cabeza de su adversario.
Siegfried chasqueó la lengua. Era difícil realizar un tajo si no tenía impulso para iniciarlo, y eso se volvía doblemente cierto al enfrentar la postura de media espada, ideada precisamente para contrarrestar a los lanceros. A menos que se tuviera una fuerza considerable, los rápidos movimientos del espadachín terminarían derribándote.
Ahora que estaban a tan corta distancia, la lanza ponía a Siegfried en gran desventaja. Eligió la defensa antes que el ataque. Cambió el agarre de su mano derecha, sosteniendo la lanza en una posición protectora. Vio la espada de Erich acercarse, retrocedió, y pese a su apoyo inestable, lanzó una patada con el pie derecho.
Apuntaba al estómago. La armadura impediría que una simple patada causara daño, pero era un buen punto para desestabilizar al enemigo. Sin embargo, Ricitos de Oro lo previó: giró el brazo y bloqueó la patada con el codo. Perdido el equilibrio y aún expuesto a recibir un tajo, Siegfried soltó la lanza y rodó hacia adelante para alejarse de Erich.
—Pensé que te tenía con esa, —dijo Erich—. Debo admitir que eres un verdadero fastidio cuando se trata de luchar contra un espadachín.
—¿Se supone que eso es un cumplido?
Siegfried había rodado varias veces para abrir tanto espacio como pudiera en el menor tiempo posible, pero al ponerse de pie se dio cuenta de que no tenía ninguna arma colgando de la cintura: la espada de madera no usaba vaina.
—Bueno, sí. Desvías todos mis golpes. Me contienes justo cuando creo que ya te tengo. Tienes buenos reflejos, ¿no crees?
—¿En serio? Es más que nada instinto… Cuando siento en las tripas que algo va a salir mal, me detengo. Cuando creo que puedo presionar, presiono. Eso es todo.
El aspirante a héroe había aprendido los movimientos básicos, pero todo lo demás era, en esencia, puro instinto. Podía percibir en el aire la dirección exacta y la intención del ansia asesina de su oponente; sentía cómo se le erizaban los vellos de la nuca cuando algo iba realmente mal. Esa reacción visceral era lo que le había salvado la vida durante el asalto de Jonas Baltlinden y en las batallas dentro del laberinto de icór. No era algo que pudiera explicar con palabras, así que tampoco veía necesidad de ocultarlo.
—Si no me hubiese apartado, me habrías derribado y habríamos acabado revolcándonos en el suelo. La lanza no sirve de mucho ahí, así que la solté.
—Y pensabas continuar la pelea con tu equipo de reserva, ya veo.
Erich giró el cuello con un leve chasquido mientras observaba, entre asombro y respeto, el instinto —o quizá la buena suerte— de Siegfried. Era cierto que no estaba yendo con todo, pero sus habilidades con la espada eran de nivel Divino; aun así, le sorprendía que el mundo fuera lo bastante amplio como para albergar a alguien que pudiera enfrentarse a él confiando únicamente en su instinto. También le recordaba cuánto influía la verdadera suerte a la hora de lograr esos golpes críticos, y lo distinto que podía ser eso de una persona a otra.
De la misma forma en que unos ojos de serpiente podían debilitar incluso al aventurero de más alto nivel, unos dobles seises podían desatar una fuerza increíble. Era cierto que algunos de los mejores lograban un golpe milagroso en el clímax de una campaña, pero pensar que alguien pudiera hacerlo tan seguido, incluso en un simple entrenamiento como ese, resultaba asombroso.
Incluso con el poder otorgado por el futuro Buda para ver los datos ocultos de ese mundo, parecía que había cosas capaces de alterar incluso esos valores.
—Hmm… Lo normal sería reducirle la tasa de críticos o darle más dados para equilibrarlo…
—¿Dijiste algo?
—Nada, solo hablando solo, —respondió con una sonrisa amarga.
Ricitos de Oro dio una patada al asta de la lanza de Siegfried, haciéndola saltar hasta su mano, y luego se la arrojó a su compañero. Se volvió hacia el grupo de novatos de ojos brillantes que los observaban desde atrás, maravillados de haber presenciado un duelo tan impresionante, del tipo que solo conocían en las versiones abreviadas y confusas de las historias heroicas que los habían inspirado a volverse aventureros.
—Bien, espero que estén listos para aprender por experiencia propia lo importante que es mantener la distancia frente a una lanza. Iré suave con mis golpes, —anunció Erich. Los aprendices se quedaron congelados del miedo. Erich tomó la otra lanza de práctica y comenzó a calentar; estaba más que preparado para usarla, aunque la espada se adaptara mejor a su estilo.
—¿Tu método es «aprender lo aterrador que es a través del dolor», eh? —dijo Siegfried—. Viejo, en serio que algún día te van a clavar una puñalada por la espalda.
—Si algo así basta para matarte, significa que no te has esforzado lo suficiente. Lo mismo vale para mí, claro.
Erich instó a los discípulos a tomar sus armas. Sus dos instructores eran hábiles. Ninguno tenía un solo moretón. Con un par de entrenadores tan competentes y un grupo tan vigoroso, estarían a salvo de cualquier herida grave.
—Asegúrate de no romperle ningún hueso a nadie, Siegfried.
—Sí, sí, claro. Aunque apuesto a que esta maldita lanza se va a partir si le doy a Etan o a Mathieu con un poco de fuerza.
Por desgracia, no existía una forma indolora de aprender esas lecciones. Cualquier idea que tuvieran de haber comprendido los fundamentos durante la demostración se iría desvaneciendo a base de combates reales y dolorosos. El campo de batalla era complejo y tridimensional; nada enseñaba más rápido que el bautismo en las llamas de la experiencia de sus superiores. Los novatos rezaban por mejorar pronto mientras Erich Ricitos de Oro mostraba una sonrisa maligna, dispuesto a guiar a sus discípulos directamente al infierno.
[Consejos] La experiencia de una batalla a vida o muerte se graba en tu corazón y puede mejorar tus habilidades y reflejos.
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