Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Primavera del Décimo Sexto Año Parte 5
Jamás en mi vida había logrado comenzar o cerrar un capítulo importante sin que el clima decidiera arruinarme la celebración. Mi gran regreso a casa desde Berylin fue recibido por un diluvio brutal. Al día siguiente de registrarme como aventurero, Marsheim fue castigada con otro aguacero igual. Claro, la capital era más húmeda e impredecible que cualquier otro lugar donde hubiera vivido, pero después de hoy… bueno, «dos veces es coincidencia; tres, un patrón». Alguien allá arriba parece disfrutar aguando mis grandes momentos.
—Hmm… —murmuré—. Creo que la mala suerte de alguien se nos está pegando.
—Eh, eres tú sin duda, viejo, —dijo Siegfried.
Envuelto en el impermeable más grande que tenía, estaba de pie afuera del Lobo Invernal Nevado junto a Sieg, que llevaba uno similar.
—Auch.
—En serio, ¿recuerdas lo que pasó en nuestro trabajo en Zeufar? El que te asignaron a ti . Eres el tipo con peor suerte del grupo. Admítelo.
—¿De verdad?
Miré a Kaya y a Margit, esperando que me respaldaran con toda la fuerza de su lealtad, pero ambas desviaron la mirada con torpeza.
—Me duele admitirlo, pero tengo que darle la razón a él, Erich, —dijo Margit—. ¿Recuerdas cuántas veces nos atacaron en el viaje a Marsheim? Creo que deberíamos dar gracias de que esté lloviendo agua y no flechas.
—Ja… ja, ja… Yo no tengo nada que añadir a eso, —dijo Kaya.
Traidores, todos ellos…
—Pero qué fastidio… Quería una despedida alegre para nuestra nueva carreta, —dije, haciendo un puchero y dejando caer los hombros con abatimiento antes de poder contenerme. Me dolía ver mi flamante carruaje de dos caballos empaparse antes de su primera salida. ¿No podían al menos mentir un poco por el bien de mi salud mental?
Mis Dioscuros estaban enganchados al frente de una carreta cubierta del tipo usual que se veía en el Imperio. Había pedido algunas modificaciones aquí y allá, reforzándola con un armazón de acero para mejorar la suspensión y su durabilidad a largo plazo: era una auténtica belleza. Aunque por fuera se veía igual que cualquier otra carreta, no tenía nada que ver con las baratijas en las que había viajado cuando trabajaba en caravanas. Aquellos carromatos glorificados dejaban al típico campesino ahorrativo, según la jerga de la época, «con el trasero ferozmente reventado»; en cambio, esta preciosura era digna de posaderas nobles. Íbamos a viajar con toda comodidad.
Frizcop: Hasta que vemos otra vez a Cástor y Pólux.
—Viejo, debo decirlo, te diste un buen lujo. ¿Cuánto dijiste que costaba? ¿Diez dracmas?
—Es una inversión con grandes retornos si piensas en lo mucho mejor que se comportará en expediciones largas. Podremos montar las tiendas sin empaparnos y llevar pan sin que se humedezca. ¡Además, piensa en tu espalda! Estuviste quejándote todo el camino de regreso desde Zeufar por lo pesado que era tu morral.
Había gastado una verdadera fortuna en aquello, todo en nombre de la aventura. El precio equivalía a casi dos años de ingresos de mi antiguo hogar, pero valía cada moneda. Podíamos cargar suministros diarios que no necesitáramos de inmediato, librándonos del dolor de espalda y conservando energía. Ahora que teníamos un medio de transporte asegurado, nuestras opciones de trabajo se habían ampliado enormemente.
—Um…
—¿Sí, Mathieu?
Los jóvenes aventureros que habíamos reclutado llegaron puntuales y completamente preparados. El hombre lobo, Mathieu, me había llamado alzando la mano. Había estado bajo la lluvia apenas un rato, pero el aguacero había dejado su pelaje completamente pegado. Cuando su abrigo estaba seco y ondulante, proyectaba una figura gallarda e imponente; ahora, en cambio, parecía un perro atrapado bajo la tormenta. Tuve que esforzarme por mantener una expresión seria y respetuosa.
—¿De verdad vamos a salir con este clima? Digo, ¿en una expedición de entrenamiento de larga distancia?
—Por supuesto que sí, —respondí. Pude notar que los demás también se quejaban en silencio por la decisión de partir con semejante temporal—. Miren, —dije, lanzando algo hacia Mathieu—. Siento decírselos, pero mentí cuando dije que esto era entrenamiento. ¿Esa bolsa que te acabo de lanzar? Es una dote. Está repleta de anillos de mystarillo con incrustaciones de diamantes; nada de gastos moderados, cada joya está impecablemente tallada y formada. Cada uno tiene grabado un encantamiento personalizado para aumentar la fuerza, hecho por treinta magus del Colegio. En términos prácticos y estéticos, ese paquete es casi incalculable.
—¿¡Qué…!?
—Tenemos que salir hoy mismo para entregarlos o llegaremos tarde a la boda. El padre de la novia tuvo una gran pelea con una baronesa solo para conseguirlos, así que la novia los quiere puntuales. Tenemos buena reputación con encargos complicados, por eso nos eligieron a nosotros.
Mentía cuando dije que mentía: la bolsa estaba llena de monedas, unos cincuenta asariis en total. No era una fortuna, pero tampoco un desastre si llegaba a perderse.
—Llegar al destino nos tomará cuatro días a caballo… y eso yendo a todo galope. Dejé algo de margen en el itinerario, pero con toda esta lluvia, estamos prácticamente jodidos. Pero si te preocupa mojarte un poco, claro, podemos retrasar el viaje.
—¿¡Eh!? No-no, yo…
Mathieu forcejeó con la bolsa completamente alterado. Le sonreí y se la quité de las manos.
—Tranquilo, solo planteaba un escenario hipotético. Es solo cambio suelto.
¡Mírenlos! , pensé, ¡todos tan lindos y nerviosos! Estos novatos eran realmente dulces en su ingenuidad… ¡pero Siegfried, por qué tú pones esa cara!
—Vamos, viejo, —dijo Sieg, notando mi expresión—. Siendo tú , no me sorprendería que de verdad te llegara un encargo así de la nada.
—¡Si saliéramos a algo tan importante, te lo diría!
¡Sieg, por favor, no me mires así! ¡No soportaría verte tan decepcionado de mí dos veces en un mismo día! ¡¿Tan poca confianza me tienen estas personas?!
—Ja, ni de broma. ¡Apuesto a que si alguien hubiera venido anoche con una aventura increíble, no dudarías en arrojarnos al infierno en un instante! Seguro que dirías que es «por el bien del grupo» o alguna tontería así.
—Ugh… Bueno… No sé…
—¡¿Ahora dudas de ti mismo?! ¡Deja de andar con rodeos, maldita sea!
Ngh… Me agarras justo ahí, amigo. Me conoces mejor de lo que te doy crédito…
Es que tenía razón: si una petición como la que había inventado realmente llegara a nosotros, probablemente habría aceptado. ¿Cómo podría rechazar un desafío tan tentador y con semejantes ganancias potenciales para el grupo? Era plenamente consciente de que abusar tanto del «mejor pedir perdón que permiso» no hablaba bien de mí… pero el llamado de la aventura a veces era demasiado fuerte.
—¡Apuesto a que, si la recompensa fuera de doscientas dracmas por persona —continuó Siegfried—, no dudarías ni un segundo en arrastrarnos directo al infierno!
No pude hacer más que soltar un gemido patético ante su golpe verbal crítico.
—¡¿Ves?! ¡Sabía que tenía razón!
Margit negó con la cabeza, exasperada, ante el pequeño número cómico en el que Siegfried y yo nos habíamos enfrascado, y luego subió de un salto al carruaje. Parecía que la mayor del grupo era demasiado madura para las payasadas de dos chicos. Carraspeé con fuerza, con la esperanza de disipar la atmósfera tensa; pero la atmósfera, imperturbable, siguió llena de lluvia.
—En cualquier caso, aunque lo que dije haya sido una pequeña mentira piadosa, el punto es que bien podría haber sido verdad. ¡Somos aventureros! Por la naturaleza misma del trabajo, nunca sabemos qué nos van a soltar los clientes.
—Oh, claro, —dijo Siegfried—. Cuando fuimos a Zeufar, el cliente dijo que quería que resolviéramos todo antes de que acabara el invierno.
—Exacto. Cuando tienes un rango bajo, tendrás menos margen en los encargos. ¡Llueva o granice, si aceptas un trabajo, tienes que moverte sin demora!
Por supuesto, no quería que su primera misión real y combate serio les cayera de la nada, así que había planeado esta pequeña excursión para acostumbrarlos a lo que implicaba la vida de aventurero. Ninguno de ellos había viajado más lejos que desde sus casas hasta Marsheim, así que era importante que se familiarizaran con la orientación fuera de los caminos.
—Esta vez hablo completamente en serio. Pueden dejar su equipo en el carruaje, pero quiero que todos caminen. Cubriremos un mínimo de cuarenta kilómetros por día, así que prepárense.
—¿¡Cuarenta!?
Todos los novatos —y también Siegfried, otra vez— gritaron al unísono, horrorizados.
A diferencia del japonés sedentario moderno, nosotros estábamos bastante acostumbrados a caminar a todas partes. En este mundo, cualquier otro medio de transporte resultaba costoso; no era como en el mío anterior, donde uno podía comprarse una bicicleta ahorrando algo de dinero. Caminar era crucial, vital, inseparable. Por eso, una marcha de treinta kilómetros no era tan terrible si se hacía por caminos bien mantenidos. Después de todo, no éramos oficinistas fuera de forma. Mis discípulos eran jóvenes entrenados. Si se quejaban de la distancia, evidentemente no los había entrenado lo suficiente.
El problema no era la distancia, sino nuestra ocupación. Los aventureros cargaban con su armadura, sus armas, sus herramientas y su comida. Además, nuestros trabajos nos llevarían a cantones y pueblos lejanos que no estaban conectados por carreteras. Si no podías llegar a tu destino por un terreno abrupto sin perderte, no podías convertirte en un héroe legendario. Sonaba a que yo era totalmente injusto, si no directamente abusivo, pero así eran las cosas. No podías hacer camionero a quien se pone en pánico cada vez que tiene que incorporarse en la autopista; no podías hacer aventurero a alguien que no aguanta una marcha larga y dura.
—Uf… ¿llevar mi espada todo el camino? Me duele la espalda sólo de pensarlo…
La espada de Karsten tenía un tamaño normal para un mensch, pero en sus manos, con su estatura goblin, parecía una auténtica montante. Miraba su arma con el máximo desdén. Aun así, era la herramienta que no podía dejar detrás. No podías mandarla por adelantado y recogerla al llegar: era el último baluarte entre tú y la muerte.
—Y encima no deja de llover… ¡Oh, si me entero de que a un cantón cerca de mi casa lo están saqueando unos bandidos, saldría pese al tiempo! —dijo Martyn, estirando la mano para tantear la lluvia.
—Mira quién se está haciendo el héroe, —respondió Mathieu.
—¿Y qué? Los aventureros luchan por la justicia, obvio.
La expresión de Martyn se ensombreció al imaginar la situación hipotética. Venía, al parecer, de una familia campesina pequeña y había llegado a Marsheim con la intención de triunfar como aventurero, poder mandar dinero a casa y ahorrar para ofrecer una buena vida a la persona con la que había acordado casarse. Admiraba su visión de futuro: quien puede imaginar los peligros venideros está destinado a ser un buen aventurero.
—Pero viejo, odio la lluvia…
—¿Eh? Pensé que el pelaje de los hombres lobo era bastante repelente al agua, —se metió Etan.
—Sí, hasta cierto punto. ¡Solo mírame! ¡Mi buen rostro se ha estropeado por culpa de esto! Parezco una rata ahogada.
—Mm-hm…
—¡Vamos, cara culo! ¡¿Por qué eres tan frío?! ¡Te voy a cocinar a la brasa, toro cabezón!
—¡No es culpa mía si lo único que noto de ti es tu maldito pelaje, perro estúpido! ¡Para mí apenas te diferencias!
—¡Al menos llámame «lobo estúpido»!
La mayoría de los semihumanos resistían bien las inclemencias, pero eso no significaba que tuvieran que soportarlas de buen grado. Mathieu y Etan comenzaron a calentarse mientras su pelea subía de tono. Yo no estaba en posición de opinar sobre qué hacía a un semihumano atractivo —¿qué garantía tenía de que mis gustos coincidieran con los de nadie?—, así que me quedé más o menos sin respuesta.
—Eh, chicos, dejen la charla. Si siguen, el Señor John les va a dar una reprimenda.
…Por eso invoqué la autoridad del posadero. En cuanto lo hice, el par se calló al instante. Fue tan repentino que me pregunté si se habría producido algo mientras yo no estaba: esa reacción no era normal. Tenía que haber sido más que un simple altercado. No sabía todos los entresijos de sus vidas. Desde que se habían convertido en mis discípulos, esos cuatro habían formado una pequeña unidad para encargarse de trabajos sucios, así que algo debía haber pasado mientras comían juntos. Si les habían llamado la atención por pasarse de la raya, sería mi responsabilidad poner orden cuando hiciera falta.
—Muy bien, todos. ¡Hay que echarle ganas! No me pongan esa cara: esto es más fácil que hacerlo sin un control. Disfrutemos de nuestra pequeña excursión.
Esta práctica era una parte necesaria del camino hacia el ser aventurero de verdad. Vamos a ponernos en marcha.
[Consejos] Viajar es una bestia totalmente distinta para un aventurero. Un civil necesita una magnitud menos de equipaje.
Había una canción de mi primer hogar que quizá hayas oído; era una tonada alegre sobre un buey joven llevado al mercado, y me deprimía terriblemente por razones en las que no me gustaba reparar. Mi segunda vida me dejó con una mejor comprensión de lo práctico —naturalmente, tienes que llevar tu ganado derecho al carnicero si no puedes refrigerar la carne—, pero por los dioses, qué imagen tan sombría pintaba. No que nos importara tanto. Incluso el corte más humilde de res, rey de las carnes, estaba muy por encima del presupuesto de cualquier plebeyo, así que la mayoría de días llenábamos los platos de cerdo o ave.
—Uf… ¿otra vez…? —murmuré.
—¡A ver, échale ganas, maldita sea! —me gritó Siegfried.
Íbamos rumbo a un cantón cercano a comprar un cerdo barato, pero me sentía desolado. Me preguntaba si era porque el viaje me recordaba la estúpida canción, o si era por toparnos con la emboscada más patética y a medias del mundo.
—¿Cuántas veces tengo que hacer esto? Estúpido GM, consíguete un guion mejor…
—¿Gee Eme? ¡Deja de hablar en código!
Si era sincero, yo había visto la emboscada venir desde lejos, así que sería más exacto llamarlo un encuentro intencional para beneficio de mis discípulos.
Íbamos por un camino boscoso, todavía firmes en la ruta. La senda estaba muy trillada por la gente del lugar y lo bastante ancha para nuestra carreta; pese a cuatro días de lluvia ininterrumpida, la tierra compactada del sendero aguantaba. ¿En qué estaría pensando la Diosa de la Cosecha? Se había quedado dormida el año pasado y ahora, este año, se había despertado hecha un berrinche. Los campos iban a sufrir por este castigo, y con ellos todos, desde los campesinos hacia arriba. Quizá Ella y el Dios del Viento y las Nubes estaban teniendo una pequeña riña conyugal. Eso era asunto de Ellos, pero ojalá no nos hubiéramos visto atrapados en el fuego cruzado.
¡Esto era solo una excursión corta fuera de la ciudad! No había planeado un encuentro aleatorio de casilla hexagonal como este. Solo quería enseñar a los novatos la importancia de marchar, traer un cerdo de un cantón cercano y mostrarles lo básico para conservar la carne. ¡Nada más! ¿Entonces por qué los invitados no deseados? No podías convencer a un tipo de quebrar la alcancía de un pobre diablo por unas monedas de nada mientras él mismo tiene una billetera gorda ardiendo en el bolsillo; no a menos que fuera algún tipo de fenómeno . Yo era otro tipo de fenómeno, y ansiaba un canal más elegante para el exceso de violencia que tenía ahorrado.
—¡¿U-um, Ricitos de Oro?! —gritó uno de los novatos.
—¡Mantengan la cabeza dentro! Mantengan el escudo alzado y atráiganlos más cerca. Pelear con ellos a distancia no vale la pena.
A juzgar por el equipo de nuestros enemigos, eran matones locales de pacotilla, no soldados al servicio de algún hombre fuerte. Esa gente solo hacía de salteadores por las noches. Habían atacado al ver una carreta rolliza, pero lo más probable es que la mayoría pasaran el día como miembros bien peinados de la sociedad. Serían unos diez, armados con lanzas y hachas. La mitad eran mensch, el resto una mezcolanza de semihumanos. No tenían formación ni cohesión; solo una banda improvisada de tontos, tropezándose entre sí por ver quién tenía la oportunidad de enfrentarse a nosotros. Claramente, no sabían nada de instrucción militar.
Detrás de ellos había un grupo de quince con arcos de caza, ballestas anticuadas que debieron robarse de algún lado y hondas. Esta retaguardia intentaba ralentizarnos con fuego de supresión; debieron contar con gente con experiencia de caza, porque atacaban desde los árboles y la puntería no era del todo mala.
Aun así, Margit ya nos había avisado de su presencia antes de que estuviéramos cerca, de modo que no fue más que un bache en el camino.
Yo estaba parado frente a la carreta y a mis preciosos caballos, atrayendo la atención de toda la banda, mientras Siegfried y los demás formaban una pequeña unidad para recibir el fuego. Me desconcertaba el comportamiento de nuestros oponentes. Nuestro bando estaba armado y con armadura —algunos novatos llevaban equipo de segunda mano— y listos para pelear, pero los enemigos solo llegaban a lo bruto y con la cabeza vacía. ¿No se habrían dado cuenta de que era una pelea que no podían ganar? ¿No deberían haberse quedado agazapados a esperar una presa más fácil?
—Uf, qué aburrido… No son más que chusma sin seso…
—¡Vamos, viejo! —gritó Siegfried—. ¡Esto no es entrenamiento!
—Sí, sí, estoy atrayendo su atención… Aunque su puntería está haciendo esto más complicado de lo que debería. ¡Oigan! ¡Desgraciados! ¡Si se atreven a tocar a mis caballos, les partiré las tripas en cachitos!
Habían elegido un mal lugar para la emboscada, no tenían la inteligencia para ver que éramos un blanco pésimo, y tampoco funcionaban bien como equipo. No había nada aquí que me acelerara la sangre. No habría gloria en esta pelea; tal vez algo de cambio para comprar otro cerdo.
—¡Wagh! ¡Mi escudo recibió un flechazo! —se oyó otro grito de mi gente.
—¡Cálmense! ¡Sigan marchando! ¡Si se dan la vuelta, recibirán una flecha en la espalda! ¡Es más seguro seguir adelante, háganlo como les enseñé!
A pesar de los gritos ocasionales de preocupación, la victoria estaba prácticamente decidida. Les había martillado a los novatos cómo juntarse en formación de testudo, y aunque les quedaba un poco rústica, funcionaba; apto, dado su nivel de motivación. Los escudos eran chatarra de campo barato, pero cumplían su cometido.
El que perdiera la compostura primero perdería la batalla. Era cierto que los cuatro novatos apenas estaban en nivel III: Aprendiz, pero los habíamos entrenado lo suficiente como para que no sucumbieran ante un grupo de aficionados que atacan a viajeros indefensos. Además, estaba Siegfried con ellos; quizá esos bandidos perderían hasta si literalmente les cayera un meteorito en la cabeza.
Y eso no era todo: la limpieza de su fastidiosa retaguardia apenas comenzaba.
—¡Gwagh!
Un hombre cayó de cabeza desde un árbol, a solo setenta pasos de mí, chillando de la manera más ridícula. Al momento siguiente, un mensch que empuñaba una honda recibió una flecha en el hombro y cayó antes de poder maldecir siquiera.
Naturalmente, era obra de nuestra hermosa exploradora. Era la imagen platónica de una espectacular chica-araña: saltaba de árbol en árbol mientras eliminaba a toda la retaguardia uno por uno. Verlos caer entre los arbustos, chocando y rodando, era como presenciar un accidente de tráfico en cámara lenta. Aspiré aire entre los dientes y fruncí el ceño, pero no podía apartar la vista. Pobres diablos. Me resultaba casi imposible seguir los movimientos de Margit. Si sus objetivos no hubieran hecho tanto ruido al caer, dudo que alguien hubiese podido entender qué estaba ocurriendo. Desde su perspectiva, estaban viviendo una película de terror… hasta que dejaron de hacerlo.
Nuestra formación se encontraba a unas pocas docenas de pasos cuando la vanguardia enemiga se detuvo, paralizada por el sonido de sus camaradas cayendo.
—¡Ahora, Kaya!
—¡Entendido! ¡Hiyah!
Siegfried debió de notar que aquel era el momento perfecto. Tal como habíamos planeado, Kaya estaba oculta en el carruaje —a salvo de las flechas gracias a su poción— y recibió la señal de Sieg con total claridad. Lanzó una botella marrón que, aunque cayó un poco desviada del objetivo, se rompió al impactar y liberó una nube de humo. Su pequeño grito al lanzarla por los aires fue adorable, pero el contenido de la botella no lo era en absoluto.
—¡¿Qué…?! ¡ Coff !
—¡Waaah… mis ojos! ¡Mi garganta!
—Ngh… ¡el aire… quema!
Todo gracias a otro de los «condimentos especiales» de nuestro grupo: gas lacrimógeno. Aprovechando nuestra posición a favor del viento, la nube se extendió hacia el enemigo, desgarrando toda abertura expuesta del cuerpo… mucho más doloroso que el ataque de polen que casi nos mata antes del laberinto de icór de cedro maldito.
—¡Muy bien! ¡Adelante, muchachos, acaben con ellos! —rugió Etan.
—¡Ra-raaah! —respondieron los otros tres novatos.
Todos nosotros nos habíamos aplicado previamente el ungüento protector; podíamos entrar en el área afectada sin queja alguna. La poción de Kaya —que nos había salvado durante el enfrentamiento con Jonas Baltlinden— provenía casi directamente (gracias a mis aportes) de su pariente «no letal» de mi mundo. De hecho, yo mismo había recibido una dosis en plena cara durante unas vacaciones en el extranjero. La picazón y el dolor eran tales que sentí como si todo mi rostro —no solo la nariz y los ojos— ardiera en llamas. Fue tan intenso que, cuando finalmente se disipó, me encontré tirado en el suelo sin recordar cómo había llegado allí. Aquella sustancia no era ninguna broma.
A la orden de Etan, la unidad alzó los escudos y comenzó a avanzar en línea. Los bandidos ya estaban inmovilizados, y la batalla terminó rápidamente. En realidad, me sentía un poco incómodo al siquiera llamarla «batalla».
El estruendo se alzó por ambos lados:
—¡Raaah!
—¡De-deté… argh!
—¡MUERAN!
—¡Gwah…!
Aunque alguno de ellos lograra resistir el dolor o si un miembro de la retaguardia intentaba apoyarlos, no servía de nada: era un asalto completamente unilateral. Mientras observaba el caos desplegarse, vi el miedo no solo en los ojos del enemigo, sino también en los de los cuatro reclutas. No existía una forma elegante de afrontar tu primera batalla real.
—Oigan, chicos, no se excedan, ¿me oyen? Ganarán más monedas si los traen vivos, y les aseguro que es mucho más fácil arrastrar bandidos heridos que cadáveres. ¿Me están escuchando?
A pesar del ligero pandemónium, me alegró ver que mi medio año de instrucción había dado frutos: todos atacaban con buena forma, sosteniendo sus espadas firmes y rectas. Los fundamentos estaban bien grabados en ellos, y aunque en el fragor del momento dejaban que sus músculos hicieran la mayor parte del trabajo, al menos estaban usando sus espadas como espadas, y no como garrotes.
Etan era una fuerza a tener en cuenta, como era de esperar por su poder bruto. La cabeza de un bandido salió despedida por los aires junto con su mano; si la había levantado en defensa o en súplica de piedad, nunca lo sabríamos.
En cuanto a Mathieu… sé que les dije que se aseguraran de rematar para evitar que un enemigo al borde de la muerte les atacara salvajemente, pero ese tipo ya estaba, sin duda, muy muerto. Me había imaginado que estaría acostumbrado a matar, pues su manada de licántropos eran cazadores, pero supongo que incluso para él «presa» y «personas» seguían siendo categorías distintas.
Martyn y Karsten estaban tirando del carro, a pesar de no estar bendecidos con la enorme fuerza de nuestros dos semihumanos. Siegfried había acabado con cerca de la mitad de los bandidos, pero a ellos les habían logrado matar a uno cada uno. Si me preguntaran, para tratarse de las primeras muertes en nuestro oficio, todos tuvieron bastante fortuna.
Aquello era mucho mejor que verse atrapado en una batalla perdida con los veteranos incapaces de siquiera protegerte. Hice un mapa mental del resto del camino hasta el cantón. Podríamos llevarnos a la mayoría de esos idiotas, así que pensé en cómo reorganizar el carruaje para acomodar algunos cuerpos. Era mi nueva y preciosa compra; no iba a permitir que se manchara de porquería y sangre por culpa de un grupo de bandidos demasiado confiados.
[Consejos] Los caballeros con frecuencia permiten que sus discípulos tomen las cabezas de criminales condenados para evitar el caos y para aclimatarlos a la sangre.
En los límites de un cantón tranquilo, cuatro jóvenes aventureros miraban el cielo. La naturaleza poco se preocupaba por el sentimiento agitado que hervía en sus corazones; el azul infinito sobre ellos estaba libre de nubes, casi como en reparación por los días de lluvia.
Tiras de tocino salado chisporroteaban alegremente en el fuego frente a ellos, recubiertas en una salsa especial de frijoles y hierbas preparada por Erich Ricitos de Oro. Esa era la verdadera razón por la que los habían llevado en la expedición: debía ser una salida sencilla donde aprenderían lo básico. A diferencia del caos del día anterior, su tarea de ese día era cuidar el fuego, evitar que se apagara y que el cerdo en la parrilla comenzara a quemarse. Aquella misión les fue asignada por la bondad de sus superiores; los novatos todavía estaban conmocionados por haber quitado sus primeras vidas en combate, aunque fuera en defensa propia. Erich había previsto incluso su rabia, su consternación, la pregunta «¿qué clase de demonio hace cocinar salchicha al día siguiente de matar a un hombre?». Su humor negro había ayudado a que no se consumieran dándole vueltas a lo sucedido.
Lo que no sabían era que Ricitos de Oro meditaba sobre su propio sentido alterado de normalidad en el calor de la batalla mientras preparaba la carne para que los novatos la ahumaran.
—Um… —dijo el hombre lobo, con la voz temblorosa.
—¿Qué? —dijo el audhumbla, sin verdadero interés.
—Yo… los maté… ¿no?
—Sí… parece que sí. Y… parece que yo también.
El goblin se rascó la larga nariz con torpeza, mientras el mensch se limitó a mirar sus propias manos; ninguno sabía qué decir.
—Pero… no sentí que estuviera matando… Fue… fue como cortar un cerdo allá en la gra…
—¡Ni se te ocurra terminar esa frase!
Etan no dejó que Mathieu terminara de murmurar, porque sentía exactamente lo mismo. Él también era de campo. Aunque solía trabajar cultivando, había desollado su buena cantidad de ganado para ahumar o secar. La carne, bien cortada, se separaba más o menos igual, sin importar si provenía de un animal o de una persona. Las bestias, en general, no llevaban armadura. Esa era la única diferencia real en el momento.
La vida de un aventurero traía consigo ciertas revelaciones amargas. Quienes se aferraban al sueño debían encontrar una forma de digerirlas. Cuando la adrenalina del combate se desvanecía, lo único que quedaba era la conciencia de haberle robado la vida a alguien; y por más que te lavaras las manos, siempre las sentirías pegajosas, cubiertas de sangre y restos humanos. Para esos jóvenes novatos, lo único que podían hacer era sentarse y soportar el nudo en el estómago.
Casi deseaban que hubiera habido más resistencia, más dificultad en todo aquello; quizás así la realidad habría sido más fácil de aceptar. Pero Erich les había enseñado demasiado bien. Ninguno había imaginado que un corte tan limpio haría que el peso de sus actos cayera sobre ellos con tanta fuerza.
—Pe-pero… al ver esa carne chisporroteando ahí…
Mathieu se llevó una mano al pecho; sus orejas estaban pegadas a la cabeza, los bigotes caídos, la cola moviéndose lentamente tras él. Tal dolor era la maldición de su humanidad: algo que ningún lobo verdadero tendría que soportar, solo un miserable humano con una conciencia que funcionaba.
Su batalla no había tenido la gloria de una epopeya heroica, ni la tragedia de una historia triste. Sus enemigos simplemente habían gritado antes de dejar de respirar. Era parte de la vida —un acto sencillo, un final simple—, entonces ¿por qué dolía tanto? Mathieu y los demás conocían la naturaleza de su oficio. Todos estaban preparados para morir si se topaban con un enemigo que ni su fuerza conjunta pudiera vencer. Pero, como asesinos recién bautizados, se quedaron sin palabras, a pesar de todas las horas que habían pasado preparándose para estar del lado «privilegiado».
—Vaya, mírenlos. No tienen ni una pizca de energía.
Desde detrás de los cuatro se oyó una voz familiar.
—Si-Siegfried…
—Manténganse atentos, que uno de sus fuegos se está apagando. Si nos sirven carne cruda, van a matarnos a todos. No quiero pasarme los próximos días agarrándome la panza por un cerdo mal cocido.
—¡Oh! Ci-cierto, perdón…
Siegfried se había acercado con la intención de animar a los novatos, pero terminó dándoles un sermón. Su comentario era totalmente acertado, claro, pero aun así se sintió un poco culpable. Mientras se quedaba allí, sin saber qué más decir, los cuatro semblantes sombríos se convirtieron en cinco . Alzó la vista hacia el cielo, donde el sol seguía brillando alegremente.
Envolviéndose en aquella atmósfera densa, una mancha sobre el apacible paisaje rural, Siegfried tomó un trozo de leña y lo observó fijamente hasta que por fin halló las palabras.
—Una espada… no es más que una herramienta para matar.
La espada que vino a la mente de Siegfried al decirlo era aquella que le habían entregado, saqueada, en aquel crepúsculo hacía ya muchos meses… una espada que aún usaba incluso ahora. Mientras trataba de recordar lo que se había dicho a sí mismo en aquel entonces, buscó las palabras adecuadas.
—Ya sea que la uses para saquear o para proteger, al final estás haciendo lo mismo. Una espada no es más que un gran cuchillo de los de siempre pero para cortar a tu enemigo. Ahora, no digo que no sea genial… porque lo es, diablos, lo es mucho.
Cada primera experiencia en el campo de batalla era distinta. Mientras que los novatos a sus pies habían cargado para asegurar la victoria, el primer hombre que Siegfried había abatido le había suplicado por su vida entre lágrimas, con las entrañas deslizándosele fuera de una herida abierta. Aunque el resultado final fuera el mismo, Siegfried sabía que le era imposible empatizar con esos cuatro aprendices… y que ellos tampoco podían hacerlo con él.
—No hay nada como una espada, —continuó—. Es tal como dicen las canciones. Cuando miro su hoja reluciente, me siento lleno de energía. Pesa durante la marcha, sí, pero ese peso en tus manos es como un fuego que te empuja a seguir a patadas en el culo.
Antes de darse cuenta de hacia dónde iba su monólogo, Siegfried había empezado a hacer que los novatos tomaran conciencia de lo que habían hecho. Se preguntó qué sería peor: morir… o vivir siendo consciente de la muerte en cada momento despierto. Por supuesto, no había forma de saberlo.
En cualquier caso, todos los presentes enfrentaban y aceptaban la muerte a su manera. Siegfried lo sabía bien.
Ricitos de Oro, en cambio, seguía siendo un completo enigma. Siegfried aún no podía comprender cómo aquel hombre podía transformarse en una máquina de matar sin corazón en cuanto consideraba a alguien un enemigo. La lógica detrás de ello tenía sentido en su cabeza, pero era uno de esos dilemas mentales que atormentaban a un aspirante a héroe. No lograba decidir si un mundo donde todos fueran como Ricitos de Oro sería un lugar donde las guerras fueran escasas y necesarias… o uno donde ya todos estarían muertos.
—Pero lo que viene después de blandir una espada no es como lo cuentan las historias. Es putamente aterrador, sucio, y nada genial. Pero hay que aceptarlo: por más adornadas que estén las leyendas, estamos haciendo lo mismo que los héroes a los que admiramos.
Siegfried giró la rama que tenía en la mano; con cada tajo que trazaba en el aire, daba un nombre: bandidos, señores locales corruptos, matones, villanos, monstruos, dracos, demonios enloquecidos. Todos ellos eran amenazas que podían hacer daño a los inocentes si un aventurero no cortaba de raíz su maldad.
—Llegamos hasta aquí porque hubo héroes allá afuera que protegieron el mundo e impidieron que cualquiera de esos males nos dañara a nosotros o a nuestras familias. Ustedes lo han visto, ¿no? Un cantón reducido a cenizas, huérfanos sin hogar. Especialmente en Ende Erde. En mi pueblo había un montón de chicos que venían de lugares que ya ni siquiera aparecían en los mapas, viviendo con parientes lejanos porque eso era todo lo que les quedaba.
Un verdadero héroe protegía a personas que jamás llegaría a conocer. Cargaba con el peso de hacer lo que otros no querían hacer.
A Siegfried le fastidiaba estar repitiendo las palabras de Ricitos de Oro, pero eran las correctas. No tenía otra opción más que tomarlas prestadas. Ver a esos jóvenes aventureros castigarse por hacer lo que debían le resultaba demasiado doloroso.
—No puedes hacer nada por los muertos. Pero tienen que recordar que fueron ellos quienes nos atacaron. Ellos eligieron ensuciarse las manos. Si no nos los hubiéramos cruzado, ¿quién sabe qué otra caravana o qué otro cantón habrían atacado? Gente pobre, demasiado débil para defenderse. Tienen que aceptar eso cuando decidan levantarse y pelear por sí mismos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Mathieu.
—Levantarte y pelear por ti mismo significa hacer algo aterrador para proteger a los demás.
Mathieu levantó la vista hacia Siegfried tras oír eso.
—No digo que tengan que acostumbrarse a matar… solo estén orgullosos de lo que hacen. Si no lo están, entonces estarán siendo injustos con el tipo al que terminen cortando. ¿O preferirían cargar con la culpa de pensar que la persona a la que dejaron escapar terminó hiriendo a algún desconocido en otro lugar? Eso dolería más que esto.
Siegfried ya no tenía problemas para dormir, pero los rostros de aquellos a quienes había matado aún aparecían a veces en sus sueños. El último aliento antes del final; el salpicón de sangre en su rostro; las últimas palabras pidiendo perdón. Siegfried no podía olvidar nada de eso, ni pretendía hacerlo. Guardaría esos recuerdos con orgullo. Después de todo, el bien que había hecho a ese precio era una marca igual de imborrable sobre él y sobre el mundo que lo rodeaba.
—Desenvainamos nuestras espadas, nos alzamos y entramos en la refriega. Piensen en lo que eso significa y encuentren algo parecido a la paz. Si después de eso todavía quieren ponerle peros, entonces no están hechos para este trabajo. Sería mejor que volvieran a casa y tomaran el arado otra vez. —Siegfried arrojó la espada-bastón al fuego y se incorporó lentamente—. Una espada es una espada, estés donde estés. Lo único que cambia es quién la empuña. Si quieres ser un aventurero, un héroe, entonces debes aceptar tu espada como a un camarada, un amigo. No sientan asco por ella. Siéntanse orgullosos. Tienes que pensar en lo que estás haciendo cada vez que la desenvainas.
—Me gusta eso, Sieg.
Era Erich, que sostenía unas salchichas listas para ahumarse. Se había acercado sin hacer ruido. El hecho de que llevara una caja llena del hielo mágico creado por Kaya desentonaba un poco con la escena, pero parecía animado ante las palabras de Siegfried. Su expresión era serena, sus pasos ligeros.
—¿Qué es lo que te gusta?
—La idea de que nuestras espadas sean nuestras compañeras. Los aventureros salvamos inocentes. Detenemos al mal junto a nuestros camaradas. Sin nuestras espadas a nuestro lado, no podríamos ser aventureros.
Una herramienta era un recipiente sin vida, feliz de cumplir cualquier función para la que hubiera sido creada. Solo adquiría carácter propio cuando una voluntad humana la guiaba. Un artefacto creado para el propósito más vil podía redimirse si un alma ingeniosa tenía la mente para usarlo con la mejor de las intenciones.
—Así que, —continuó Erich—, deberíamos ser amigos de nuestras espadas también mientras luchamos por la justicia. Me has dado una buena idea para el nombre del clan, Sieg. Algo que nos ayude a recordar la lección.
—Ah, cierto, había olvidado todo ese asunto del nombre.
Siegfried revisó la comida y colocó más salchichas sobre la parrilla mientras recordaba su charla en Marsheim.
—La Hermandad de la Espada. ¿Qué tal suena? Genial, ¿no? —dijo Erich.
—Nuestras espadas son nuestras compañeras y nosotros somos compañeros de nuestras espadas, ¿eh…? Sí, no está nada mal. Me gusta.
Siegfried sintió casi un pinchazo de envidia por lo fácil que el nombre había surgido. Era corto, enérgico, heroico. ¿Qué podía ser mejor?
—¿Ustedes están de acuerdo? —preguntó a los novatos. Los cuatro se miraron entre sí antes de expresar su aprobación.
—¡Sí! ¡Gracias, Siegfried! Espera, no… ¡Hermano mayor Sieg!
—Ajá, ya me siento más animado. ¡Salud, hermano!
—¡E-esperen un segundo! —dijo Siegfried—. ¿Hermano? ¿¡ Hermano mayor Sieg !? ¿Qué demonios les pasa? ¡Me hacen sonar como algún tipo de gánster!
Siegfried era el menor de su familia. Una oleada de vergüenza lo invadió al pensar que aquel apodo pudiera quedarse, aunque, en el fondo, no podía negar que le agradaba un poco. Solo pudo quedarse de pie, incómodo, mientras los novatos le daban palmadas en la espalda y lo colmaban de elogios.
—Je, me alegra que hayamos encontrado un nombre que nos guste a todos. Me preocupaba que tuviéramos que quedarnos con algo como Clan Ricitos de Oro o alguna otra porquería por el estilo. ¡Y oye, justo llegamos al lugar donde se suponía que sería nuestra primera expedición! Yo lo llamo buena señal. ¿Quién quiere ayudarme a pensar un emblema?
—Oye, no te adelantes, idiota. Cuesta un montón conseguir que un profesional te diseñe uno.
—¡Bah! ¡Tal vez tengamos a alguien con talento artístico entre nosotros! No puedo grabar un anillo ni una armadura, pero sí podría hacer un broche para una capa. Si no somos muy quisquillosos, podríamos usar algún metal barato o algo así.
—Ya estás adelantándote otra vez…
Y así, entre el humo de las salchichas chispeando, aquel clan de escasa fama se convirtió por fin en algo oficial. Eran amigos de la espada, por la espada y unidos por la espada: la Hermandad de la Espada.
Con el tiempo, continuarían defendiendo el honor bajo el filo del acero y avanzarían en busca de gloria como aventureros.
Animados por la emoción, pronto decidieron que su emblema sería un lobo: un símbolo universal de orgullo y hambre, perfecto para un grupo de jóvenes desconocidos sin precedentes. Karsten, que tenía cierto talento artístico, lo dibujó en apenas unos minutos, y la imagen de un lobo sujetando una espada entre las fauces debió de impresionar profundamente a Erich. Este compró algo de madera en el cantón y talló con ella broches para todos.
El sol aún brillaba en el cielo cuando se colocaron sus nuevos broches. Mientras los llevaran puestos, jurarían dedicarse siempre a la espada y caminar el sendero de la justicia. Bajo el luminoso cielo primaveral, aquellos locos soñadores, ebrios de entusiasmo por sus futuras hazañas, charlaban con fervor, celebrando la fundación oficial de su clan.
[Consejos] «Los inocentes hallan refugio de quienes blandan la espada con corazón impío en aquellos que la portan con un corazón justo». —Fragmento de Las Enseñanzas de la Hermandad de la Espada , difundidas en años posteriores.
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