Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo 

Vol. 1 Verano del noveno año

 


Personaje jugador (PJ)

Personaje que puede ser controlado por un jugador.

En una forma de recreación con muchas partes móviles, éstos conforman el elenco principal. De héroes a ceros, algunos se encuentran profundamente ligados al mundo que habitan, mientras que otros son arrastrados como briznas de paja.

Un avatar querido cuya muerte prematura provoca una gran tristeza y cuya gloria produce una gran alegría: en cierto modo, se parecen a un niño.


El noveno verano de mi cuerpo y el cuarto de mi mente fueron uno y el mismo. El clima fresco del sur de Rhine y la seguridad de la protección de la Diosa de la Cosecha hacían que la estación nos ofreciera a todos un respiro tranquilo. Dado que el gobierno hizo todo lo posible por vigilar los ánimos de los dioses y construyó afluentes para asegurarse una fuente de agua en caso de arrebato divino, lo único que había que temer era un verano inusualmente fresco.

Las tareas que quedaban por hacer incluían la lucha contra las alimañas y la construcción de nuevos caminos, todas ellas cosas que estaban lejos de ser sensibles al tiempo. Por lo general, los hombres trabajaban para conseguir leña para los meses más fríos o pasaban algún tiempo fuera de casa para ganarse un sueldo. Las mujeres empezaron a preparar las raciones de invierno; las hileras de carne salada colgando en el calor cómodamente árido (especialmente comparado con la humedad de Japón) eran una visión común en el vecindario.

La escuela del magistrado ofrecía clases con más frecuencia en esta época del año, y mis amigos que asistían estaban desbordados. La forma en que murmuraban contemplativos, luchando por mejorar la calidad de su poesía, resultaba enternecedora de ver. Mi hermano mayor, Heinz, se encontraba entre estas almas en pena mientras se esforzaba por practicar su recién estrenado instrumento de viento de madera. Había elegido la flauta porque consideraba que los instrumentos de cuerda eran demasiado difíciles, pero la digitación y las notas cromáticas le habían dado tantos problemas que un mes después de que le asignaran la pieza seguía sin poder tocarla.

La música instrumental estaba muy arraigada en la cultura del Imperio Trialista, y los niños podían aprender a tocar la flauta o el violín en la escuela. Ambos eran populares por su refinamiento, y estaban en una liga completamente distinta de las liras de cuatro o seis cuerdas que se encontraban en las tabernas comunes.

Supongo que toda sociedad viene acompañada de la alta sociedad, y ser capaz de demostrar este tipo de habilidad llegaba muy lejos a los ojos de los burgueses. Recé en silencio por mi hermano, que se lamentaba de que sus largas horas de práctica le estuvieran robando su ansiado verano.

Heinz no estaba solo; yo también había estado esperando ansiosamente la estación. Los días largos y los horarios abiertos me dejaban tiempo de sobra para tallar madera, y los entrenamientos de la Guardia de Konigstuhl por fin empezaban a acelerarse. El sudor que sudaba jugando con mis amigos era refrescante, y las frutas enfriadas en el pozo que comíamos después eran lo mejor del mundo. Aunque, por supuesto, no podía olvidarme de los mercaderes ambulantes que traían golosinas congeladas con magia. Eran demasiado caras para llenarme el estómago, pero siempre esperaba con impaciencia la única vez al año que mis padres nos las compraban.

Estos días me recordaron las vacaciones de verano que pasé en la campiña de Kyushu. La televisión sólo tenía dos canales y la tienda de pilas más cercana estaba a kilómetros de distancia, así que no podía usar mi videoconsola portátil (aunque los niños de hoy en día no sepan que las consolas funcionaban con pilas AA y AAA). Recordaba con cariño cuando me invitaban a salir a jugar, igual que ahora.

A pesar de toda esta diversión, esperaba con impaciencia una parte del verano por encima de todo: la casa de baños del cantón abría todos los domingos. Sorprendentemente, los habitantes del Imperio eran famosos por su afición al baño. No éramos ajenos a ello: cada cantón tenía su propia instalación, y las ciudades más grandes, con miles de habitantes, tenían sin duda una casa de baños pública.

Francamente, cuando imaginaba una sociedad feudal, me venían a la mente dos situaciones: o bien la cultura tenía un cierto nivel de higiene con acueductos y baños, o bien la gente retozaba en la inmundicia mientras se acobardaba por miedo a la peste negra. Entre estos dos extremos, me alegró ver que me habían trasladado de la limpia nación de Japón a la primera opción.

Como anécdota, la proclividad de Rhine a la limpieza tenía su origen en una de las casas imperiales que habían fundado el Imperio. Mucho tiempo atrás, el rey de una pequeña nación había insistido en que el agua hervida evitaba la propagación de enfermedades y uno no corría el riesgo de contraer una enfermedad por el mero hecho de compartir una bañera (aunque técnicamente había algunos patógenos transmitidos por la sangre que podrían haber planteado un problema), lo que demostró sumergiéndose él mismo en agua caliente. Una vez demostrada la seguridad del baño, pasó a insistir en la importancia de la higiene, lo que dio lugar a la cultura actual.

Puede que me estuviera pasando de la raya, pero sospechaba que ese antiguo rey había sido uno de los míos. Cuando Margit me contó por primera vez la historia de este maníaco amante del baño, lo primero que pensé fue: ¡Eres igual que yo!

La rica historia que tocó mi corazón culminó en un edificio situado junto a un pequeño río en las afueras de nuestro pueblo.

—Muy bien, chicos, es su turno. Pórtense bien ahí dentro, ¿de acuerdo?

Los hombres del pueblo salieron arrastrando los pies de la casa de baños con cálidas bocanadas de vapor y nos hicieron señas a los niños para que nos acercáramos. Yo los llamo hombres, pero la mayoría de los chicos se unieron a su grupo a los diez años o así. ¿Yo? ¿Yo? Bueno…

¿Nos vamos, Erich?

Miré los suaves dedos que sujetaban mi mano y me pregunté por qué su agarre parecía tan inexplicablemente apretado. Más allá de mi mano, pude ver a Margit mirándome con una muda de ropa colgada del brazo que le sobraba.

Por alguna razón, me encontraba en el grupo de los niños. Como tenía nueve años, estaba en el límite superior, ya que incluso los más jóvenes se unían a los adultos a los doce. Los niños no estaban separados por sexos, probablemente porque éramos lo bastante pequeños como para caber todos juntos dentro y así resultaba más barato. Esto no era nada nuevo para mí; no era tan diferente de mi vida pasada. Los niños sin noción real de género a veces se cambiaban en las mismas aulas a principios de la escuela primaria, así que el razonamiento era sólido.

Mi única queja era que mi edad mental rozaba los cuarenta años. El hecho de que tuviera algún que otro pensamiento ingenuo y disfrutara inocentemente de zorras y ocas a pesar de ello podía atribuirse probablemente a que mi cuerpo influía en mi conciencia. Esta inocencia ciega era parte de la razón por la que no tenía reacción alguna ante los cuerpos desnudos de las chicas de mi edad. Ninguna en absoluto…

—¿Eriiich? Nunca entraremos en la casa de baños si no mueves esas piernas tuyas.

…Con la excepción de esta escalofriante amiga de la infancia de ocho piernas. Margit me sacó literalmente de mis cavilaciones escapistas y me metió en el edificio. Estoy seguro de que sabe que me siento avergonzado… ¿No puede darme un respiro?

Los vestuarios eran demasiado lujo para nuestras humildes instalaciones, así que nos desnudamos a cielo abierto. Había un espacio para guardar la ropa de invierno, pero a todos los efectos, el baño empezaba en cuanto uno entraba.

Abrí la puerta con el corazón puro e inmediatamente me invadió una ola de calor que los huéspedes anteriores habían dejado para nosotros, es decir, una nube de vapor. La clase baja de Rhine utilizaba baños de vapor en lugar de cubas de agua hirviendo. Era algo natural: aunque siempre se podía sacar agua de un río, el precio del combustible era astronómicamente superior al de la Tierra moderna. En Japón, el coste del gas y el agua podía ascender a cien yenes, pero aquí era otra historia. Incluso con una caldera romana, el número de troncos que necesitaríamos para hervir cientos de litros de agua no sería razonable.

En cambio, los baños de vapor eran maravillosamente eficientes. En el centro de la habitación había una estufa con una capa superior de piedra caliente. Al verter agua sobre la piedra ardiente, se podía llenar la habitación de vapor. Este vapor propagaba el calor por toda la habitación, elevando la temperatura por encima de los cien grados. Nuestro sudor expulsaba de forma natural la suciedad de nuestros poros y la sacaba a la superficie de nuestra piel.

A partir de ahí, era una simple cuestión de restregarse la mugre con un cepillo o una toalla mojada con agua calentada con la estufa. Tras treinta minutos de sudor, sólo quedaba saltar al río o lavarse con un cubo de agua en el rincón de las duchas. Una vez hecho todo el proceso, daba la sensación de que te habías mudado toda una capa de piel sucia. Lo único que había que destacar era que algunas mujeres que se preocupaban por su pelo hacían un esfuerzo adicional y usaban jabón.

—¿Y bien, Erich? —preguntó Margit—. ¿Puedo pedirte que vuelvas a lavarme hoy?

—Eh… Claro…

Sin más. Después de tumbarme en una toalla y calentarme durante media hora, Margit me tomó de la mano y me llevó al rincón de las duchas. No sabría decir por qué me sentía así, pero el camino hasta allí me provocó un recuerdo poco apropiado.

La visión de su pelo suelto debería haberme parecido infantil, pero tenía un encanto misterioso. Di gracias a mi cuerpo inmaduro y a mi madura fuerza de voluntad, porque sabía que, si reaccionaba, me enfrentaría a toda una vida de burlas, aunque la verdad es que habría preferido eso a otros compromisos de por vida.

—No seas brusco, ¿quieres? —me dijo con una sonrisa mientras me entregaba una pastilla de jabón.

El jabón de grasa animal era común en el Imperio, pero éste era un producto especial de la familia de Margit. En lugar de sebo de vaca o manteca de cerdo, éste se había elaborado con carne de caza e infusionado con hierbas. A diferencia de los productos baratos del mercado, su jabón carecía del habitual olor a grasa y desprendía en su lugar un aroma refrescante y dulce.

Me senté detrás de ella, sumergí la pastilla en agua caliente y empecé a aplicarle lentamente las burbujas en el pelo. Margit soltó un gemido de placer —e igualmente provocativo— que me hizo pensar que ya era hora de que me cayera muerto. Viejo, no lo entiendo. Nunca me han gustado las chicas más jóvenes…

Vacié mi mente, pero seguí concentrándome en usar un tacto delicado mientras le lavaba el pelo a conciencia. Recorrí sus mechones con los dedos, suavizados por el vapor de la habitación. El hecho de que permaneciera sedoso a pesar de su contacto con el jabón de barra era notable. Si lo tomara prestado para mí, me quedaría con la cabeza encrespada, así que tal vez esta textura fuera un elemento básico de los aracnes.

Cuando terminé de lavarle el pelo a Margit, empecé a masajearle el cuero cabelludo. Era importante eliminar la grasa no deseada, pero ésta era la parte más importante. En mi vida pasada, mi peluquero me había dicho que el exceso de caspa podía hacer que los pelos crecieran más débiles o incluso que se cayeran.

…Espera, ¿por qué recuerdo eso? Apenas recordaba las caras de mis padres, pero de alguna manera me quedé con un comentario que oí mientras me lavaban con champú. El otro día me pasé casi una hora intentando averiguar cómo se llamaba mi sobrina.

¿Qué le pasa a mi memoria? Los recuerdos ligados a la experiencia práctica parecían haber quedado intactos, pero mis recuerdos episódicos habían empezado a desvanecerse. Es más, los títulos de las novelas y los mangas que morí sin terminar eran borrosos. Sólo recordaba los argumentos de unas pocas historias que había leído una y otra vez. ¿Qué demonios…?

—¿Erich?

—O-Oh, lo siento… Déjame enjuagarte. —Había estado tan ensimismado que me había olvidado por completo de Margit. El jabón era una molestia una vez seco, así que tenía que darme prisa. Tomé un cubo de agua y me aseguré de que no estuviera demasiado caliente antes de echársela en la cabeza.

—Uf, —dijo Margit—. Gracias, me ha sentado de maravilla.

—De nada, —le contesté.

Una vez retirado todo el jabón, la luz del sol que entraba por la ventana formó un halo alrededor de su cabeza. Su suave sonrisa y los mechones mojados que se aferraban a ella formaban una escena inquietantemente hermosa. No quiero decir que su elegancia se me quedara grabada en su ausencia; quiero decir que me dejó lleno de afecto y pavor a partes iguales. La irregularidad de sus piernas monstruosas y su cuerpo de niña me hacían cosquillas en alguna parte primitiva de mi alma. Podía sentir una sacudida desde la punta de mi coxis hasta el centro de mi cerebro.

—¿Me harías el favor de lavarme también la espalda? —preguntó Margit con la misma belleza inquietante en su sonrisa. No sabía qué pensar de su petición mientras volvía a tomar la pastilla de jabón. Al verla recogerse el pelo por encima del hombro, tragué saliva instintivamente. Todos y cada uno de sus movimientos casuales tenían algún tipo de encanto… Qué aterrador.

Entonando himnos en mi mente, empecé a frotar la espalda de Margit con una toalla empapada cuando me pregunté si tenía que hacer esto. Los aracne eran casi idénticos a los mensch de cintura para arriba, pero su estructura ósea era completamente diferente. La amplitud de movimiento de sus articulaciones era significativamente mayor, lo que les permitía llegar a todas las partes de la parte inferior del cuerpo con facilidad, por lo que lavarse la espalda era algo natural y sencillo. Lo que significaba que me había pedido ayuda porque… bueno.

Cada vez que yo restregaba alrededor de sus hombros o su cintura, ella se aseguraba de hacer contacto con las yemas de mis dedos, llenándome de una sensación de cosquillas. Podía mantener la calma gracias a que aún no había llegado a la pubertad, pero pensar en cómo mi futuro cuerpo afectaría a mi mente me hacía temblar ante la perspectiva de controlarme. Margit sabía demasiado bien lo que hacía falta para excitar a un hombre. Si yo hubiera tenido menos experiencia, me habría tenido bailando en la palma de su mano en dos segundos.

—Ya está, —anuncié después de aclarar mi mente una vez más.

—Gracias. Ha sido muy refrescante, —dijo Margit, volviéndose hacia mí. Por supuesto, no llevaba camisa. De hecho, ninguno de los niños que hacían el tonto en la casa de baños se molestaba en ocultarse (aunque yo llevaba una toalla alrededor de las caderas), así que no estaba fuera de lugar. Entonces, con su característico susurro que provocaba escalofríos, preguntó—: Ahora, ¿cambiamos de sitio?

 

[Consejos] El Imperio Trialista de Rhine está muy por delante de sus estados vecinos en el campo de la higiene. Un granjero medio se baña una vez a la semana en verano y una vez cada dos o tres semanas en invierno. Cuando no es posible ir a la casa de baños por cualquier motivo, es una expectativa cultural asearse en casa.

 

Margit mira cómo cierra los ojos el chico delgado que tiene delante. Esto la hizo sonreír: verlo así sentado y desnudo le daba la misma impresión que el plato principal de un festín, un plato blanco con carne de caza de primera calidad: no, era lo bastante espléndido como para ser la pieza de resistencia en la cena de un noble.

Dos años menor que ella, el chico empezaba a mostrar signos de madurez. Debe de ser por su entrenamiento con la Guardia cantonal, pensó Margit. De todos los niños de su edad, él era el único que había sido aceptado para entrenar con la Guardia regularmente. Donde todos los demás habían perdido las ganas de luchar después de recibir una bofetada, él se había levantado un total de siete veces e incluso había conseguido desviar el último golpe con una piedra. No era de extrañar que Lambert le hubiera pillado cariño.

Un puñado de dolorosos moratones salpicaban su cuerpo, y unas cuantas aristas se habían formado para reemplazar la redondez infantil que había lucido hasta hacía poco. Sus músculos, antes blandos, habían empezado a endurecerse, y su bonita barriga se estaba endureciendo. A este paso, pronto maduraría hasta convertirse en la robusta figura forjada por el trabajo de un granjero. Pensar en su futura forma hizo que el corazón de Margit se acelerara.

Su estado actual no era malo, desde luego. Sin embargo, era el refrescante aguijón agrio de un cítrico que recién había empezado a madurar. El sabor que derretía el alma era una dulzura paralizante que emergía con un color más profundo en una estación posterior. Teniendo en cuenta la forma en que envejecen los mensch, el chico estaba aún demasiado verde. Puede que hubiera quien sostuviera que éste era el mejor momento para recolectar; sin embargo, Margit tenía especial predilección por las naranjas que estaban en la cúspide de la sobremadurez.

Sucumbiendo a la llamada de su pulso acelerado, Margit picó juguetonamente en un moratón azul oscuro, resultado de un golpe con una espada desafilada. Era una herida leve, pero el dolor fue más que suficiente para sorprender al chico, que se había estado preguntando cuándo iba a lavarle el pelo.

—¡Ay! Qué es— ¿¡eh!?

¡Eso es! Esta reacción es lo que estaba buscando. El inocente sobresalto del chico hablaba de los instintos depredadores de Margit. Pero él no era su presa promedio. No era un conejo huyendo, ni una oveja chapada. Era un monstruo sin desarrollar con la fuerza de un jabalí de colmillos afilados y la agilidad de un zorro astuto. Si sus talentos son tan evidentes de niño, se preguntó la arañita, ¿cómo será cuando madure como yo? La expectación hizo que su corazón latiera con fuerza; al fin y al cabo, la mayor gloria provenía del mayor juego.

—Lo siento, —arrulló ella—, parecía tan doloroso que no pude evitarlo.

—Espera, ¿pensabas que sería doloroso y aun así lo hiciste?

A pesar de todo lo que había cambiado, el caleidoscópico azul bebé de sus ojos seguía siendo el mismo. Su mirada acusadora, combinada con aquellos iris encantadores, no hacía más que exacerbar la sensibilidad de la aracne.

Margit optó por dejarse llevar por sus instintos.

—Lo siento de verdad, ¿sabes? Veamos…

—Espera, ¡¿qué… Margit?!

Margit rodeó las piernas cruzadas del chico y se sentó en su regazo. Nunca habían sido de la misma altura, pero esta posición les permitía verse cara a cara. Sabiendo que pronto la pasaría por alto incluso aquí, Margit sintió que este momento era terriblemente precioso.

—Permíteme que te lave a fondo, —susurró. Como una araña que se acerca a una presa en pánico, la muchacha le rodeó el cuello con una sonrisa encantadora.

 

[Consejos] A diferencia de la mayoría de las razas humanas, los aracne tienen un rango de movimiento que puede alcanzar cualquier parte de la parte inferior de su cuerpo.

 

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