...La historia que sigue no pertenece a la línea temporal que conocemos, pero podría haberlo sido si los dados hubieran caído de otra manera…

 

Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

 Vol. 1 Un Henderson completo Ver. 0.1


 

Cada lugar tiene su propia clase de intocables. Aunque algunos son fruto de la clase social, otros alcanzan este estatus con el poder.

Un solitario hombre gemía en las afueras del cantón. Se sujetaba el estómago con fuerza, luchando histéricamente contra sus músculos abdominales para evitar que sus órganos internos se derramaran, todo porque sabía que una vez que sus intestinos tocaran el suelo, no habría forma de salvarlo.

El hombre había visto esto una y otra vez: en los campos de batalla, en las montañas, en las carreteras y en innumerables pueblos. Sin embargo, él nunca se había apretado el estómago. Era una visión reservada a los enemigos, las mujeres, los niños, los mercaderes, las presas que él había matado. Como líder de una banda de treinta bandidos, se suponía que el hombre era el depredador… y un depredador nunca debe encontrarse en una posición así.

El jefe de los bandidos había rebuscado en sus recuerdos para intentar recordar en qué se había equivocado y no había encontrado nada. Nada había sido diferente de lo habitual.

Sus preparativos habían sido perfectos. Los exploradores habían estudiado las rutas de patrulla de los vigilantes del señor y el magistrado locales, y las habían evitado hábilmente. Había enviado a algunos hombres disfrazados de viajeros para confirmar que no había soldados acuartelados en el pueblo. Incluso se habían quedado algunas noches para determinar cuándo se empezaba a vigilar las torres y cuándo terminaba cada turno. La noche anterior al sabbat —el único día de la semana en que todo el campesinado podía disfrutar de un profundo sueño—, los asaltantes habían sido bendecidos con una noche nublada que ocultaba la luna. ¿Podría haber pedido más?

Había diez vigilantes, más o menos. Aunque reunieran a todos los hombres de la ciudad que supieran empuñar un arma, serían treinta como máximo. Naturalmente, el bando con el elemento sorpresa tendría una gran ventaja. Todo lo que tenían que hacer los asaltantes era irrumpir primero en las casas de los vigilantes o prender fuego a todo el pueblo para disfrutar de una buena cacería de patos. Luego, disfrutarían del suave y delicioso botín de la victoria durante unos días antes de arrasarlo todo.

El jefe de los bandidos llevaba siete años repitiendo esta rutina en las ciudades y cantones de los estados satélites de Rhine. En el año que había pasado vagando por las bien vigiladas calles del Imperio, su villanía no había sido controlada y dejaba a otros criminales temblando en sus botas.

El matón profesional nunca había bajado la guardia, y esta vez no había sido diferente… o al menos, él sentía que no lo había sido, pero ahora se encontraba en una situación lamentable.

Cuando su explorador había agitado dos antorchas de un lado a otro para indicar que estaban a salvo, toda la banda se había puesto en marcha. Todo había ido bien hasta que saltaron la valla de piedra que rodeaba las viviendas del cantón y se prepararon para el ataque.

Una lluvia de flechas les esperaba al otro lado, acribillando a la banda. Preocupados por la emoción del saqueo, la mitad de los involuntarios subordinados del hombre murieron o quedaron mutilados por la descarga inicial. Aunque todos iban equipados al menos con una cota de malla ligera que habían saqueado en incursiones anteriores, los pesados proyectiles habían atravesado sus defensas sin problemas. Su equipo era lo bastante robusto como para bloquear las flechas desde lejos, pero no lo bastante fuerte como para hacer frente a los arcos largos y las ballestas a corta distancia.

Lo que vino a continuación fue un huracán de acero conjurado por una única espada danzante. Todo lo que el jefe de los bandidos podía ver a la luz de las antorchas de sus subordinados era un mortífero resplandor plateado que dejaba gritos a su paso.

Los dedos, muslos y tendones de sus matones —supuestamente a salvo bajo la armadura— se hicieron trizas en un abrir y cerrar de ojos. El jefe no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. A pesar de su habilidad con la espada, bastó un solo golpe para atravesarle la coraza y la pieza del torso, dejándolo desplomado en el suelo.

El hombre se arrastró, agarrándose la herida. Apenas podía moverse con la herida abierta, no podía luchar y había perdido a todos sus hombres, pero aun así intentó huir.

Sencillamente, no quería morir. En toda su larga historia de derramamiento de sangre, nunca había tenido la menor intención de morir. Matar y morir no eran tan inseparables en su mente, y la idea de que esto último pudiera llegar a suceder nunca se le ocurrió.

Qué equivocado estaba. Algo chocó contra su nariz, y tardó algún tiempo en relacionar el débil olor a aceite con la larga bota de la que emanaba. El viento separó las pesadas nubes que cubrían la luna, y a la nueva luz el hombre reconoció el zapato frente a su cara… y al hombre que lo llevaba.

—Oh… Ohhh… —El matón gimió y miró a la cara de un espadachín solitario. Vestido con una armadura de cuero ligera y un yelmo abierto, mostraba una figura prosaica mientras apoyaba la espada en el hombro. Sólo destacaba la mirada helada de sus ojos azules, que brillaban a la luz de la luna.

—¿Eres el líder? Ni me importa, no te molestes en contestar. Lo sé por tu armadura.

Una voz tan gélida como el frescor de la noche caló hondo en el cerebro del jefe de los bandidos —no, del matón solitario que había perdido a todos sus subordinados—, como si quisiera demostrar un único hecho: Oh, estoy acabado.

Su cabeza se hundió en la desesperación hasta que la punta de la espada del vencedor le puso la mandíbula en su sitio y le obligó a levantar la mirada de la bota que tenía delante. Ensartado por esa mirada de odio, el hombre pronunció una frase que ya había oído muchas veces. Sin ningún pensamiento consciente, suplicó por su vida.

—¡A-Ayuda! No-no me mate… Por favor.

Sus patéticas súplicas de clemencia y sus gimoteos hicieron que el espadachín frunciera el ceño como si hubiera mordido algo amargo y le costara tragar.

—Qué petición tan indulgente, —espetó el espadachín—. ¿Te han detenido alguna vez palabras así?

El hombre recordó sus viajes. Ni una sola vez le habían detenido las palabras desesperadas de nadie. Sin embargo, la hoja del espadachín no se clavó cruelmente en sus órganos vitales. Se retiró lentamente de su barbilla y volvió a deslizarse en su vaina con mano delicada.

—Aun así, no tengo intención de rebajarme al nivel de un vulgar matón. No te preocupes, ninguno de tus hombres ha muerto.

Oír palabras tan suaves de una voz tan áspera hizo que las comisuras de los labios del matón se levantaran. Tendremos muchas oportunidades de librarnos de un idiota así de tierno, pensó.

—En todo caso, —continuó el espadachín—, no creas que puedes librarte de morir aquí, escoria.

Una hábil y despiadada patada en un lado de la cabeza apagó limpiamente la conciencia del matón antes de que pudiera siquiera empezar a tramar su huida.

 

[Consejos] La implacable guerra contra el crimen del Imperio Trialista significa que siempre hay una recompensa por tratar con bandidos, incluso si no tienen recompensas. Los hombres de a pie de poca monta siguen valiendo una libra entera, y los jefes de bandidos obtienen un mínimo de un dracma, mientras que los criminales más notorios tienen recompensas por valor de treinta piezas de oro. Además, hay una recompensa extra disponible bajo ciertas condiciones…

 

Tras dejar inconsciente al bandido de una patada, lo levanté y lo envolví en una gasa antes de que sus entrañas decidieran jugarse la vida al aire libre. No estaba atendiendo caritativamente sus heridas con la vana esperanza de que cambiara de vida, por supuesto.

Era un hecho verificable que este tipo de alimaña estaba podrido hasta los huesos. Podía sumergirlo en un río de agua bendita, pero su corazón empapado en sangre nunca perdería su mancha. Separar su cabeza de sus hombros era mucho mejor que esperar una reforma que nunca llegaría, tanto para él como para la sociedad.

La única razón por la que aún no lo había hecho era porque convenía a mis intereses a largo plazo.

—Bien hecho. —Me giré para ver a Sir Lambert llamándome. Ahora que yo tenía veinte años, mi maestro estaba entrado en años, pero aterradoramente no tenía problemas para mantenerse como vigilante activo—. Veinte hombres reducidos a hígado picado en un instante.

—Eso me hace parecer una especie de monstruo, —protesté—. No he matado ni a uno solo, ¿sabes? —El capitán hizo una mueca mientras levantaba su antorcha sobre los matones caídos, lo que provocó que yo frunciera involuntariamente el ceño.

Algunos de los asaltantes habían muerto por nuestra descarga sorpresa de flechas, pero me aseguré de no aumentar el número de muertos cuando me adelanté solo. Les había mutilado miembros o les había abierto una brecha en la armadura para herirlos lo suficiente como para que no pudieran defenderse.

—Eso te convierte aún más en un bicho raro, —dijo Lambert con un suspiro cansado. Hizo un amplio gesto con ambas manos hacia la multitud de hombres que se arrastraban y dijo—: Por muy caótica que sea la lucha, la mayoría de la gente no sería capaz de apuntar a un solo pulgar o a un tendón específico contra bandidos curtidos en mil batallas. Ni siquiera yo querría hacerlo.

Tú «no querrías», pero eso significa que teóricamente podrías. Entiendo. En cualquier caso, no me habían dado elección: la recompensa por esos criminales era mayor si estaban vivos.

Después de decírselo a mi mentor con una sonrisa, se limitó a rascarse la nuca, sin saber qué decir. Yo no veía cuál era el problema. Estos sádicos marcharon y conspiraron para desbocarse en nuestro cantón; cualquier castigo que recibieran era justo.

Enviar una partida de exploración estaba muy bien, pero esos imbéciles habían sido demasiado descuidados. Su equipo estaba demasiado orientado al combate para ser adecuado para un viajero normal (ya que las armas pesadas y las armaduras no eran adecuadas para viajes largos), y su torpe dominio de la lengua imperial había hecho que su tapadera fuera obviamente antinatural.

Además, podía hacer la vista gorda ante la forma en que habían explorado las ubicaciones de nuestros almacenes y torres de vigilancia, pero la forma en que habían mirado fijamente a las mujeres locales se aventuraba en el territorio de la estupidez. Saltarse las llamadas de atención y pasar directamente a acecharlas hasta sus casas era el colmo de la idiotez. Bien podrían haber enarbolado una bandera que rezara: «Estamos tramando algo maligno».

Mi mejor conjetura fue que una racha de buena fortuna se les había subido a la cabeza. Sus tácticas de asalto estaban cuidadosamente concebidas y eran difíciles de contrarrestar, pero eso también significaba que cualquier fallo estaba condenado a ser un fracaso crítico.

Por encima de todo, no tenía ni idea de lo que pensaban que pasaría si se insinuaban a la señora de alguien antes de ponerse a trabajar. Perdí los nervios de inmediato e invité a uno de ellos a una pequeña y amistosa… conversación en la que confirmé sus planes y empecé a prepararme para ofrecerles nuestra mejor hospitalidad. Después de todo, no hay nada más suave en lo que hundir el puño que en la distraída jeta de un hombre que cree tener la sartén por el mango.

El resultado fue el que ven aquí. Todo salió como queríamos, y ni un solo ciudadano del cantón resultó herido. Además, nos llevamos un buen botín, así que la situación salió a pedir de boca.

—Honestamente, —dijo Lambert—, el hecho de que te quedaras como vigilante de reserva fue la perdición de estos tontos.

—No me atrevo a apreciar este giro del destino, teniendo en cuenta que fuiste tú quien dijo: «¿Por qué no intentas enfrentarte a ellos tú solo?». —Respondí al chistesito de mi maestro con un cínico golpe.

Así es: después de todas esas vueltas y revueltas, acabé quedándome en el cantón…

—Sí, sí, —llamó una nueva voz—, veo que son tan cordiales como siempre.

—Margit, —dije—, podrías haberme esperado en casa.

…Por el bien de mi nueva familia. Ahora era miembro de las reservas de la Guardia de Konigstuhl y pasaba mis días trabajando como cazador, ya que me había casado con la familia de Margit. No tenía una razón especialmente compleja para abandonar el camino de la aventura, a pesar de mi gran palabrería y mis largos años de preparación. Un poco de esto y un poco de aquello me habían llevado a algunas caídas amistosas en el heno, y…

—¿Cómo va a dormirse nuestra princesita si su padre anda así por ahí? —dijo Margit, poniendo los ojos en blanco. A sus veintidós años, su belleza no había disminuido desde que nos conocimos, y la niña que tenía en brazos casi se parecía a su hermana. Margit la sujetaba con fuerza por el tórax, y el adorable ángel me miraba con su lustrosa melena rubia y sus ojos azul bebé.

—Papá…

—Iseult, cariño, —le arrullé—, sabes que tienes que estar en la cama.

—¡No! ¡Quiero dormir con papá!

El ángel se llamaba Iseult, y mi adorable única hija había bendecido nuestras vidas hacía seis años. Mira, estas cosas pasan, sólo soy humano. No es mi culpa; yo no fui quien empezó, ¡¿de acuerdo?! ¡¿No crees que es injusto que sea yo el que asuma la responsabilidad sólo porque soy un hombre?! No es que no quisiera, pero aun así…

Y, bueno, acabé quedándome en el cantón a vivir mis dichosos días; mis padres se habían quedado eufóricos pero sorprendidos, y la cara de mi hermano mayor había sido brillantemente meh. De vez en cuando surgían problemas de este tipo, y Elisa había tardado años en aceptar nuestro matrimonio, pero en general tenía una buena vida.

Aunque lejos de la aventura, cada día estaba lleno de sorpresas. A diferencia de mí, mi hija de seis años era una lindurita infantil, y verla crecer era increíblemente satisfactorio. No tenía más que gratitud hacia ella por enseñarme lo que se sentía al ser padre. Por inesperada que fuera, en mi mente, ella era la encarnación de mi felicidad.

—Hrm, —gruñó Lambert—, nosotros limpiaremos las cosas aquí, así que tú vete a casa.

—¿Eh? Pero…

—No puedes dejar que tu hija se quede en un maldito lugar como este. —Me fulminó con la mirada mientras yo mecía a mi pequeña y me espantó como a un perro callejero—. Y Margit, ten más cuidado con los sitios a los que la traes.

—Vaya, mis disculpas, capitán, —respondió—. Pero la pequeña tiene los ojos pegados a su padre, así que no hay por qué preocuparse.

Aún nos quedaba mucho por hacer: los preparativos para entregar a los criminales al magistrado eran interminables, y debíamos asegurarnos de que no murieran por pérdida de sangre o infección antes de llegar allí. E incluso fuera de eso, el mero acto de ordenar la escena era su propia tarea, pero Sir Lambert se había decidido y me había alejado una vez más.

—¡Sí, sí, vete de una vez, Erich!

—¡Vamos, que la pobre Iseult parece tener sueño!

Tú hiciste el trabajo pesado, así que déjanos el resto a nosotros.

El resto de los vigilantes repitieron, y empecé a pensar que sería de menos gusto de mi parte quedarme a ayudar que irme en este momento.

Papá…

De acuerdo, tienes razón, Iseult. Vamos a casa y a la cama. Acepté amablemente la amabilidad de todos y decidí retirarme un paso antes que mis compañeros guardias de la ciudad. Por alguna razón, a nuestra hija le costaba dormirse si yo no estaba cerca. Limpiándome de hasta la más mínima pizca de sangre, me preparé para meterme entre las mantas y acunarla hasta que se durmiera.

 

[Consejos] Los bandidos vivos valen entre la mitad y el doble de la recompensa por sus homólogos muertos; los jefes de bandidos triplican, cuadruplican o incluso quintuplican su valor.

 

El hombre que había asumido de nuevo el título de jefe de bandidos o más exactamente, que había sido convertido de nuevo en jefe de bandidos se estremeció al darse cuenta de que una ejecución rápida no era tan despiadada como pensaba.

Le dolían los oídos por el coro de voces. Cada una de ellas gritaba las mismas palabras, pero el ritmo y la armonía disonantes sólo daban lugar a una cacofonía de sonidos. Aun así, sabía muy bien lo que gritaban. Su voluntad había tomado forma y le asaltó sin piedad desde el momento en que apareció.

¡Mátenlos!

Los hombres, las mujeres y todos los demás; los jóvenes, los ancianos e incluso los propios dioses; todos en la ciudad pedían la muerte. El hombre y sus subordinados habían recibido los cuidados médicos mínimos para sobrevivir a su traslado a alguna metrópoli que no sabían nombrar. Los habían encerrado como paquetes de correo en su viaje hasta aquí, dejándolos desorientados en esta tierra extranjera.

Además, los habitantes del cantón los habían preparado cuidadosamente: les habían cortado los tendones de las cuatro extremidades para evitar que volvieran a causar problemas o a escapar.

Primero los encadenaron en una celda a la vista de todos. Aunque los espectadores les arrojaban de todo, desde guijarros hasta pescado y fruta podridos, los cautivos aún tenían suficiente voluntad para gritar a los que les arrojaban porquerías. Al fin y al cabo, se habían aprovechado de ciudadanos comunes como los que estaban más allá de los barrotes de hierro.

Sin embargo, la teatralidad del tercer día bastó para quebrar su orgullo. Algunos de sus lacayos habían sido eliminados y reducidos a hazmerreír para que los lugareños los mataran.

Tres de sus hombres más jóvenes, de los cuales uno sólo había participado en su última incursión, fueron arrastrados y encadenados a un poste en el centro de la ciudad. Los muchachos apenas parecían mayores de edad, pero eso no atrajo la piedad de la multitud salvaje.

Cada uno de los espectadores sostenía piedras del tamaño de un puño y empezaron a lanzarlas con avidez en cuanto el guardia lo permitió. Sin embargo, se negaron a emplear su fuerza en los lanzamientos por encima de la cabeza, optando en su lugar por golpes suaves por debajo de la mano o laterales.

No se puede subestimar la crueldad de este acto. Un lanzamiento limpio de un adulto podía arrancarle la cabeza a un hombre. Esta muerte relativamente rápida liberaría las almas de los chicos de su sufrimiento terrenal. Sin embargo, los ciudadanos se contuvieron para prolongar su calvario. Las pesadas rocas traían dolor y sólo dolor: su suave trayectoria nunca vendría acompañada de una dulce liberación.

La agonía continuó a medida que los daños se acumulaban lentamente y, tras una eternidad insoportable, los chicos finalmente murieron. Ellos mismos no podían saber cuántos días habían pasado, pero la tortura se había extendido más allá del alcance del tiempo.

Los bandidos temblaron al ver a sus nuevos reclutas reducidos de humanos a carne con forma de hombre en el lapso de unos días… mientras se hacía evidente lo que venía a continuación. Su miedo se manifestó cuando el último de los novatos (que no había conseguido matar ni a una sola persona en su primera y única incursión) exhaló su último aliento, y se llevaron al siguiente puñado de hombres.

Este lote fue cocinado vivo en un enorme artilugio. El imponente mecanismo parecía una parrilla para ahumar carnes, y los habitantes de la ciudad podían añadir leña a su antojo. Aunque los hombres estuvieron bien durante un breve periodo, el calor prolongado los convertía poco a poco en no más que trozos de venado curados. Los espectadores señalaban y se reían de cómo sus cuerpos abrasados e hinchados se parecían a los corderos que se servían en las fiestas.

Pasaba el tiempo y el jefe de los bandidos seguía presenciando la tortura. Le metían comida y bebida a la fuerza en la boca para quitarle la posibilidad de morir de hambre. Tras soportar un eterno torrente de abusos verbales por parte del público y de sus otrora leales subordinados, la psique del hombre se había hecho añicos. En realidad, ya no podía distinguir el clamor odioso de las voces del pasado que rebotaban en su mente.

Por fin, cuando el último de su grupo había muerto mordisqueado por las ratas, le llegó el turno a él. Una vez más reducido de jefe de bandidos a mero hombre, respiró aliviado cuando le deslizaron una gruesa cuerda de paja alrededor del cuello. Por mucho que tardaran, una muerte en la horca era más humana que el destino de cualquiera de sus hombres.

—¿Te gusta este nudo, muerto de hambre? —dijo el verdugo al ver su felicidad—. Pero déjame advertirte. Yo no soy tan simpático como la gente de la ciudad.

El verdugo enmascarado pateó al hombre como si fuera un guijarro junto a la carretera y lo condujo hasta un río que atravesaba el corazón de la ciudad. Un gran puente dominaba el agua, apto para transbordadores, bellamente adornado, con suficientes adornos como para delatar su condición de monumento turístico a primera vista.

Tirado hacia el centro de esta maravilla arquitectónica, el hombre fue bajado al agua con la cuerda atada a la barandilla del puente, como si fuera un cebo de pesca o un marcador fluvial flotante.

Bajo la suave corriente se había construido una única plataforma de madera, cuya altura se ajustó para que el agua llegara al ombligo del convicto cuando se pusiera de pie. Al principio, el antiguo jefe de bandidos no entendía la intención de este castigo. ¿Por qué me obligan a estar aquí de pie? pensó, sólo para recibir una rápida respuesta.

A pesar de su fatiga, ya no podía sentarse ni dormir; cualquier intento accidental de esto último se veía interrumpido por el escozor del agua en sus pulmones, mientras que la plataforma lo mantenía en su sitio para que no lo arrastrara la corriente.

Al final, intentó ahogarse… pero no lo consiguió. Ahogarse era tan horrible que, por muchas veces que lo intentara, su cuerpo se aferraba instintivamente a la cuerda para prolongar su vida. Cada vez, se desesperaba por seguir respirando mientras la gente del pueblo se burlaba de él por su locura.

El Imperio Trialista de Rhine había optado por mantener la confidencialidad de su código penal. Jueces, abogados y los señores de cada región ocultaban estrictamente los secretos de sus castigos por una única razón: no querían que sus ciudadanos evaluaran las consecuencias establecidas y llegaran a la conclusión de que un crimen «merecía la pena».

El preámbulo inicial del código penal del Imperio estaba forrado con este mensaje: Que cada pena expíe cien pecados. Hoy, los austeros habitantes de Rhine mantenían su política. Esto era tan común de ver como un padre luchando para proteger a su familia.

La arena de la orilla era aún más finita que las semillas de la malevolencia humana; aun así, qué fácil es cortar el brote una vez que se forma.

 

[Consejos] Los castigos públicos se consideran un mal necesario en todos los rincones del mundo.

 

La noche con su manta abraza a la araña – la luna, su almohada – le brinda calma y maña. Las estrellas vigilan – su sueño gentil, escondida y cubierta – sus ojos son sutiles.

Mientras cantaba mi canción de cuna original y acariciaba suavemente la espalda de Iseult, ella se adormecía rápidamente en el reino del sueño. Verla dormirse con tanta facilidad casi me convence de que soy un cantautor genial.

Hacía tiempo mi hija había tenido un terrible mal dormir. Cuando era un bebé, sus lágrimas eran tan obstinadas que, incluso después de tomar los rasgos para reducir el descanso que necesitaba, mi esposa aracne que necesita dormir poco y yo apenas podíamos seguirle el ritmo.

Escribí esta canción de cuna en un intento desesperado por acunarla, y no tengo palabras para expresar lo agradecido que me sentí cuando le gustó. Subir de nivel una habilidad de canto era ridículamente caro, así que había optado por rasgos baratos como Timbre Persistente y Voz Suave para intentar inventar algo yo mismo. La primera vez que se durmió con ella, lloré de alegría.

Aunque, hay que reconocerlo, Margit me prohibió inmediatamente cantar —no sólo canciones de cuna, sino en general— delante de otras personas, así que mi emoción duró poco. Supongo que mi hija era tan parcial conmigo como yo con ella. Me pregunto cuánto tiempo más la hará dormir esta canción.

—¿Ya dormida? Vaya, es como si ni siquiera me necesitara.

Yo había estado velando amorosamente a mi adorable niña cuando mi esposa me susurró al oído sin el menor aviso previo. El armazón de la cama no crujió, y me extrañó que ni siquiera hubiera sentido moverse el colchón. Ella había estado colocando mi armadura mientras yo estaba ocupado acostando a Iseult, pero había terminado su parte en un abrir y cerrar de ojos.

Mientras un delicioso cosquilleo me recorría la columna, constaté mentalmente otra derrota. Intenté girarme hacia ella desde el lado en el que estaba tumbado, pero Margit me bloqueó el brazo con el pecho. Su perfecta posición me había inmovilizado por completo; tenía el punto de apoyo de mi cuerpo firmemente atado. Estaba claro que no necesitaba telarañas para atrapar a su presa.

—¿Qué vas a hacer con tu pobre marido cautivo? —le pregunté.

—¿Quién quiere saberlo? ¿Qué voy a hacer? Tal vez te mantenga en una pequeña jaula. ¿O prefieres un collar? —Margit se asomó, apoyando la mayor parte de su peso sobre mí. Aunque sus labios se torcieron en una sonrisa arqueada, pude ver en el reflejo dorado de la luna en sus ojos que no estaba jugando. Era tan cautivadora que su encanto superaba el exterior infantil que había visto durante toda mi vida, dejándome sin aliento.

—Sabes, he estado pensando… ¿Por qué nuestra princesita es tan llorona?

Oh-oh. Esto es malo. Inmediatamente intenté soltarme, pero las ocho patas que se clavaron en el colchón se retorcieron hábilmente para acabar con cualquier impulso que tuviera. Me puso boca arriba antes de que me diera cuenta y, para cuando me montó con los brazos pasados por mis axilas, estaba a su merced.

Por un momento me preocupó que el movimiento pudiera haber despertado a nuestra hija, pero antes de que me diera cuenta la habían trasladado a la esquina de la cama (pero no tan cerca del borde como para caerse, naturalmente). No sólo eso, sino que la manta extra que la envolvía era una prueba del amor de su madre. ¡Espera, no es momento de impresionarse!

—Iseult está solita, ¿verdad? —Margit arrulló—. Tiene a su madre y a su padre para ella sola, y sus cariñosos abuelos la adoran en todo momento.

—Um, eso es verdad…

Mi mujer se echó sobre mí, apoyando la barbilla en mi pecho con una sonrisa juguetona. Sin embargo, la mirada en sus ojos era cualquier cosa menos alegre.

Inquietantemente hermosa, como siempre. Ya había utilizado esta frase antes, pero permítanme reiterar que no estaba diciendo que su elegancia se quedara conmigo; simplemente era aterradora y cautivadora a partes iguales. Y para mi horror, parecía que ambas cualidades aumentaban con el paso de los años.

—Así que, tal vez, —continuó—, le vendría bien un hermanito o hermanita.

¿No te parece perfecta mi idea? se le leía en la cara, y no se me ocurrió ninguna objeción. Yo mismo no encontraba absurda la idea: yo había sido el menor en mi vida pasada, y la responsabilidad fraternal que sentí desde el nacimiento de Elisa sin duda me había cambiado mucho. Su razonamiento era sólido, pero…

—No estarás pensando que las cosas están bien como están porque te encanta mimar a tu hija… ¿verdad?

—Ajajajá. Obvio no. —¿¡Cómo lo supo!?

Margit suspiró ante mi monótona respuesta y apoyó la barbilla, aún sobre mi pecho. Su mano izquierda libre se acercó y me frotó suavemente la mejilla.

—Vaya, qué padre más dulce. Pero… ya sabes, Erich, —susurró mientras me acercaba la cara—. Puede que seas padre, pero no debes olvidar que también eres mi marido, ¿verdad?

La sonrisa de Margit desapareció cuando sus labios se posaron en los míos. El suave beso dejó tras de sí una sensación tierna y pastosa cuando la cazadora por fin enseñó los colmillos. Para ser justos, no tenía intención de negarme desde el principio. El amor me hacía débil… o más bien, tal vez simplemente estaba predestinado a ser su presa.

Puede que nuestro matrimonio surgiera de una acampada demasiado cariñosa, pero yo no era tan imprudente como para arriesgarme a tener un hijo sólo por lujuria, por muy excitable que fuera mi cuerpo púber. Ya era casi un adulto, así que siempre tuve la opción de apartarla de mí… pero no lo hice.

No veo razón para que me esfuerce en explicar por qué. ¡No preguntes, es vergonzoso!

—Entonces, ¿qué me dices? —preguntó Margit con picardía.

Respondí cerrando los ojos. Tú ganas: esta noche haré obedientemente el papel de presa cazada.

 

[Consejos] Cuando los hombres mensch se reproducen con otras especies, la descendencia casi siempre se parece a la madre.


 

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