Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 2 Primavera del duodécimo año (I) Parte 2
Agripina du Stahl era una mujer joven —para los estándares Metusalenes— procedente del reino de Seine, que se extendía por un puñado de estados satélites al oeste del imperio. La partícula nobiliaria «du» demostraba el linaje bien establecido de su familia, y la baronía de su padre era lo bastante vasta como para estar a la altura de su estatura.
Sin embargo, la terrateniente matusalén tenía poco aprecio por su territorio; Sir Stahl era famoso por su afición a viajar. Tenía la mala costumbre de dejar la gestión de su hacienda en manos de sus criados la mayor parte del tiempo mientras vagaba por el mundo. A veces, el rey intentaba llamarle, pero no sabía dónde hacerlo.
Para que se hagan una idea de su despreocupación, una vez pasó veinte años sin volver a su patria. Además, se había perdido por completo toda una guerra civil en unas vacaciones de tres años; sus palabras al regresar al palacio real habían quedado grabadas en la historia: «¿Qué? ¿Hay un nuevo rey? ¿Cuándo murió ese vejestorio?».
Naturalmente, Agripina había pasado su juventud arrastrada por el ansia de viajar de su familia. No había pasado casi ninguno de sus ciento cincuenta años de vida en el reino que le había conferido la nobleza.
Cuando celebró su centenaria mayoría de edad, prácticamente escupió en la cara de la aristocracia y se decidió por el Colegio Imperial de Rhine. Su elección se debió únicamente a su predilección por la cocina y el clima rhinianos.
Sus padres se limitaron a decir: «Bueno, haz lo que quieras», y ordenaron a los suyos que le enviaran una ridícula asignación. Ellos también eran una causa perdida, pero eso no venía al caso.
Los matusalenes se definen por este tipo de comportamiento. Sería inútil que un mensch o cualquier otra forma de vida efímera intentara enmendar sus caminos. Del mismo modo que no podemos comprender los qualia asociados a marchar en una fila de hormigas, los eternos matusalenes sencillamente no comprendían los valores mortales.
En cualquier caso, tal vez como reacción a sus experiencias infantiles, la excesiva degeneración de Agripina culminó en una simple declaración: «Creo que ya tuve suficientes viajes». Donde su padre había sido una cometa sin hilo, ella estaba destinada a ser un pisapapeles inamovible.
Agripina aprovechó al máximo el impecable sistema digestivo de su raza y su falta de excreción de residuos para pasar siete años seguidos encerrada en la enorme biblioteca del colegio. La extraordinaria mujer leyó a sus anchas durante todo ese tiempo.
Una persona normal se habría vuelto loca con este tipo de vida. El hecho de que la eligiera por voluntad propia mientras disfrutaba de la gloria de su libertinaje planteaba la siguiente pregunta: ¿podría considerarse a los Matusalenes personas cuerdas?
Es más, después de media década, se limitó a comentar: «Ya tengo controlada la disposición de los libros aquí». A partir de entonces, se tumbó en la cama que había arrastrado hasta la sala de lectura y no se movió en los últimos dos años.
Este era el tipo de criatura que era un matusalén. Se sumergían en todo lo que favorecían y no les importaba aunque les costara todo lo demás. Desde la perspectiva de los mortales, podían considerarse organismos rotos.
La joven matusalén simplemente disfrutaba de su mundo perfecto con cada fibra de su ser. Sin embargo, su Edén no duraría mucho. Aunque era la hija de un noble extranjero, el archivero de la biblioteca tenía una autoridad inmensa en sus dominios. Finalmente, la paciencia del bibliotecario llegó a su límite.
Cuando las abundantes donaciones de oro y transcripciones de Agripina ya no pudieron contener la ira del bibliotecario, fue destituida a la fuerza tras una larga discusión. A partir de entonces, comenzó de nuevo su vida en el taller de investigación que le había sido asignado.
Por desgracia, si uno se pregunta si eso la llevó a reexaminar su comportamiento, la respuesta es un rotundo no. Más bien, si los matusalenes fueran tan dignos de elogio como para replantearse sus prioridades tras un revés de esta envergadura, hace tiempo que habrían pisoteado a todas las demás razas que reclaman el planeta.
Tras ser expulsada de la magnífica biblioteca, se encerró en su propio taller. Parecía que los encerrados estaban destinados a estar encerrados fueran donde fueran.
Por supuesto, la universidad no era en absoluto un lugar indulgente: tanto los investigadores registrados como los profesores tenían la obligación de asistir a conferencias y debates periódicos. No importaba lo famoso que fuera el conferenciante o lo poderosa que fuera la nobleza, las normas se mantenían firmes. En el peor de los casos, uno podía ser degradado o despojado por completo de su título.
«Magus» era algo más que un título: era un epíteto reservado únicamente a aquellos que fomentaban la búsqueda de la magia. El profesorado hizo la vista gorda durante siete años, debido a las cuantiosas contribuciones en metálico de Sir Stahl y al hecho de que Agripina era la sucesora de una casa noble extranjera. Tras años permitiéndole que se limitara a escribir trabajos, el incidente de la biblioteca no les dejó más espacio para la caridad.
El consejo de profesores le exigió que no se limitara a publicar tratados, sino que asistiera a conferencias y actuara como una auténtica investigadora. Aunque su sociedad valoraba el hablar intrincado, dictaron su decreto de la forma más severa y directa posible.
Y, sin embargo, por desgracia, no se enmendó.
Agripina era la pereza encarnada: utilizaba hechizos de visión lejana o familiares para asistir a las conferencias, y entregaba sus informes doblando el papel en una forma de vida artificial que volaba hasta su destino. Además de todo esto, su mayor logro en pereza fue cuando inventó un trozo de pergamino que se sincronizaba con el contenido de un debate en tiempo real para evitar asistir en persona.
Era la primera en la historia. Es cierto que se habían dado casos de estudiantes o investigadores que utilizaban la visión lejana o los familiares para escuchar las conferencias. Prohibirlo sería una carga para quienes tienen un empleo o se pagan los estudios con trabajos extra.
Sin embargo, todas las mentes brillantes de los profesores juntas no habían predicho que algún bufón utilizaría estos medios para cada clase. Agripina era sin duda la primera matusalén que derrochaba tanto tiempo en nombre de la dejadez.
Dado que sus acciones estaban técnicamente permitidas, se encontraban en un callejón sin salida. Sin un avance efectivo a la vista, el tiempo pasaba ocioso… hasta que el decano de su cuadro no pudo soportar más su indolencia y estalló en cólera. La habitación de Agripina estaba aislada mediante el arte perdido de la magia de curvar el espacio, pero el decano forzó la entrada de todos modos y le exigió que partiera de inmediato al trabajo de campo.
La matusalén se resistió violentamente a la orden de acompañar a una caravana como una maga errante normal, pero no tuvo más remedio que ceder cuando el decano amenazó con echarla de la Escuela del Amanecer. No pertenecer a un cuadro era apenas aceptable para un estudiante, pero para una investigadora con un laboratorio en condiciones, estaba a la par con ser expulsada por completo del colegio.
Agripina había sabido desde el principio que no iba a ser un viaje rápido. Ya no recordaba cuánto tiempo había pasado desde que el decano la había enviado a este viaje de investigación y le había dicho que no volviera sin permiso explícito.
Aunque estaba fatigada por su larga excursión, tenía una brillante pepita de información. Si no recordaba mal, en algún momento del interminable sermón que marcó su partida, el decano había dicho algo parecido a «Supongo que te verás obligada a volver si acoges a un aprendiz por algún milagro, pero que sepas que…». Por supuesto, el estricto decano nunca le permitiría coger a un niño cualquiera para darle clases.
En el peor de los casos, el niño sería acogido como alumno oficial del colegio. Si, por el contrario, el decano asumía la responsabilidad de educarlo, Agripina sería enviada de nuevo a su alegre camino. Necesitaba algo, alguna razón para reclamar legalmente su nido en el colegio como maestra del joven mago.
Hoy, la fortuna le había sonreído: por fin había encontrado a un niño que no tenía más remedio que ser su discípulo. No le importaba el dinero. Por podrida que estuviera, era una noble. Los leales criados de su familia le daban una mesada de vez en cuando, y ella había ahorrado la mayor parte del dinero que ganaba con sus publicaciones. Aunque era fácil de olvidar, era una maga excelente por derecho propio.
La única parte de Agripina que se había estropeado más allá de la salvación era su carácter. Con su billete de autofinanciación en la mano, la maga estaba de muy buen humor. Poder volver a la universidad —el hogar de su amado taller— de forma legal y con una buena razón la llenaba de alegría.
Y lo que era más, el trato venía acompañado de un práctico sirviente. El día de Agripina no podía ir mejor.
[Consejos] Hay tres títulos en la universidad. Los estudiantes son magos en formación; los investigadores reciben un taller; los profesores dirigen los dos primeros.
Los estudiantes e investigadores suelen alinearse con las facciones encabezadas por sus profesores, y una buena relación con ellos es clave para obtener acceso a conocimientos propios o financiación de laboratorios. Esto se debe a que todas las funciones de la facultad son dictadas por un comité de profesores, y el imperio se preocupa poco de sus relaciones internas y sus finanzas.
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