Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 3 Principios del verano del duodécimo año Parte 3
Y así, después de haber sido vendido a una asquerosa glorificadora de la vitalidad en un turbio trato entre bastidores, me encontré… en una tienda de ropa patricia en el extremo norte de la capital.
Las carreteras dividían la capital en dieciseisavos desde el palacio en su centro, y las secciones septentrionales albergaban muchas viviendas de clase alta rebosantes de valor histórico. Algunos residentes eran técnicamente plebeyos, pero invariablemente se trataba de distinguidos escribas o personas con algún otro tipo de talento. La zona era tan digna que la gente de baja cuna dudaba en poner un pie en ella, aunque tuvieran asuntos oficiales que atender.
Las calles estaban pavimentadas con piedras de un blanco inmaculado; los carruajes que rodaban por ellas llevaban cada uno su propio precursor (es decir, una persona cuyo único deber era dispersar a la multitud para el vehículo que llegaba) y enarbolaban con orgullo banderas que significaban la honorable herencia de los que iban dentro. Aunque vi a un puñado de individuos con armaduras ligeras montados directamente en sus corceles, sin duda eran caballeros o guardaespaldas de nobles especialmente ricos.
—Oh, qué bonito tono de oro. Tiene mucha razón, mi señora. El blanco le quedará de maravilla. Si fuera un poco más largo, podríamos trenzarlo con cintas y gemas.
—Un momento, por favor. El terciopelo azul marino que llegó del oeste el otro día le quedaría igual de bien. ¿Y qué hacemos con el bordado?
—¿Qué le parece si le alzamos el cuello? Ah, pero la moda actual es vestir a los niños para darles un aspecto general más sencillo… Qué difícil.
—Creo que necesita una corbata… no, ¿quizás un pañuelo? Si usamos blanco o azul como base, un acento rojo intenso sería perfecto para este rostro galante.
Sin embargo, aquí estaba yo, en una tienda de ropa tan lujosa que era capaz de rechazar a los nuevos ricos con la misma nariz respingona que a los pobres. Me habían despojado del jubón que lady Agripina había preparado para mí, y cuatro costureras me tomaban las medidas de la ropa interior.
El mobiliario de buen gusto de la sala dejaba bien claro que éste no era el tipo de establecimiento en el que se venden artículos del montón o de segunda mano como los que frecuentan personas de mi talla. Cada prenda de la tienda era una pieza de exposición; los productos reales se hacían por encargo, a la medida del cliente y sólo del cliente. En cuanto a la ropa, era el lugar más burgués en el que se podía comprar.
Los artículos confeccionados eran inauditos en la esfera noble, y había oído que incluso tenían ropa de bebé cosida desde cero. Aun así, jamás habría soñado con frecuentar un lugar así.
Las trabajadoras traían un nuevo rollo de tela (cada uno suficiente para comprar mi casa, mi granja y todos los que vivían en ella) tras otro. El hecho de que me pusieran esas telas al cuello me llenó de un miedo intenso: un estornudo inoportuno me hundiría en más deudas de las que me importaba imaginar. Por mucho que quisiera escapar, tenía órdenes. Sin derecho siquiera a esconderme, lo único que podía hacer era seguir adelante.
—Señor Hermano, —gimoteó Elisa—. Estoy cansada…
—Sólo un poco más. Te invitaré a un caramelo helado más tarde.
Por encima de todo, mi hermanita también había sido arrastrada hasta aquí. Era mi deber como su hermano mayor mantenerme firme a su lado y protegerla como pudiera.
—Ah, —suspiró dichosa Lady Leizniz—. El actual emperador es muy sabio al reabrir nuestras rutas comerciales hacia el este. ¿Dónde más podríamos encontrar seda tan hermosa? Me gustaría un bordado dorado… oh, mis disculpas, ese no. ¿Tenemos un dorado más oscuro?
En cambio, la fuente de todo lo que nos aquejaba estaba muy animada después de haberle ganado a nuestra ama el derecho a vestirnos. Lady Leizniz hacía sus compras con más despreocupación que un comprador de chocolate en una tienda general, pero las peticiones personalizadas de cada pedido eran ridículamente detalladas. Pensar en el total final me revolvía el estómago.
Sin embargo, todavía había algo para mí. En primer lugar, a la señora Leizniz le había impresionado mi determinación de ganarme la matrícula de Elisa por mis propios medios, y me había concedido un permiso especial para utilizar el boletín de empleo de la universidad.
En pocas palabras, el boletín de empleo era un tablón de anuncios. Al ser una institución masiva, el Colegio estaba formado por magos de todos los extremos de la sociedad. Mientras que algunos profesores eran nobles en activo que por casualidad se dedicaban a su afición mágica, otros se ganaban el título tras largos años de subsistir a base de insípida avena.
Extrapolando hacia abajo, lo mismo podría decirse de los estudiantes. Los hijos e hijas acomodados asistían con tranquilidad a clases desde posesiones secundarias o terciarias en la capital con la esperanza de convertirse un día en diplomáticos Rhinianos; sus contrapartes sin recursos golpeaban las puertas del Colegio impulsados por una ambición desenfrenada de pasar de mago a magus, listos para ganarse la vida según sus propios términos.
Con tal disparidad de riqueza, los magos del Colegio pusieron en marcha un sistema de distribución de trabajo conocido como boletín de trabajo para ayudar a los más necesitados. Las peticiones variaban enormemente: algunos contrataban ayuda para llevar su equipaje (los porteadores de confianza eran una rareza en este mundo), otros pedían revisiones editoriales, otros necesitaban herboristas instruidos para recoger plantas específicas, otros requerían ayudantes temporales para mezclar pociones, otros buscaban un grupo que les acompañara en expediciones polares y otros simplemente querían un compañero con el que practicar hechizos.
Profesores benévolos incluso ofrecían tareas especialmente para estudiantes con dificultades, como peticiones para hacer más animadas las fiestas del té o las cenas. Estas excusas apenas veladas eran oportunidades de ensueño para entregar dinero a los estudiantes mientras los invitaban a tomar el té o a cenar.
El tablón de anuncios no estaba abierto al público. El sentido de su creación quedaría anulado si los aventureros pudieran hacerse con las valiosas misiones que allí se ofrecían. De hecho, algunos profesores importantes utilizaban el sistema para reclutar a jóvenes magos prometedores.
Dado que yo no era ni estudiante ni aprendiz de un investigador oficial, mi situación actual era el precio que pagaba por acceder a estas oportunidades. Al principio, Lady Leizniz me había ofrecido un estipendio como curiosa forma de patrocinio, pero temí lo que pudiera pedirme en el futuro y lo rechacé educadamente. En lugar de eso, le dije que quería encontrar una forma de ganarme el sustento, lo que dio lugar a nuestro acuerdo actual.
Ahora disponía de un medio para ganarme un dinero extra cada vez que tenía tiempo libre, aunque seguía obligado por mi posición inferior. Obviamente, mi presencia iría en contra del espíritu de las invitaciones a tomar el té de la tarde que mencioné antes, y carecía del estatus formal para hacer algo como editar el tratado de otro.
Sin embargo, tener una vía de ingresos era motivo de celebración. Lady Leizniz me recomendó que me diera a conocer entre los investigadores y estudiantes de su grupo y que a partir de ahí me abriera camino.
No podía estar más agradecido por tener ahora una visión de mi futuro. Estar medio desnudo y ser toqueteado como una muñeca de juguete por un puñado de mujeres que «accidentalmente» rozaban mi piel a veces era un pequeño precio a pagar.
De nuevo, no había esperado encontrar un punto de empatía con la difícil situación de la mujer moderna en el Imperio Trialista. Si la gente que me rodeaba no hubiera sido una extraña pervertida y sus compinches, todo el asunto podría haber sido bastante agradable. Por desgracia, los acontecimientos de mi vida parecían estar siempre a un paso del éxito.
Dejando eso a un lado, tenía una cosa más que agradecer: cuando Lady Leizniz se enteró de que había comenzado mis estudios arcanos, me ofreció privilegios de acceso a la biblioteca del Colegio, desde la entrada hasta la capa media. Además, me impuso la supuesta restricción de que sólo podría acceder cuando ella me acompañara.
Imagínate esto: Iba a acompañarme la decana de una facción que había sobrevivido durante dos siglos en una institución lo bastante despiadada como para dejar a los débiles arrastrándose en charcos de su propia sangre. Puede que fuera una glorificadora de la vitalidad (el hecho de que esto no la convirtiera automáticamente en una criminal era una auténtica vergüenza), pero recibir instrucción de ella era una bendición como ninguna otra.
El poder abrumador de un espectro no bastaba para dirigir un cuadro en el Colegio. Lady Leizniz era ejemplar como profesora, investigadora e incluso política, ya que había conseguido continuar su reinado hasta este punto a pesar de su escandalosa sensibilidad.
Por lo tanto, la vergüenza que pasaba ahora —y la que seguramente pasaría muchas veces a partir de ese momento— iba a merecer la pena. En mi vida anterior, había soportado todo tipo de duros trabajos a tiempo parcial sólo por el dinero que me sobraba para cubrir el coste de un suplemento que me abría todo un mundo nuevo; esto no iba a ser diferente.
—Lady Leizniz, ¿qué le parece un sombrero? Creo que no podemos abandonar las modas sin más.
—Eso es muy cierto, —dijo el espectro—. ¡Oh, ya lo sé! El tocado que vimos en el banquete la otra noche sería maravilloso. ¡Ya sabes, de ala ancha y esponjosa! La pluma que sobresalía de él era tan adorable…
Hay que reconocer que trabajar de cajero en una tienda era muchísimo menos agotador, pero juré aguantar de todos modos. Por lo menos, tenía que quedarme y asegurarme de que el traje de Elisa no fuera demasiado extravagante. Yo llevaba cuatro costureras, pero ella llevaba la friolera de seis.
Con renovada determinación, decidí preguntar algo que me rondaba por la cabeza desde hacía tiempo. Mover la boca era mucho menos doloroso que echar a andar la mente, teniendo en cuenta lo que me deparaba el futuro.
—Disculpe, Lady Leizniz, —dije.
—¿Hm? ¿Qué ocurre, querido? Eres libre de llamarme Lena, ¿sabes?
Respondí a la amplia sonrisa de la espectro con una propia, en un intento de pasar por alto su escandalosa petición de usar su diminutivo. Ella era mi mayor, tanto física como mentalmente, y el tipo de alma refinada que visitaba la corte real; un mocoso nacido en una granja no tenía por qué referirse a ella con ese nivel de afecto.
—Um, —dije, desviando la conversación hacia mi pregunta señalando con la mano—. ¿Qué es eso?
Mi curiosidad había sido despertada por un peculiar vestido puesto en exhibición. La moda de este mundo abarcaba desde las túnicas y togas de la Tierra Occidental Clásica hasta el art déco de principios del siglo XX, pero el espécimen que tenía ante mí distaba mucho incluso de los diseños que ahorraban tela vistos en el campo.
Era una especie de vestido de cóctel. Por muy fino que fuera, me extrañaba que vendieran algo con tan poca grandeza en su diseño.
—Ah, —dijo Lady Leizniz—, es un vestido de almuerzo. Supongo que no se ven en las ciudades rurales.
—Sí, bueno… Simplemente me preguntaba si los nobles compran vestidos así.
—En efecto, los compran. —El espectro pellizcó la falda de su vestido tradicional, que, ahora me daba cuenta, técnicamente formaba parte de su forma corpórea. Convencionalmente, se considera que los vestidos son atuendos «apropiados», pero nuestro gran Imperio impone pocas restricciones a la forma en que nos decoramos. ¿No es así?
Una de las costureras asintió con una sonrisa y levantó el vestido de cóctel para que pudiera verlo bien.
—Este estilo se ha popularizado en los últimos años como ropa de almuerzo en ambientes menos formales. Los diseños sencillos con faldas más cortas para mostrar las extremidades están especialmente de moda.
—Así, combinan muy bien con guantes largos y medias. Pero las damas que están especialmente seguras de su piel o del contorno de sus brazos y piernas se empeñan en ir a contracorriente.
—He oído a mujeres mayores tacharlas de indecentes, pero creo que puede deberse a que este tipo de moda sólo sienta bien a las más jóvenes.
—¿Pero no recuerdas nuestro último pedido? Los hombros estaban totalmente desnudos. Puedo ver por qué algunos podrían decir que parecen ropa interior.
Las cuatro costureras siguieron trabajando sin pausa a pesar de toda su cháchara. En ese momento, habían dejado de enseñarme y se limitaban a disfrutar de una conversación sobre su afición favorita.
Me gustó ver que estaban aquí porque amaban la moda de todo corazón. Tal vez ese fuera el secreto del éxito de la tienda en la alta sociedad.
—Este vestido está maravillosamente cosido, —dijo Lady Leizniz—. La pequeña Elisa estará encantadora con algo así dentro de cinco años, estoy segura.
Oye, espera un segundo. Cinco años no eran suficientes para que mi hermana se pusiera algo así. Mis sospechas iniciales empezaban a tomar forma tangible: mi corazonada era que esta mujer tenía un fetiche por vestir a chicas jóvenes con ropa demasiado madura para ellas. Pensaba que su estado era grave, pero no tanto.
—Creo que le quedaría fantástico, Lady Leizniz, —dijo una de las costureras—. ¿Le gustaría hacer un pedido para usted?
—Oh, por favor, —respondió el espectro—. Soy una abuelita de doscientos años, querida. Las últimas tendencias no le sientan bien a alguien como yo.
—Mi señora, su belleza es la misma que el día que cumplió diecinueve años. En mi humilde opinión, declaro que le quedaría positivamente precioso. —A juzgar por los ojos rojos como la sangre, la piel blanca como la muerte y el hecho de que conocía la edad de Lady Leizniz en el momento de su muerte, era evidente que mi costurera no era mortal.
—Ah, —dijo Lady Leizniz, desviando la conversación—, ¿por qué te ha llamado la atención esto, Erich?
—Tal vez quería que se lo pusiera, mi señora.
Ja. Ja. Qué gracioso.
Intenté ignorar los chillidos de emoción en mi oído. Es cierto que las costureras tenían razón al decir que a lady Leizniz le quedaría bien el vestido, pero puedo asegurar que su belleza sería lo último a lo que yo dedicaría mis pensamientos.
La razón por la que me había quedado tan perplejo era que llevaba tiempo preparando el atuendo de Lady Agripina, y en su guardarropa sólo había ropa de dormir, batas y los aparentemente habituales camisones. Aunque tenía un número ridículo de ellos —los nobles podridos seguían siendo nobles, al parecer—, todos eran de diseño similar y nada me parecía especialmente provocativo. Había pensado que todos los privilegiados vestían ropa formal en todo momento.
Ver un vestido de cóctel en un establecimiento destinado exclusivamente a la alta burguesía me había confundido. No se me había pasado por la cabeza que mi empleadora fuera la excepción y no la norma. En el futuro, tendría que aprender algo más sobre la alta sociedad que la mera etiqueta; al fin y al cabo, mis fracasos eran también los fracasos de mi ama.
Después de explicárselo a Lady Leizniz, se llevó una mano a la mejilla y suspiró exasperada.
—Ella odia el tedio, ya ves. Como los vestidos de gala son aceptables en cualquier situación, su plan es no llevar nada más que vestidos de gala para librarse del esfuerzo mental que supone vestirse.
Ah, ya veo. Por una vez, podía ponerme en el lugar de Lady Agripina. Toda una vida atrás, había hecho lo mismo cuando seleccionaba artículos para mi propio guardarropa. Qué extraña manera de acercarme a mi empleadora…
—Las túnicas son los vestidos de gala de los magus, así que todo lo que necesita es un bastón para estar lista para cualquier evento social al que pueda ser invitada… Dios mío, qué alborotadora.
Llevar una toga adecuada era un distintivo de los magus, y uno tenía que matricularse como estudiante oficial en el Colegio antes de poder considerar ponerse un conjunto. Era a la vez la vestimenta formal y el uniforme oficial del Colegio Imperial; la madame había comprado un armario lleno por comodidad, sin duda.
De hecho, la razón por la que llevaba vestidos demasiado lujosos para el uso diario era probablemente para ahorrarse la molestia de cambiarse cuando recibía una invitación repentina. Los matusalénes apenas sudaban ni generaban ningún tipo de residuo, así que los de su especie ni siquiera necesitaban lavar la ropa.
—Tendremos que hacer un pedido de la bata de Elisa en un futuro próximo, —dijo Lady Leizniz—. No dudes en acudir directamente a mí cuando llegue el momento.
Me habían dicho que era tradición que los estudiantes recibieran la túnica y el bastón de manos de su maestro o de otro mayor al que estuvieran unidos. Le pediría a Lady Agripina que preparara la de Elisa. No quería que se vistiera con algo destinado a una mujer adulta. No quería decir que mi hermana no estuviera adorable con todo lo que se pusiera, pero no iba a dejar que se pusiera algo inapropiado.
Dicho esto, no tenía ni idea de que los bastones formaban parte del atuendo oficial. Hasta ahora, había sido testigo de cómo Lady Agripina asentaba sus hechizos con chasquidos, o imbuía de maná su aliento o el humo de su pipa; tal vez tuviera un verdadero tesoro escondido. La madame era una unidad rota que no desentonaría como monstruo jefe regional, así que su equipo tenía que ser el tipo de premio que hiciera palpitar el corazón de un jugador cuando fuera dropeado.
Dejé que mi alegre imaginación me distrajera de mi vergonzosa situación mientras esperaba a que pasara el tiempo.
[Consejos] «Que la nobleza se encuentre en la austeridad». Estas son las palabras del monarca fundador del Imperio Trialista; por desgracia, la historia aún no ha visto a nadie dedicarse a sus enseñanzas.
Tras una ronda de mediciones y una sesión de diseño que me minó el alma, regresé al Colegio. Elisa dormitaba a mi espalda mientras esperábamos frente a un imponente ascensor.
Nuestra libertad había sido largamente esperada; el sol no aparecía por ninguna parte y ya había pasado la hora de cenar. No podía culpar a Elisa por quedarse dormida, teniendo en cuenta que mi cuerpo parecía de plomo a pesar de no haberse movido ni un centímetro. La ansiedad que conllevan las actividades incómodas en lugares incómodos es sin duda causa de fatiga. Sinceramente, todo el asunto había rozado la tortura. Ni siquiera en la vida corporativa moderna había estado en un entorno en el que no pudiera ni estornudar durante horas.
Dicho esto, estaba realmente agradecido por no tener que arrastrar mis cansadas piernas por las escaleras. El artilugio instalado en la pared que tenía ante mí era un ascensor en toda regla. Ver una caja de pasajeros diseñada para un movimiento vertical eficiente mediante una serie de cables y poleas podría haberme sorprendido, si no hubiera estado ya familiarizado con el resto de este mundo.
Me pareció muy bien. Con una cinta azul en la mano, uno podía esperar utilizar un ascensor exprés privado en el castillo de un señor loco, y Krahenschanze daba la impresión de ser lo bastante bueno sin la luz del día.
Desplacé mi peso para sujetar a Elisa con una mano y utilicé la otra para pulsar un botón de llamada a uno de los muchos ascensores. Siete en total, y activé uno destinado a los laboratorios de nivel bajo y medio. Llevarme hasta aquí en mi lamentable estado había sido una tarea desalentadora, pero cualquier cosa era mejor que la sugerencia alternativa de lady Leizniz de dejar que nos acompañara a casa o, peor aún, que pasáramos la noche en su mansión.
Es cierto que su oferta de una bañera lo suficientemente grande como para nadar me convenció por un momento, pero yo era de los que apostaban sobre seguro. Además, su conducta era motivo suficiente para negarme.
El claro tintineo de un timbre me hizo saber que el teleférico nos había estado esperando todo el tiempo. Una puerta del tamaño de un montacargas se abrió y nos dio la bienvenida. El interior era extrañamente desconcertante, quizá debido a la ausencia de consola, en cuyo lugar había un agujero por el que se podía hablar. Para ser justos, el Colegio era tan amplio que una pared entera dedicada a los botones no bastaría.
—Laboratorios intermedios: Taller de la baronesa heredera Agripina du Stahl.
La magia hacía de una interfaz de usuario excepcional: todo lo que tenía que hacer era decirle al ascensor adónde quería ir, y él hacía el trabajo por mí. Aunque, si no me hubieran dicho cómo usarlo de antemano, probablemente me habría quedado allí preguntándome cómo encenderlo.
—¡Ah, perdona! ¡Sujeta la puerta!
Justo cuando la puerta empezaba a cerrarse, oí a alguien gritar desde el otro lado. La voz que rebotaba por los grandes pasillos vacíos pertenecía a un niño de más o menos mi edad. Aunque aún eran demasiado pequeños para que pudiera determinar su sexo basándome sólo en la voz, pude verlo correr directamente hacia nosotros.
Sin motivos para gastar una broma malintencionada, ordené al ascensor que anulara mi orden anterior. Las puertas que se cerraban invirtieron su movimiento y el niño se deslizó dentro de la cabina.
—Uf, lo siento, —dijo ella… no, él con una sonrisa después de unos cuantos resoplidos agotados—. Me has salvado de verdad.
El chico… ¿chica? Espera, ¿cuál eres tú?
Frizcop: Funadísimo te vas, Erich.
Volviendo al tema, el chico —tentativamente— parecía tener mi edad y llevaba una túnica negra combinada con una simple varita que indicaba su condición de estudiante. A juzgar por el fardo de pieles de oveja que llevaba en la mano, acababa de ir a buscar algo o estaba a punto de entregar un informe.
Oír su voz me dejó perplejo, y una mirada más atenta a sus misteriosos rasgos sólo sirvió para desdibujar aún más la verdad de su sexo. Tenía el pelo negro y brillante un poco ondulado y una sonrisa con partes iguales de encanto femenino y rigidez masculina. Aunque en general parecía un mensch normal, era sin duda la persona más andrógina que había visto nunca. Si los ángeles no tuvieran género, él sería el mejor ejemplo.
—No te he visto por aquí. ¿Eres un estudiante nuevo? —Mientras hablaba, sus ojos ámbar centelleaban con alegría infantil. Sin embargo, los labios que movía eran regordetes como los de una joven.
—No, no soy más que un humilde sirviente de Lady Agripina, heredera de la Baronía Stahl. Mi hermana, como puedes ver aquí, es su aprendiz.
—¿Stahl? Tampoco he oído hablar de ella… Oh, siento entretenerte.
—No tengo prisa. Adelante, —dije, haciendo una seña al agujero de voz.
—¡Gracias, eres un buen chico! —El chico pronunció su destino con una sonrisa. Se dirigía al taller de un profesor: al parecer, había que entregar la pila de trabajos, y pronto—. Ahora que lo pienso, no me he presentado, ¿verdad? Me llamo Mika.
Estreché su mano extendida con una pequeña sensación de asombro por el hecho de que incluso su nombre fuera andrógino. «Mika» era un nombre común usado tanto por hombres como por mujeres en el Imperio Trialista. Sin embargo, el nombre era común en todos los sentidos de la palabra, por lo que podía suponer que era un ciudadano de baja cuna del campo, no un aristócrata nacido en Berylin.
El viaje en ascensor nos llevó misteriosamente de un lado a otro, pero nuestra conversación durante el trayecto fue de lo más corriente. Mika procedía del norte y había conseguido el apoyo del magistrado local para matricularse en el Colegio. Bien encaminado en su camino para convertirse en magus, fue aprendiz de un profesor de la Escuela de la Primera Luz, cuyo objetivo era la «ocultación de la magia para su uso exclusivo».
—Espero convertirme en un oikodomurgo algún día. Los confines septentrionales del Imperio están enterrados en la nieve, así que quiero tener las habilidades arquitectónicas para construir infraestructuras que puedan resistir a los elementos.
Verle hablar con tanto orgullo alivió mi alma cansada. Este era el tipo de cosas que yo quería ver: un chico joven que se aventuraba a salir del campo para perseguir sus sueños en el Colegio. Yo ni una sola vez había pedido involucrarme con un espectro glorificador de la vitalidad o con el matusalén más irredimible del mundo.
—Caramba, por fin, —dijo cuando se detuvo el ascensor—. Bueno, espero verte por aquí.
Los momentos divertidos nunca iban a durar. La puerta se abrió con otro toque de timbre para descubrir no un pasillo, sino otra puerta. Mika se deslizó por ella y desapareció tan rápido como había aparecido.
Qué joven tan refrescante. Me sentí rejuvenecido: últimamente, todo el mundo a mi alrededor poseía un exceso de carácter, y mi encuentro fortuito con una personalidad honesta y directa me dejó de muy buen humor… lo que sólo hizo que mi encuentro con la madame fuera aún más descorazonador.
—Vaya, qué cansado pareces, —me dijo mi querida Agripina du Stahl.
Bromas aparte, me costaba creer que el atelier[1] de lady Agripina estuviera situado en lo profundo de la tierra bajo el Colegio. Una vez que el ascensor se detuvo, entré por una lujosa puerta principal y pasé por delante de una enorme sala de estar apta para recibir invitados hasta llegar a su taller propiamente dicho. Los suaves rayos de un sol primaveral inundaban el césped vivo, y el espacio parecía más un invernadero que un laboratorio. ¿Cómo iba a aceptar que aquello era una bodega?
Krahenschanze era un castillo de magnífica factura, pero estaba construido con piedra como cualquier otro. Llenarlo de laboratorios mágicos dispuestos a explotar en cualquier momento era poco agradable, sobre todo con el palacio imperial a menos de un kilómetro de distancia.
Una detonación podría desencadenar fácilmente otra, y luego otra, encadenando deliciosas erupciones como un juego de tres en raya. Sin duda, una explosión lo bastante grande como para arrasar toda una mansión sería todo un espectáculo, incluso al otro lado del planeta.
Por ello, los muy inteligentes dirigentes del Colegio decidieron enterrar sus instalaciones en el subsuelo. Cada laboratorio era una cámara aislada excavada en el lecho rocoso más duro; la única forma de entrar o salir era el ascensor, imbuido a su vez con el arte de la magia de curvar el espacio, perdido hace mucho tiempo, es decir, ignorando a cierto individuo que lo utilizaba para saltar a la cama.
De este modo, los magus podían colarse sin poner en peligro la capital. De lo contrario, el Colegio habría sido expulsado a una región remota en nombre de la seguridad nacional hace mucho tiempo. Nadie quería vivir sus días junto a una cabeza nuclear capaz de aniquilarlo al menor error, y colocar el palacio real de un país justo al lado sería propio de un loco.
Personalmente, no pude evitar preguntarme quién se encargaría de salvar el ascensor en caso de que se viera envuelto en un incidente. Para mi mente de jugador de Juegos de Rol de Mesa, estos pensamientos terroristas eran de vital importancia. Después de todo, una gran parte de los juegos de mesa consistía en idear formas de derrotar a los enemigos sin recurrir al combate. Me negaba a creer que hubiera algún jugador vivo que no hubiera intentado derribar un nido de goblins o incendiar la mansión de un vampiro bajo el sol del mediodía.
Sin embargo, me puse manos a la obra. Libro en mano, Lady Agripina parecía muy relajada en su hamaca mientras me ordenaba que tumbara a Elisa en un sofá. Paisajes ajardinados rodeaban la habitación de cristal por todos lados; no sabía cómo lo había hecho la madame, pero su fijación por dar un uso terrible a sus increíbles habilidades estaba en plena exhibición.
—¿Y? —preguntó la matusalén—. ¿Qué clase de atuendo te va a regalar?
—…Le agradecería que no preguntara.
Si en mi vida pasada me hubiera puesto alguna de las prendas que Lady Leizniz me encargó, habría tenido suerte de que me dijeran educadamente que no me sentaban bien. Como mínimo, me parecía un sinfín de disfraces desquiciados, aunque tanto la clienta como las vendedoras chillaban de alegría. La decana había llegado a pagar un suplemento para agilizar el pedido, lo que significaba que mis nuevas prendas estarían listas en siete días. La semana siguiente iba a ser la más agotadora de mi vida…
—Bueno, no es ni mucho menos un mal trato, así que adelante. —Lady Agripina abandonó toda atmósfera—adecuado, ya que su taller era un salón exagerado— y sonrió perezosamente—. En cuanto a mí, estaré disfrutando de mi dulce morada por la que he suspirado durante veintiún años… Ah… Qué maravilla… Por espléndida que sea mi cama, esta hamaca es sencillamente divina.
Tenía razón al decir que mi trato con Lady Leizniz no era malo, per se. Sin embargo, entre los costes y los beneficios, los costes seguían siendo insoportablemente altos. Aun así, la madame me había endulzado el trato para evitar que armara un escándalo. De hecho, su oferta había sido el último clavo para sellar el ataúd del autosacrificio que era mi desfile de moda.
Lady Agripina debía traerme un libro de la bóveda sellada de las profundidades más recónditas de la biblioteca del Colegio. Combinado con el acceso general proporcionado por el acompañamiento de Lady Leizniz, podría redondear mis fundamentos místicos con una pepita de conocimiento dorado en la cima de la magia. En resumen, estaba a punto de acumular todos los suplementos para el sistema de magia de un juego de mesa.
Al principio me preocupó si la promesa de Lady Agripina causaría problemas legales, pero vivíamos bajo un sistema político medieval y ella era una investigadora de gran autoridad. Su escandaloso trato era una señal de lo segura que estaba de que se saldría con la suya.
Por supuesto, eso también significaba que en el futuro yo volvería a ser utilizado en la mesa de negociaciones, pero el pequeño miedo que me invadía el corazón era un precio que estaba dispuesto a pagar. Al fin y al cabo, los libros de reglas eran caros; aquellos folletos tan finos tenían el descaro de exigir un mínimo de tres mil yenes sin pudor.
Ahora, tenía todos los elementos de una build optimizada al extremo. El partido era en mi cancha. Sabiendo que el Colegio era el lugar perfecto para agudizar mi ingenio, había estado guardando los puntos de experiencia que Helga me había concedido, y por fin había llegado el momento de abrir la caja fuerte. Al fin y al cabo, para que un munchkin desarrolle todo su potencial es imprescindible que pueda saltarse todas las reglas.
Había un placer especial en crear personajes fuertes con las reglas básicas, pero los editores imprimían suplementos con toda la intención de que se utilizaran. Si fueran legales, ¿qué clase de jugador poderoso sería si los ignorara?
Los PJ sólo pueden acumular una cierta cantidad de experiencia a lo largo de su vida, y yo no era una excepción. Obviamente, quería ver todas mis opciones antes de sentarme a gastar los fondos que tanto me había costado ganar. No se me ocurría exactamente una réplica si me llamaban la atención por mis compras menores, pero… bueno, tenía que hacerlo. La derrota era frustrante, y perder en zorros y gansos seguía siendo una derrota.
En cualquier caso, me acercaba rápidamente a un punto de inflexión en mi vida: pronto, por fin, fijaría en piedra mi camino para convertirme en un aventurero sin parangón. Lo único que me quedaba por hacer era revisar cada detalle de mi hoja de personaje y exprimir todos y cada uno de los puntos de experiencia al máximo para crear una combinación de habilidades poderosa y fiable. Estaba deseando que llegara el momento; mi entusiasmo hacía que las pruebas y tribulaciones del cosplay me parecieran una buena inversión.
—Qué sonrisa más desagradable, —comentó Lady Agripina—. Bueno, como sea, toma esto.
Mi ánimo estaba tan alto que las repentinas palabras insultantes de la madame no lograron empañar mi humor en lo más mínimo. La emoción de un jugador de juegos de mesa en la cúspide de un pico de energía era difícil de amortiguar. Sin embargo, un insulto no había sido lo único que Lady Agripina me había lanzado: tomé una llave del aire.
—He movido algunos hilos para prepararte una casa en el barrio bajo, —dijo.
—¿Eh? ¿Una casa? Creía que los criados vivían con sus amos.
—Éste es el laboratorio de un investigador, así que todo lo que tengo es un dormitorio personal, una sala de estar, un taller, un armario de almacenamiento y una única habitación vacía destinada a un discípulo. Los reglamentos dictan que los sirvientes y mayordomos sólo deben ser alojados en el lugar por profesores titulados, y no me gustaría que fuera tan estrecho.
¿Desde cuándo te importan las normas?
—Así que, —prosiguió, ignorando mi conmoción—, dormirás y despertarás allí.
Mientras la señora concluía perezosamente, una mariposa se posó en la llave que tenía en la mano. No era una criatura ordinaria: el insecto blanco como la nieve había sido creado a partir de una sola hoja de papel doblada. Me quedé atónito. ¿Cómo demonios lo había hecho?
La mariposa revoloteó hacia el ascensor y me hizo señas para que la siguiera. Al parecer, este artefacto de papel sensible era mi mapa.
—La habitación de invitados aún está por amueblar, así que arropa allí a tu hermana, —dijo Lady Agripina—. Estoy segura de que mi sofá sigue siendo muy superior a una cama en una posada sarnosa. Busca en los cofres una manta, ¿quieres?
Aunque dejar a Elisa a solas con ella me ponía ansioso, dejé atrás el laboratorio después de preparar la ropa de cama. También había preguntado por la descarga del carruaje de la señora y la preparación de su cena, pero ella me había enviado diciendo que ninguna de las dos cosas era necesaria. Tal vez lo hubiera hecho ella misma.
Cuando mi patrona me ordenó que me marchara, no tuve más remedio que seguir a la mariposa, que me condujo a través de la capital hasta mi alojamiento. En general, un viajero nocturno sólo podía confiar en el suave resplandor de la luna y las estrellas en esta época. En mi ciudad natal, Konigstuhl, caminar por las calles del cantón era muy peligroso si no se llevaba al menos una vela.
Sin embargo, la capital imperial brillaba al caer el sol. La luz se derramaba desde las ventanas, arremolinándose junto con las mágicas farolas que bordeaban el camino a intervalos regulares. El paisaje evocaba recuerdos de una vida pasada.
Las farolas funcionaban con piedras de maná modificadas para producir luz, y en el boletín del Colegio se pedía que se encendieran todas las noches. Suministrar maná para una sola lámpara era una tarea que valía cinco assaris, por lo que alimentar una calle entera suponía un sueldo considerable. De camino a la tienda de ropa, había visto a una multitud de estudiantes frugalmente vestidos reunirse en torno al tablón de anuncios a la espera de su publicación.
Las calles bien iluminadas ofrecían a los comerciantes ambiciosos la oportunidad de vender sus mercancías por la noche. Los habitantes de Rhine solían comer desayunos y cenas ligeros en lugar de almuerzos copiosos, pero la diversidad racial de la ciudad creaba un mercado de alimentos después de la puesta de sol: unos pocos tipos de personas necesitaban comer más de tres veces al día, y muchos eran nocturnos.
Un poco más lejos, una pareja de Stuart acababa de comprar un gran lote de salchichas recién hervidas. El familiar olor a hierbas que desprendían indicaba que se trataba de una popular receta imperial a base de carne de cerdo picada, un hecho que me hizo preguntarme si el comerciante orco con cara de cerdo que las vendía tenía algún dilema moral sobre su trabajo.
—¡Eh, jovencito! —me llamó—. ¿Te vas a la cama? Dormir con el estómago vacío es duro. Ven, te lo dejaré barato.
Mientras que su silueta abundante habría estado en el reino de la obesidad mórbida para un mensch, la piel cristalina del orco era prueba suficiente de buena salud. Me hizo señas para que me acercara con una salchicha untada en mostaza y me dejé llevar. Creo que todo el mundo está de acuerdo en que la comida hecha por gente más corpulenta parece más sabrosa de lo normal.
—¿Cuánto es? —pregunté.
—Diez assaris la pieza, pero te la dejo en veinticinco por tres.
Vaya. Grandes precios para una gran ciudad, pensé. En los bares del campo se vendían productos similares a mitad de precio; de hecho, con diez assaris se podía pagar una noche entera en un motel. Aun así, los precios del hombre figuraban en un cartel cercano, así que sabía que no me estaba engañando.
Decidí hacer caso a mi estómago durante la noche; después de todo, el día anterior había sido agotador. Negarme a repostar ahora era arriesgarme a desfallecer al día siguiente. Cuidarme para estar listo para trabajar en cualquier momento era parte de ser un miembro responsable de la sociedad.
—Tres salchichas con mucha mostaza, por favor. ¿Tiene chucrut?
—¡Por supuesto! —respondió—. Espera un momento, jovencito. ¿Tienes un plato o algo? Estas cosas están calientes, y serán cinco cobres extra si necesitas una bolsa.
Dudé un poco. La tentadora visión de la olla hirviendo me hacía difícil desistir, incluso con la tarifa extra. Pero entonces me di cuenta de que me estaba preocupando por algo sin importancia: Tenía el «plato» perfecto para cualquier comida, independientemente de la temperatura.
—Gracias, pero estaré bien.
—¡Ja, ja! No me di cuenta de que estaba sirviendo a un mago.
Usé una Mano Invisible para recoger las salchichas y otra como tapa para protegerlas del aire libre. Invertir en este hechizo había sido sin duda una de mis mejores jugadas, sobre todo porque el coste de experiencia no subió hasta que desbloqueé la sexta Mano concurrente. Ya había demostrado su utilidad en mi aventura de exploración de mazmorras, y el hecho de que desempeñara un papel en mi vida cotidiana hacía que su coste fuera aún más tangible.
Acompañado por la extraña visión de un paquete de salchichas flotantes, caminé con la mariposa arcana hasta el Corredor de los Magos. Abundaban las pensiones y los moteles baratos, destinados a los estudiantes más pobres sin contactos para vivir en el campus propiamente dicho, lo que le valió a este sector el título de barrio bajo.
Mi guía me condujo a una pequeña vivienda unifamiliar situada entre edificios más grandes. Mientras me quedaba boquiabierto ante el lujo de vivir en un lugar así, la mariposa se alejó hacia el cielo como si se hubiera ido a dormir. Mirando hacia arriba, la visión de sus alas nevadas volando hacia la luna negra creciente era inquietantemente hermosa.
Esta noche, la luna verdadera se había ocultado por completo. También tenía un epíteto poético en mi tierra natal de antaño: el Saku-getsu. Muchos de mis episodios más agotadores habían sido pasados por alto por este cuerpo lunar vacío. Una maldición de mi vida pasada, pensé.
Tenía la sensación de que la mañana siguiente no sería menos agotadora, mientras me preparaba para otro día ajetreado. De momento, me retiraría con una comida caliente para llenar la barriga.
[Consejos] Para bien o para mal, Berylin es una ciudad de firme gobierno y sociabilidad. Los magos endémicos son igualmente propensos a participar en juegos políticos.
[1] El atelier es un espacio especial de taller, caracterizado por contener una gran cantidad de materiales, herramientas y recursos.
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