Danmachi: Argonauta

Vol. 2 Capítulo 10. Deseos Heroicos ~El Origen~ Parte 1

El Gran Laberinto estaba envuelto en un silencio absoluto.

El mar de llamas que antes rugía se había desvanecido en cenizas, y la luz de la luna se filtraba a través de los agujeros abiertos en las paredes.

Muchos guerreros y monstruos habían caído, y las diversas intenciones y obsesiones que se entrelazaban en la batalla habían sido cortadas de raíz.

Lo único que quedaba era el aliento entrecortado de aquellos que intentaban aferrarse a la «esperanza», junto al sacrificio y al toro.

—¡Olna, por aquí! ¡Si rodeamos la barrera, llegaremos hasta mi hermano…!

—¡Haa, haa…! ¡Entendido!

Buscando a Argonauta, del cual se habían separado, Olna y Feena recorrían incesantemente un camino lleno de giros hacia la izquierda, topándose repetidamente con callejones sin salida, hasta que finalmente encontraron una pista. Era un hueco creado nada menos que por el Minotauro al destruir la estructura.

Más allá de los agujeros perforados a través de varias de las paredes, sabían que encontrarían a Argonauta, fuera como fuera.

Aunque no podían asegurarlo, no descartaban que lo encontraran como un cadáver.

Se me oprime el pecho, los latidos resuenan por todo mi cuerpo. Tengo miedo… la inquietud no desaparece… De repente, la imagen del joven pasó por la mente de Olna, haciendo que presionara su pecho con la mano derecha. Debo admitirlo. Debo reconocer por qué estoy tan agitada. Debo aceptar quién ha envenenado mi corazón.

Con la respiración entrecortada y esforzándose por seguir el paso de Feena, que era más rápida, Olna ya no podía negar lo que deseaba profundamente.

Anhelaba con todas sus fuerzas que esos ojos carmesíes que le habían dedicado tantas sonrisas estuvieran a salvo.

Estoy aterrorizada… de que Argonauta desaparezca de mi vida…Había dejado atrás su papel de adivina y ahora no era más que una chica impotente, rezando por la seguridad del joven, cuando…

—¡¿Hermano?!

—¡!

El grito de Feena perforó los oídos de Olna.

Habían llegado finalmente a los restos de un pórtico devastado por una feroz batalla.

Al final de las columnas derrumbadas, sobre un cementerio de escombros, vieron al joven de cabellos blancos desplomado.

Olna se quedó congelada.

—¡Argonauta! —Sin pensarlo, echó a correr.

Junto a Feena, Olna corrió hacia el joven apresuradamente.

Antes de que la desesperación se apoderara de ellas, los párpados cerrados del chico comenzaron a temblar.

—¿Feena… Olna? ¡Ugh…!

La voz que escucharon de vuelta no les permitió sentirse aliviadas.

La armadura estaba destrozada, y todo su cuerpo, teñido de carmesí, hizo que el rostro de Olna perdiera todo el color.

—¡Qué heridas más terribles…! ¡Es un milagro que estés vivo!

—¡Tú espera! ¡Ahora mismo usaré magia curativa!

Mientras Olna se arrodillaba junto al joven para examinar el estado de sus heridas, Feena alzó su bastón con la mano izquierda.

En el instante en que recitó un conjuro, una luz mágica azul envolvió a Argonauta, pero sus heridas no lograron sanar por completo.

—No sirve… ¡mi poder está demasiado debilitado! ¡He usado demasiada magia en las batallas que hemos enfrentado hasta aquí…! ¡No puede ser, no ahora! —exclamó Feena con frustración.

Las continuas luchas habían drenado su energía mental. Después de este último intento de magia curativa, Feena ya no podía lanzar más conjuros.

Llena de ira, tristeza y desesperación, las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos de color verde bosque.

«…Es suficiente.»

Como si esas palabras no necesitaran ser pronunciadas, Argonauta abrió los ojos con firmeza y levantó el torso.

—…Debo ir.

—¡¿Argonauta?!

Empujando la mano que Olna había llevado hacia él instintivamente, Argonauta se puso de pie, tambaleándose sobre sus debilitadas piernas.

—Debo perseguir al Minotauro… ¡la princesa, está en peligro!

—¡Espera! ¡Te será imposible con esas heridas! ¡¿Acaso sabes en qué estado está tu cuerpo ahora mismo?!

El juicio del joven era correcto.

No había tiempo que perder antes de que el sacrificio fuera consumado.

Aunque el juicio de la chica también era correcto.

Gracias a la magia curativa de Feena, algunas heridas habían sanado, pero de inmediato otras se abrieron, manchando su ropa con sangre de forma gradual.

Que Argonauta pudiera moverse con tales heridas se debía únicamente al «poder del espíritu».

Como si respondiera a la voluntad del joven, chispas eléctricas estallaron a su alrededor.

Ante los gritos silenciosos de ánimo del espíritu, Olna no pudo ocultar la amargura en su expresión.

—¡Déjalo en nuestras manos! El Minotauro… ¡nosotras lo enfrentaremos!

—…No puedo permitir que Feena, con un brazo inutilizado, ni tú, que no puedes luchar, vayan al campo de batalla.

—¡…! —Feena tembló, incapaz de replicar.

La mirada del joven se posó en su hermana menor, que estrechaba con fuerza el bastón que sostenía, agradeciéndole silenciosamente, mientras en su rostro destrozado se dibujaba una sonrisa.

—…No, no lo permitiré. ¡No voy a dejar que te vayas, de ninguna manera!

—Tranquila… todo estará bien. Me conozco mejor que nadie…

—¡¡No, no te conoces!! —Olna sacudió la cabeza mientras su voz temblaba y terminó gritando—: ¡No entiendes nada! ¡No sabes lo que has hecho, lo que has hecho por mí… ni lo que yo siento! ¡Nada, nada de nada! —Golpeó repetidamente la espalda de aquel que intentaba avanzar sin mirarla.

Con cada golpe, dejaba salir los sentimientos que aún guardaba en su pecho.

«Olna… también quiero salvarte a ti.»

«Si no derroto al Minotauro, aunque salve a «Cien», tú no serás uno de ellos. No podrás sonreír.»

«Quiero ver tu sonrisa.»

Esas eran todas palabras de Argonauta.

Todo era la genuina sinceridad que él le había entregado a Olna.

La esperanza que le mostró en medio de la desesperación y la cálida sonrisa que había derretido su corazón congelado una y otra vez.

—¡Por lo menos entiende esto! ¡No quiero que mueras! ¡No quiero que mueras, Argonauta!

—Olna… —Ante ese clamor desesperado, Argonauta se detuvo.

Feena también dirigió su mirada hacia la chica.

Olna, ya sin ocultar su egoísmo ni su obstinación, alzó las cejas y se enfrentó al joven.

—Te lo diré, Argonauta. ¡Te va a matar si intentas ser un «Héroe»! —Con la misma intensidad con la que alguna vez tuvieron su «Debate del Payaso», le lanzó esa convicción con firmeza—. La «Espada del Espíritu» como está… esa fuerza puede ser usada por cualquiera, no solo por ti. ¡No tienes ninguna necesidad de luchar tú!

Era un hecho.

Si bien Argonauta, al haber sellado el contrato con el espíritu, podía sacar el mayor potencial de su poder, cualquiera que empuñara la espada podría utilizar la habilidad del rayo.

Incluso Olna, que no poseía poder alguno, podía pelear.

Determinada a lanzarse a esa lucha a muerte, Olna intentó desesperadamente detener la espalda del hombre frente a ella.

—¡No necesitas ser tú el «Héroe»! ¡¿Verdad que no?!

Por el bien del joven, estaba dispuesta a despojarlo del derecho a ser «Héroe».

Pero esa idea la llenaba de desagrado. Sentía desprecio por sí misma, se sentía patética.

Era igual que Elmina, a quien había rechazado, y ahora ella, Olna, estaba despreciando la voluntad de Argonauta para protegerlo.

Al mismo tiempo, sintió que las lágrimas estaban a punto de brotar de sus ojos.

Por ser tan obstinada, tan torpe, tan desagradable, carente de encanto y, sobre todo, incapaz de convertirse en una princesa o una santa como deseaba ser.

Olna, por ser una chica tan débil, que ni siquiera podía correr hacia él y abrazar su espalda.

—…Es cierto. El «Héroe» no tengo que ser yo… —Con el tiempo, Argonauta, que permanecía inmóvil, murmuró sin volverse hacia ella—. Pero este «Payaso»… eso sí, tengo que ser yo quien lo haga.

—………… —Olna se quedó paralizada, incapaz de decir una palabra.

—No tengo lo necesario para ser un «Héroe»… tú misma lo dijiste, Olna. Y lo sé, hace mucho tiempo que lo sé… —Sin dejar que nadie viera la expresión que tenía en ese momento, Argonauta, con la espalda aún vuelta hacia ella, empezó a expresar lo que sentía en su interior—. El mundo necesita un «Héroe»… ¡pero ese no soy «yo»! ¡Y eso me duele, me duele y me frustra muchísimo!

—Hermano…

—¡Yo también quiero ser un héroe! ¡Quiero matar a los monstruos que destruyeron mi hogar, a los que le arrebataron su familia a Feena! —Sus emociones se desbordaban, dejando al descubierto el «verdadero yo» que ocultaba tras su máscara de payaso.

Era un grito de rabia y de dolor.

Rabia contra la injusticia que traían los monstruos, odio hacia su propia impotencia y tristeza por las vidas perdidas.

Su hermana menor, que conocía mejor que nadie la vida de su hermano, se llevó la mano apretada al pecho.

—¡Pero no es por eso! ¡No es por eso en absoluto! …¡Quiero protegerlos! ¡A muchas personas, a las personas que más quiero! —Su voz, que se alzaba con fuerza, se transformó directamente en un deseo.

En un propósito elevado, en una voluntad noble.

Era un deseo simple pero profundamente puro que el joven había guardado en su corazón todo este tiempo.

—¡No quiero ver a nadie llorar! ¡Estoy cansado de las lágrimas! ¡Quiero convertir las lágrimas de todos… en sonrisas!

—¡……!

—Para eso, yo tengo que reír. ¡Si yo no río, nadie más lo hará!

Mientras Argonauta gritaba hacia el suelo, Olna lo miraba con los ojos bien abiertos.

Esa era la verdad del joven.

El «verdadero Argonauta» que se comportaba como un payaso.

—Ah… —Olna recordó.

Recordó cómo, incluso en medio de la peor desesperación, él nunca se rompió ni se rindió.

Recordó las palabras de determinación que él le había dicho justo frente a sus ojos.

«Yo sonreiré.»

«No importa cuánto me ridiculicen, cuánto se burlen de mí… o cuánta desesperación enfrente, forzaré una sonrisa.»

«De lo contrario, ni los espíritus ni la diosa del destino nos sonreirán.»

La sonrisa de Argonauta existía por esa razón.

Un remedio milagroso capaz de disipar las tragedias.

Un fragmento de sol que se transmitía, se expandía y viajaba entre todos.

Por las sonrisas de los demás, el joven sonreía y desempeñaba el papel de un «payaso».

—Si es por eso, con gusto me convertiré en un «peldaño». ¡Seré el «fundamento» de los verdaderos héroes para las sonrisas de todos! —Argonauta se dio la vuelta.

En su rostro había una sonrisa.

Esa misma sonrisa que Olna y los demás habían visto tantas veces, una sonrisa que florecía incluso en las peores adversidades.

Ante la verdadera naturaleza del «payaso», los labios de Olna comenzaron a temblar.

No era un sacrificio personal, sino exactamente los «fundamentos».

Aunque no pudiera convertirse en un verdadero «Héroe», despertaría a los «Héroes» que aún dormían.

Por eso, debía completar esta «Cacería del Toro» con sus propias manos y convertirla en una «Comedia».

Una comedia alegre que acompañaría con su mejor sonrisa.

—…¿Ese es tu «Mito Heroico»?

—Sí. La «semilla» ya ha sido sembrada. Ahora solo queda que el payaso baile y dé pie a que los héroes se levanten.

—…¿Es por eso que escribes tu diario?

—Sí. Es la crónica de un hombre ridículo que no pudo ser un héroe. Una huella para inspirar a otros, para que sepan que incluso un hombre como este logró «hazañas».

Con un susurro, Olna le hizo preguntas una y otra vez.

Cada vez, Argonauta respondía con una sonrisa, como si no fuera algo de importancia.

—No necesito que quede algo de mí para la posteridad. Con que un «Héroe» más lo lea… con que alguien más sonría, eso será suficiente.

Olna no podía contener el temblor que se filtraba incluso en su respiración mientras lo miraba a esos ojos carmesí.

—…¿Y ese sentimiento no lo escribirás?

—No necesito plasmar pensamientos tan lúgubres. No son necesarios para las sonrisas.

Olna sintió que el aire no llegaba bien a sus pulmones.

Sus sentimientos eran tan hermosos, tan deslumbrantes… y, al mismo tiempo, tan solitarios.

Aunque no estaba solo, parecía estar a una distancia inalcanzable.

Aunque siempre bailaba como un payaso sobre el escenario, no importaba cuánto extendiera la mano, no podía alcanzarlo.

Desde su lugar en la audiencia, ella solo podía observarlo.

—¿Ahí… es donde está tu felicidad?

Su voz estaba húmeda.

Algo brotaba desde lo más profundo de su corazón.

Mientras contenía las lágrimas que amenazaban con caer por las comisuras de sus ojos, sintió que debía hacer esa pregunta.

—Por supuesto. No tengo intención de abandonar a ese «uno» que soy yo.

Esas palabras eran toda la verdad de Argonauta.

Era un joven tan obstinado, egoísta y amante de las apariencias como Olna, pero con un toque de terquedad y, sobre todo, con la sonrisa más amable que nadie pudiera ofrecer. Así era Argonauta, y esa era la promesa que ofrecía.

La felicidad de devolver las sonrisas que él había recibido a lo largo de su vida a otras personas.

—No necesitamos tragedias ni desgracias. Convirtámoslo todo en una «Comedia». Por eso… —Argonauta miró a los ojos de Olna y le hizo una promesa—. Déjame ir, Olna.

—…… —La chica cerró los ojos lentamente.

Detrás de sus párpados vio una vela blanca.

Una embarcación atravesando un océano azul intenso.

Una valerosa «nave de héroes» que avanzaba hacia el horizonte luminoso, sin importar cuántas tormentas la azotaran ni cuán oscura se volviera la noche.

Algo resonaba en su interior.

Era el eco de un futuro en el que esa nave alcanzaba un puerto llamado esperanza, mostrando al mundo el tesoro del optimismo.

Humanos, gente bestia, elfos, enanos, amazonas, y gente pequeña ondeaban banderas desde la borda del barco.

¿Podías escuchar la canción de los héroes en combate?

La escucho…

Más allá, guiados por un «líder», aparecía el brillante paisaje del «Mito Heroico» que Olna veía y oía tras sus párpados cerrados, mientras contenía sus lágrimas.

La chica ya no intentó detenerlo.

El payaso había subido al último escenario.

Las antorchas ardían.

El rojo brillante cortaba la oscuridad y esparcía chispas, iluminando aquella vasta sala.

Era un lugar digno de llamarse «Cámara del Altar».

En el centro de la gran sala se alzaba un altar de piedra decorado con grabados de un hombre-toro, situado sobre varios escalones.

Alrededor, numerosas antorchas ardían con fuerza, y sobre el suelo de piedra cuidadosamente dispuesto, había manchas secas de sangre.

Eran los rastros de los sacrificios que alguna vez se habían ofrecido allí.

Y ahora, también señalaban el destino que aguardaba a la chica.

—……

Con la mirada baja, Ariadna estaba sentada sobre el altar, con las piernas dobladas.

Había perdido una cantidad considerable de sangre, y su bello rostro mostraba un tono más pálido.

A pesar de eso, la chica mantenía una postura digna y valiente. Incluso con las manos y pies encadenados, su porte seguía siendo noble.

—…Está viniendo.

Su cabello dorado ondeaba mientras sus pestañas temblaban ligeramente.

En la tenue luz de las antorchas, que temblaban como si también sintieran miedo, un estruendo resonó, y una sombra gigantesca llegó a la «Cámara del Altar».

Aquello era el final de Ariadna.

El símbolo del destino que había visto una sola vez en su infancia y que, desde entonces, la perseguía en pesadillas: el aterrador monstruo toro, el Minotauro.

—…Siempre estuve esperando algo. Desde que era pequeña, siempre esperé que alguien viniera a salvarme, —murmuró Ariadna, mientras el Minotauro se acercaba lentamente.

Alzó una mano temblorosa, incapaz de expulsar por completo el miedo, y miró sus dedos, teñidos de un rojo brillante.

—Que un «Héroe» apareciera frente a mí… Hasta el final, dejando este tipo de «hilo» como esperanza.

Las gotas carmesíes cayeron, manchando su ropa blanca.

Sin embargo, eso ya no importaba. Era algo insignificante.

Con un sonido metálico, las cadenas que ataban sus brazos resonaron mientras bajaba la mano.

—Pero ya está bien. Si esto es un «destino» inevitable, entonces lo aceptaré.

El Minotauro puso una pata en el altar.

El final de Ariadna subía escalón tras escalón hacia ella.

De repente, sus ojos se detuvieron en el filo de un hacha de doble hoja, cubierta de manchas de sangre seca.

Solo podía rezar para que esa sangre no fuera de aquellos que conocía.

Finalmente, el enorme cuerpo del Minotauro se detuvo frente a ella.

Ariadna alzó la mirada hacia la criatura.

—Ven, Minotauro. Con este sacrificio, trae aunque sea un poco de paz.

—«¡Fuuuuuuuhhh!»

Un aliento áspero y cargado de un olor a sangre golpeó su piel como una ráfaga violenta.

La «cadena» envuelta alrededor del cuerpo del monstruo comenzó a brillar. Aquella luz violenta pero sagrada le recordó a su propio padre.

No albergaba rencor.

Tampoco amor.

Hasta el final, el Rey Lakrios solo la había visto como una pieza más en el engranaje de su reino, como una herramienta para el sacrificio. No había existido afecto en esa relación.

El rey siempre había sido un gobernante frío, cruel y maldito por el destino. Igual que Ariadna.

No había compasión, ni lástima.

Su corazón no pertenecía al rey, ni mucho menos al monstruo frente a ella.

Como princesa, ya no tenía nada que ofrecer. Solo quedaba la simple Ariadna, la chica que, en su último pensamiento, evocó a una única persona.

—Por favor, por él… que todo esto sea para algo… —Frente a la grotesca mandíbula que se abría de par en par, Ariadna cerró los ojos.

Sabía que sería devorada, que su cabeza sería masticada y su cuerpo tragado.

En el momento en que Ariadna, con dignidad, se preparaba para aceptar su final tan atroz hasta el último instante, algo ocurrió.

El rugido del fuego resonó.

—«¡¿Ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooh?!»

—¿¡!?

Desde los pies del Minotauro, una explosión de llamas, como un volcán en erupción, se desató.

El monstruo lanzó un grito desgarrador mientras una oleada de calor abrasador emergía frente a Ariadna, quien, incapaz de contener su sorpresa, abrió los ojos de par en par.

El Minotauro, envuelto en llamas, se retorcía en agonía, agitando sus gruesos brazos de un lado a otro antes de caer rodando fuera del altar.

La vista de Ariadna, ahora despejada, no se encontró ni con las antorchas ni con el vacío del amplio salón.

—Tu voz tiembla. Aunque me gusta ese lado vanidoso de ti, preferiría que simplemente me llamaras.

Allí, ante sus ojos, estaba la figura del «payaso» de cabellos blancos, clavando una espada mágica carmesí en el suelo.

—Solo tienes que decirlo, así, mira, «Ayúdame».

—…………

Con una sonrisa que no había cambiado desde aquel entonces, Argonauta estaba allí, de pie.

Ariadna, incrédula, contuvo el aliento. Ante su mirada atónita, el hombre que había seguido el «hilo rojo» había llegado a la «Cámara del Altar».

—Princesa… tu «Héroe» ha llegado.

Con firmeza, Argonauta desenterró la espada mágica y avanzó directamente hacia el altar.

—He venido a destrozar ese «destino» que te ata.

Empuñando dos espadas, con una armadura digna de un héroe, y a pesar de sangrar por sus propias heridas, avanzó hasta donde estaba la joven. Extendió la mano hacia Ariadna y, con un relámpago invocado, rompió las cadenas que la aprisionaban.

Los ojos de la chica, ahora libre, se llenaron de lágrimas.

—…No puede ser. ¿Por qué? ¿Por qué has venido? —Con manos temblorosas, como si quisiera confirmar que no era una ilusión, envolvió las palmas de Argonauta entre las suyas.

Había calor.

Había temperatura.

Una ardiente calidez, mezclada con la sangre que fluía, le transmitía vida.

Los hermosos ojos azules de Ariadna no pudieron contenerse más y una lágrima cayó silenciosamente.

—Estás hecho un desastre… Pareces a punto de colapsar. No quería verte así… ¡No quería que terminaras así! —Mientras su cuerpo temblaba una y otra vez y reprimía los sollozos, Argonauta, aun sosteniendo la mano que Ariadna había envuelto, la apretó con fuerza.

—Princesa, ¿qué puedo hacer para hacerte sonreír?

—¿Eh…?

—Quiero ver tu sonrisa.

—¡! —Ariadna alzó la mirada hacia él.

El joven que sonreía amablemente frente a ella limpió suavemente las lágrimas transparentes con su mano izquierda.

—Princesa, yo no tengo talento. No soy alguien digno de ser llamado héroe. Soy, sin lugar a dudas, un simple payaso.

—Ar…

—Por eso, si no logro hacer sonreír al menos a una persona, no sabré por qué nací.

Esa noche en la que Ariadna fue llevada al castillo, sus mejillas también estaban empapadas en lágrimas.

La expresión que había mostrado en ese entonces era pura tristeza, derramada únicamente por Argonauta.

Argonauta nunca, ni una sola vez, había visto la sonrisa de la joven.

—Aria… ¿dónde está tu sonrisa?

Al escuchar su nombre, Ariadna inclinó la cabeza una vez más.

Las lágrimas no desaparecieron.

Los sollozos tampoco parecían detenerse.

Sin embargo, el calor que sentía en su pecho parecía derretir la tristeza que la envolvía.

Con la mano derecha del joven firmemente sostenida contra su pecho, lentamente levantó el rostro.

—…Aquí está.

Junto con las lágrimas que caían, apareció una sonrisa.

Una sonrisa mojada con lágrimas, igual que aquella noche.

Pero esta vez era diferente. Esta vez era una «sonrisa sincera», nacida del fondo de su corazón.

—Aquí está, justo frente a ti, que viniste a salvarme. —Con ternura, Ariadna susurró los sentimientos que guardaba en su pecho, dirigiéndose al payaso, ahora desaliñado y destrozado—. Estoy feliz. Gracias. …Te amo, mi héroe ridículo que vino a salvarme.

El payaso que no podía salvar a «diez», ese día se convirtió en el héroe de la joven.

El único e inigualable héroe que podía salvarla a ella, a ese «uno».

—…Ah, qué sonrisa tan hermosa. —Entrecerrando los ojos al contemplar la bella sonrisa de la joven, Argonauta también rompió en una amplia sonrisa—. ¡Siempre quise ver eso! ¡Al fin logré hacerte sonreír!

El ruidoso payaso había regresado.

Su canto, más propio de un payaso que de un príncipe que rescata a una princesa, provocó aún más risas en la joven. Y, como resultado, el solemne altar terminó transformándose en el escenario de una comedia.

—¡Ahora sí, no me queda nada pendiente! ¡La historia del héroe Argonauta: aquí se acaba! —Extendió los brazos como para dar fin a su acto, y, aprovechando el momento, abrazó descaradamente a la princesa, quien se sonrojó intensamente.

Sin embargo, justo cuando estaba a punto de escribir la palabra «fin» en su propia crónica… algo inesperado ocurrió.

—¡¿Ngh?!

Detrás del payaso apareció una gigantesca sombra negra.

—¡Oye, detrás! ¡¡Detrás!! ¿¡Es el minotauro!? —Ariadna lanzó un grito mientras señalaba, tirando por la borda toda emoción de asombro o cariño en ese momento.

Sin perder tiempo, Argonauta se apartó rápidamente con la joven aún en sus brazos, justo cuando un hacha de doble filo se abatía sobre ellos.

El golpe destrozó el altar en mil pedazos y sacudió toda la sala.

—¡Vaya impaciente, eh, guerrero toro! Aunque no soy quién para decirlo, ¿podrías al menos captar un poco el ambiente? —Saltando hacia el suelo desde la base del altar, Argonauta retrocedió con un ágil movimiento, mostrando una sonrisa desafiante mientras hacía a un lado sus propias acciones impulsivas.

Dejó a Ariadna en el suelo y lanzó una mirada rápida hacia el sonido de pasos que se escuchaban detrás de él.

—¡Ustedes dos! ¡Encárguense de la princesa!

—¡Sí, hermano!

—¡Feena! ¡Y Olna!

—¡Ariadna, por aquí!

Feena y Olna llegaron finalmente a la «Cámara del Altar».

Siguiendo el avance relampagueante de Argonauta, quien había llegado primero para garantizar la seguridad de Ariadna, las dos chicas se unieron a la escena para escoltarla.

Mientras Feena y Olna la llevaban hacia un lugar seguro, Ariadna, con una mezcla de melancolía y esperanza, miró la espalda del joven que ya estaba de nuevo mirando al frente.

Así, escapó hasta la entrada de la «Cámara del Altar».

Mientras sentía que la presencia de las tres se alejaba, Argonauta cerró los ojos.

Inspiró profundamente y exhaló lentamente.

—Aguanta, cuerpo mío… Sólo un poco más. Déjame seguir siendo el payaso un instante más…

En respuesta a sus palabras, apenas un susurro para cualquiera excepto él, se manifestó el «Poder del Espíritu».

¡Chispas! Un relámpago estalló, y en ese instante, Argonauta abrió los ojos de golpe.

—…¡Te hice esperar, minotauro! ¡Estoy listo para agarrar al toro por los cuernos, archienemigo mío! —Con una voz resonante y palabras desafiantes, avanzó.

En el centro de la sala, el enorme toro que había destruido el altar giró lentamente y dirigió su imponente mirada hacia él.

—«¡Groooohhh…!»

—¡Te reto a un nuevo combate! ¡Ahora que he salvado a la princesa, ya no tengo nada que temer!

El rugido del monstruo, incapaz de entender palabras humanas, no detuvo el discurso audaz del payaso.

Con las dos espadas aún en sus vainas, extendió ambos brazos y comenzó a avanzar a paso lento.

—¡Después de haber visto la adorable sonrisa de la princesa y escuchar que me dijo «¡Argonauta, te amo, me encantas, cásate conmigo!», no hay nada imposible para mí ahora!

—¡¡Yo no dije todo eso!!

Desde la distancia, una voz airada interrumpió sus palabras, lanzándole un grito que cortó su momento dramático.

Ignorando por completo a Ariadna, que se encontraba al fondo ruborizada, y a Olna y las demás, quienes lo miraban con una mezcla de desconcierto y resignación, Argonauta extendió su mano derecha como si estuviera invitando al minotauro a un baile.

—¡Vamos, vamos! ¡Un duelo solo entre tú y yo! ¡¡Un combate exclusivo nuestro!!

—«¿Uuuh…?»

—¡Lo que está a punto de comenzar es el duelo de espadas supremo! ¡Un carrusel eterno que será contado por generaciones, nuestra danza eterna!

El minotauro, al ver la sonrisa grabada en el rostro de Argonauta, soltó un gruñido confundido.

El gran monstruo, atado a la dinastía Lakrios desde hace tres generaciones y con más de un siglo de vida, se encontró, por primera vez, desconcertado ante un oponente que no tenía sentido.

—¿El minotauro… está confundido? —Feena, al notar la escena, también quedó perpleja.

A su lado, Olna abrió la boca lentamente para hablar.

—…Hasta ahora, siempre hubo quienes lanzaban su ira y odio al minotauro. También quienes gritaban con terror y desesperación.

—¿Eh?

—Pero jamás hubo alguien que le «sonriera».

La semielfa dirigió su mirada hacia Olna, sorprendida por sus palabras, y comprendió lo que seguía.

—Él es el primer oponente del minotauro. El primer «enemigo» que ha encontrado.

Ariadna también miró hacia adelante, en aparente acuerdo con Olna.

Nadie, hasta ese momento, había sido capaz de enfrentarse a esa enorme y aterradora bestia sin sentir miedo.

Aquel ser que devoraba todo y asesinaba indiscriminadamente no había conocido una sonrisa dirigida hacia él, excepto por quienes, ya rotos y desquiciados, habían perdido la cordura.

Incluso Ariadna, siendo parte de la realeza, solo había aceptado su destino con resignación, incapaz de esbozar una sonrisa frente a tal monstruosidad.

—…Por fin entiendo. Argonauta no es un guerrero, es un «narrador». No es alguien que lucha, sino alguien que «baila, canta y da inicio a historias absurdas». —Olna observó al hombre que ahora se comportaba como si estuviera en medio de una ópera, y le otorgó ese título. Lo describió de esa manera.

Era el comienzo de una historia, y estaba segura de que una nueva página estaba siendo escrita en ese momento.

—El «Teatro» de Argonauta ha comenzado.

Las llamas de las antorchas parecían agitarse como si respondieran a la voz del hombre.

Los restos de las ascuas de la espada mágica que seguían flotando en el aire iluminaron el escenario.

Sus movimientos eran exagerados, su lenguaje corporal expresivo.

El payaso comenzó a hablar alegremente, sin detenerse.

—¡El problema fue que antes estaba actuando demasiado trágico! ¡Me preocupé tanto por la princesa que olvidé ser yo mismo! —Cerró los ojos, asintiendo con teatralidad.

Luego, golpeó el suelo con el pie y giró con gracia, haciendo que su capa, desgarrada y maltrecha, se inflara y emitiera un sonido de aleteo al moverse.

—¡Ríe con alegría, ríe con lo absurdo! ¡Y deja que todos se rían mientras se retuercen de la risa! ¡Vamos, minotauro, ríe tú también!

El minotauro, que hasta ese momento había estado desconcertado, detuvo sus movimientos y fijó su mirada en el hombre.

Ese humano de cabello blanco, con ojos rojo carmesí brillando intensamente, le devolvió una sonrisa desafiante.

—¡Este será nuestro último «acto cómico»!

Por supuesto, un monstruo no podía entender el lenguaje humano.

Las palabras del hombre no tenían sentido para la gran bestia.

Sin embargo, el minotauro comprendió el significado de aquella sonrisa grabada en el rostro de su oponente.

Las comisuras de su boca se alzaron, mostrando los dientes en una mueca grotesca.

El minotauro flexionó sus rodillas y se impulsó en un salto.

—¿Acaso… el minotauro…?

—¿Está… riendo?

Con un fuerte estruendo que sacudió el suelo, el minotauro aterrizó frente al hombre, dejando un espacio justo entre ambos.

Feena y Ariadna quedaron boquiabiertas, incapaces de procesar lo que acababa de ocurrir en un instante.

Mientras tanto, Argonauta ensanchó aún más su sonrisa.

—¡Oh, dioses del cielo! ¿Son capaces de contemplar esto? ¡Si están enterrados en la tierra, apártenla y miren! ¡Espíritus, préstenme su poder! ¡Deje que teja la más sublime de las historias! —Con un brazo extendido hacia lo alto, Argonauta señaló al cielo con firmeza.

El trueno rugió, y las llamas nacidas de la sangre espiritual de la espada mágica danzaron a su alrededor, celebrando la ocasión.

—¡Este es nuestro «Mito Heroico»! Una historia que habla la derrota de un toro… ¡o de ser derrotado por él! —Desenvainó sus armas.

En su mano derecha sostuvo la «Espada del Trueno» y en la izquierda la «Espada Mágica de Fuego».

Mientras los relámpagos y las llamas rugían majestuosos, el toro de guerra levantó su enorme hacha de doble filo, listo para el combate.

El héroe y el monstruo.

La princesa y el laberinto.

Las dos espadas contra la gigantesca hacha.

Todos los elementos de una «historia de origen» estaban reunidos en ese lugar.

—¡Contemplen! ¡El choque entre fuerzas opuestas, una lucha heroica llena de risas y tragedias!

El rugido ensordecedor del toro llenó la sala.

Con las dos armas en posición y cada fibra de su ser cargada con la fuerza restante, el payaso declaró el inicio del duelo final.

—¡Vamos… a la batalla decisiva!


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