Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 7 Invierno del Decimoquinto Año Parte 1
Formación de Grupo
Los aventureros vienen en todas las formas y colores: aspirantes a héroes del campo, mendigos empobrecidos en busca de una vida mejor, criminales exiliados, nobles disfrazados, etc. Todo vale, hasta el punto en que aquellos que pueden hablar libremente sobre su pasado son relativamente respetados solo por ese hecho.
Personajes dispares, creados según los intereses de cada jugador, pueden reunirse como un grupo en una taberna, al aceptar la misma misión o —cuando la historia debe avanzar— porque, casualmente, todos fueron amigos de la infancia.
El festival de otoño se celebraba cada año justo antes de los duros meses de invierno; era un derroche de abundancia para contrarrestar la escasez de las raciones secas que vendrían después. Como resultado, quedaban pocas provisiones para agasajar el inesperado regreso del joven a su hogar.
Aun así, la gente del cantón reunió lo que pudo, y los líderes del pueblo, obligados a corresponder el entusiasmo de sus ciudadanos para no perder prestigio, cedieron y aportaron más para avivar las festividades. En cada casa había frascos de chucrut en fermentación, que se llevaron sin reservas; los aldeanos recogieron frutas y verduras que simbolizaban la última gran cosecha del otoño y ahora adornaban las mesas del ayuntamiento; y, por supuesto, como en todo buen festín imperial, una montaña de salchichas estaba apilada para compartir entre todos.
También había suficiente alcohol como para llenar un lago, pero eso era principalmente obra de Johannes y su familia, quienes estaban en pleno auge. En los pueblos apartados, los más acomodados siempre estaban bajo la presión de compartir su riqueza para evitar ser acusados de avaros. Para sus conciudadanos, esto no era un capricho de un ricachón pretencioso: cualquiera que invitara a los demás a beber hasta perder el sentido era, sin duda, un verdadero héroe.
—Argh… Realmente me lo perdí.
Mientras los más jóvenes rodeaban a los héroes de la noche, lanzando preguntas descaradas y estallando en carcajadas, las mujeres se reunían en los rincones de la sala, disfrutando tranquilamente de la comida y la bebida inesperadas.
—¿Mmmm? ¿Perdiste qué?
—A Erich, duh. ¿Quién iba a pensar que volvería a casa siendo rico? —Como todos los demás a la vista, una joven llamada Hilda estaba completamente borracha. Torpemente jugaba con su tenedor, pinchando un trozo de salchicha, y su sonrojo era tan intenso que delataba por sí solo su embriaguez.
—Oooooh… Sí. Ni siquiera pensé que volvería en absoluto.
Junto a la ebria Hilda estaba su compañera de juerga, Alicia, igualmente embriagada con hidromiel.
Las dos tenían la misma edad que Margit, pero no era su única similitud: todas seguían solteras. Aunque el amor era más fácil de buscar para los habitantes del cantón que para la nobleza, no era tan libre como lo era para los vagabundos de las calles de la ciudad. No era difícil encontrar un muchacho, sino encontrar uno que encajara en su estrato social; por eso aún no se habían emparejado con nadie.
Dicho esto, no todo era pesimismo. Hilda era la única hija de unos granjeros lo bastante prósperos como para emplear a varios aparceros en su propiedad; sus parientes lejanos acabarían entregándole un buen segundo o tercer hijo en el momento oportuno. Alicia, por su parte, pertenecía a una de las pocas familias certificadas para criar gusanos de seda y, como hija mayor, no tardaría en recibir ofertas de prósperos mercaderes que buscaran su mano.
Sin embargo, eso no cambiaba el hecho de que seguían solteras. Sí, podían decirse a sí mismas que el momento no había coincidido o que no habían recibido buenas ofertas, pero en el Imperio, llegar a los dieciocho sin casarse era estar al borde de parecer no deseada. En dos años más, se consideraría que habían perdido su oportunidad. En momentos como este, envidiaban la libertad que tenían aquellos por debajo de su clase.
Los hijos de familias de granjeros pequeños o medianos podían acercarse y distanciarse a su propio ritmo. Los impuestos matrimoniales hacían que no pudieran casarse sin pensarlo, pero tenían pocas barreras en cuanto a expectativas sociales entre otros campesinos, algo que pesaba demasiado en las jóvenes relativamente privilegiadas.
Los campesinos nunca dirigían su atención romántica hacia arriba, y por lo tanto, la élite del cantón jamás miraba hacia abajo. De hecho, las hijas de familias más acomodadas solían despreciar las relaciones basadas en la emoción… excepto una.
Garantizada un futuro estable estaba la hija mayor del cazador oficial del magistrado: Margit.
Dentro de Konigstuhl, Johannes gozaba de un estatus respetable, pero en última instancia, solo era un granjero de nivel medio: no empleaba aparceros. Su cuarto hijo normalmente sería una opción difícil de aceptar para alguien del nivel de Margit.
Si Erich hubiera sido un chico común, cuyo afecto la aracne hubiera basado solo en un capricho, docenas de otros en el cantón habrían protestado: ¿por qué conformarse con el hijo menor de un granjero mediocre cuando su segundo o tercer hijo estaba disponible? Casarse con una familia que recibía su trabajo directamente del magistrado era una gran ventaja.
Sin embargo, el muchacho tenía suficientes méritos como para disipar cualquier duda. A los cinco años, había aprendido los himnos de la iglesia; tenía suficiente talento para la carpintería como para mantener a su familia con ello; era tan inteligente que había aprendido la lengua palaciega no asistiendo a la escuela, sino simplemente gracias a las lecciones privadas de su amiga de la infancia.
Pero era más conocido por haber soportado el infame entrenamiento de la Guardia, tan duro que los habitantes del cantón estaban convencidos de que un día no sería reclutado como reserva, sino como guardia a tiempo completo. Aunque él mismo no parecía darse cuenta, había dejado una fuerte impresión en las autoridades de Konigstuhl como un joven competente y de buen carácter.
Era como un cuento de hadas hecho realidad: un joven que superaba valientemente todas las pruebas, ganándose el derecho de estar junto a su primer amor. ¡Pero, ay!, el destino es cruel, y los separa. ¿Cómo podría un simple campesino esperar regresar después de servir en la capital?
—Me pregunto cuánto cuesta estudiar magia con un noble…
—Ummmm… ¿Tal vez cinco dracmas?
—Eso es calderilla para un noble. Escuché que es más difícil que la escuela del magistrado, tan difícil que, si te gradúas, te conviertes en burócrata. ¡Un oficial imperial! O sea, serías el que da órdenes a los magistrados.
—¡Whoooa! Entonces… ¿quizás diez dracmas?
—No, seguro que es tanto dinero que unas paletas como nosotras ni siquiera podemos imaginárnoslo. Y además hay que pagar la comida y esas cosas. Apostaría a que vivir como un noble cuesta dinero hasta para respirar.
Aunque no tenían cifras exactas, su percepción era acertada. Convertirse en aprendiz de un noble con la promesa de llegar a serlo uno mismo —dejando de lado la posibilidad de terminar como profesor— costaba una fortuna tan inmensa que ni siquiera si un granjero pudiera reiniciar su vida una y otra vez lograría reunirla.
La verdad sea dicha, solo el atuendo diseñado para el debut de Elisa en la alta sociedad había costado significativamente más que los impuestos de todos los hogares del cantón juntos. Una buena parte de ese gasto provenía de la influyente y entusiasta Lady Leizniz, quien se había esmerado en ofrecer lo mejor a la joven magus en formación, pero aun así…
En otras palabras, los habitantes de Konigstuhl conocían a Erich como el chico capaz de ganar semejante cantidad de dinero . Había regresado vistiendo ropas de alta calidad, con el cabello cuidadosamente arreglado y montando un majestuoso caballo, por el amor de los Dioses. Su regreso había sido más triunfal que el de los caballeros de brillante armadura en las empalagosas historias de amor.
—Para que lo sepas, yo también fui una especie de hermana mayor amable para él. Cuando éramos niños, solíamos jugar a zorros y gansos, ¿sabes? Y también éramos mamá y papá cuando jugábamos a la casita.
—Ooooh, así que a eso te referías cuando dijiste que habías perdido tu oportunidad.
Alicia observó cómo su amiga hundía el tenedor con amargura en una salchicha y sintió una extraña sensación de lástima. Hilda no era una mala chica. Solo tenía demasiados privilegios, y su frustración la había convencido, en retrospectiva, de que había dejado escapar un gran partido cuando, en realidad, ni siquiera había intentado lanzarse.
El chico era simplemente un huevo de Colón[1]. ¿Cómo iba a saber alguien que el cuarto hijo de un granjero terminaría ganando una suma de dinero literalmente inimaginable para sus pares en apenas tres años?
—Me pregunto si todavía podría acercarme a él… Digo, se ha puesto realmente apuesto.
—Ooooh, te entiendo. Siempre se pareció mucho a la Señorita Helena.
Así que, mientras el chico lidiaba con sus bulliciosos hermanos, las mujeres solteras lo vigilaban como halcones. No sabían por qué había regresado, pero si planeaba quedarse un tiempo, esta podía ser su oportunidad.
Bueno, podía serlo, pero no lo era.
—¿De qué estarán charlando ustedes dos?
—¡Eep!
—¡Wah!
Un espectro silencioso se había deslizado entre ellas. Apareciendo como si surgiera de la nada, una cabeza se asomó entre Hilda y Alicia, mientras un brazo se posaba sobre los hombros de cada una. Un escalofrío helado les recorrió el cuello como el filo del acero… No, esperen, eran solo tarros de estaño, enfriados por el aire invernal.
Sin embargo, por un momento, ambas creyeron de verdad que eran dagas; se sintieron como ciervos y jabalíes listos para ser colgados como trofeos de caza.
—¡Ma-Margit!
—Esta es una noche de alegría, —dijo la aracne con una sonrisa radiante—. Sería un desperdicio pasarla melancólicamente, picando salchichas frías. ¿Brindamos?
Un sudor frío les recorrió la espalda al comprender la situación. Alrededor de ellas, las demás chicas solteras y jóvenes viudas que habían estado cuchicheando de manera similar ahora guardaban silencio. En su lugar, las mesas estaban más calladas que en un velorio.
Las piezas encajaron al instante. Alguien estaba apagando los ánimos antes de que pudieran siquiera avivarse, y ellas habían sido vistas como una chispa.
Un leve tintineo sonó en sus oídos. Provenía del auricular rosado que la cazadora siempre llevaba puesto, el mismo que compartía con la figura central de la fiesta de esa noche.
—Ja-ja, ja, ja. Oh, por favor, Señorita Margit. Nuestra conversación difícilmente tenía importancia, ¿no es así?
—E-exacto. Charlas frívolas, nada más.
Con sonrisas forzadas y recurriendo al habla palaciega sin que nadie lo pidiera, ambas intentaron escabullirse. Por desgracia, Alicia cometió un error con sus palabras.
—¿Frívolas, dices? Entonces, sin duda, no te molestará que me entrometa. Al fin y al cabo, las tres hemos sido amigas desde la infancia, ¿verdad?
¡Es que eres idiota! Hilda le dirigió una mirada fulminante a su amiga.
¡Lo siento! Alicia chilló en su interior.
[Consejo] No importa la época, la gente cantará sobre las libertades románticas de quienes no tienen nada.
El día después de mi torpe bienvenida a casa, me encontraba partiendo leña en el patio delantero de mi hogar.
—Oww…
Frotándome las rodillas adoloridas entre cada golpe, apilaba tronco tras tronco sobre un tocón para partirlos en leña con mi hacha. Sentarse sobre los propios pies era la postura tradicional de un rhiniano culpable mientras lo regañaban, y ahora mis piernas estaban completamente dormidas después de pasar horas en esa posición.
Había aprendido que el propio Emperador Richard popularizó esta costumbre al imponérsela a sus vasallos, bajo la idea de que las lecciones se grababan mejor en el cuerpo cuando se sufrían físicamente. Pero, francamente, sentía que el Emperador de la Creación nos había hecho un flaco favor. Los mensch rhinianos no estábamos hechos para permanecer así por tanto tiempo, maldita sea.
No hacía falta explicarlo: mi padre, mis hermanos y yo habíamos recibido una buena reprimenda de las mujeres de la casa, y viejo que estaban listas para dárnosla.
Primero, mi madre dijo que estaba feliz de verme, pero enseguida empezó a gritar que no me había criado para ser el tipo de idiota que se va de borrachera antes siquiera de dejar su equipaje. Cuando intenté defenderme, se enfureció aún más, exigiendo saber qué clase de adulto era si no podía resistir la presión de grupo. Y tenía razón, así que acepté mi regaño en silencio por el resto del sermón.
Mirando en retrospectiva, muchos de mis peores momentos fueron resultado de no establecer mis límites con firmeza: todo, desde los encargos de Lady Agripina hasta lo ocurrido en el camino de regreso, aplicaba aquí. Con una mejor reacción, podría haber evitado a los borrachos exigiendo primero que me dejaran ir a casa a cambiarme.
Naturalmente, después de mí, mi padre y mis hermanos recibieron una reprimenda aún peor, tan brutal que la mía parecía un regaño cariñoso en comparación. Sus esposas los atacaron sin piedad con preguntas como «¿Es este el ejemplo que quieres dar cuando nuestro cuarto hijo está en camino?» o «¿De verdad entiendes lo que significa ser padre de cinco?». Aunque nunca había estado en su lugar, usar su paternidad en su contra parecía haber sido un golpe devastador para mi padre y Heinz.
Pero, bueno, ellos habían soltado dinero para hacer la celebración aún más grande de lo que ya iba a ser. Ni siquiera podía defenderlos aunque quisiera.
A los gemelos tampoco les fue mejor. Comentarios como «¿Y aún crees que puedes llamarte familia del jefe del pueblo?» y «Quizás deberías renunciar a tu trabajo con el magistrado antes de avergonzarte con algo así» los destrozaron hasta el punto de darme vergüenza ajena. Y lo peor de todo es que todo era cierto, así que ni siquiera podían abrir la boca para justificarse.
Sí que éramos familia, después de todo, pensé. Cuando los recuerdos de mi vida pasada despertaron en mi infancia, pensé que mi desarrollo emocional estaba completo; pero resultó que, en realidad, sí que llevaba la misma sangre.
Solo hacía falta ver cómo todos nos dejamos llevar por el momento para luego pagar las consecuencias. Éramos copias exactas unos de otros. La sangre es más espesa que el agua, supongo. Algunos dirán que mi impulsividad era un defecto que arrastré de mi vida pasada, pero, vamos, ¡si hasta estaba en la genética familiar! No era solo que estuviera poniendo excusas. Lo juro.
Dejando eso de lado, la reprimenda comenzó desde la primera hora de la mañana y se extendió durante horas. Tanto mi madre como mi cuñada entendían que financiar la fiesta ayudaba a la reputación de la familia, pero también sabían que si nos daban algún elogio, se nos subiría a la cabeza.
Así que sacaron el látigo sin piedad. Y cuando todo terminó, ya no sentía las piernas.
Yo solo había logrado escapar porque la reprimenda había cambiado de tema a Elisa, y aproveché la oportunidad para mencionar que había traído regalos escogidos por la princesa de nuestra familia. Me sentía algo culpable por usar la buena voluntad de Elisa para dejar atrás a mi padre y hermanos, pero, sinceramente, no habría podido soportarlo más.
Aun así, eso no había sido suficiente para borrar mi falta, por lo que aquí estaba, trabajando arduamente al día siguiente de mi regreso. Los demás seguían atrapados dentro de la casa, formando una escena peculiar: dos cabezas de familia exitosas, un futuro yerno del jefe del pueblo y uno de los secretarios personales del magistrado, todos arrodillados en el suelo. Dudaba que pudieran caminar con normalidad por el resto del día.
Por suerte, tuvimos el buen juicio de comprar telas finas y bonitos accesorios para el cabello antes de que yo saliera de Berylin. Junto con las cartas escritas a mano por Elisa y un retrato al óleo de Lady Leizniz —me disgustó de verdad cuando le pedí uno y respondió que podía hacer tantos como quisiera—, los regalos habían mejorado considerablemente el humor de todos.
Elisa y yo nos escribíamos con regularidad, así que no era como si estuvieran escuchando de ella por primera vez, pero poder verla literalmente y notar cuánto había crecido era una experiencia completamente distinta. Los hombres se deshicieron en halagos frente a la pintura, tomándola como prueba irrefutable de que su niña era la más adorable del mundo, mientras que las mujeres se sentían orgullosas y emocionadas de que se hubiera convertido en una dama tan refinada que podía permitirse encargar retratos.
Mi única reserva era que la pintura no era obra de un artista inspirado por su belleza, sino de una glorificadora de la vitalidad no muerta. Así como todos los plebeyos soñaban con ser tomados bajo la tutela del magistrado, cada mujer se permitía fantasear con un príncipe encantador que descubriera su hermosura entre la multitud y la llevara lejos.
Claro que un príncipe promedio no serviría. El caballero blanco de Elisa, hipotético o no, tendría que ser capaz, como mínimo, de derrotarme en un duelo, mimarla más que Lady Leizniz y protegerla con más influencia política que Lady Agripina.
Divagaciones aparte, la pintura sin duda entusiasmaría a mi madre y cuñada sobre cómo estaba Elisa. Ayer todos estaban demasiado ocupados con mi regreso, pero ver una postal suya con un elegante vestido de noche negro adornado con volantes grises seguramente les haría asimilar cuánto había crecido.
En cuanto a los regalos para los hombres… esos podían esperar hasta mañana. Traía cabezales de azadas y arados de un fabricante de alta calidad de la capital, junto con un par de dagas para defensa personal. Pero, fuera de eso, sacar los licores exóticos que había conseguido no haría nada por mejorar su situación en medio de una reprimenda.
—Uf. —Después de partir lo que parecía ser suficiente leña para quedar libre de culpa, sentí un leve cosquilleo. Me gustaría mejorar mi Detección de Presencia, dado lo útil que era, pero tenía otras prioridades para gastar mi experiencia; tendría que esperar.
Hoy, sin embargo, me giré con calma y vi a mi antigua compañera abrigada en un grueso abrigo y en pleno vuelo hacia mí. Al notar que la había visto venir, su expresión se tornó en una mezcla de confusión y sorpresa mientras la atrapaba.
Sosteniéndola por las axilas, la giré en el aire en el sentido de las agujas del reloj, como si fuera una niña, hasta disipar completamente el impulso. De lo contrario, alguno de los dos podría haber salido lastimado.
—Buenos días, Margit.
—Ansioso por sumar puntos en tu marcador, ¿eh?
La sostenía con una sonrisa satisfecha mientras ella fruncía los labios en un puchero decepcionado. En la mayoría, esa expresión habría parecido poco elegante, pero en ella solo la hacía ver aún más adorable; era difícil creer que fuera dos años mayor que yo.
—¿Fuiste condescendiente conmigo porque pensaste que tenía resaca?
—Como si el espíritu del licor alguna vez te hubiera durado más de lo debido. Además, ¿desde cuándo me contengo, eh?
Antes de que pudiera bajarla, Margit deslizó los brazos alrededor de mi cuello y se encaramó en mí como solía hacer siempre. El peso sobre mi cuello se sentía más ligero que antes. Aunque todavía era pequeño, yo había crecido considerablemente desde nuestra infancia: antes me llegaba a la cadera, pero ahora apenas alcanzaba la altura de la separación de mis piernas.
Otro detalle que me llamó la atención fue su encantador sentido de la moda. Las aracne eran lo suficientemente débiles al frío como para que la hubiera visto envuelta en ropa abrigada muchas veces en el pasado, pero esta era la primera vez que la veía con calentadores individuales en cada una de sus patas de araña. Me pregunté si los habría tejido ella misma en los años que estuve fuera.
Más allá de eso, me preguntaba por qué se había abrigado tanto solo para venir a verme tan temprano.
—Bueno, los caballeros te acapararon toda la noche. Pensé que hoy me tocaría a mí escuchar sobre tus viajes.
Le pregunté con sinceridad, y ella respondió igual de naturalmente. Anoche había sido noche de chicos, con la mayoría de las mujeres solo picoteando bocadillos y sorbiendo bebidas. Había sido evidente que Margit me había dejado espacio para divertirme con mis hermanos y viejos amigos.
Si había venido ahora para ponerse al día, yo no tenía ninguna objeción. Eso sí, la casa no era el mejor lugar para charlar en este momento, así que la llevé al establo.
Al entrar, vimos a nuestro viejo caballo de granja, Holter, descansando junto a los Dioscuros. Ni Cástor ni Pólux eran del tipo rudo y bullicioso, así que se llevaban bastante bien.
—Viéndolos de nuevo, tus caballos son realmente majestuosos. Si no me equivoco, ¿son caballos de guerra?
—Así es. Son, osten… uh. Algún tipo de raza militar.
Recordaba vagamente que me habían dicho que eran una mezcla entre los robustos caballos de la región central del continente y los más tranquilos de nuestra región occidental, pero todo esto era información de segunda mano que había escuchado en los establos del Colegio. Me había centrado más en trabajar que en memorizar detalles.
—¿Cuántas monedas de oro cuesta un corcel como este? Debiste haber trabajado duro.
—En realidad, estos dos fueron un regalo de mi ama… bueno, de mi antigua ama. Solían tirar de su carruaje, pero como ya pasaron los diez años de edad, decidió…
Me senté junto al establo y usé parte de la leña que había cortado para empezar a encender una fogata. A pesar del algodón de mi ropa, sentía algo de frío, así que Margit debía estar helándose.
Pensándolo bien, tenerla sentada justo sobre mi regazo era una postura bastante atrevida, pero no sentía ni un ápice de vergüenza al respecto. Supongo que ya era tarde para preocuparme por esas cosas entre nosotros.
La conversación sobre cómo conseguí mis caballos nos llevó a hablar de la época inmediatamente después de que dejé el cantón. Uno a uno, los recuerdos resurgieron y brotaron de mis labios; cada uno demasiado vívido como para olvidarlo jamás.
Ahora que hablaba de ellos, tenía que preguntar: ¿por qué demonios seguía yo con vida? Nada de esto se parecía en lo más mínimo a las tonterías de las que un niño de doce años debería salir indemne.
Apartando de mi mente lo palpable de mi pésima suerte, junté unas hojas y ramitas para usarlas como yesca… cuando me golpeó la epifanía. Esta era mi oportunidad de sorprender a Margit: después de todo, no iba a esconder mi magia de mi compañera.
Le pedí que se alejara y luego conjuré un simple truco de ignición. Una chispa, parecida a la brasa diminuta en la punta de un cigarro, saltó sobre las hojas secas y dio origen a una pequeña columna de humo.
—¡Vaya!
—Je, je, —presumí—. ¿No es genial?
—¡Es maravilloso! ¡No volverás a necesitar una caja de yesca!
Olvídense de los magus de verdad: los magos de la ciudad más cercana se reirían de este simple truco de feria. Pero para Margit fue suficiente para dejarla boquiabierta, ya que no sabía nada de hechicería. Anuncié con una sonrisa satisfecha que había aprendido a usar magia mientras hacía malabares con leños con mis Manos Invisibles.
Su lado competitivo, completamente avivado, la llevó a meter la mano en su abrigo y sacar un collar. Era un accesorio simple: solo un colmillo con un cordón pasado a través. Sin embargo, el diente sobresalía de su pequeña mano como una enorme daga. Pocos animales podían tener colmillos más largos que el dedo índice de un hombre adulto. Esto tenía que ser…
—Un colmillo de gran lobo. El líder de su manada, por supuesto.
Con orgullo, la cazadora me entregó su trofeo. El simple hecho de que lo llevara consigo era prueba de que había sido obra suya. Al abatir una presa especialmente difícil, los cazadores solían llevarse una parte del animal consigo, como si así reclamaran la fuerza que les había dado tanta guerra.
Por el tamaño del colmillo, el lobo del que provenía debía haber sido tan grande como un hombre adulto, si no más. Marcado por las leyendas del infame Rey Gris, el Imperio Trialista tenía una historia de cazar lobos con brutalidad. Hoy en día, los únicos que quedaban eran los más fuertes y astutos. Que Margit hubiera derribado a un enemigo tan formidable era verdaderamente asombroso.
—Se había metido en la franja forestal cerca del pueblo. A los niños les encanta jugar allí, así que estaba decidida a cazarlo cuanto antes.
—Vaya… Vamos, no me dejes con la intriga.
Margit me relató la historia de cómo había rastreado a la bestia y, en mi emoción, le devolví el favor con relatos de mis aventuras en la capital. Fuimos de un cuento a otro, sin quedarnos nunca sin cosas que compartir, incluso cuando el fuego empezó a consumirse. Hablamos y hablamos y hablamos, como si quisiéramos enterrar el tiempo que habíamos pasado separados; bebíamos cada palabra del otro con un ansia insaciable de compañía.
Pero todo debía llegar a su fin. El Sol, apurado por completar su recorrido invernal, ya estaba en lo alto del cielo. Desde las chimeneas de Konigstuhl comenzó a elevarse humo mientras todos preparaban su almuerzo; nosotros también tendríamos que ir a comer.
Sin embargo, ahora que mis cuerdas vocales estaban bien calentadas, esta era una buena oportunidad para decirle algo importante. Sin importar cuánto tiempo lleváramos juntos, sin importar las promesas que hubiéramos hecho, y sin importar lo seguro que estuviera de que ella entendía lo que pasaba, había algo que yo debía decir. No porque el mundo lo esperara de mí, sino porque yo lo esperaba de mí.
Interrumpiendo nuestra animada charla, me puse de pie con Margit en brazos y la coloqué en el lugar donde había estado sentado.
—¿Qué sucede?
Su pregunta no surgía de la confusión, sino de la anticipación: ¿cómo la sorprendería ahora?
Al parecer, ni toda una vida de experiencia me bastaba para llevarle la delantera. Supongo que los hombres torpes y despistados siempre vamos un paso detrás de las damas en el terreno de la intuición emocional.
Si hubiera estado hablando con mi viejo camarada de la capital, habría puesto mi cerebro a toda marcha para hablar con gran dramatismo, pero aunque Margit entendía las frases sofisticadas, no tenía paciencia para la pretensión.
Así que déjame hablar con el corazón.
Me arrodillé para poder mirarla directamente a los ojos. Sus gemas ámbar estaban medio cubiertas por un entrecerrar juguetón mientras me observaba con diversión, esperando ver cómo bailaría en la palma de su mano.
Me armé de valor y pregunté:
—¿Recuerdas la promesa que te hice cuando dejé el cantón?
Soltó una risa clara y respondió con un tono burlón:
—Tendrás que refrescarme la memoria.
Yo me había ido con doce años y vuelto con quince. Ella tenía ahora diecisiete: al borde de ser olvidada y descartada.
Entre los quince y los diecisiete años era la edad promedio para casarse en el Imperio, y cualquiera que se acercara a los veinte prácticamente había perdido su oportunidad. Le había hecho esperar en los años más valiosos de su juventud.
Habría sido fácil pensar que, ya que había esperado hasta ahora, seguramente podría consentirme un poco más. Pero yo no podía hacer eso: aprovecharme de ella sería destruir la confianza que compartíamos. Para apoyarse el uno en el otro, se necesitaban dos.
Margit era amable, pero no era indulgente. Cuando llegaba el momento, había una línea que no cruzaría… ni permitiría que nadie más cruzara.
Margit era fuerte. Muy fuerte.
¿Cómo, si no, podría haberme tenido tan embelesado?
—Terminé mi servidumbre antes de tiempo, tal como prometí.
—Oh, ahora que lo mencionas, sí que recuerdo algo así.
Mirándome desde arriba con una risita alegre, añadió otra provocación: en los últimos tres años, muchos habían ido a su familia en busca de «charlas».
Por supuesto que lo habían hecho. Era una mujer extraordinaria, y ni siquiera era ese su único atractivo. Estaba destinada a suceder a su padre como cazadora personal del magistrado, asegurándose un futuro próspero.
Los rumores sobre alguien que ni siquiera estaba en la ciudad difícilmente disuadirían a los interesados en cortejarla.
Pero ella me encontró a mí antes que a nadie más.
¿Qué más necesitaba un hombre para mantener la cabeza en alto?
—Pero esperaste a que cumpliera mi promesa. Así que, Margit, ¿me dejarías preguntártelo una vez más?
Yo no era tan descarado como para mencionar que ella había sido la que me obligó a prometerlo en primer lugar. Al final del día, lo había hecho por voluntad propia, y había regresado para cumplir mi palabra. Tomar la iniciativa en este momento era lo que significaba ser un hombre.
—Quiero que cubras mi espalda por siempre. ¿Vendrás conmigo en una aventura?
Incliné la cabeza y extendí la mano.
Era todo menos una simple petición.
Era una propuesta.
Las risitas se convirtieron en una risa plena y satisfecha.
El silencio se prolongó, el tiempo suficiente para que sintiera las brasas quemarme en mi sitio.
Hasta que, al fin, tomó mi mano.
—Buen chico. Déjamelo todo a mí.
—…Gracias.
Realmente había tenido suerte con mi amiga de la infancia.
—Te prestaré mi fuerza. Para que las sombras peligrosas no pisen sobre ti; para que tú no pises sobre las sombras peligrosas. Iré siempre adelante para ahuyentar el peligro; me quedaré siempre detrás para velar por ti en tu sueño.
—Entonces yo te seguiré de cerca para que ninguna hoja te alcance. Me pondré al frente para abatir a tus enemigos; me quedaré detrás para proteger tu espalda. Ninguna espada, ninguna flecha, caerá sobre ti.
—Bueno, entonces, —dijo con una risita—, ahora que se ha cumplido un juramento, ¿qué te parece si hacemos otro para reemplazarlo?
Con la agilidad de una bailarina, dio un salto hacia mí y descendió hasta quedar a mi misma altura. Sus ojos se clavaron en los míos, tal como lo habían hecho aquella fatídica tarde, cuando nos habíamos perforado las orejas en aquella colina al anochecer.
—Júrame que lo darás todo, que vivirás la aventura con la que realmente sueñas.
—Te lo juro. No he cambiado desde que tenía doce años. Me convertiré en aventurero, no me romperé ni me doblegaré.
—¿Puedes prometerlo, incluso si murieras en el momento en que lo rompieras? ¿Incluso si yo misma tuviera que matarte con mis propias manos?
—No hace falta que lo preguntes.
Su habitual sonrisa traviesa se desvaneció, dejando solo la tierna expresión de una madre amorosa.
Repitió:
—Buen chico. —Tomando un mechón de mi cabello, posó sus labios sobre él—. Entonces iré contigo, —respondió Margit—. Hasta los confines de la tierra en el oeste; más allá del Mar del Sur; hasta las cumbres nevadas del norte; hasta las arenas del desierto que cubren el este.
—Gracias, —le dije—. Estoy seguro de que cualquier lugar del mundo será maravilloso contigo guiando el camino.
Y así, encontré a mi primer miembro de grupo.
Inseparables y difíciles de hallar, la nuestra sería una gran aventura.
[1] El «huevo de Colón» es una metáfora para una solución ingeniosa a un problema aparentemente imposible, que parece obvia solo después de ser revelada. Proviene de una anécdota en la que Cristóbal Colón hizo equilibrar un huevo al golpearlo levemente, demostrando que lo difícil es tener la idea primero.
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