Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 7 Primavera del Decimoquinto Año
Transición de Escenario
Viajar por el mundo es tarea de héroes, e imitar a los héroes es tarea de aventureros; los aventureros no tardan en dejar atrás sus viejas tierras en busca de algo nuevo.
Las razones para un cambio tan drástico pueden ser muchas: motivos personales (es decir, relacionados con la historia), una atmósfera incómoda en la zona actual (debido a las malas acciones de una campaña anterior) o rumores tentadores sobre una tierra recién descubierta (tal como se describe en el último suplemento), por nombrar algunas.
Los mensch eran de los organismos más frágiles del reino animal en este mundo, pero teníamos dos ventajas. Primero, éramos lo suficientemente adaptables para sobrevivir desde el norte polar hasta los confines del sur con solo cambiar nuestra vestimenta. Segundo, podíamos adaptar prácticamente cualquier avance tecnológico a nuestro físico, si no es que simplemente usarlo por defecto.
—¡Hop! —solté, dando una espoleada a los costados de Cástor. Mi fiel corcel ya tenía sus años, pero eso no le impidió arrancar a todo galope. Tan veloz como siempre, su ritmo era tan rápido que cualquiera con menos experiencia que yo habría salido disparado.
—¡¿No-no puedes… wah… hacer algo… ah… con el vaivén?!
—¡Ya estoy haciendo lo mejor que puedo!
Me incorporé sobre los estribos elevados —adoptando la llamada postura de cuclillas de mono— para reducir la carga sobre el lomo de Cástor y, con suerte, estabilizar mis caderas en el aire para que Margit se mantuviera firme en mi espalda. Esto era un castigo para mis glúteos y mi zona lumbar, pero ni siquiera la postura más óptima lograba hacer que el viaje fuera suave. En mi oído resonó un sonido casi desconocido para mí: mi compañera de la infancia chasqueó la lengua con frustración.
Había fallado. Esa Margit había fallado.
Tal era el destino de la arquería a caballo.
Volviendo al punto sobre los beneficios del cuerpo de los mensch, teníamos dos brazos y dos piernas y nos encontrábamos justo en el punto medio entre las razas más grandes y las más pequeñas. Si alguien inventaba algo útil, era muy probable que solo necesitáramos ajustarlo de tamaño para poder usarlo; después de todo, la mayoría de las herramientas interactuaban con un brazo o una pierna.
Pero quizás nuestra mayor ventaja era que compartíamos nuestras características físicas generales con los verdaderos titanes de la inventiva, aquellos que habían arrastrado la civilización con ellos desde el amanecer de los tiempos: los matusalenes. Como norma, la larga lista de sus contribuciones a la sociedad casi siempre se remontaba a uno de ellos pensando: «Qué fastidio. Inventaré algo que lo haga por mí.» Y luego, simplemente, lo hacían. Naturalmente, a los matusalenes no les importaba lo conveniente que sus soluciones fueran para otras razas; las diseñaban para sí mismos.
Y mira por dónde; nosotros, los frágiles y lamentablemente mortales mensch, éramos quienes cosechábamos las recompensas.
Por otro lado, mi amiga y vecina chica aracne de toda la vida tenía un cuerpo de araña de la cintura para abajo. Montar caballos era un proceso completamente distinto para ella; de hecho, montar bestias de carga en general simplemente no estaba hecho para su tipo de cuerpo.
Obviamente, Margit nunca había necesitado montar un caballo antes, y, por lo tanto, tampoco había disparado un arco a caballo. Con semejante desventaja, ni siquiera la cazadora experta podía presumir de puntería absoluta.
—¡¿Cuántos, —espetó mientras rebotábamos arriba y abajo—. Van… ugh… ya?!
—¡Ni idea!
—¡¿Estás, hngh… seguro de que no estás maldito?!
—¡No recuerdo, hop, haber hecho nada para merecer una maldición!
Margit siguió amartillando su ballesta —una de las orientales que yo había llevado a casa— mientras refunfuñaba, pero ahora que lo mencionaba, tal vez sí estaba maldito. La mala suerte en extremo contaba, ¿verdad?
En fin, nuestra situación no requería muchas explicaciones: nos habían emboscado unos bandidos.
Nos encontrábamos en la frontera occidental del Imperio; en relación con el resto del continente, por fin estábamos entrando en el rincón más al oeste. A solo diez días del encantador pueblo de Konigstuhl, apenas podíamos decir que habíamos llegado a los confines del mundo; de hecho, estábamos más cerca ahora de nuestra capital estatal urbanizada que cuando partimos.
Entonces, ¿por qué demonios había merodeadores aquí?
Cinco hombres, equipados con armaduras mediocres, nos perseguían a caballo. En un principio habían sido seis, pero Margit ya había mandado a uno al suelo.
Desde el primer momento, su aspecto era descaradamente sospechoso: en el mejor de los casos, mercenarios; en el peor, oportunistas que se dedicaban al bandidaje cuando la ocasión lo permitía. De cualquier manera, la mayoría de los criminales no hacían del crimen su único trabajo; las patrullas imperiales los atravesarían con lanzas si lo intentaban.
Estos tipos debieron fijarse en nosotros mientras alimentábamos a los Dioscuros. Cástor y Pólux eran caballos bastante impresionantes para que un par de mocosos los tuvieran. La idea de un gran botín por robar a dos mocosos debió ser demasiado tentadora como para ignorarla.
Parece que calculé mal. Los rasgos Sonrisa Abrumadora y Presencia Imponente que había adquirido solo funcionaban cuando podía Negociar en primer lugar; no servían para evitarme problemas a la distancia. Quizás debería haber elegido una pasiva permanente en su lugar, algo que evitara que me pusieran en la mira sin que me diera cuenta.
Pero, por otro lado, eso bien podría hacer que asustara a gente honesta e inocente sin motivo. Una vez, el mismísimo Sir Lambert intentó ayudar a un niño que se había raspado la rodilla y este se orinó del puro terror. No creo que mi corazón pudiera soportar algo así. Lidiar con indeseables era muy molesto, pero tal era el precio de parecer un tipo afable. Que solo pudiera tener una cosa u otra era tanto decepcionante como irritante.
Los matones de hoy nos habían estado siguiendo desde la distancia durante un buen rato y, en cuanto estuvimos en un camino poco transitado, dieron el golpe. Era un trabajo sencillo: llevarse los caballos y encontrar a alguien que los comprara sin pedir documentos. Pan comido. En cuanto a nosotros, nos enterrarían en algún rincón fuera de la carretera y darían por terminado el día; no es como si alguien notara nuestra desaparición en un mundo sin mensajería instantánea.
Por desgracia para ellos, no éramos unos niños indefensos: íbamos a contraatacar. Margit se encargaba de la ofensiva, mientras yo me enfocaba en la evasión y la huida. Serpenteaba sobre el camino, guiando a Pólux con una cuerda larga. Para ser justos, los bandidos sabían lo que hacían cuando se trataba de robar caballos; todos sus ataques eran no letales… para los caballos, al menos.
Un mal presentimiento recorrió mi cuerpo, así que sujeté las riendas solo con la mano derecha y con la izquierda desenvainé la Lobo Custodio. Por supuesto, desenvainar con una sola mano era absurdo, así que había deslizado una pequeña Mano Auxiliar de manera sutil para que pareciera natural. En un solo movimiento fluido, saqué la espada y corté el lazo que volaba hacia nosotros en un arco.
El sonido de una ballesta disparándose resonó al mismo tiempo, pero el número de enemigos permaneció igual.
—¡Lo siento! —grité—. ¡Me interpuse en tu camino!
—¡No hay problema!
El hecho de que hubiera sacado mi espada había movido a Margit en pleno disparo, ya que estaba en mi espalda. Nuestra sincronización aún no era la mejor; necesitaba cronometrar mejor mis movimientos en torno a los suyos.
—Además…
Sonó un clic mecánico. A mí me tomaba diez segundos cargar la ballesta, incluso con experiencia, pero la tiradora en mi espalda lo había hecho en un instante. Esto iba más allá de la destreza; era pura precisión experta. Evidentemente, sus habilidades con el arco corto se transferían bien a un arma más mecánica.
—…¡Estoy, hah, agarrándole el truco!
La cuerda vibró con un chasquido, lanzando un virote que atravesó la muñeca de un rufián que giraba un lazo en el aire. Estas ballestas podían disparar a través del metal, así que la mano del hombre salió volando.
—¡Buen tiro!
—¡Ojalá! ¡Apunté al hombro!
Dejando de lado la puntería exacta, nos bastaba con que pudiera darles en cualquier parte. Nuestros enemigos empezaban a captar la indirecta y comenzaban a dudar si valía la pena arriesgarse.
Pero ya era tarde. El siguiente virote fue más certero que el anterior, y el que le siguió, aún más. Nos habían acorralado en un tramo largo y despejado para que no tuviéramos cobertura donde escondernos, pero esa decisión les iba a costar caro.
La capacidad de evaluar a su presa era la marca de un buen cazador. Un ojo inexperto siempre corría el riesgo de confundir a un perro dormido con un lobo hambriento.
Ah, bueno. No es como si estos idiotas fueran a tener otra oportunidad para aprender la lección.
[Consejos] Los modificadores de chequeo de habilidad son los bonos y penalizaciones que recibe un jugador al intentar una acción, dependiendo de la dificultad de la tarea o del entorno en que se realice. Disparar una ballesta tumbado en el suelo y dispararla desde una silla de montar inestable son dos pruebas de habilidad completamente distintas.
Margit y yo estábamos sentados en la cama de una posada, frente a frente.
Pero no de ninguna forma sugerente. Nos separaban las monedas de nuestra billetera compartida, esparcidas sobre las sábanas.
—Uno, dos, tres…
Su dulce voz iba contando lentamente mientras pasaba los dedos delicados entre las monedas. La habitación costaba diez assariis por noche, más treinta por la cena para dos, veinte por el desayuno de mañana y otros veinticinco por un almuerzo para llevar. También habíamos rentado un cubo de agua caliente por cinco assariis y añadido otros diez en pequeños lujos, como sábanas recién lavadas por tres.
Para los caballos, habíamos conseguido dos establos con agua y heno por cuarenta assariis, lo que llevaba el total del día a una libra y cuarenta. Habíamos pagado con una moneda de plata y treinta de cobre; sin duda, habíamos gastado de más, pero era una suma ridícula para un solo día.
Haciendo cálculos básicos, quemaríamos al menos ochenta y cuatro libras si el viaje a Marsheim tomaba dos meses. Eso suponiendo que no tuviéramos que detenernos en ningún lado ni apresurarnos a reabastecernos en momentos inoportunos.
Lo mejor era prepararnos para el peor escenario: dos dracmas podrían fácilmente esfumarse antes de llegar a nuestro destino. Seguramente querría cambiar las herraduras de mis confiables caballos en algún punto, dado lo largo del viaje, y probablemente pensaríamos en cosas que necesitábamos sobre la marcha, sin mencionar la necesidad de reemplazar cualquier cosa que se rompiera.
No era de extrañar que la gente no soliera abandonar sus pueblos natales, o que, si lo hacían, prefirieran acampar al aire libre. Gastarse una buena parte del ingreso anual de una familia promedio en un solo viaje era una locura.
Dicho esto, no es que estuviéramos tan arruinados como para estar contando monedas mientras nos acurrucábamos alrededor de una billetera vacía. De hecho, estábamos mejor que la mayoría, considerando que era común ver a grupos de aventureros novatos compartiendo comida solo para evitar morir de hambre. Yo mismo había desempeñado ese papel muchas veces, y con gran disfrute.
Recordaba con claridad cuando mis amigos y yo habíamos gastado todo nuestro dinero en equipo y consumibles solo para poder pasearnos por la ciudad quejándonos de lo pobres que éramos. Liderados por un sacerdote, nos habíamos autoproclamado «Los Mendicantes» y saludábamos a cada PNJ con un: «Buen ciudadano, por favor… ¡No hemos comido en tres días!». Viéndolo en retrospectiva, quizá nos habíamos pasado un poco.
Pero así fue como obtuvimos nuestra misión principal: nos lanzamos a combatir enemigos poderosos como pago por el alma caritativa que nos había dado alojamiento. Y, al completar la tarea, nos metimos demasiado en el personaje y rechazamos la recompensa monetaria argumentando que los tazones de avena que habíamos recibido con el estómago vacío valían más que la moneda más reluciente… solo para saludar al siguiente PNJ con un: «Buen ciudadano, por favor… ¡No hemos comido en cinco días!». Si recordaba bien, todos seguíamos con la emoción de haber visto Los Siete Samuráis.
Ejém, me desvío. Entre la pila de monedas que había entre Margit y yo, algunas relucían con un orgulloso brillo dorado, y no del tipo cuyo valor estaba por debajo del mercado. Cada una de esas piezas era una acuñación fina, con un valor de un dracma o más.
—…Y eso nos da un total de cinco dracmas, cuarenta y cinco libras y treinta y dos assariis, —anunció Margit al terminar de contar—. Dios santo, casi parece que somos ricos.
Su expresión era una mezcla de sarcasmo y preocupación mientras tomaba una moneda de oro, la pellizcaba y la lanzaba al aire. La moneda giró una y otra vez con un tintineo limpio, haciendo que la silueta de la chica en su cara diera vueltas a velocidad vertiginosa. Si conocía bien el dinero, esa impresión se remontaba a Cornelius II el Piadoso; o, como era más comúnmente conocido, Cornelius el Consentidor. Como su apodo sugería, su nombre se había vuelto sinónimo de lo mucho que había mimado a su hija, al punto de poner su rostro en las monedas en vez del suyo propio.
Más allá de la historia de las monedas del Emperador Consentidor, el oro estaba demasiado limpio para algo que habíamos ganado con sangre.
—Siete veces. Erich, ¿te gustaría decirme qué significa este número?
—…¿Quién sabe?
No todos los días Margit me miraba con esa expresión severa, y no podía soportarlo. A pesar de conocer la respuesta, desvié la mirada.
Siete… Ese era el número de veces que nos habíamos metido en problemas desde que salimos de casa.
El ataque de hoy marcaba el cuarto asalto de bandidos. Habíamos reconocido a un fugitivo en una taberna —con un disfraz patéticamente malo, debo añadir— y lo capturamos, sumando cinco. Un alma profundamente confundida nos había tomado por ladrones de caballos y nos estuvo fastidiando, lo que hacía seis. Y por último, un idiota me hizo pasar un mal rato por llevar una espada al cinto, así que le devolví el favor hasta que la cosa escaló a una pelea en toda regla; con lo que llegamos a siete.
—Todo esto en diez días. Esto no es normal, ¿verdad?
No preguntes como si no supieras la respuesta, transmití con una mirada muda.
—Erich… —Margit dejó escapar un profundo suspiro—. La fortuna nunca te ha sido amable, pero no me había dado cuenta de que era tan mala.
—¡No-no es eso…!
—Recuérdame: ¿alguna vez, aunque sea una, ganaste una bolsita de dulces en el festival de otoño?
—…No.
Tenía que mencionarlo, ¿eh? El festival de otoño era un evento que el magistrado organizaba para la gente del cantón, y cada año realizaba una rifa para todos los niños. Se colocaban un montón de cuerdas, algunas atadas a pequeñas bolsas, y los niños podían quedarse con lo que estuviera atado a la cuerda que eligieran; lo que, por supuesto, podía ser nada.
Había suficientes premios como para que dos de cada tres niños ganaran algo. Desde el día en que nací hasta el día en que dejé el cantón, logré perder el sorteo con un 33% de probabilidad cada vez. Claro, solo había una bolsa con una moneda de plata cada año, así que obtenerla era mucho pedir, pero que nunca hubiera ganado aunque fuera unos pasteles o unas galletas o algo era realmente absurdo.
—E-eso es cosa del pasado, —dije—. ¡Además! No importaba porque siempre compartías conmigo.
—Aw, recuerdo que nos pasábamos esas bolsitas de un lado a otro. Pero el regusto de estas monedas no es tan dulce como el de los caramelos, ¿verdad?
—Pero, eh… al menos estamos financiando nuestro viaje, ¿no?
—Erich. Estoy tratando de decirte que no voy a aguantar a este ritmo.
Realmente pensaba que habíamos ganado una buena suma de dinero. Entregamos a todos los criminales con vida, y los dos más recientes ya tenían órdenes de arresto, lo que aumentó aún más nuestra recompensa. En total, habíamos hecho bastante dinero.
Antes de salir de casa, Margit y yo habíamos hablado y decidido dividir nuestras finanzas en partes iguales. La mitad de nuestros ingresos iría a nuestra billetera compartida, y la otra mitad se dividiría de nuevo para que cada uno tuviera una asignación personal; es decir, ni siquiera todo lo que habíamos ganado estaba en este montón. En tan solo diez días, habíamos reunido más dinero entregando criminales que lo que yo había recibido por ganar aquel torneo de duelos en otoño.
Dioses, qué camino más sangriento. ¿De quién era la culpa, de todos modos?
—¿Eres consciente de lo absurdamente improbable que es esto? Ni siquiera hemos llegado a las tierras fronterizas y ya nos encontramos con bandidos a cada paso.
—Bueno… Creo que parte de eso es porque parecemos un poco adinerados.
—Aun así, es demasiado. No debería tener que preguntarme si el Dios de las Pruebas te ha bendecido o no.
Su queja estaba tan justificada que habría caído de rodillas en vergüenza en ese mismo momento, si eso significara algo en la cultura imperial. Pero, en mi defensa, no lo hacía a propósito. No era algún general de la era Sengoku rezándole a la luna para que me enviara más desafíos masoquistas que superar.
De hecho, había sido excepcionalmente cuidadoso de no ofrecer mis oraciones accidentalmente al Dios de las Pruebas. Sabía que era del tipo que otorgaba desafíos a quienes demostraban potencial, y adorarlo solo traería más tribulaciones a mi vida. Cada vez que veía uno de sus templos, hacía la vista gorda.
Había hecho todo bien. ¿Cómo habían salido las cosas así?
—En cualquier caso, ya he tenido suficiente de problemas, y hemos ganado más que suficiente para nuestro viaje. Mucho, muchísimo más. No es como si estuviéramos intentando hospedarnos en posadas de primera clase todo el camino.
—Uh… Sí. Tienes razón.
—Así que tengo una propuesta. —Margit levantó un dedo y trató de razonar conmigo—. Puede que retrase nuestra llegada, pero creo que deberíamos encontrar una caravana que se dirija al oeste y unirnos a ella.
Para empezar, mi entusiasmo por ponernos en camino hacia Ende Erde en cuanto llegó la primavera me había llevado a calcular mal el momento si queríamos viajar en grupo. En primavera no faltaban mercaderes rumbo al oeste, ansiosos por seguir el circuito comercial a través de las tierras fronterizas y llenar sus bolsas con las monedas de los colonos que habían pasado todo el invierno encerrados y ahora se encontraban en necesidad urgente de provisiones y entretenimiento… pero íbamos adelantados . La mayor parte del tráfico que habíamos encontrado consistía en comerciantes más pequeños que aprovechaban oportunidades locales abiertas por el deshielo.
Así que, bueno, habíamos cruzado caminos con algunas caravanas, pero invariablemente iban de camino a vender sus productos en otros cantones cercanos, y sus constantes paradas habrían ralentizado nuestro paso hasta detenerlo por completo; sin mencionar que todas tenían como destino final ciudades cercanas, lo que significaba que solo compartiríamos el trayecto por un tramo corto antes de desviarnos.
Al no encontrar ningún otro grupo con el que viajar, nos habíamos visto obligados a partir solos, sin importar cuánto me fastidiara acampar. Honestamente, no podía decir si habíamos sido demasiado exigentes o si el mundo solo se estaba burlando de nosotros.
—Primero, me gustaría que pasáramos por una ciudad. Seguramente encontraremos al menos una compañía dirigiéndose a la frontera allí.
—Eso es cierto. Los mercaderes que viajan al extranjero probablemente estén partiendo justo ahora para poder aprovechar todo el año de manera productiva.
No podía decir qué estaba pensando ella detrás de esos grandes ojos ámbar, pero había algo en su mirada que no me dejaba decir que no.
—Entonces, está decidido. Empezaremos a buscar mañana: nuestra primera tarea será encontrar a alguien que se dirija a una gran ciudad.
—Claro. Suena bien…
Por suerte para nosotros, había una ciudad de tamaño medio a solo unos días a caballo. Si lográbamos encontrar una caravana de comerciantes que estuviera de regreso para reabastecerse tras vender en un cantón cercano, nos mostrarían el camino por una pequeña tarifa y podríamos disfrutar de un viaje relativamente seguro hasta allí.
Pero, para ser honesto… dejando de lado todos los incidentes, viajar con Margit no había sido tan malo. Podía confiar en ella para cubrirme la espalda, y finalmente estaba disfrutando el romántico atractivo de la aventura. Sabía que nuestra seguridad era lo primero, pero, bueno, me daba un poco de pena abandonar esto ahora que se estaba poniendo interesante.
—Oh, por favor, no pongas esa cara. —Habiendo leído mi mente, Margit se acercó y me agarró de ambas mejillas. Luego, sin previo aviso, las pellizcó hacia arriba en una sonrisa forzada—. No eres el único que está decepcionado, ¿sabes?
Oh, vamos, eso estan injusto. Nunca, jamás iba a ser capaz de decirle que no.
—Ten paciencia, —dijo—. Si las cosas siguen así día tras día, me temo que terminaré hartándome.
—…Está bien. Como desee, señora.
—Aw. Me encanta cuando eres un buen chico.
En cuanto cedí, empezó a estrujarme la cara con una sonrisa traviesa. Traté de escapar dejándome caer de espaldas sobre la cama, pero la aracne saltó hacia adelante como lo haría una araña saltadora y aterrizó conmigo, justo sobre mi estómago.
Encontrar una caravana, ¿eh? Mañana empezará el día temprano…
[Consejos] Las caravanas surgen cuando los comerciantes se agrupan para viajar juntos. A veces, todo el grupo pertenece a una sola compañía, pero en otras ocasiones está formada por varias entidades más pequeñas que se unen para mayor seguridad.
¿Quieres discutir de esta novela u otras, o simplemente estar al día? ¡Entra a nuestro Discord!
Gente, si les gusta esta novela y quieren apoyar el tiempo y esfuerzo que hay detrás, consideren apoyarme donando a través de la plataforma Ko-fi o Paypal.