Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 7 Principios de Verano del Decimoquinto Año Parte 7
La habitación que nos mostraron como nuestro nuevo hogar era una estancia sencilla pero acogedora con dos camas. Ambas eran lo suficientemente amplias para acomodar a razas de mayor tamaño y, aunque los colchones no tenían resortes, eran gruesos y cómodos.
Las sábanas, aunque algo descoloridas, eran prueba de lavados frecuentes y desprendían un agradable aroma a jabón. Las almohadas eran mullidas y no parecían aplastarse de inmediato al usarlas; debían de estar rellenas con algún tipo de plumón. Las mantas finas de verano también se sentían frescas; tal vez las ponían a secar al sol, porque estaban completamente secas y no tenían ni el más mínimo rastro de olor a humedad.
Si esta habitación solía costar quince assariis, entonces era una ganga. Un cuarto así costaría al menos media libra en la capital.
También ofrecían dos baúles con cerradura y un armario para huéspedes de larga estancia —aunque éramos nosotros quienes teníamos que cargarlos hasta la habitación— y hasta podía pedir prestados una mesa y un candelabro. Obviamente, las velas corrían por mi cuenta, pero me alegraba tener una forma de ocuparme del papeleo si llegaba a necesitarlo.
—Los días que me ayuden a atender la posada, tendrán una comida en la mañana y otra en la noche. Ah, pero si hacen un buen trabajo, supongo que también puedo invitarlos a almorzar. De lo contrario, pueden comprar una comida por cuatro assariis, pero será lo que hayamos preparado ese día. Si quieren algo en particular, tendrán que preguntar en el momento.
La señora —ella nos pidió que la llamáramos así— nos hizo un recorrido por El Gatito Dormilón y nos explicó cómo funcionaba todo. El edificio tenía forma de U rectangular, con una pequeña estación de lavandería, un baño de vapor y un retrete de descarga manual en el patio interior.
En total, había dieciséis habitaciones distribuidas en tres pisos. Ninguna de ellas era de estilo común: solo ofrecían espacios privados para grupos de dos a seis personas. Me pareció una estrategia de negocios bastante arriesgada, pero la señora explicó que la mitad de las habitaciones estaban ocupadas de manera constante; contando los alquileres a largo plazo, nunca bajaban de dos tercios de ocupación. Durante la primavera y el otoño solían llenarse por completo, y en las temporadas más concurridas, incluso grupos de tres o cuatro personas dormían en sacos de dormir en el suelo de habitaciones dobles.
—¡En la temporada más atareada que hemos tenido, los huéspedes tuvieron que empezar a montar tiendas de campaña en el patio! Pero bueno, eso nos estorbaba con la lavandería, así que no creo que lo volvamos a hacer a menos que la situación sea desesperada.
Dada la limpieza y el buen mantenimiento de las habitaciones, me parecía que la popularidad de la posada estaba más que justificada. Para quienes se hospedaban de manera semipermanente, había un comedor separado de la taberna en la parte delantera, y nos indicaron que ese sería nuestro lugar de comida. Cuando pregunté por qué habían dividido los servicios de comida en una cafetería y un bar, la señora se rio y dijo que era simplemente por preferencia personal.
¿Preferencia, eh? Curiosamente, me pareció una razón mucho mejor que cualquier otra que pudiera haber dado.
Después nos llevó a conocer su orgullo y alegría: la cocina. Y, desde luego, estaba a la altura de las expectativas, equipada con todo tipo de utensilios. Tenían un horno de hierro para hornear pan como los que se encontraban en panaderías especializadas, y las tres estufas principales estaban diseñadas para cocinar a gran escala. Además, contaban con tres estufas más pequeñas, ideales para preparar porciones más precisas.
La cocina estaba disponible para los huéspedes de estilo motel, aquellos que solo pagaban por el alojamiento, aunque naturalmente tenían que proporcionar su propia leña. Las instalaciones estaban tan bien mantenidas que imaginé que algunos clientes elegían la posada solo por el acceso a sus cocinas.
El mostrador central en la cocina tenía, increíblemente, una superficie de hierro pulido. La superficie plana parecía perfecta para extender una gran cantidad de ingredientes. Y, para mi sorpresa, al mirar más de cerca, noté que el metal tenía grabado el emblema de la Diosa del Hogar, protectora de los hogares y guardiana de las tareas domésticas. Resistente al óxido y las manchas, esa mesa sería la envidia de cualquier ama de casa.
—¿Qué les parece? Es un buen lugar, ¿verdad? Mi viejo puso mucho esfuerzo en construir este sitio desde cero…
Mientras la señora terminaba su recorrido con evidente orgullo, una voz en un idioma desconocido se superpuso a sus últimas palabras. Incapaz de entender lo que se había dicho, me giré y vi a un anciano bubastisiano que nos observaba con atención.
Por su edad, su pelaje negro empezaba a encanecer, pero su rostro seguía teniendo la intensidad y la presencia de una gran especie felina. Aunque comenzaba a perder volumen, seguía siendo un hombre de gran tamaño y vestía ropa elegantemente confeccionada: pantalones de algodón de buena calidad, una camisa sin arrugas y un delantal teñido de negro uniforme. Un libro de cuentas colgaba de su delantal con un gancho de metal, lo que confirmaba que era el dueño de El Gatito Dormilón; y, por ende, el padre de la señora y el suegro del Señor Fidelio.
Sus rasgos eran solemnes para un felino, transmitiendo la impresión de un comerciante honesto, pero al mismo tiempo emanaban esa confianza idiosincrática que alguien necesitaría para separar su restaurante y su taberna solo por pura preferencia personal.
Hablaba en el idioma de otra tierra —no, más bien, de otra gente— sin siquiera soltar la pajita que tenía en la boca. A su vez, su hija le respondía en el mismo lenguaje.
Para decirlo sin rodeos, sonaba como si estuvieran maullándose el uno al otro, aunque con una cadencia notablemente humana. Como Rhiniano y, quizás más importante, como mensch, me resultaba tremendamente difícil entender algo. Ni siquiera podía deducir por el tono si estaban manteniendo una charla amistosa o discutiendo apasionadamente.
Supuse que simplemente tendría que aceptar que había una gran diferencia en la estructura de nuestros oídos. Aunque la mayoría de las razas conscientes tenían orejas con una forma similar en el exterior, eso no significaba que fueran iguales por dentro; lo mismo aplicaba para las cuerdas vocales. Los bubastisianos hablaban un idioma —o, técnicamente, varios idiomas según la región— que contenía sonidos que simplemente no encajaban bien con mi audición.
Aunque, pensándolo bien, tal vez debería estar agradecido de poder oír algo. Las razas acuáticas y algunos semihumanos con rasgos de conejo ni siquiera tenían cuerdas vocales, por lo que no intentaban comunicarse verbalmente en absoluto.
Ya lo había intentado una vez en otra vida y fracasé por completo en aprender el idioma felino. Agregar un «miau» al final de mis frases no iba a ser suficiente.
Observé en silencio la indescifrable conversación de padre e hija hasta que terminó y el hombre dirigió su imponente mirada hacia nosotros. Sus ojos dorados brillaban tenuemente mientras nos evaluaban con una intensidad palpable.
—Mucho gusto, señor, —dije—. Estoy agradecido por la oportunidad de alojarme aquí. Me llamo Erich de Konigstuhl.
—Y yo soy Margit, también de Konigstuhl. Es un placer conocerlo.
Independientemente de lo que hubieran estado hablando, decidimos presentarnos. Al fin y al cabo, las primeras impresiones comienzan desde ahí.
El posadero giró la pajita en su boca varias veces y nos observó con el ceño fruncido. Finalmente, sentí la inusual sensación de una enorme pata sobre mi cabeza, y luego dijo: «Si flojean, los echo. Tras soltar esa breve advertencia, se alejó sin más.
¿Así que… esto significa que pasamos?
—Ese es mi papá, Adham —dijo la señora—. Como pueden ver, es un viejo gruñón, pero les prometo que es buena persona. Háganme el favor de no asustarse por su lado cascarrabias, ¿sí?
La señora rio al ver nuestra confusión y luego se remangó con entusiasmo. Justo en ese momento, su esposo entró desde el patio con una enorme caja de madera en brazos, una caja llena de verduras.
Era tan grande que dudaba que yo pudiera rodearla con los brazos, y estaba completamente repleta de zanahorias. Sin embargo, a pesar de su evidente peso, el Señor Fidelio la cargaba como si fuera un pequeño paquete de cartas.
—Muy bien, ustedes dos, —dijo el héroe—. Hablaremos de aventuras, pero antes hay trabajo que hacer.
Si este era el precio que un aventurero tenía que pagar para aprender de quienes vinieron antes, entonces nuestra primera misión estaba clara: pelar verduras.
[Consejos] Los moteles son posadas simples que solo ofrecen habitaciones y pocos servicios adicionales. Al estar dirigidos al viajero común, suelen tener cocinas públicas para que los huéspedes preparen su propia comida. Sin embargo, no es raro que algunos establecimientos como estos sirvan comida, ya que muchos son negocios híbridos que funcionan tanto como motel como posada.
Pela. Luego pela un poco más. Pela con todo tu cuerpo y mente.
Mi tiempo ayudando al cocinero de la caravana en primavera me había dejado más que acostumbrado a esta tarea. El truco era encontrar el ángulo de entrada adecuado y luego deslizar la hoja con un movimiento constante, de modo que la cáscara se desprendiera como si la zanahoria estuviera hecha para ser pelada de esa manera.
Dicho eso, era impresionante ver a un aventurero de rango azul encorvado sobre una caja de verduras con un cuchillo de cocina en la mano.
—Mientras sean novatos, —dijo de repente el señor Fidelio, arrojando una zanahoria perfectamente pelada a una canasta—, su «trabajo» consistirá en hacer todo tipo de encargos. Repararán tejas rotas, buscarán mascotas perdidas o limpiarán canaletas. Y cargarán cosas… habrá mucho que cargar. Las solicitudes más raras serán cosas como espiar para ver si el esposo de alguien está siendo infiel o rastrear cuentas impagas en una taberna.
—Me lo imaginaba, —dije—, pero vaya que suena aburrido.
Dicho eso, no es que me hubiera unido con la cabeza llena de romances épicos; escuchar la verdad no bastaba para disuadirme. Además, oírlo directamente de una fuente confiable me ayudaba a ajustar mis expectativas para que las experiencias futuras no me tomaran por sorpresa.
Oye, un momento… Esta zanahoria tiene una parte podrida. Tendré que sacar la parte mala para aprovechar el resto.
—Los villanos como los de las canciones son difíciles de encontrar, —explicó nuestro maestro—. Obviamente, los monstruos no corren desenfrenados cerca de las ciudades, y las autoridades no permitirían que algo peligroso se estableciera en su propio patio trasero. No verán jamás a una bestia mística descontrolándose en un bosque a una caminata de distancia de la ciudad, por ejemplo.
—¿Porque cualquier amenaza a la seguridad pública sería eliminada de inmediato?
—Exactamente. La gente no podría vivir si recoger hierbas para la cena fuera un peligro mortal.
Que los monstruos aparecieran en cuanto uno salía de los límites de la ciudad era un recurso conveniente para los juegos; este mundo era mucho más realista, tanto en el buen sentido como en el aburrido. Si las redes económicas estuvieran en constante peligro, la sociedad ni siquiera se habría formado en primer lugar.
No había bandidos acampando cerca de las ciudades, ni monstruos emergiendo sin fin de algún nido bien conocido, ni cantones en riesgo constante de ser erradicados de la noche a la mañana. Si alguna de estas amenazas surgía , el señor se vería obligado a enviar a sus caballeros para resolver el problema. Detener el comercio, aunque fuera por un solo día, podría tener repercusiones significativas; sobre todo en esta región remota con un alto tráfico internacional. Un desempeño deficiente podría empañar la imagen de todo el Imperio.
El papel de un aventurero era encargarse de los trabajos que resultaban demasiado molestos para que los clientes los hicieran por sí mismos, todo por unas cuantas monedas. La única razón por la que nos elegían en lugar de cualquier jornalero al azar era porque teníamos detrás una organización dispuesta a responder por nosotros, aunque fuera en el nivel más básico.
…Teniendo eso en cuenta, pensar que todo un cantón había sido abandonado a su suerte contra un draco sin extremidades resultaba aún más desconcertante. ¿Qué clase de absoluto idiota estaba a cargo de ese lugar? Seguro que el magistrado había obtenido su puesto por nepotismo. Solo podía imaginar lo difícil que había sido la vida para la pobre gente bajo su mandato.
Mirando hacia atrás, agradecía que mi querido Konigstuhl hubiera estado gobernado por un magistrado competente. No era la persona más amigable, pero al menos cumplía con su deber.
—Una vez que alcancen el rango rojo rubí, tendrán más oportunidades de salir de la ciudad, —continuó nuestro maestro—. Las misiones incluirán entregar cartas o mensajes verbales a cantones cercanos, o cubrir vacantes en escoltas.
—¿Y qué hay de la caza de bandidos? —pregunté—. He oído que hay muchos en la zona.
—Mmm… Eso es un poco más complicado.
Al parecer, los saqueadores de estas tierras eran lo bastante astutos como para no establecer territorios fijos. La mayoría eran como el resto de los bandidos de caminos con los que me había topado hasta ahora: gente común que no tenía reparos en conseguir ganancias rápidas por medios ilícitos. Los líderes de los grupos de merodeadores y matones de la región ocultaban deliberadamente sus actividades, y los más peligrosos llegaban incluso a operar caravanasenteras como fachada para sus fechorías; la historia más espeluznante sobre estas tácticas narraba cómo un cantón entero había sido aniquilado sin tener siquiera oportunidad de defenderse.
La profundidad de su villanía casi me arrancó un gruñido. Sabía que estos bandidos ponían mucho esfuerzo en evitar a los aventureros fuertes y a las patrullas imperiales, pero el hecho de que grupos como esos siguieran existiendo me revolvía el estómago.
—Por eso solo los grupos más cabeza hueca terminan generando misiones en la Asociación. Cualquier criminal que sobreviva una sola temporada aquí aprende a no quedarse en un solo lugar.
A cambio, el gobierno siempre compraba cabezas de bandidos a precio premium en las tierras fronterizas. Incluso un criminal muerto valía cinco libras, mientras que capturarlos con vida podía dar entre diez y veinte; eso era de dos a cuatro veces más de lo normal. Y si tenían una recompensa oficial sobre sus cabezas…
—Una vez obtuve cuarenta dracmas por un solo bandido. En un principio, la recompensa era de cinco dracmas, pero la investigación oficial lo encontró culpable de tantos crímenes que la suma total se disparó antes de que me diera cuenta. Imagínate mi sorpresa cuando fui a cobrar.
¿Cuarenta…? ¡Espera, ¿cuarenta?!
Casi solté la zanahoria del susto. De reojo, vi que las manos de Margit también se habían detenido.
Guau. Eso era el equivalente al trabajo de una década para una familia campesina promedio. Si lo convirtiera a dólares americanos, serían unos trescientos a quinientos mil billetes verdes. Aunque era fácil imaginar que aquel bandido debió haber sido un enemigo formidable, semejante suma por una sola hazaña era absurda.
Ajá. Así que este es el tipo de hazaña que hace que escriban poemas con tu nombre.
—Ah, —continuó—, pero hay algunas recompensas que siempre están activas.
Ignorando por completo la descomunal paga que acababa de mencionar, el santo agarró despreocupadamente otra zanahoria y empezó a enumerar a los criminales más infames, aquellos cuya maldad no conocía límites.
Edward de Phimia, también conocido como el Trituracantones, era un villano de la peor calaña. Famoso por masacrar cantones enteros, aún hoy se mantenía activo en una región vastísima. Era un goblin que utilizaba a los de su propia raza como oficiales en su operación, con topos infiltrados por doquier; su red le permitía continuar su campaña asesina sin que nadie pudiera seguirle el rastro. Fue tan meticuloso que tardaron cinco años en encontrar a un solo sobreviviente de sus ataques; hasta entonces, la gente le temía como una amenaza innombrable e indescifrable.
El caballero desertor Jonas Baltlinden era igual de infame, pues había convertido a su antigua banda en un grupo criminal hasta que su número alcanzó las tres cifras. Tenía el suficiente poder de combate como para enfrentarse a patrullas imperiales y salir victorioso, lo que lo convertía en un verdadero campeón de las fuerzas del mal. Alguna vez gobernó su propio feudo en la frontera; incapaz de soportar la tiranía del señor que estaba por encima de él, se rebeló y pasó a aterrorizar a la población para ganarse el pan de cada día.
Quizás la más extraña de todos era la Femme Fatale: un nombre en clave para una prostituta —o tal vez un grupo de prostitutas— que tenía como objetivo a las caravanas mercantes. Nada se sabía sobre su verdadera identidad, salvo su modus operandi: despedazar los convoyes desde dentro. Se decía que su atractivo era insuperable y que usaban su belleza para apoderarse de todo lo que desearan, dejando tras de sí solo campamentos llenos de cadáveres. Dado lo poco que se sabía con certeza sobre ellas, sus aterradores métodos de asesinato se habían convertido en una especie de leyenda urbana.
—Cualquiera de ellos valdría al menos cincuenta dracmas, muertos o vivos, por supuesto. Pero si los capturaran con vida, me atrevería a decir que podrían valer tanto como el Rey Ceniciento.
— ¿¡El Rey Ceniciento!? —Por una vez, Margit perdió completamente la compostura.
El legendario Rey Ceniciento había sido el líder de una manada de lobos que causó estragos en el tramo sur del Imperio Trialista durante años. No era ni una gigantesca bestia fantasmal ni un mutante místico maldito; precisamente porque había sido un lobo común y corriente, su reinado de terror le valió un epíteto inmortal.
La fábula más famosa contaba cómo los magos de setos habían envenenado el ganado para convertirlo en trampas vivientes, solo para descubrir que el lobo real ignoraba por completo solo a esos animales. Los daños económicos que causó fueron tan grandes que la propia corona puso una recompensa de cien dracmas por su cabeza.
Hasta el día de hoy, la deslucida piel gris del Rey Ceniciento era usada como capa por el actual jefe de la Casa Baden. Su nombre vivía en la infamia, transmitido para asustar a los niños y alejarlos de los bosques por la noche, así como en los relatos de la heroica compañía de aventureros que finalmente puso fin a su reinado lupino.
Por otro lado, había oído que la historia también representaba la mayor vergüenza para los cazadores del sur de Rhine. No haber abatido ellos mismos a la bestia y dejar que un grupo de forasteros —aunque, para ser justos, el explorador de la compañía había sido un cazador— se llevara el mérito se consideraba un fracaso de su oficio.
Mencionar al Rey Ceniciento era suficiente para avivar tanto la ambición como el miedo en cualquier cazador; que los villanos de la región fueran comparados con él hizo que el corazón de Margit latiera con fuerza. Por mucho esmero que pusiera en su imagen de dama, en el fondo era una cazadora. De lo contrario, ¿por qué coronaría su delicado atuendo con el colmillo afilado de un lobo colgando de su cuello?
—Aun así, es demasiado pronto para ustedes dos, —continuó Fidelio—. Puede que sean fuertes, pero irse de aventuras no es lo mismo que la guerra; no se exijan demasiado. La «aventura» en la aventura consiste en encontrar diversión en el trabajo, no en ser imprudente persiguiendo la gloria.
La advertencia del señor Fidelio era madura, respetable y exactamente lo que un adulto debía decirle a un par de jóvenes que recién comenzaban. Desafortunadamente, era difícil saber si el mensaje llegaba a Margit, cuya instintiva ferocidad había tomado el control por completo.
—Ah, y una cosa más. Hay personas que se hacen llamar «aventureros» solo para usar el título en sus propios tejemanejes. Si quieren ascender de rango con un trabajo honesto, lo mejor es mantenerse alejados de ellos.
—¿Se refiere a los clanes?
El Señor Fidelio pareció sorprendido de que entendiera a qué se refería, así que le expliqué cómo nos habíamos topado con la banda de la Señorita Laurentius. Su expresión se torció como si pensara: Oh… esos tipos.
—¿Tiene algún problema con ellos? —pregunté.
—No realmente. Son… Bueno, no son precisamente el grupo más honorable, pero diría que están entre los mejores. De hecho, considerando que ganan su dinero cumpliendo encargos, hasta se podría decir que son la élite.
Ya habíamos escuchado lo mismo de Ebbo y Kevin: los criminales aprovechaban encantados los privilegios otorgados a los aventureros, especialmente el hecho de que podíamos andar armados en público sin causar revuelo.
Como en cualquier entorno urbano, la mala intención acechaba en cada esquina y en cada callejón. No necesitaba que me dijeran que evitara tratar con bribones sospechosos; de todas formas, no tenía intención de hacerlo. Mi sueño era ser un aventurero, no un matón. Para eso, bien podría haberme quedado en Berylin sirviendo a los nobles por el resto de mi vida.
—Si trabajan con constancia, pueden esperar su primer ascenso en menos de medio año. Tal vez llegue antes si terminan involucrados en algo importante, pero la Asociación no quiere incentivar a los novatos a correr tras milagros, así que trata de no hacer demasiadas excepciones. Tómenlo con calma, es mi consejo.
Con otra advertencia más, nuestra primera misión de pelar zanahorias llegó a su fin.
—¡Vaya, qué rápido se hace todo con tres pares de manos! Y miren qué bonitas han quedado, ¡hicieron un gran trabajo!
La señora de la casa se acercó con el ánimo en alto y colocó otra caja de madera sobre la mesa de la cocina. Resultó que nuestra siguiente misión era pelar y picar otro tipo de vegetal.
Pensándolo bien, últimamente había estado cortando más ingredientes que personas. Era algo bueno, por supuesto, pero era un cambio tan radical respecto a mis experiencias previas que me preocupaba perder el ritmo.
Seguimos con nuestra tarea mientras la joven pareja de la casa —al menos en comparación con el dueño oficial del establecimiento— comenzaba a arrojar cosas en una olla. A juzgar por los ingredientes, el plato principal de hoy sería una sopa a base de leche. Era una receta muy conocida en Rhine y, aunque no tenía la misma consistencia espesa de los estofados cremosos de la Tierra, me encantaba su sencillo y dulce sabor.
El trabajo de pelado continuó hasta poco antes del mediodía. Nuestros anfitriones dijeron que se encargarían del resto, así que tuvimos la oportunidad de descansar hasta que el almuerzo estuviera listo. Sus procesos de horneado de pan y condimentación eran el alma de su negocio, y no querían que nos entrometiéramos mientras trabajaban.
Eran amables, pero tenían límites bien marcados, lo cual me parecía perfecto. En el ámbito laboral, esta actitud era mucho más apreciable que la caridad unilateral. Nuestra relación era de empleo, y tener fronteras claras hacía que fuera mucho más fácil de manejar.
Margit y yo encontramos un banco bajo los aleros del patio, donde bebimos agua y observamos la lluvia ligera. Por más simple que fuera el agua destilada, después de una sesión de trabajo sabía increíble. Aún nos quedaba desempacar y acomodarnos, así que nuestras primeras bebidas de verdad en este lugar tendrían que esperar hasta la noche.
—Sabes… —una voz tranquila captó mi atención. Miré a un lado y vi a mi amiga de la infancia sosteniendo su taza con ambas manos, mirando la superficie de su bebida—. No imaginaba que la frontera estuviera tan llena de presas.
Filtrada a través de las nubes de lluvia, la luz del sol rebotaba en sus ojos ámbar con un brillo tenue, profundo y dorado. La emoción que ardía detrás de esas pupilas era de entusiasmo… más que eso, de hambre.
Como era natural. Cazar era el propósito de una cazadora; ¿cómo podría resistirse a su propio fervor al encontrarse con presas dignas de los más venerados juegos de caza?
Ah, pero no debía malinterpretar. La verdadera razón de su motivación era la misma que la mía: ambos habíamos crecido en el mismo cantón rural. Pedirnos que perdonáramos a quienes atacaban comunidades similares y asaltaban las caravanas que las abastecían era demasiado. Estos asesinos eran la ruina de nuestros padres, hermanos y hermanas; las riquezas que nuestros amigos y familias construían con su esfuerzo diario, estos animales las destruían con violencia. Solo imaginar que pudieran estar viviendo cómodamente era insoportable.
Tratar de imaginar que nuestra ciudad natal pudiera ser víctima de semejantes atrocidades bastaba para trastornar mi mente. Villanos de su calaña merecían ser colgados en la carretera con sus propias entrañas hasta pudrirse en el suelo; cualquiera criado en el campo entendía bien este sentimiento.
—¿Quieres ir tras ellos algún día?
Mi tono era burlón, pero la pregunta era sincera. Ella levantó la vista y encontró mi mirada. Las comisuras de sus labios se estiraron hasta descubrir unos colmillos desproporcionadamente largos.
Su rostro era tan lindo como siempre; su sonrisa, en cambio, era espantosamente aterradora. Esa era toda la respuesta que necesitaba.
De repente, tuve la sensación de oler sangre. Mirar sus largos, largos colmillos trajo de vuelta el recuerdo de aquel momento en la colina al anochecer, cuando se habían hundido directamente en mi lóbulo, como si consagraran nuestro juramento.
—¿Erich?
Me había perdido por un instante en mis sentimientos hasta que Margit me sacó de ellos con un leve tirón de la mano. Bajé la mirada y me di cuenta de que el olor no era ninguna alucinación inducida por la memoria: una pequeña gota de sangre rezumaba de mi pulgar izquierdo.
—Aw, viejo… Parece que me corté.
Lo más probable es que me hubiera herido mientras pelaba verduras. Quizá ocurrió cuando casi dejé caer aquella zanahoria al escuchar sobre la recompensa de cuarenta dracmas.
El corte era tan fino que apenas se veía. Probablemente se abrió al sujetar mi taza; antes de eso, no había sangrado ni dolido en absoluto, por lo que era imposible haberlo notado.
Aun así, era una vergüenza absoluta para un espadachín. Cortarme con mi propia hoja no era solo motivo de sonrojo; esto rozaba los niveles de deshonra dignos de seppuku[1]. Si los tipos de la Guardia de Konigstuhl se enteraban, jamás me dejarían vivirlo en paz. Menos mal que aquí nadie me conoce.
Pensé que lo mejor sería tratar la herida, así que llevé la mano a mi bolsa de cintura para sacar algo con qué desinfectarla… hasta que mi mano fue súbitamente jalada hacia adelante.
Lo que siguió fue una sensación cálida que envió un escalofrío demasiado familiar por toda mi espalda. Miré de reojo y encontré mi pulgar firmemente dentro de la boca de Margit. Me observaba fijamente, sin pestañear, mientras pasaba su lengua sobre la herida. Una y otra vez, sin dejar duda alguna de que su labor estaba cumplida.
Por un breve instante, mi mundo entero quedó reducido al calor de su lengua y al resplandor dorado de sus ojos. El golpeteo de la lluvia sobre los aleros se sintió irreal, como si todo lo que existiera más allá de la articulación de mi pulgar hubiera dejado de importar.
Sin embargo, la eternidad de esa irrealidad se desvaneció en un solo segundo. Sus labios se apartaron con un leve chasquido, dejando atrás un delgado hilo plateado que se estiraba y se estiraba, luchando por cerrar la brecha cada vez mayor… hasta que se rompió.
Mi corte ya no sangraba.
—Por ahora, esto bastará, —dijo.
La cazadora sonrió; yo le devolví la sonrisa, con el usual escalofrío dulce recorriéndome la espalda.
Quizá todo lo que ven estos ojos no sea más que presas por cazar…
[Consejos] La plaza central de Marsheim suele albergar únicamente una estatua de bronce del Margrave Marsheim original. Sin embargo, cuando una gran presa es arrastrada hasta allí, el lugar se convierte en el escenario de un gran espectáculo.
[1] El seppuku es un ritual japonés de suicidio por desentrañamiento, practicado por samuráis para preservar el honor tras una derrota o deshonra. Implica abrirse el abdomen con una daga, a menudo seguido de una decapitación ceremonial realizada por un asistente para evitar sufrimiento prolongado. Es símbolo de honor extremo.
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