Remake Our Life!

Vol. 9 Prólogo. Monólogo Nocturno

Año 2014. Era diciembre, y el año estaba a punto de terminar.

A medianoche, yo iba en bicicleta por una calle oscura.

La ciudad de Iruma, donde vivía, tenía una población bastante considerable, y no era exactamente una ciudad rural. Frente a la estación había un gran cine multicomplejo, y si uno se desplazaba un poco, podía llegar fácilmente a Tokorozawa, donde había grandes almacenes; incluso si no encontraba algo, con ir hasta Ikebukuro era suficiente.

En cuanto a las funciones de la ciudad, no tenía ninguna queja.

Sin embargo, aun así, si uno se alejaba del centro donde estaba la estación, había muchos lugares que se volvían completamente oscuros por la noche. A diferencia del centro de Tokio, aquí vivían muchas familias, por lo que casi no había gente en la calle durante la noche. Se notaba que la ciudad no estaba pensada para quienes se movían a altas horas.

Y yo era, precisamente, de ese tipo de personas que se movían a medianoche.

—Podrían al menos encender algunas farolas.

La luz de mi bicicleta ofrecía un campo de visión muy limitado.

La empresa de videojuegos bishoujo donde trabajaba, por supuesto, no tenía el lujo de estar en una ubicación privilegiada como frente a la estación, sino que estaba justo en el medio de una de esas zonas completamente oscuras por la noche.

El salario, como era de esperarse, era bajo, así que había alquilado un apartamento en una zona aún más remota que el lugar donde estaba la oficina. En ese momento, iba pedaleando rumbo a casa.

Una vieja luz de dinamo instalada en la rueda emitía un zumbido mientras lanzaba un débil haz de luz hacia adelante.

La bicicleta era de segunda mano. Era una que habían dejado abandonada en un estacionamiento, que el municipio había recogido y vendido a bajo precio. Todo, incluida la luz, estaba al borde del colapso. Pero, naturalmente, no tenía dinero para comprar una nueva.

Mientras pedaleaba, no pensaba en nada en particular. Tampoco había nada que pudiera resolver con pensar, y el día había sido demasiado doloroso como para repasarlo mentalmente.

Además, una vez me había distraído pensando mientras montaba en bici, y casi choco de frente con otra bicicleta sin luces que venía hacia mí.

Desde entonces, me concentraba en conducir mientras andaba en la bici.

Pero cuanto más intentaba vaciar la mente, más me daba cuenta —hasta el hartazgo— de lo lejos que estaba mi vida de sentirse plena.

—Uuf…

Otra vez, había dejado que mi mente divagara hacia otro lado.

Al darme cuenta, revisé el camino al frente con apuro.

—Ugh, qué susto… —Sacudí la cabeza y empecé a pedalear de nuevo. El motor soltó un chillido momentáneo, y la luz comenzó a parpadear—. ¿Eh? ¿Se rompió…?

Por un instante me preocupé, pensando que se había dañado, pero al cabo de un rato volvió a emitir su ruidito desagradable y a rendir como siempre. Aliviado, seguí pedaleando.

A fin de cuentas, no importaba cuánto lo intentara: los pensamientos negativos siempre terminaban rondando en mi cabeza.

Quería poder licuarlos y tirarlos por el fregadero, pero en lugar de eso, se volvían cada vez más claros, más concretos… y más pesados.

Y al final, ni siquiera al llegar a casa había algo que ofreciera paz.

Un departamento viejo de treinta años, de una sola habitación de seis tatamis[1], con una pequeña cocina y un baño modular.

Ya sabía que las paredes y el piso eran delgados, así que, a esas horas de la noche, lo único que podía hacer era comer en silencio algo comprado en la tienda de conveniencia y jugar con auriculares.

Incluso la ducha me la habían prohibido de noche: una vez la usé y se me quejaron por el ruido, así que ahora solo me bañaba al despertar por la mañana.

—Haa… —Solté un gran, grandísimo suspiro, y me dejé caer en la cama. Lo único que veía era el techo, sucio y deslucido, de un tono marfil apagado.

El tictac del segundero del despertador se oía extrañamente fuerte. Cuando ese sonido coincidía con los latidos de mi corazón, una sensación de vacío me invadía de repente, como si simplemente estar vivo no tuviera sentido.

Me giré en la cama y pensé en lo que había pasado ese día.

—Hoy también fue uno de esos días sin nada concreto, ¿no…?

El desarrollo iba mal. Por más que hiciera propuestas, el presidente no se movía. El personal renunciaba uno tras otro. Los usuarios lanzaban comentarios crueles sin piedad.

No es que recordara un solo hecho con fuerza, sino que todo se juntaba y me golpeaba como un torbellino.

—Ugh… Uuuuh… —De pronto, sin ninguna razón, las lágrimas comenzaron a brotar.

Si me descuidaba, esa oscuridad se metía sin aviso dentro de mí. Llegaba sin previo aviso, me hacía llorar cuanto quisiera y luego se iba.

Era lo más frustrante del mundo, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

—No puede ser, no puedo seguir así… —Sacudí la cabeza y me incorporé en la cama. Sabía que, si me dormía con esos pensamientos, iba a tener sueños horribles y me despertaría agotado.

Tomé un libro de arte del estante, no porque estuviera repleto de libros, sino porque era el que tenía más a mano. Lo sostuve con ambas manos, miré la portada y, al trazar con el dedo el título tan grabado en mi memoria, sentí que las lágrimas querían salir otra vez.

—Qué bonito…

Pero aquella emoción no era tristeza, sino anhelo.

La primera vez que reconocí ese nombre fue cuando fuimos en ferry a Kagoshima, donde estaba la casa de la familia de mi padre.

Recuerdo claramente el diseño del sol pintado en grande sobre el casco del barco, y el nombre que lo acompañaba. Grabado junto a los recuerdos felices de ese viaje, ese nombre más adelante coincidió con el título de un libro que cambiaría mi vida.

«Girasol»; el libro de arte más representativo de Shino Akishima.

Una portada inolvidable, con una niña sonriendo bajo un sombrero de paja, frente a un cielo azul brillante. Ilustraciones llenas de vida que retrataban distintas estaciones del año y las emociones de las chicas que las habitaban. Tras su publicación, el libro se volvió un éxito rotundo en muy poco tiempo.

Un libro que siempre me consolaba. Un libro que siempre me daba calidez.

Aunque yo trabajaba, al menos en teoría, en una industria cercana, su existencia me parecía lejana, casi inalcanzable. Y aun sabiendo que era inútil, no podía evitar hacerme una pregunta:

—¿Llegará el día en que yo también pueda crear algo así?

Algo que tocara profundamente el corazón de las personas, que las sacara del abismo. Las obras creativas podían poseer ese tipo de poder casi divino.

Para mí, «Girasol» era exactamente eso.

Estando involucrado —aunque fuera mínimamente— en el mundo de la creación, albergaba el deseo de acercarme algún día a ese nivel.

Desearlo era libre. Pero también sabía que solo con desearlo no iba a llegar jamás.

Abrí el libro de arte y me recosté de nuevo en la cama. Incluso en esa habitación en penumbra, la parte donde estaba el libro parecía brillar como si le diera el sol del verano.

—¿Qué tipo de persona será ella?

Esta persona, que me daba esperanza a mí, que era tan pequeño, tan sucio, y que no tenía nada… ¿cómo sería en realidad?

Sabía que la obra y su autora no eran la misma cosa. Y aun así, no podía evitar preguntármelo.

—No tiene nada que ver conmigo, ¿verdad?

Pero aunque me lo preguntara, no tenía forma de saberlo. Y seguramente, en lo que me quedaba de vida, tampoco llegaría nunca a averiguarlo.

En ese pequeño cuarto donde nadie venía a visitarme, y yo mismo solo volvía cuando tenía que dormir, sentía una distancia casi eterna entre mi mundo y aquel libro de arte.



[1] El tatami es una estera tradicional japonesa hecha de paja de arroz comprimida y recubierta con juncos tejidos. Se usa como revestimiento del suelo en habitaciones japonesas. Su tamaño estándar sirve para medir espacios, y proporciona una superficie firme pero ligeramente acolchada para caminar, sentarse o dormir.


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