Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 7 Historias Bonus Extra

Estilos del Estilo

La moda era un arte sostenido por la ropa heredada.

Aunque la tecnología mágica había elevado al Imperio Trialista de Rhine muy por encima de lo que fue la Tierra entre los siglos XII y XVI, la falta de industrialización moderna hacía que la ropa tuviera un precio exorbitante.

Las prendas de seda usadas por los nobles —aunque tuvieran manchas oscuras y oxidadas que hacían sospechar del vendedor— eran inevitablemente caras. Incluso los peores artículos se vendían por una moneda de plata cada uno; es decir, más que suficiente para que una persona promedio viviera varios días.

—Esta me queda un poco grande, pero creo que podría ajustarla. Si tan solo no fuera de este color…

Por ello, la ropa se confeccionaba en casa o se compraba de segunda mano. Ni los materiales ni la mano de obra necesaria para hacer ropa nueva eran accesibles, y la mayoría de los plebeyos vestían algo sin estrenar por primera vez en su boda.

—Hmm. Pero ¿cuántos días al año voy a poder usar esta? Ya se acerca el otoño… Debería estar buscando algo más grueso…

El resultado natural era que el negocio de ropa usada estaba por todas partes en el Imperio. Algunos abrían tiendas que funcionaban casi como casas de empeño centradas en prendas, mientras que otros cosían trapos viejos para revenderlos como ropa nuevamente. Las únicas zonas sin tiendas de segunda mano eran cantones tan rurales que los habitantes ya usaban ropa como moneda de trueque.

—Trata de no mezclar demasiado todo. Luego es difícil saber dónde está cada cosa.

—Oh, ni se me ocurriría, señorita.

Y sin embargo, para un observador proveniente de la Tierra moderna, la tienda que Margit estaba revisando sería indistinguible de un vertedero.

Montones de ropa estaban metidos a la fuerza en cajas de madera sin ningún orden. Claro, se mantenían las categorías generales de hombre, mujer, parte superior e inferior, pero eso era todo; prácticamente no había clasificación alguna. La tendera daba a entender ella que sabía qué iba dónde, pero sus clientes no compartían esa claridad. Para ellos, se trataba de hurgar entre montañas de ropa con olor a humedad en busca de un tesoro escondido.

Pero Margit no se quejaba, ni parecía disgustada con la idea. En realidad, lo raro era la Tierra moderna, con su manía de colgar y exhibir incluso ropa usada. Hija de una familia común pero acomodada, no tenía reparos en sumergirse en semejante caos.

—Sabes, es curioso ver a una aracne revisando ropa, —comentó la tendera desde el fondo de la tienda, más allá del moho y el almizcle de las cajas, mientras remendaba prendas.

La cazadora suspiró.

—Nosotras no podemos producir un hilo infinito como ustedes. Si intentara vestirme solo con mi propia seda, apenas tendría tres o cuatro conjuntos en toda mi vida.

—Es curioso lo diferentes que somos, siendo tan parecidas.

La tendera también era una aracne, pero a diferencia de Margit, era una tejedora de orbe. Sus piernas esbeltas se unían a un caparazón salpicado de negro y amarillo, prueba de que su linaje provenía de arañas constructoras de nidos cerca del Mar del Sur.

A lo largo de la historia, la habilidad de producir telarañas había evolucionado: de construir nidos a hilar seda, y de allí al trabajo textil. A estas alturas, eran un linaje prácticamente nacido para la sastrería: la mayoría de las aracne tejedoras de orbe se dedicaban a tejer en telares o a remendar ropa con su seda natural para ganarse la vida, y el Imperio no era la excepción a esa regla.

La tendera era otro ejemplo más de ello, ganándose el pan de cada día reparando ropa usada. Según contaba, había probado trabajar en telares, pero no era lo suyo, así que centró su negocio exclusivamente en las reparaciones. Se había ganado bastante popularidad en la zona, conocida como alguien que vendía productos duraderos.

—Nuestros hilos no sirven para hacer trampas ni camas, —explicó Margit—. Principalmente los usamos para sujetarnos a las cosas. Podemos usar nuestra seda, pero no para mucho.

—Oh, eso suena tan inconveniente. Siempre pensé que todas la teníamos fácil, ya que siempre podíamos vender nuestra seda si necesitábamos comer.

A pesar de sus patas delgadas, la tejedora de orbe tenía un abdomen abultado que conectaba con su mitad humana. Su rostro era el de una mujer de mediana edad con aire apático, pero en ese instante mostró pura sorpresa. En un mundo donde el acceso a la información era tan escaso, descubrir que alguien tan parecido a una misma podía ser tan distinto resultaba realmente impactante.

—Aun así, me las arreglo mejor que cualquiera con solo dos piernas, gracias. Más importante, ¿cuánto cuesta esto, señorita?

—Creo que te queda un poco grande… pero bueno, si lo quieres, son quince libras.

—¿No es un poco… caro?

La prenda que Margit había rescatado era un abrigo de lana. Probablemente había pertenecido a un floresiensis o alguien similar, ya que era lo suficientemente pequeño para quedarle bien a Margit pero no tenía un diseño infantil. Con unos retoques, sería una prenda exterior perfecta para el invierno.

—Está bien hecho, —dijo la tendera—. La lana es popular por lo abrigada que es, así que creo que se venderá rápido.

—Mm… Por acogedor que parezca, no quiero sacrificar el estilo por completo.

Haciendo cálculos en su cabeza, Margit decidió que el abrigo no valía quince monedas de plata y lo devolvió a su caja. Era cierto que parecía cálido, pero era demasiado apagado para su gusto.

La ropa que hacía ruido al moverse era un gran inconveniente para las aracne saltarinas, que tradicionalmente tendían a usar prendas más ligeras o reveladoras. Margit, siguiendo el ejemplo de su madre, prefería no llevar tela en los hombros ni los brazos; la ropa heredada de los humanos solía resultarle muy incómoda.

Sin embargo, era absolutamente necesario que comenzara a prepararse para el invierno. No queriendo sobrecargarse durante su largo viaje en primavera, había empacado solo ropa para el clima cálido al salir de casa. Lo único que tenía para protegerse del frío era una capa para las noches frescas y su equipo de caza. Marsheim estaba más o menos directamente al oeste, así que no tendría que preocuparse por ventiscas, pero incluso un invierno normal bastaba para hacer crujir sus articulaciones arácnidas. Tarde o temprano, necesitaría ropa de abrigo.

Con ese propósito, había salido hoy con la intención clara de conseguir ropa para el invierno mientras aún podía moverse con comodidad al aire libre. Por desgracia, nada de lo que había visto hasta ahora le había llamado la atención.

Al fin y al cabo, seguía siendo una chica. No solo buscaba calor: quería algo cálido, bonito y a su gusto. Impulsadas por sus muchas exigencias, sus pequeñas manos nadaban en un vasto mar de telas.

—Hmm, —gruñó la tendera—. ¿Y qué estás buscando, entonces?

—Déjame pensar. No me pondré demasiado exigente con la movilidad o el ruido, ya que será para usarlo en el día a día… pero preferiría que no se ciña mucho a mi cuerpo… o, en su defecto, que se ciña completamente. Y que me quede bien, claro.

—¿Y si te vistes por capas? —La aracne más grande se desplazó hasta el fondo de su tienda y volvió con algo que había sacado de sus reservas—. Puedes llevar algo ligero como primera capa y ponerte algo más grueso encima. Total, lo que lleves debajo solo se lo mostrarías a alguien especial.

La tendera había traído un abrigo de piel, casi demasiado espléndido para un local de prendas de segunda mano. De un gris blanquecino, parecía estar hecho de piel de lobo; las mangas eran largas, perfectas tanto para envolver el cuerpo adecuadamente como para llevarlo sobre los hombros. Curiosamente, era casi de la talla de Margit.

—Otro artículo lujoso, —dijo Margit—. Piel de lobo… pero de uno joven.

Identificar al animal fue una tarea sencilla para la cazadora mientras examinaba el pelaje. De las distintas especies de lobo que habitaban el Imperio de Rhine, ese color sugería que había sido cazado en las regiones del norte; la ausencia de nieve en el sur hacía que los lobos de esas zonas tuvieran un pelaje más oscuro.

—Así es. Me lo vendió un prestamista que dijo que pertenecía al hijo de un noble. Pero como pensé que sería difícil encontrarle comprador por lo pequeño que es, planeaba deshacerlo para forrar otros abrigos de invierno.

Por muy ricos que fueran, los aristócratas solían vender su ropa vieja en lugar de simplemente tirarla. Los más pobres entre ellos incluso compraban artículos de segunda mano; aunque, claro, solo de tiendas de alta categoría. Pero eventualmente, tras años de circular por los estratos superiores, la ropa que ya no podía revenderse entre nobles terminaba pasando al sector común, donde la veía la gente promedio por primera vez.

Este era uno de esos casos. Seguramente no se había vendido por lo limitado de su público: ningún noble con algo de orgullo compraría un abrigo de piel para su hijo. Dejando de lado las culturas extranjeras, los abrigos de piel eran prendas claramente adultas en el Imperio; y este, además, no tenía el prestigio suficiente como para que un noble de baja estatura lo luciera.

Al vestir pieles, el mayor símbolo de estatus era la historia de la bestia de la que provenía. ¿Dónde había cazado? ¿A cuántos había herido? ¿Qué cazador legendario había sido enviado a matarla, y con qué destreza había preservado su piel? Las respuestas a esas preguntas determinaban el valor del abrigo.

En ese sentido, este abrigo no parecía tener ninguna historia que contar, y su color apenas era aceptable. De haber sido de un blanco nieve llamativo, o fácilmente reconocible como piel de lobo, quizás habría agradado a los paladares sofisticados. Tal como estaba, probablemente solo habría un pervertido en todo el Imperio que apreciara tenerlo a mano.

—Mmm… ¿Cuánto?

—Un dracma.

—Eso es un robo a plena luz del día. No vale más de veinticinco libras.

—No digas tonterías, cielo. Mira las costuras: si lo cuidas bien, te durará diez o veinte años sin necesidad de reparaciones.

—El curtido es mediocre. Además, aunque respeto al artesano por ocultar con ingenio las imperfecciones cerca de las costuras, quien cazó esto era un novato. Llevar tres —no, cuatro— marcas de flecha no es precisamente favorecedor.

La tendera se mordió la lengua; Margit tenía razón.

Por privilegiado que haya sido el dueño original, seguramente se trataba de un noble venido a menos en los márgenes de la alta sociedad. Aunque la tejedora de orbe no sabía por qué le habrían dado a su hijo un abrigo de piel —su mejor suposición era una costumbre regional—, sabía que lo habían empeñado tras recibir burlas de sus pares por aquella decisión.

A simple vista, ya era difícil considerarlo un artículo de lujo. La labor de costura había logrado disimular la mayoría del daño de las heridas de flecha no letales, pero no era suficiente para engañar a una verdadera cazadora que había derribado muchos lobos con sus propias manos.

—…Setenta.

—Cuarenta como máximo. Por más que eso, realmente estaría mejor usado como forro interior de otro abrigo.

Incontables factores danzaban por la cabeza de la aracne más grande: el trabajo que implicaba desarmarlo, las probabilidades de venderlo tal cual, el precio al que lo había comprado —ella también había regateado con crueldad para rebajarlo—, y más. Al final, decidió aceptar las condiciones de la aracne más pequeña.

—Dioses… —La mujer se encogió de hombros, como diciendo: «Toma tu botín, pequeña ladrona»—. Vender piel a una cazadora es una tarea ardua, ¿eh?

—Perdóname, por favor. Me aseguraré de comprar más para compensarlo. Por ejemplo, ¿qué hay de eso? ¿Tienes algo similar en mi talla?

Margit señaló otra prenda a modo de consuelo, pero la respuesta que recibió fue un ceño fruncido y profundamente desconcertado.

—…¿Quieres ponerte eso?

—¿Hay algún problema con ello?

El dedo de Margit apuntaba directamente a un conjunto de ropa negra de cuero. Apenas hacía intento alguno por cubrir el abdomen, los hombros o el cuello; si cierto chico rubio hubiese estado presente, habría preguntado qué hacía ahí un disfraz de súcubo.

La verdad, aquel conjunto de cuero provenía de una tienda… digamos, bastante de nicho. Cuando se lo obligaron a aceptar, la propia tendera se preguntó qué demonios iba a hacer con eso.

Pero cada cultura tiene sus propias percepciones. Así como muchos se burlaban de los mensch por cargarse de piedras brillantes, algunas culturas semihumanas presumían estilos tan estrambóticos que rozaban la desnudez. La tendera pensó que sería de mal gusto expresar sus preocupaciones —es decir, que vestir algo así haría parecer a cualquier hombre que acompañara a la jovencita un depravado con todas las letras— solo porque no compartían los mismos valores culturales.

—No… no creo tener nada más parecido a eso.

—Vaya, qué lástima. Pero bueno, supongo que podría arreglármelas con un poco de trabajo. ¿Qué te parece si te doy diez libras por quitártelo de encima?

Aunque la arruga en su frente se profundizó, la tendera no esperaba sacar mucho por ese conjunto de cuero de todos modos; así que aceptó. La pobre alma que tuviera que caminar al lado de la chica vistiendo eso, tendría que perdonarla; por lo menos, le ofreció una oración silenciosa.


[Consejos] El espectro de la moda es infinito, especialmente entre grupos culturales. Lo que un mensch considera normal, puede ser objeto de burla para otros.


Cambio de Imagen no Solicitado


Incluso entre los veteranos de Marsheim, Kevin era un aventurero hábil. No solo su nariz de hienoide le daba ventaja para rastrear, sino que también era un gnoll de complexión robusta: sus compañeros lo tenían en alta estima como un explorador que podía mantenerse firme en la línea del frente.

Y, como uno de los miembros más veteranos del Clan Laurentius, Kevin era una de las pocas almas que aún recordaba cuán hermosa había sido la mujer al mando antes de volverse demasiado hastiada como para preocuparse por ello. Creía haberlo visto todo durante los años que llevaba trabajando para ella, pero…

—Eh… ¿Jefa?

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? Tendré el cuero duro, pero con esa mirada vas a terminar agujereándomelo.

Sentada en su lugar habitual en el Calamar Tintero, estaba Laurentius de la Tribu Gargantua… pero a Kevin le tomó varios segundos procesar a quién estaba viendo.

—No te rías.

—No-no, o sea, no me reiría, pero… ¿qué pasó?

Laurentius lucía simplemente así de distinta. Era como si se hubiera transformado por completo.

Normalmente, se cortaba el cabello a tajo limpio cada vez que le molestaba; ahora, lo tenía cuidadosamente recortado. Los mechones rebeldes que solían sobresalir en todas direcciones habían desaparecido, peinados en una caída elegante mantenida con un poco de aceite. Aunque todavía no le alcanzaba la longitud para una coleta completa, la parte trasera estaba atada y hasta tenía una pequeña flor decorando el nudo.

Y más aún: su rostro, usualmente desprovisto de cualquier adorno, llevaba maquillaje.

Su mirada aguda, acentuada por una sombra de ojos que se extendía hacia los extremos, parecía aún más intensa gracias a ese toque de belleza añadido, reforzando su presencia imponente. Las ojeras que empezaban a marcarse habían sido disimuladas con polvo —polvo azul, por supuesto— para dejar todo el protagonismo a sus labios negros.

Exacto: estaba usando lápiz labial. Un negro profundo que resaltaba contra su piel azul; combinado con los colmillos enormes que asomaban debajo, ese color acentuaba su aura de letal seducción.

Laurentius siempre había sido más atractiva que adorable, y la ronquera que el alcohol había aportado a su voz completaba un conjunto capaz de arrancar chillidos a más de una dama inclinada a ello.

Y hablando de alcohol, las manchas que normalmente moteaban su ropa diaria ya no estaban. Llevaba un atuendo recién lavado y, para colmo, increíblemente, planchado.

—Fue cosa de Erich, —explicó la ogra—. Después de un duelo, le pregunté si quería algo a cambio por haberme metido un buen golpe hoy, y de repente… esto.

—¿Qué? ¿O-o sea que pidió arreglarte como muñequita como recompensa?

Aunque él mismo se dio cuenta de lo expositivo que sonaba, Kevin necesitaba repetir lo que acababa de oír, aunque fuera solo para procesarlo. Curiosamente, decirlo en voz alta no lo ayudó en absoluto a asimilarlo.

Kevin conocía a Erich: era el nuevo aventurero que había llegado a Marsheim ese verano. El chico era una fuente ambulante de técnica con la espada —un «novato» solo de nombre— y, aunque aseguraba tener la edad legal, se veía tan joven que eso también podría haber sido una fachada.

Todos en el Clan Laurentius conocían a Erich. No solo era el compañero de entrenamiento favorito de la jefa, sino que Kevin (junto con su compañero Ebbo) había sido quien lo había llevado por primera vez a su local habitual.

Pero por más que exprimiera su cerebro, el gnoll no lograba entender por qué ese chico había decidido de repente darle un cambio de imagen a la jefa.

—¿Quieres callarte, zopenco? Agh, no puedo relajarme viéndome así.

—Pero, jefa, en serio estás…

—Cierra. El pico.

—…Sí, señora.

Por mucho que Kevin quisiera decirle que estaba increíblemente hermosa, aquel estilo parecía haber dejado a Laurentius de mal humor. Bajó la cabeza y guardó silencio, pero su voz interior gritaba con fuerza: Bien hecho, Ricitos de Oro.

Laurentius no era especialmente atractiva en un día normal, pero eso se debía más a su apatía crónica que le impedía molestarse en arreglarse. Sus encantos naturales eran indiscutiblemente imponentes. De hecho, más de uno en su clan se había unido, al menos en parte, por la belleza despreocupada de su líder.

—No puedo creer esto… No me ponía maquillaje desde mi última guerra…

Los guerreros ogros siempre llevaban maquillaje a las batallas de verdad, pero no con la intención de embellecerse. Lo hacían por una razón incomprensible: que una cabeza desaliñada fuera un trofeo indigno si llegaban a perder en combate.

Por eso, Laurentius no lograba entenderlo. ¿Por qué la habían arreglado un día pacífico? Y no con un aspecto meramente aceptable como trofeo de guerra, sino al punto de aspirar a la cúspide de la belleza.

Durante el resto del día, el malhumor de la ogra —y la vergüenza que intentaba esconder— mantuvo al Calamar Tintero en una tensión constante. Pero se dice que muchos de los suyos, aunque permanecieran en silencio, compartían el mismo pensamiento: Bien hecho, Ricitos de Oro.


[Consejos] Aunque algunas ogras se maquillan todos los días bajo la filosofía de que la batalla puede presentarse en cualquier momento, pocas tienen habilidad con los cosméticos, y menos aún se preocupan por ellos. Para ellas, la belleza está en el combate mismo.


Cuatro Patas y Dos


Ágiles pero enormes, las patas que danzaban sobre los tejados bien habrían merecido un efecto de sonido estilo thud digno de una viñeta de cómic para subrayar cada pisada.

Las patas eran de un gato.

Pero un gato muy grande.

De al menos un metro de largo sin contar la cola, el felino tenía un pelaje doble que lo hacía parecer aún más voluminoso. Una mancha oscura, casi negra, cubría parte de su rostro, mientras que el resto de su manto era marrón o blanco ligeramente apagado.

Aquel imponente felino era Lord Ludwig, el señor gato de Marsheim. Su andar digno era la misma encarnación de la realeza, suficiente para hacer que los gatos dormilones del pueblo se incorporaran apenas percibían su gallarda presencia.

—¡Vuelve aquí ahora mismo!

Una tarde soleada, el sereno gobernante giró una oreja ante un grito repentino.

La vulgar exclamación, obviamente, no iba dirigida a él. Ningún necio en todo el Imperio sería tan estúpido como para lanzar semejante falta de respeto hacia el guardián de la higiene de su ciudad.

Intrigado por el alboroto, el señor felino alzó la vista desde la azotea y observó un grupo de humanos lamentables envueltos en el conflicto que tanto les gustaba.

Dos bestias bípedas corrían por el callejón bajo sus patas. No solo carecían de su gracia felina, sino que aquellas criaturas curiosas tenían la costumbre de ir por ahí todo el día con armas atadas a la cintura.

Ludwig reconoció al que había gritado: era el muchacho rubio al que solía encomendar tareas menores a través de sus súbditos. Si recordaba bien, incluso le había otorgado una recompensa.

Sí, no solo era veloz para ser una torpe criatura de dos patas, sino que también comprendía el valor del respeto: cumplía bien su trabajo y no se rebajaba a llamar «bestias» a los gatos cuando estos no estaban presentes. Por eso, Ludwig tenía grandes esperanzas puestas en aquel chico.

Eran una especie de humano conocida como «aventureros». Les encantaba correr de un lado a otro por la ciudad, y lo hacían desde los días en que el alma de Ludwig habitaba en un gato común que servía a otro señor felino. Aunque desde entonces había «cambiado de pelaje», como solían decir, nada había cambiado realmente.

—¡Solo tienes que pagar tu cuenta!

—¡Cállate! ¿¡Qué va a saber un mocoso aventurero, eh!?

—¡No quiero oírlo de un tipo que ni puede pagar sus malditas copas!

Hoy, al parecer, al chico le habían asignado la tarea de cobrarle a un tonto que se había marchado sin pagar. Sin duda, un trabajo agotador. Ludwig se acomodó en un buen punto de observación y decidió pasar el rato viendo a esas criaturas tropezar en su frenesí.

Su mirador elegido era la pared de un campanario; pues, como bien se sabe, las cadenas del suelo significan poco para un señor felino. Y si era necesario, hasta podía prescindir del cuerpo físico.

La razón por la cual no lo hacía era simple: a los humanos les gustaba acariciar un abrigo peludo.

—¡El posadero dijo que te perdonaba si lavabas los platos tres días!

—¡Cállate, enano! ¡Tú no sabes lo ocupado que se pone ese lugar! ¡Seguro me va a poner a trapear también, ya lo veo venir!

—¡Si sabes tanto del lugar es porque vas seguido, así que paga tu maldita cuenta !

La última vez que Ludwig había visto a ese muchacho, usaba las mismas palabras grandilocuentes que solían emplear los autodenominados «nobles». Pero hoy hablaba con mucha más brusquedad. Tal vez estaba endureciendo el tono para adaptarse a la persona con la que hablaba.

Qué fastidio debía de ser eso. Los gatos daban todo de sí para ser gatos; los humanos, en cambio, no solo debían vestirse y adornarse para parecer lo que eran, sino también pensar en cómo hablaban. Para algunos, ser humano no era suficiente: intentaban superar sus propias limitaciones.

Eran tan ocupados… y tan entrañables.

Mrrraow.

El maullido de uno de sus súbditos captó la atención del señor felino. Se giró y vio a un cachorrito —todavía incapaz de aferrarse a las paredes verticales— con una rata entre los dientes. No hacía mucho que Ludwig había arrasado con los siervos del Rey de la Plaga, y sin embargo, ahí estaba otro; debían estar multiplicándose para causar estragos de nuevo.

Con el rabillo del ojo, Ludwig vio al fugitivo desplomarse cuando un humano de ocho patas le cayó encima desde las alturas. Al parecer, los humanos podían ser listos, al menos cuando cazaban: el chico había acorralado a su objetivo justo en la trampa de su compañero.

Ludwig bostezó, se incorporó, se estiró y luego afiló sus garras contra la pared. Tan filosas que podían partir incluso la más resistente de las espadas, sus uñas dejaron una marca nítida en la piedra y desprendieron la capa exterior deteriorada.

Saltando desde una altura que mataría a un ogro, el señor felino aterrizó suavemente, encontró una alcantarilla al azar y se deslizó en la oscuridad.

Los humanos estaban trabajando duro; lo justo era que él también hiciera su parte.

La humanidad vivía rodeada de peligros. El Rey de la Plaga era un dios caído que ahora tomaba la forma de ratas retorcidas, siempre buscando alimentarse de los muertos y propagar enfermedades entre los vivos; las cucarachas que se nutrían del resentimiento de los pobres y desaseados eran avatares de la Tragedia Impura. Nunca aprendían, siempre intentando aumentar sus ejércitos.

Esos necios no comprendían el verdadero valor de la humanidad. Los humanos no fueron puestos en este mundo para ser devorados o asesinados, sino para acariciar y servir de cojín tibio en los días fríos.

Sin que la humanidad lo supiera, el gato partió con propósito de ser un gato: protegería a los humanos de los males que amenazaban su misma existencia.


[Consejos] Los señores felinos son comandantes inteligentes de sus hermanos cuadrúpedos que —por alguna razón— trabajan para mantener limpias las calles en beneficio de la humanidad. Nadie sabe realmente por qué lo hacen, pero su correlación con la limpieza de las ciudades que habitan ha hecho que se les trate con reverencia en todo el Imperio.


La Tabla de Botín del Mago Maligno


Ni la nieve compacta podía enfriar el ardiente entusiasmo de la juventud.

—¡Hiyah!

—¡¿Whoa?! ¿¡Ah, sí!? ¡¡Pues toma esto!!

En los bosques del cantón de Konigstuhl, un grupo de niños se divertía lanzándose bolas de nieve. La nieve rara vez caía tan al sur, y los pequeños del pueblo estaban decididos a disfrutar a fondo de aquella rareza estacional, incluso si sus manos y rostros ardían de rojos.

—…¿Cómo fue que jugar a ser aventureros terminó en esto?

—¡Tome esta, Señor Erich! ¡Lanza de Hielo, ve!

—Buen intento, chiquitín.

El «grupo de aventureros» ridículamente sobredimensionado que estaba vigilando había decidido, de forma muy propia de los niños, que preferían una guerra de bolas de nieve. Recordaban la premisa original y gritaban conjuros fingiendo lanzar hechizos —basados más en magos comunes que en magia real—, pero en el fondo solo estábamos jugando con nieve.

Uno de los mayores era un chiquillo alborotador que intentó sorprenderme por la espalda con su «lanza de hielo», pero esquivé, la atrapé en el aire y se la devolví de inmediato.

—¿¡Pwah!?

—Si quieres sorprenderme, no puedes ir gritando a los cuatro vientos. Solo alza la voz después de acertar… o al menos mientraslanzas.

Atrapar una bola de nieve sin romperla era una tarea trivial con Destreza Escala IX. El niño, con la cara cubierta por su propia arma, cayó de culo y se sacudió la nieve del rostro.

La nieve era estupenda: suave y esponjosa, ideal para esquiar. Lástima que nuestro cantón agrícola no tuviera ninguna pendiente digna de ese nombre.

—¡Pero eso no es genial!

—Los aventureros no son caballeros: ganar es más importante que lucirse.

Técnicamente, yo aún no era un aventurero, pero una lección dicha con suficiencia por alguien que ya casi lo era bastó para encender el espíritu del muchacho.

—¡Maldita sea! ¡Prepárate, villano! ¡Te derrotaré, justa y limpiamente!

—¿Oh? ¡Ven a por mí, pequeño aventurero! ¡Tiembla, pues hoy enfrentas a un archimago malvado en el campo de batalla!

Igualando la teatralidad heroica del niño, asumí el papel de un verdadero malhechor que merecía ser llevado ante la justicia. Aunque me sentía más ridículo que intimidante, bajé la voz y ondeé dramáticamente mi capa mientras el joven aventurero se acercaba.

Corría esquivando bolas de nieve mientras reunía mis propios «hechizos de ataque» para contraatacar. Pateé una gran ola blanca, pero él avanzó con un valiente grito de guerra. ¡Todo un pequeño héroe en potencia!

—¡Ooh, yo también! ¡Yah!

—¡Muy bien, todos contra él al mismo tiempo!

—¡Mwajajá! ¡Necesitarán más que eso…! ¡¿Eh, esperen! ¡¡¿Qué pasó con el combate justo y limpio?! ¿¡Qué es esto de siete contra uno?!

Por fin, los otros «aventureros» que estaban distraídos se habían unido exitosamente a la batalla: una lluvia de bolas de nieve me cayó encima desde todas las direcciones. Golpear a un jefe sin esbirros entre un montón de aliados era puro manual de aventurero, sí, pero contra eso no podía hacer nada.

En un combate real, podría haber reducido la distancia poco a poco y eliminado a los atacantes uno por uno antes de que me abrumaran, pero no iba a hacer algo tan brutal mientras jugaba con niños. De hecho, el solo hecho de que esa idea cruzara por mi mente me dio motivos para reflexionar sobre la tendencia violenta de mi cerebro.

Esquivar todos sus ataques en ráfaga fue complicado, especialmente porque no era lo bastante mal perdedor como para sacar mi magia de verdad aquí. Había traído a Lobo Custodio por si nos topábamos con una bestia salvaje o algo así, pero no podía blandirla contra un grupo de chiquillos.

Al final, los esfuerzos unificados de los aventureros bastaron para derribar al malvado mago.

—¡Graaaah…! Han hecho bien en derrotarme, aventureros. ¡Pero tendrán que partir mi cuerpo en siete pedazos y sellarlos en tierras sagradas lejanas si quieren evitar que resucite!

—¡Eso da miedo!

—Señor Erich, ¿de qué romance es esa?

—Dio… ¿En serio hay malos así de atedadodes?

Maldición, me pasé. Incluso Herman, que había estado celebrando su participación en la derrota del archimago, ahora parecía asustado.

No, no, no. No hay villanos así… por aquí.La idea la saqué de un libro en la biblioteca del Colegio. Aunque, claro, ese libro tenía documentación de fórmulas que claramente se le habían escapado a la censura, y Lady Leizniz se había puesto pálida al verme con él, arrebatándomelo de inmediato de las manos.

—No te preocupes. Si aparece un malo así de terrible, tu tío se encargará de él. —Me quité la nieve de encima al ponerme de pie y le di una palmadita en la cabeza a mi pequeño sobrino—. Y yo les concederé armas para que, algún día, ustedes también puedan derrotar a un verdadero mago malvado.

—¿¡De verdad!?

Sí, sí. Qué fáciles eran de contentar los niños: la sola promesa de nuevos juguetes bastaba para borrar el miedo y reemplazarlo con expectación pura.

—¡Ooh, una espada! ¡Yo quiero una espada!

—¡Yo también, yo también!

—¡Dío! ¡Yo! ¡Quiero una vadita! ¡Como las de magia!

Está bien, está bien; tranquilos, pequeños aventureros. El gran villano había sido vencido, y ahora les debía un botín. Supongo que mis planes para mañana ya estaban definidos: tendría que salir a buscar madera sobrante para fabricarles su equipo de lujo.


[Consejos] Los aventureros son famosos por matar dragones y derrotar magos malvados, pero los crímenes de muchos antagonistas han sido suavizados en pos de contar historias más digeribles.


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