Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 7 Un Henderson Completo ver0.6
La historia que sigue no pertenece a la línea temporal que conocemos, pero podría haberlo sido si los dados hubieran caído de otra manera...
1.0 Hendersons
Un descarrilamiento lo suficientemente significativo como para impedir que el grupo alcance el final previsto.
El Imperio Trialista albergaba numerosas tabernas cuyos nombres eran conocidos en todo el territorio. Sin embargo, había una en la frontera que sus clientes habituales consideraban por encima del resto. Era cierto que, en parte, eso se debía a que no conocían otras, pero nadie podía negar que ofrecía una calidad sin igual.
Un resplandor místico, fuerte pero no abrumador, iluminaba el suelo con una elegancia rara vez vista incluso en las mansiones nobles. No se encontraba ni una mota de polvo sobre los suelos color caramelo, y lo único que recorría el empapelado blanco como la nieve era un hermoso patrón dorado. Las mesas y sillas a juego estaban en perfecto estado, al igual que los platos y tazas de pura plata esterlina.
Por supuesto, las bebidas que se servían no eran menos impecables: un aroma delicado flotaba sobre su superficie, lo bastante frío como para refrescar la garganta en el ardor del verano, y lo bastante cálido como para reconfortar el alma en la desolación del invierno.
Las carnes, tan suaves que los cuchillos resultaban innecesarios, adornaban los platos de los comensales, listas para deshacerse al más mínimo toque de un tenedor. A su lado había vegetales que jamás habían aprendido a dejar un regusto amargo en la lengua.
La barra destinada a los clientes solitarios había sido cuidadosamente elaborada con una única losa de cedro sin cortes. Se decía que los vasos de fondo grueso que se usaban allí podían deslizarse de un extremo al otro por la superficie perfectamente pulida.
Solo unas pocas ubicaciones en la capital imperial, dirigidas a los paladares más exquisitos de la alta sociedad, podían presumir de semejante magnificencia. ¿Y que tal establecimiento se encontrara en las tierras fronterizas del oeste, en el que frecuentemente se burlaban como el «fin del mundo» llamado Marsheim? ¿Quién podría creerlo?
Y sin embargo, allí estaba, en el lado sur de la ciudad fronteriza, en un callejón tranquilo, el bar. Situado al final de un callejón sin salida, el tortuoso camino hasta su puerta se había convertido en una suerte de barrera natural para quienes no conocían su ubicación exacta. Incluso quienes habían oído los rumores tenían dificultades para orientarse entre el laberinto de calles sin indicaciones.
No había ningún cartel elegante que anunciara su presencia. Aunque estaba un poco más limpio que los edificios circundantes, no lo suficiente como para llamar la atención de un transeúnte. Muchos huéspedes lamentaban que su discreta fachada fuera el único defecto del lugar, pero la respuesta del dueño siempre era una sonrisa audaz y un pícaro: «Así es como debe lucir un escondite».
Uno podría pensar que el propietario era un necio sin noción del trato con el cliente, pero eso no representaba un problema allí. Porque este local practicaba algo prácticamente inédito fuera de los círculos aristocráticos: rechazaba a los clientes no invitados en la puerta.
En efecto, el meticuloso diseño interior, la comida excelente y las bebidas de primer nivel no eran suficientes; solo unos pocos aventureros selectos tenían permitido el ingreso. Este era, sin duda, el único de su clase en todo Rhine. Así que, por supuesto, no necesitaba una ubicación accesible ni un cartel llamativo: nunca fue ese tipo de lugar.
Y aun con su extraña estrategia comercial, el salón se animaba como cualquier otro al caer la noche.
Los visitantes eran invariablemente aventureros experimentados y de alto rango: líderes de clanes famosos, héroes conocidos por sus hazañas en solitario, promesas que ascendían como una flecha en el escalafón, y más. Ni uno solo estaba desaliñado. Incluso los grupos que pasaban tras su jornada vestían la mejor armadura, y sus armas cuidadosamente envueltas eran artefactos legendarios que harían babear a cualquier coleccionista.
Un hombre maduro, canoso pero agudo, atendía la barra con elegancia, y un grupo de camareros vestidos con esmero llenaba uniformes de todas las formas y tallas mientras se apresuraban a recibir a los clientes. El servicio, también, estaba diseñado para ser perfecto para sus invitados.
De vez en cuando, algunos individuos se alejaban de sus mesas y cruzaban el salón para saludar a rostros conocidos. Todo aventurero necesitaba mantenerse al tanto de los acontecimientos recientes y los asuntos regionales, y esos temas volaban de un lado a otro.
Las tabernas solían ser terreno fértil para rumores infundados y relatos exagerados diseñados para captar la atención, pero este lugar estaba reservado para lo mejor de lo mejor. Socializar aquí era un juego estratégico, cada tema una pieza en el tablero; el chisme era más que un mero adorno para acompañar la bebida.
Si bien ninguno de los presentes destacaba por una etiqueta refinada, tampoco eran bárbaros: no había risas estruendosas ni intentos desesperados de animar el ambiente como en otros locales. Además de las exigencias del oficio aventurero, los miembros de este exclusivo club debían tener un carácter que impresionara al dueño del establecimiento. La atmósfera tranquila y relajante era un esfuerzo conjunto, cuidadosamente mantenido entre propietario y cliente.
—¿Qué me recomienda hoy? —preguntó un aventurero que se había sentado en la barra, dirigiéndose al tabernero que lustraba vasos al otro lado.
El cliente parecía muy joven para su edad. Más aniñado que infantil, sus rasgos estaban rematados por su inconfundible cabellera en punta y una cicatriz que le cruzaba la mejilla. A su lado se encontraba una mujer que olía ligeramente a hierbas. Bastaba una mirada a su túnica y a la multitud de catalizadores que colgaban de su persona para identificarla como una de las pocas magas en este tipo de oficio.
—Veamos… —Ante la petición de una recomendación, el hombre canoso observó la pared de botellas detrás de él y bajó una del estante—. ¿Qué tal un Franziscus? Proviene de los sacerdotes del Monasterio Sylvius, quienes descubrieron la receta por accidente mientras experimentaban con un aparato de destilación. La mezcla de hierbas y bayas de enebro lo hace muy suave al paladar y deja una sensación refrescante.
—Suena bien para mí. ¿Cómo se sirve mejor?
—Bueno, a ver… ¿Qué opinas de un Machacayunque Sven? Es una mezcla que resalta el sabor del alcohol sin hacerlo pesado: Franziscus con agua con gas y unas gotas de jugo de limón para darle aroma. Es la bebida perfecta para comenzar la noche… te abre el apetito.
Convencido por la propuesta, el aventurero pidió dos, uno para él y otro para su compañera.
—Ahora que lo pienso, —comentó el aventurero—, así que este es el Machacayunque, ¿eh? Era un tipo raro… Nunca oí de otro dvergar que se tomara la molestia de rebajar el alcohol como él. ¿Hace cuánto ya? ¿Medio año?
—Así es. Dio su vida defendiendo un cantón junto al río del hijo de un gigante que había bajado de una montaña cercana. Cuentan que el medio gigante lo atacó con la base de una casa, y aun así logró mantener su martillo de guerra en alto, intercambiando golpes hasta que ambos cayeron. Una verdadera pena perder a un hombre como él.
—Al menos el tipo cayó envuelto en gloria. Mejor eso que terminar como Lanzacuchillos Dimo.
La risa del aventurero de cabello en punta provocó una reprimenda de su compañera boticaria, pero al tabernero no pareció molestarle; por el contrario, comentó que podía preparar un Dimo si así lo deseaban.
Era una tradición en este establecimiento: cuando aventureros famosos bebían allí, sus combinaciones preferidas eran bautizadas con sus apodos como muestra de respeto. Lo que comenzó como un simple juego cuando el propietario se enteró de la muerte de un amigo, había terminado convirtiéndose en una tendencia que se extendió por todo Marsheim.
Pero de entre todos los alegres bebedores que pedían Machacayunques en la ciudad, era difícil saber cuántos sabían que esa bebida llevaba el nombre de un aventurero caído.
La aventura era, en cierto modo, una carrera de imagen pública. Una vez terminaban los días de viaje y cesaban las canciones en su honor, uno desaparecía rápidamente del imaginario colectivo. Aquellos cuyos logros sobrevivían décadas o siglos no eran solo héroes, sino campeones míticos que superaban incluso a las leyendas vivientes. La mayoría eran olvidados, al igual que los juglares que contaban sus hazañas, cuyas historias se desdibujaban al pasar de boca en boca.
Algún día, incluso sus lápidas se desmoronarían. Que su nombre sobreviviera como el de una bebida en las tradiciones de la ciudad… si eso era lo que realmente deseaban, los vivos nunca lo sabrían.
El ridiculizado Lanzacuchillos Dimo había sido un hombre de la raza floresiensis famoso por su destreza lanzando cuchillos… pero más recordado por su fetiche particular de acostarse con mujeres de razas gigantes. Con el tiempo, su obsesión lo llevó demasiado lejos: en su búsqueda de «contrincantes» cada vez más grandes, terminó cayendo en una batalla de un tipo muy distinto.
Naturalmente, el hombre había sido un cliente habitual, y tras su fallecimiento se sirvieron incontables Lanzacuchillos en su honor; todos acompañados, por supuesto, de carcajadas estruendosas.
La bebida en sí se preparaba con la famosa cerveza fría del local, vino blanco y una pizca de canela. Era una mezcla extraña, pero a diferencia de la historia de su muerte, la combinación resultaba agradable al paladar. En un futuro lejano, los orígenes del trago serían olvidados y la receta se disfrutaría por todo el Imperio; por ahora, seguía siendo la introducción a un chiste vulgar.
Entre la clientela del lugar, los aventureros más jóvenes solían pedir mezclas raras —que con frecuencia venían seguidas de una mueca de desagrado— con la esperanza de que algún día ellos también dejaran su huella en la historia. Pero el aventurero en la barra no parecía interesado en ese tipo de juegos.
—Nunca hay una noche aburrida por aquí, ¿eh?
Aunque su bebida habría ardido si la tomara sola, un sabor suave con un toque afrutado refrescante danzaba en su lengua. Mientras cenaba un plato de carne seca, queso y frijoles hervidos, observaba el bullicioso salón.
—Ha pasado un tiempo desde su última visita, ¿verdad, Señor Siegfried?
—Supongo que sí. Nuestro último encargo nos llevó bastante lejos. Pero este sitio no cambia nunca; los habituales de aquí harían que un poeta echara espuma por la boca.
Una ogra con dos espadas al cinto invitaba a sus subordinados a una ronda de buen licor; una camarera, visiblemente incómoda, le pedía a una guerrera zentaura que saldara su cuenta pendiente mientras le entregaba otra botella de whisky; un mago cubierto con túnicas largas y un bastón rematado en campanas doradas —demasiado hermoso para estar en un lugar como ese— se dejaba ver en un rincón. Cada uno de los presentes era una figura conocida en todo Ende Erde, ya fuera por los habitantes del lugar o por las gestas narradas en sus sagas.
En cuanto a la razón por la que todos estaban reunidos allí, era porque este era uno de los pocos lugares donde podían relajarse de verdad. Pocos otros ofrecían refugio frente a los venenos y los conflictos entre facciones.
—Dicho eso, ya llevamos unos cuantos años viendo las mismas caras…
Como si su comentario fuera una premonición, el ambiente alegre se rompió de golpe. La puerta se abrió de una patada con un estruendo; los clientes se pusieron en pie, preguntándose si acaso la corona misma venía a tomar control de su santuario. Sin embargo, todo el caos se debía a una sola patada grosera y desconsiderada.
—¿Qué mierda es eso de «se requiere invitación»? ¿¡Saben quién demonios soy yo!?
El intruso era un joven. No parecía muy presentable, ni daba la impresión de ser alguien que se bañara con frecuencia. No obstante, lo mismo no podía decirse de la espada larga que llevaba al cinto: incluso envainada, su diseño utilitario era de una calidad claramente impresionante.
Algunos de los presentes lo conocían. Era un aventurero nuevo y temerario que se había mudado a Marsheim hacía medio año y que se había ganado cierta fama por dos razones: su inmenso talento con la espada y su costumbre de buscar peleas con aquellos que estaban por encima de él.
Aunque provenía de algún pueblo olvidado más al oeste incluso que la misma Marsheim, proclamaba a plena luz del día ser hijo bastardo de un noble; su temperamento era tan corto que cualquiera que osara dudar de tal afirmación acababa rápidamente ensartado. Por muy verdaderas que fueran sus habilidades, su carácter le había forjado una reputación que, siendo francos, dejaba mucho que desear.
Desde que un puñado de veteranos medianos había caído intentando ponerlo en su lugar, la comunidad en general había optado por ignorarlo; al fin y al cabo, no tenía sentido buscar una pelea si no venía con recompensa.
Habiéndose sacudido el hollín recientemente, aparentemente había decidido que esa noche era el momento perfecto para honrar con su presencia el legendario bar del que tanto se hablaba. Nadie sabía de dónde había sacado la información.
El hecho de que el portero que se ocultaba entre las sombras le hubiera negado la entrada había arruinado por completo su humor, o eso dejaba ver su violenta irrupción. La bisagra rechinante apenas lograba sostener la elegante puerta, pero el tabernero canoso frunció el ceño igualmente; justo detrás, a la sombra del umbral, el portero estaba encorvado, sujetándose un brazo ensangrentado.
—Aquí tienen el privilegio de beber los héroes, ¿no? ¿Entonces a quién demonios le están sirviendo si no es a mí?
La arrogancia era palpable. Su prepotencia nacía de la presunta invencibilidad de la juventud, pero la verdadera tragedia era que había sido bendecido con el talento suficiente como para vencer al hombre en quien el propietario confiaba para cuidar la puerta.
Hasta ahora, seguramente todo le había salido bien. Quizá había nacido en una familia lo bastante privilegiada como para que su autoproclamada nobleza quedara sin castigo; pero peor aún era que su sangriento talento impedía que nadie pudiera corregirle el rumbo. Sin control, había vivido una vida sin aprender jamás las consecuencias de desenvainar la espada en el momento y lugar equivocados.
Dos guardias más salieron de detrás de una columna cerca de la entrada, desenvainando sus armas.
—Vaya, vaya. No recuerdo haber pedido acero. ¿O es que es tradición de la casa invitar a los clientes?
De vez en cuando, algún joven demasiado ambicioso se presentaba en esas puertas. Impulsados por sueños adolescentes y una confianza infinita, llegaban listos para unirse a las filas de las leyendas. Tal temeridad podía parecer hasta entrañable; cualquier adulto vería en su ingenuidad un reflejo amargo de sí mismo y los mandaría a casa con una sonrisa y una reprimenda.
Y, hasta ahora, esos raros visitantes no invitados siempre habían sido fácilmente espantados por el portero. Por supuesto que sí: quien vigilaba la entrada había sido seleccionado personalmente por el dueño del lugar por su fuerza excepcional. El hecho de ser rechazados por alguien claramente más fuerte solía bastar para ahuyentar al mocoso promedio. En el peor de los casos, se marchaban jurando que algún día ganarían una invitación y harían que el portero se inclinara ante ellos.
Algunos idiotas intentaban abrirse paso a la fuerza, pero todos habían acabado siendo expulsados… excepto el de esta noche. Ese día, el tonto era aún más insensato que cualquiera de los anteriores, y tenía un poder completamente desproporcionado a su estupidez.
Si bien el portero solía bastar para mantener la paz, dos guardias estaban siempre apostados dentro del local como medida de seguridad ante aventureros ebrios que armaran un escándalo. Esta fue la primera vez que tuvieron que cumplir con su deber.
Ninguno de ellos ofreció las advertencias habituales de un guardia. No hubo ningún «¿Está seguro de que este es el lugar correcto?» antes de su ataque conjunto; la necesidad de contenerse se evaporó en cuanto vieron a su camarada desplomado fuera.
Sus espadas se lanzaron con precisión letal a los puntos vitales, lo suficientemente hábil como para impresionar incluso a los clientes más experimentados. Perfectamente sincronizados, cortaron… el aire.
—¿¡Qué…!?
—Muy lentos, amigos. Patéticos, más bien.
La voz vino de sus espaldas, para su sorpresa. Como si fuera una broma del destino, el joven al que se suponía que debían haber partido en dos los había rodeado. Su espada seguía envainada, y no tenía arma alguna en las manos… y, aun así, algo los había cortado en el pecho.
—¿Así de fácil es conseguir trabajo aquí? No parece gran cosa, ¿eh?
—Ack…
—Gah…
Los guardias se desplomaron, incapaces de creer la sangre que comenzaba a burbujearles en la boca. Dos golpes secos retumbaron en la sala.
—Listo. Suficiente prueba de que merezco estar en este bar, ¿no creen?
La absoluta confianza del recién llegado al afirmar que había demostrado su valía hizo que los habituales bajaran la cabeza.
—Ay, chico… ahora sí que la cagaste.
—¿Qué? ¿Cagarla cómo? ¿No se supone que hay que ser fuerte para estar aquí? No veo el problema en demostrar que doy la talla.
Todavía bebiendo su Machacayunque desde el taburete, el aventurero ni siquiera hizo el intento de ocultar su disgusto ante lo que acababa de ocurrir. Mientras tanto, la boticaria junto a él se levantó con una mano en el bolsillo interior, pálida al ver a los heridos.
—Déjame decirte algo: tengo un par de cosas que reclamar. ¿Qué carajos hace un dueño de bar con un título pomposo? ¿Quién se cree que es para andar eligiendo a sus clientes?
—Puedes ser tan arrogante como quieras, mocoso. Pero no se me ocurre nada peor que derramar sangre en este lugar.
Cualquiera que hubiera pasado tiempo allí conocía las tres únicas reglas. Simples y directas, no había manera de eludirlas, y el aventurero se tomó la molestia de enumerárselas al intruso maleducado.
Regla uno: Quien vomite, limpia.
Regla dos: Todos serán caballeros, sin importar el género.
Regla tres: No se derrama sangre.
Jamás nadie había roto una de esas reglas sin sufrir la ira del propietario. No importaba cuán famoso, experimentado o respetado fuera el infractor.
—¿No es así, Ajustador? —dijo el aventurero mientras se terminaba su cóctel. Ya no se dirigía al joven arrogante, sino al grupo que acababa de llegar por la entrada—. Casi pareciera que estaban esperando su gran entrada.
—Oh, por favor. Te haré saber que no me hacen gracia las bromas del Dios de los Ciclos.
—¡Maestro!
El hombre canoso tras la barra alzó la voz. ¿Cómo no hacerlo, si nunca antes había fallado al propietario a ese grado en todos los años que había estado al frente del local? Si todo hubiera salido como debía, el dueño del establecimiento estaría ocupado negociando la adquisición de licores de calidad en un templo del Dios del Vino hasta bien entrada la noche. Eso habría obligado al cantinero a disculparse más tarde, pero también le habría dado la oportunidad de corregir la situación por su cuenta.
Pero, tristemente, el dueño había regresado.
—Para empezar, ¿de verdad crees que me quedaría de brazos cruzados mientras un perro sin correa se pone a morder a los míos?
Propietario del Colmillo Dorado; el Ajustador de Ende Erde; el Intocable… Muchos eran los nombres del aventurero que reinaba sobre Marsheim. Con un grupo de guardaespaldas a su espalda, tenía el porte de un noble… sin mencionar su atuendo refinado: sobre su hombro izquierdo colgaba un medio manto hecho con piel de dragón obtenida en una excursión aún cantada en baladas; en su cadera llevaba la legendaria Lobo Custodio, de la que se decía que había probado tanta sangre como vida hay en el mundo; y sobre su cabeza caía una cascada resplandeciente de cabello dorado, tan vibrante como cuando obtuvo su primer epíteto.
Aunque hacía tiempo que había dejado atrás la juventud, el rostro afilado de Erich de Konigstuhl apenas había cambiado desde que llegó al confín de la tierra. A pesar de ser una cabeza más bajo que sus guardaespaldas, su presencia era tan imponente como la de los mejores que se encontraban allí reunidos.
Era una fuerza viviente, una leyenda con incontables historias a su nombre, tal vez la más infame de todas aquella en la que se enfrentó al Santo de Marsheim. A día de hoy, la gente todavía susurraba con temor sobre la Pesadilla del Campamento; el incidente que lo consolidó como la encarnación viva del equilibrio de poder en Marsheim.
—¿Así que tú eres Erich? Hmff… Más pequeño de lo que pensaba. Por todo lo que había oído, creí que serías más duro.
Y sin embargo, el joven no cedió ni un paso. Tal vez pensaba que reconocer la fuerza de la leyenda frente a él sería una derrota en sí misma. Fuera como fuese, se acercó hasta quedar casi pegado a él y lo miró desde arriba con una mueca de desprecio inquebrantable.
Los guardias veían rojo por la pura osadía del joven, pero su maestro alzó una mano para contenerlos.
—Creo que ya he visto suficiente.
—¿Qué, ya te diste cuenta? Soy más fuerte, ¿no?
—No exactamente. —Deslizándose junto al chico con un salto en diagonal, Erich aclaró—: He visto lo suficiente para saber que no eres digno de nuestro servicio. Aquí no guardamos sobras para alimentar perros callejeros.
Ante un insulto que iba más allá de una simple provocación, el joven se quedó paralizado. Su cerebro simplemente se negaba a comprender lo que había escuchado.
Los presentes hicieron muecas. Cualquiera se habría ofendido ante semejante menosprecio, y era evidente que el novato malhumorado estaba a punto de estallar en furia.
Pero las cosas no salieron como él esperaba.
—…¿Eh?
No sentía el arma en su mano. Cuando miró hacia abajo, no vio nada: ni su mano, ni siquiera su cuerpo.
Su frente golpeó el suelo con un sordo thump, pero no le dolió. Antes de que pudiera asimilar lo que había sucedido, su visión comenzó a nublarse… y desapareció por completo antes de que tuviera la oportunidad de entenderlo.
El joven murió ignorante, tanto de su propia estupidez como del poder del enemigo al que había provocado.
Tal vez, ese fue su mayor consuelo. Su larga vida de violencia llegó finalmente a su fin, sin dolor, y sin la amarga revelación de que el mundo era mucho más grande de lo que jamás habría podido imaginar.
[Consejos] El Colmillo Dorado es un bar exclusivo en Marsheim al que solo pueden entrar dos tipos de aventureros: héroes consagrados y talentos prometedores que llamen la atención del dueño. A pesar de su decoración elegante y de la alta calidad de su comida y bebida, los precios se mantienen razonables. Destacan especialmente sus especialidades únicas: bebidas heladas en pleno verano y un tipo de agua que burbujea desde el interior.
Sin embargo, bajo la superficie, el lugar también cumple un rol crucial como pilar de equilibrio que sostiene la frágil balanza de relaciones entre clanes en la ciudad. Cuando los líderes de los clanes necesitan reunirse en secreto, el bar se convierte en una fortaleza completamente aislada del mundo exterior.
¿Cuántos años habrían pasado desde que dejé de preocuparme por lo insolente y vulgar que era fumar en pipa sin usar las manos? ¿O desde que permití que mis subordinados me quitaran la capa exterior al entrar en una habitación sin que nadie dijera nada? Supongo que muchos.
—Siento hacerte trabajar, y gracias por echar una mano. ¿Mis hombres estarán bien?
—…Sí, creo que todos sobrevivirán. Parecía más interesado en presumir que en matar, y la calidad de su armadura marcó la diferencia.
—Entonces te lo dejo a ti. Anota los gastos aquí.
Una de mis clientas habituales era boticaria, y debió haber corrido a atender a los heridos antes que nadie. Junto con unas palabras de agradecimiento, le pasé un cheque en papel con la cantidad en blanco. Tenía más o menos mi edad, y habíamos trabajado mucho juntos en nuestra juventud; conocía bien la potencia de sus pociones curativas y sabía que mis hombres estaban en buenas manos.
Por mucho que me disgustara admitirlo, el imbécil sin sentido al que le había cortado la cabeza era un espadachín hábil; el lado positivo era que sus cortes tan precisos probablemente darían a mi primer subordinado afuera la oportunidad de reimplantar su brazo. La herida había sido inquietantemente perfecta, al punto de que incluso los magos que mantenía bajo mi servicio podrían injertárselo de nuevo. Le tomaría mucho tiempo y esfuerzo recuperar su habilidad original, pero había invertido aún más tiempo y dinero en entrenarlo. Esperaba verlo recuperarse por completo.
—Eres un hombre generoso, Ajustador.
—Me gusta pensar que sé cuándo gastar y cuándo ahorrar, Golpe de Fortuna.
—Eh, déjalo ya. Ese apodo hace que parezca que llegué a donde estoy solo por pura suerte.
Bromear y ser objeto de bromas. Aprendí la lección hace veinte años: perder la compostura era lo mismo que volverse blanco de burlas. Me había llamado por un apodo molesto, así que simplemente se lo devolví; hacía ya mucho que ese tipo de respuestas me salían de forma automática.
—Y a mis queridos invitados. Lamento profundamente haberles arruinado la velada con el hedor de la sangre durante su merecido descanso. Permítanme asumir la culpa y compensarlo; esta noche, la cuenta corre por mi cuenta. Por favor, disfruten cuanto gusten.
Manejar el caos era otra de las habilidades que había adquirido con los años. Me disculpé con mis clientes por haber permitido que un descerebrado arruinara su diversión —pensándolo bien, no debí haberlo dejado ir tan fácilmente— y ordené a los refuerzos que habían salido del fondo que se encargaran del cuerpo y limpiaran la sangre.
En menos de una hora, un cuerpo sin nombre caería por un profundo pozo hasta encontrarse con los viscosos guardianes de las alcantarillas que habitaban en su interior. Nadie sabría jamás que se había derramado sangre allí aquella noche; y los que lo sabían, elegirían olvidarlo antes del amanecer.
Cuando los que tienen hablan, el mundo escucha.
Vaya… Me he acostumbrado tanto a lo peor.
Suspiré al ver cómo los aventureros celebraban al unísono el inesperado licor gratuito —pero no creas que me he olvidado de tu cuenta, Dietrich— aunque lo comprendía. Mi tiempo en las mesas de juego me había enseñado que gastar hasta el último centavo en equipo y provisiones era el requisito previo para la heroicidad, y eso era un ciclo tan interminable como ratas corriendo en ruedas. No podía culparlos por celebrar un acto de caridad.
Dicho eso, los líderes de los grandes clanes tenían suficiente dinero como para no estar llamando a más miembros de su séquito para que se unieran. Te estoy mirando a ti, Señorita Laurentius.
En el fondo del salón había un sofá y una mesa baja, reservados para los invitados más distinguidos, aunque también era mi lugar habitual. No me gustaba, pero lo soportaba porque sentarse en un lugar así era una forma fácil de aparentar importancia.
Hablando de eso, ya que tenía que sentarme en un sofá tan pomposo, al menos quería que fuera cómodo. Eso me llevó a gastar puñados de oro para decorarlo con el mejor forro y relleno que pudiera conseguir. Me acogió con suavidad cuando me dejé caer en él, pero, siendo sincero, no hizo mucho por mi estado de ánimo.
Y eso que estaba tan satisfecho con lo bien que habían ido las negociaciones. Haber tenido que despachar a un mocoso irreverente, gastar dinero innecesariamente y dejar que hirieran a los míos me había arruinado el día por completo. Quería decirles a los dioses que la fortuna y la desgracia no necesitaban estar equilibradas como en un libro de cuentas; y si así debía ser, claramente había un déficit en los registros.
Mi truco de atravesarle el corazón para inmovilizarlo antes de cercenarle el cuello había logrado evitar que la sangre salpicara por todas partes, pero yo no era del tipo de persona que pudiera dormir como un tronco después de matar a sangre fría.
—Maestro, lamento profundamente todos los problemas causados.
—No necesitas disculparte. Ya hice que el culpable pagara con su vida. Solo te pido que lo limpies todo sin hacer ruido.
—Por supuesto, señor… ¿Le traigo lo de siempre?
—Por favor. Sin hielo ni agua; de hecho, tráeme la botella entera. Y algo para picar.
Pero por muy disgustado que estuviera, tenía que tragarme el enojo y mantener una fachada firme: de lo contrario, mi mal humor haría que todos mis subordinados se replegaran como tortugas. Exhalando mi rabia en forma de humo, el hombre en quien siempre confiaba para gestionar el bar —pensándolo bien, comprarle esta taberna fue lo que inició todo esto— regresó con mi dosis favorita de valor dorado para levantarme el ánimo.
Había llegado otra vez a esa edad en la que el paladar anhelaba el resplandor ámbar del whisky solo —o al menos, de algo parecido—, pero si volviera en el tiempo y le preguntara a mi yo de quince años si esto era lo que soñaba ser, sospecho que me escupiría a los pies.
Lo justo es justo: le pondría una mano en el hombro y le diría con solemnidad: «La prisa trae desperdicio».
Honestamente, ¿en qué demonios estaba pensando al creer que, solo porque el Señor Fidelio lo había hecho, yo también podía saltarme la parte tediosa y acabar con los Exilrat por mi cuenta?
A esas alturas, ya estaba hasta el cuello de sus intromisiones, y la posterior participación de la Heilbronn y los Baldur terminó por hacerme perder la paciencia. Me avergüenza admitirlo, pero realmente dejé que la ira me dominara. Es decir, si iba a llegar al punto de destruir un clan entero, al menos debería haber recurrido a mi vieja jefa y ahorrarme el problema.
Las consecuencias de mis actos me alcanzaron, y ahora me encontraba sentado en el incómodo asiento que era ser el Ajustador de Marsheim. Si hubiera sabido que destruir un clan importante por pura rabia y abofetear a otros dos por añadidura me llevaría a esto, me gusta pensar que me habría calmado un poco.
Aunque, para ser sincero, dejarme llevar por mis emociones había sido bastante divertido. Aun así, no tenía dentro de mí la capacidad de permitir que la ciudad cayera en el caos por mi propia mano justo después de haber decidido establecerme aquí; fue mi compromiso con mantener el mínimo indispensable de responsabilidad personal lo que me trajo hasta este punto.
Sabía que solo estaba cosechando lo que había sembrado, pero si el mundo iba a ponerse quisquilloso con sus aforismos, entonces también me habría gustado ver que aplicara el principio del karma. Si acaso, como simple espectador inocente que solo intentaba vivir tranquilo hasta que la pelea me alcanzó, yo había sido la víctima en todo esto. Si se hubieran avispado y pedido disculpas antes, las cosas no habrían escalado hasta la pesadilla que se desató… o al menos, eso era lo que me gustaba decirme.
Pero, ay, cuanto más lo pensaba, más claro me quedaba que había sido culpa mía. Maldije a los dioses por haberme dado solo el sentido común suficiente como para darme cuenta de mis errores después de cometerlos.
¿Esto es lo que significa ser un aventurero? Había cedido ante la provocación constante, me había desatado con violencia ante la sola idea de ser manipulado, y dejé un rastro de cadáveres a mi paso. No, esto es mi vergüenza definitiva.
—Estás poniendo esa cara otra vez.
Mis cejas fruncidas fueron de pronto aplastadas por un dedo índice y uno medio. Tomado por sorpresa, no me preparé para que se separaran y alisaran la arruga entre mis ojos.
—…Margit.
Si esos dedos hubieran sido una daga, estaría muerto. Pero, como siempre, no era más que la mano de mi compañera de vida; que aún no se había hartado lo suficiente de mis tonterías como para dejarme, a pesar de todo lo que había pasado.
—Esas arrugas se te van a quedar. Ya no eres joven, ¿sabes? Ten más cuidado.
—Lo siento.
Apareciendo de la nada, Margit iba vestida con la misma elegancia que mi atuendo formal del día. Más encantadora de lo que su edad debería permitir, lucía un estilo que la mayoría de las mujeres de su generación tendrían dificultades en llevar: telas oscuras y finas que dejaban al descubierto amplias zonas de sus hombros y abdomen, y como prenda exterior, el abrigo blanco de un enorme lobo.
El atuendo encarnaba perfectamente el término «dama yakuza». Aunque yo encontraba que ese aire antitético de peligro y seducción le sentaba muy bien, no tenía duda de que habría muchos murmurando sobre la depravación que su apariencia sin duda delataba, si no fuera porque también dejaba claro que había sido moldeada en las sombras de la ciudad. El blanco de los rumores, por supuesto, era yo, no ella.
Haa. Honestamente, ¿cómo había terminado todo así?
Si al menos hubiera ido llorando con el Señor Fidelio tras el incidente, podríamos habernos encerrado en el Gatito Dormilón y haber dejado que el caos pasara de largo. Así, cuando el Clan Baldur y la Heilbronn Familie vinieron a intentar usar lo que veían como un arma para aplastar a sus enemigos, no habría reaccionado como lo hice, cavando un hoyo aún más profundo.
Entonces, tal vez no estaría malgastando mis días manteniendo el frágil equilibrio entre los jugadores del bajo mundo de Marsheim; tal vez incluso podría salir de aventura.
Había arrastrado mis pies por demasiada urbanidad. Debería haberlo sabido: ¿dónde estaban todas esas lecciones aprendidas de los pobres PJ atrapados, luchando por escapar de intrigas dracónicas mientras bailaban por los callejones?
Todo mi embrollo era un buen ejemplo del dicho: «el que con perros se acuesta, con pulgas se levanta.» Si algún poeta allá afuera decidiera escribir una parábola para burlarse de mí, no tendría nada que decir en mi defensa.
—Últimamente estás bebiendo demasiado, —dijo Margit.
—¿Tú crees? Pero si este es mi primer vaso de la noche.
—Tu primer vaso de algo que una persona normal diluiría. ¿O es que te crees un ogro o un dvergar?
Intenté defenderme diciendo que un buen whiskey añejado debía disfrutarse tal cual, por sus propias cualidades, pero podía notar por su expresión que no estaba ni remotamente convencida. Lo común en el Imperio era diluir incluso los vinos, y la reciente moda rhiniana de la coctelería había hecho que el licor puro fuera aún menos popular que antes.
En mis veintes, me había refugiado en el alcohol como uno de los pocos consuelos ante el desastre que yo mismo había creado. Eso derivó en un gusto por highballs[1], gin fizzes [2] y similares, y por eso había hecho que mi gente inventara el agua con gas; a mi propia perdición. Aunque al principio se vio como una novedad poco apreciada, su frescura burbujeante fue ganando terreno poco a poco hasta escapar de la órbita de Marsheim y esparcirse por todo Rhine como una moda legítima.
Controlar la producción me trajo ganancias nada despreciables, así que no debía quejarme, pero no podía evitar molestarme por cómo mi forma preferida de disfrutar el whiskey había terminado reducida a un hábito «básico» e «inculto».
—Pero está bueno…
—Personalmente, me cuesta considerar algo una «bebida» cuando un solo trago me dejaría inconsciente.
—¿No dice eso más de ti que de mí?
—¿Ah, sí? Mira a tu alrededor, cariño. ¿Ves a alguien más tomando whiskey sin mezclar como tú?
Recorrí la taberna con la mirada; los únicos que se estaban echando ese oro líquido sin adulterar eran la Señorita Laurentius y un puñado de otros cuya biología venía de serie con hígados resistentes. Hablando de eso, no creas que no te veo, Dietrich. Sé que el cantinero te dijo expresamente que esa botella está fuera de los límites; no voy a invitarte algo tan caro. Más te vale recordarlo.
De-de todos modos, eh… no encontré ejemplos que apoyaran mi punto. Me vino a la mente una telenovela que vi una vez donde mencionaban que el whiskey no había sido popular en el Japón antiguo por su fuerte olor y sabor; quizá era algo así.
—Ahí lo tienes, gané. Ahora, ¿no podrías beber como una persona normal?
Sabes, invertí mucho en habilidades y rasgos que me permitieran manejar una conversación a mi favor, pero nunca lograba salir ganando contra mi otra mitad. Margit vertió agua carbonatada que, al parecer, había traído consigo todo este tiempo, y fui incapaz de detenerla mientras mi whiskey burbujeaba, convertido ahora en un highball.
—Sabes… realmente nunca puedo decirte que no, —suspiré.
Margit era amable, pero no blanda. Cuando me harté de todo y recurrí a la violencia como solución a nuestros problemas, ella se unió a mí… pero cuando llegó el momento de pagar las consecuencias, no me ofreció consuelo alguno mientras me revolcaba en lo inevitable.
Aunque, supongo, al final seguía a mi lado después de todo lo que había hecho.
—Dejando de lado lo de decirme que no… ¿Qué piensas decirle al Margrave Marsheim?
—Vamos… No quiero que el trabajo me persiga hasta aquí.
—No me lo digas a mí. No es culpa mía que uno de sus hijos ilegítimos haya decidido que quiere salir de aventura.
—Waaah… Ya está, me voy a emborrachar.
Honestamente, ¿qué se suponía que debía hacer? A la gente le gustaba llamarme el «Ajustador» por la ciudad, pero eso solo significaba que la nobleza me veía como un manitas conveniente al que podían lanzarle sus problemas. Me aguantaba y bajaba la cabeza si solo se trataba de trabajos sucios que terminaban tan pronto como el objetivo estaba muerto, pero hacer de niñera para los errores de crianza del margrave estaba empezando a volverme loco. Mi reputación tal vez había logrado el plan original de ahuyentar a los entrometidos imprudentes, pero había traído consigo la suposición no deseada de que yo resolvería cualquier problema que se me presentara.
Yo quería ser un aventurero. Los escenarios urbanos estaban bien y todo eso, pero mi preferencia era por lo clásico: cortar y acuchillar, salvar el mundo.
Pero mírame ahora. Aquí estoy, metiéndome en asuntos ajenos y separando peleas de bandas causadas por líderes de clan que deciden salir juntos; cada maldita solicitud que me llega es alguna mediación estúpida. Derribar a los Baldur y a los Heilbronn prácticamente había puesto fin al lado más sangriento de mi trabajo, lo cual estaba bien, pero el resto no eran más que malditas tareas sin sentido.
Y para colmo, el bufón consentidor que llamamos margrave quería que encontrara a su hijo bastardo que se había escapado de casa. Ese idiota. Que deje al chico probar el sabor amargo de la realidad y volverá por su cuenta en poco tiempo; donde debería estar esperándolo un buen puñetazo en la cara.
¿Por qué este padre idiota no podía simplemente hacer que su hijo entrara en razón, como un padre de verdad? ¿Por qué tenía que encargarme a mí la tarea de romperle los sueños al chico de forma pacífica y sin que saliera herido?
—Ugh… Tal vez debería arrastrar al chiquillo a una cacería de dragones. O a un laberinto de ícór.
—Aunque está bien que confíes en tu capacidad para protegerlo, sospecho que su mente jamás se recuperaría del trauma.
—Pero no puedo soltarle una banda de matones al hijo de un margrave… Y tampoco puedo «deshacerme» de él como al mocoso de antes si todo se va al demonio…
Por muy fiel cliente que fuera el Margrave Marsheim, evitaba sus fastidiosos encargos siempre que podía. Le encantaba alabarme por «mejorar la seguridad pública» o lo que fuera, y yo agradecía sus generosos préstamos, pero juro que ese hombre me tenía confundido con una especie de agencia de detectives privados. Cuando vino llorando porque su legítima esposa andaba a escondidas, terminé encontrándola preparando una sorpresa de cumpleaños para él; la cantidad de veces que tenía que lidiar con desenlaces ridículos como ese ya era un chiste en sí mismo.
Estas no eran mis clases de misiones. Mis antiguos compañeros de mesa eran unos locos que habrían disfrutado con los líos enrevesados de aquí; casi podía oírlos gritar entre carcajadas jadeantes: «¡Esto no es una noche de comedia!». Que todas esas situaciones absurdas lograran terminar en «vivieron felices para siempre» era un milagro que escapaba a mi comprensión.
Si tan solo pudiera encontrar un hechizo para arrastrar almas desde mi antiguo mundo. No deseaba nada más que subcontratar todas estas tareas absurdas y huir a tierras lejanas.
—Ugh, maldita sea. A este paso, deberíamos cambiar la descripción de nuestro trabajo.
—Je, je, no te falta razón, cariño. Cuesta llamar «aventura» a lo que hacemos.
—Quiero decir… La parte en la que nos metemos de cabeza en los problemas no ha cambiado.
Respondí al gesto burlón de mi compañera —que me pinchaba la mejilla— con la mejor réplica que se me ocurrió, pero su sonrisa me dejó en claro que había visto a través de mi fachada.
Argh, quiero mandarlo todo al diablo y largarme a una aventura divertida…
Pero por ahora… el maldito peso de mis responsabilidades me tenía atrapado y clavado al suelo.
[Consejos] Erich el Ajustador es un aventurero conocido por ejercer influencia sobre todos los clanes de Marsheim. En los últimos años, sin embargo, se ha convertido en una especie de pacificador semioficial, nombrado por las autoridades debido a su capacidad para prevenir conflictos entre facciones de aventureros. Ya son varios los que han olvidado que, técnicamente, sigue siendo un aventurero en toda regla.
[1] Cóctel sencillo que mezcla licor (comúnmente whisky) con una bebida carbonatada, como agua con gas o soda, servido en un vaso alto con hielo. Es refrescante y popular en Japón, donde el whisky highball es una forma ligera y accesible de disfrutar el whisky.
[2] Cóctel clásico hecho con ginebra, jugo de limón, azúcar y agua con gas. Se sirve bien frío y espumoso, gracias a la soda. Es refrescante, ligeramente ácido y burbujeante. Algunas versiones incluyen clara de huevo para una textura más cremosa y suave.
¿Quieres discutir de esta novela u otras, o simplemente estar al día? ¡Entra a nuestro Discord!
Gente, si les gusta esta novela y quieren apoyar el tiempo y esfuerzo que hay detrás, consideren apoyarme donando a través de la plataforma Ko-fi o Paypal.
0 Comentarios