Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 8 Finales de Otoño del Decimosexto Año Parte 1

Enemigos con nombre

Así como los monstruos tienden a variar de una región a otra, ciertas zonas cuentan con su propia clase única de enemigos poderosos. No solo destaca su fuerza: a veces tienen un trasfondo definido y una historia única.

Estos enemigos suelen ser dos o tres veces más fuertes que sus equivalentes sin nombre; todo jugador ambicioso sueña con derribar a un oponente así de extraordinario.


A simple vista, el único requisito real para los trabajos de color rojo rubí, en comparación con los de negro hollín, era que requerían un poco más de confianza de tu parte.

Nos fuimos de la fiesta de Nanna con el estómago gruñendo; como aún quedaba algo de tiempo antes de que comenzara nuestra misión, decidí aceptar algunos encargos más.

Con nuestro flamante nuevo rango, se nos abrieron todo tipo de trabajos: repartidor por la ciudad, mensajero de cartas personales, ayudante para reparaciones del hogar y otras tareas variadas. Incluso había un anuncio de un comerciante que buscaba un asistente en quien pudiera confiar y que no sufriera un repentino ataque de «dedos pegajosos».

Ahora también teníamos acceso a verdaderos trabajos de guardaespaldas; no esas ofertas engañosas que al final resultaban ser para lavar platos o hacer la limpieza. Dicho esto, no es que a los aventureros de nuestro nivel los fueran a asignar a los establecimientos más prestigiosos de la ciudad. La mayoría de los encargos provenían de cantinas, posadas, tabernas… los típicos lugares que frecuentaban aventureros o mercenarios. En pocas palabras, donde era probable que estallaran peleas y se necesitara fuerza bruta para calmarlas, ahí era común encontrar a uno o dos «rubíes» actuando como porteros para ganarse el pan. El requisito más importante era tener una presencia imponente —ese tipo de aura que pone fin a una pelea antes de que empiece—, así que era algo parecido a esos viejos que uno veía haciendo guardia en mi mundo anterior. Un día de trabajo no alcanzaba ni para un solo assari, así que, para ser honesto, no me entusiasmaba demasiado. No es que importara mucho; por si te lo preguntas, me descartaron del grupo de candidatos bastante rápido. Simplemente no era el tipo de persona que intimidara a primera vista.

Era bastante frustrante que mis logros en Marsheim hasta ahora hubieran sido, digamos, de buena fe, y que nadie supiera realmente del asunto turbio y clandestino que se desarrolló tras mi espectáculo de grandeza contra un clan.

Volviendo al tema de los guardaespaldas: la mayoría de los negocios no contrataban directamente a sus propios guardias porque querían poder deshacerse de ellos sin complicaciones si pasaba algo indeseado. En otras palabras, la Asociación funcionaba como una agencia de trabajadores temporales. Con la Asociación manejando las asignaciones de personal a corto plazo, los negocios no tenían que preocuparse por veteranos que empezaban a discutir por cualquier cosa o empleados fijos que negociaban sueldos más altos.

Por último, uno de los mayores cambios que trajo el rango rojo rubí fue la posibilidad de aceptar trabajos escoltando caravanas. Y sí, mientras los subordinados de Nanna se afanaban cargando las caravanas cercanas, nosotros por fin estábamos a punto de partir.

—Yo, eh, espero trabajar con usted…

—Igualmente. Protegeré esta carga lo mejor que pueda.

La líder de la caravana era una maga con la que ya me había cruzado varias veces, aunque su postura rígida como un palo dejaba claro lo reservada que era conmigo. Lo único que sabía de ella a nivel personal era su nombre: Uzu.

Era un nombre que no conocía; supuse que debía venir de las tierras del norte, como Nanna. Lo más probable era que tuviera malos recuerdos de su antiguo hogar. O quizás había sido blanco de alguien por alguna razón y prefería mantener en secreto cualquier detalle que pudiera delatar sus orígenes. En cualquier caso, decidí no indagar más en el asunto.

Uzu iba a dirigir el desfile por encargo de Nanna, así que consideré caballeroso no agitar las aguas.

—La jefa me ha dicho que le trate con la debida cortesía, así que no dude en decirme si necesita algo.

—Muy agradecido por tu preocupación. Me las arreglaré por mi cuenta mientras no se vuelva algo verdaderamente grave. Así que puedes estar tranquila.

Palmeé a la Lobo Custodio como diciendo «Puedes confiar en mí y en mi espada», pero ella se sobresaltó con un chillido leve.

¡No te pongas tan nerviosa por cualquier cosa! ¿Acaso había olvidado que fue Margit quien la había estampado contra el suelo frío y duro ese día, y no yo? Ni siquiera se había roto tanto la nariz, y Nanna se la había curado.

Nuestro grupo contaba con ocho carruajes, una veintena de comerciantes y diecinueve guardaespaldas; una carga considerable, incluso sin sumarle el estrés que le causaba mi presencia. Para ser sincero, me sorprendió bastante verla cuando llegué. Pensé que Nanna me había contratado precisamente para no tener que enviar a su personal clave fuera de Marsheim. Pero al hablar con Uzu, supe que, pese a su conjunto de habilidades, su trabajo consistía principalmente en cerrar ventas o entregar mensajes. Su maná no era apto para la elaboración de pociones, así que le habían asignado un rol más acorde a sus talentos.

Y no me sorprendía; su habilidad para volar era impresionante. Si ella fuera mi subordinada, probablemente la usaría de la misma forma. Su orniturgia —algo raro incluso entre los cerebritos del Colegio— la hacía mucho más apta para tareas donde pudiera «estirar las alas», por así decirlo, en lugar de pasar todo el día encerrada encorvada sobre un matraz.

Además, si llegaban a aniquilar toda la caravana, ella podría volar de vuelta por su cuenta y dar el reporte. Su asignación era, en definitiva, una decisión sensata.

—E-esa espada co-cortó la linterna de piedra, pero no si-siento nada de maná en ella… A-ay, jefa, qué miedo…

Voy a… optar por ignorar esas palabras que murmuró al despedirse. Al parecer, el sobrenombre que la Heilbronn Familie me había otorgado le hacía temblar las rodillas.

—¡La puta madre, mira ese caballo!

La exclamación histérica surgió en cuanto monté a Cástor. Esta vez me llevaría a los Dioscuros; y no como bestias de carga, que quede claro.

—¡Oye, Siegfried! ¡Qué bueno que pudiste venir!

Siegfried todavía estaba intentando recoger la mandíbula del suelo. Vestía… no exactamente una armadura, sino un peto de cuero, y llevaba un equipaje ligero de viaje, una espada y una lanza.

Había aceptado de inmediato mi petición para que su equipo se uniera a la misión. La oferta no requería trabajo pesado, incluía comida, se pagaba a la tarifa estándar de rojo rubí de cincuenta assariis al día, y el cliente cubría los peajes. Siegfried seguía siendo negro hollín (obviamente no le pedí a Nanna que le pagara a él y a Kaya tanto como a Margit y a mí), así que este tipo de trabajos eran cualquier cosa menos comunes para él. Fue todo un espectáculo verlo asentir con tanta energía.

Aunque se tratara de una invitación de un rival, cincuenta assariis por día eran una oferta tentadora para un aventurero pobre. Era el tipo de paga que correspondía al rango inmediatamente superior al suyo y que, además, evitaba esos costos extras que te caen como un gancho de izquierda en medio de un trabajo.

Para cuando regresáramos sanos y salvos, habría ganado diez libras más; una suma que sin duda mejoraría notablemente su situación cotidiana.

—¡Incluso tienes un juego de armadura a juego, desgraciado! ¿E-eres un noble o qué carajos?

—Soy un simple plebeyo; no tengo ningún sello nobiliario ni nada parecido.

Decidí tener paciencia con mi nuevo amigo mientras su sorpresa sobrepasaba lo poco de tacto que sabía aplicar.

Le conté que nací en una familia de agricultores y que no tenía vergüenza alguna de ello, y que incluso tenía pruebas por escrito si quería verlas. Ciertas circunstancias me habían llevado a servir a una noble, y estos viejos corceles de guerra habían sido un regalo de ella cuando terminé mi servicio.

¿Qué miras? ¿Acaso mentí?

No era más que Erich de Konigstuhl, hijo de Johannes; un simple aventurero en busca de gloria.

—Pasé mi infancia ahorrando para comprar esta armadura. Mi espada es una vieja hoja de mi padre.

—Ya-ya, pero tu equipo es jodidamente bueno… No es el tipo de basura que un niño puede comprar con unas moneditas de la mesada…

—Era hábil con las manos. Hacía figuritas y cosas por el estilo y las vendía.

Acaricié a mi querido caballo —que estaba de mal humor, ya que acababa de desmontar solo unos segundos después de subirme para hablar con Siegfried— y lo llevé hacia él. Decidí que sería grosero hablar desde arriba a alguien con quien quería entablar amistad.

—Este es Cástor. El otro se llama Pólux. Esperamos trabajar bien contigo.

—Dioses… Son enormes… y jodidamente geniales… Son el doble de grandes que el caballo que tiraba del arado en casa… ¿El doble, quizás…?

La compañera de Siegfried me hizo una reverencia desde un poco detrás de él, mientras él observaba a los Dioscuros con el entusiasmo de un niño.

—Me disculpo por Dee; ni siquiera nos hemos presentado como corresponde.

—No hay problema. Cualquier hombre estaría encantado de ver a alguien tan fascinado con sus caballos que se le olvida saludar.

Las disculpas de Kaya dejaban entrever que tenía formación académica y en etiqueta. Respondí con la misma cortesía, al tiempo que notaba la diferencia de nivel social entre ambos. Siegfried se había referido a la forma palaciega en que hablábamos Margit y yo como «habla de ciudad», pero por lo visto lo que enseñaban en las escuelas privadas de esta periferia no era tan distinto.

—Si quieres, puedo enseñarte los fundamentos para montar.

—¡¿Hablas en serio?! ¡No estás bromeando, ¿verdad?! ¿¡Yo!? ¿¡Aprender a montar!?

¿Era la equitación una habilidad reservada para las clases altas por estos lados? Solo los cielos sabrían cómo variaban las reglas locales. En todos los lugares donde había estado, jamás me habían criticado por montar caballos siendo de baja cuna.

—No es como si estuviéramos jugando a ser la guardia de honor por aquí; seguro habrá tiempo para enseñarte.

No había mejor base para una amistad que este tipo de colaboración. Entendía demasiado bien el impulso juvenil de soñar con la vida de un caballero. Me sentí un poco culpable por Holter allá en casa, pero la primera vez que monté a estos increíbles Dioscuros, criados para la guerra, la diferencia se sintió tan clara que me dejó maravillado.

Verifiqué dos veces con los propios caballos; ambos soltaron un relincho breve, como diciendo: «Si no hay más remedio».

Ya habían sido pacientes con Mika cuando aún no se acostumbraban a que los montaran, así que estaba seguro de que también ayudarían con amabilidad a un nuevo jinete. Sería lo mejor si Siegfried lograba acostumbrarse, por si surgían imprevistos. Cuantos más de nosotros estuviéramos capacitados para regresar con un mensaje si alguien debía quedarse atrás, mejor estaríamos.

De hecho, una vez nos había pasado algo similar en una partida. Nuestro grupo de exploradores había salido arrastrándose de cierta mansión del horror y celebramos con gritos de júbilo al encontrar un auto para escapar. Nuestra alegría se tornó en desesperación cuando alguien dijo: «Esperen… ¿Todos tienen la habilidad de Conducir en su valor por defecto, verdad?».

Terminamos eligiendo al personaje jugador con más probabilidades de éxito, pero, ay, los dioses de los dados decidieron castigarnos con una pifia. El auto se precipitó por un acantilado y morimos todos. Nuestra furia posterior hacia el máster por no haber marcado las habilidades recomendadas en la hoja preliminar, y su respuesta de que «era de sentido común que al menos uno supiera conducir», convirtió esa experiencia dolorosa en un recuerdo muy querido.

—Ah, sí. Una advertencia.

—¿Eh? ¿Muerde?

—¿Él? Nah. Solo compórtate.

Siegfried había dado un paso atrás, asustado. Mis Dioscuros solo se molestaban en desquitarse con un jinete verdaderamente grosero. Me pregunté si Siegfried tendría algún trauma pasado relacionado con caballos.

Luego le advertí que, hasta acostumbrarse, las caderas y la cintura se le iban a agotar completamente, y que la fricción en el trasero era tanta que podía dejarte sin piel. Mientras el color desaparecía del rostro de Siegfried, extendí una mano hacia él.

—Sé que llega un poco tarde, pero espero que trabajemos bien juntos, ustedes dos.

—Sí-sí, yo también…

La expresión de Siegfried sugería que quizá ya no me consideraba tan mal tipo. Le estreché la mano y luego lo llevé a presentarlo con el resto de la caravana.


[Consejos] Montar a caballo no se reduce simplemente al acto de sentarse sobre él. Una vez que el caballo comienza a correr a gran velocidad, es vital moverse en sincronía con sus movimientos. De lo contrario, el propio sillín puede golpear el trasero del jinete e incluso provocarle lesiones.


El nombre de «Erich Ricitos de Oro» empezaba a ganar verdadera fama en la comunidad de aventureros, pero para Siegfried seguía siendo un completo misterio.

Había oído rumores sobre su valentía, pero por alguna razón siempre eran vagos y carentes de hechos concretos; que había hecho «algo», o que alguien había intentado enfrentarse a él y había terminado recibiendo una paliza.

Por desgracia, Siegfried no tenía conexiones que pudieran investigar a fondo esos rumores, pero lo más importante era que, en cada caso, el implicado siempre se mostraba demasiado avergonzado como para entrar en detalles.

Se contaba que un joven de la Heilbronn Familie había sido violento con una camarera; bastó una sola mirada de Ricitos de Oro para hacerlo huir, y todo el incidente dejó una mancha en la reputación del clan. Cualquier rumor que osara circular era aplastado al instante, y por eso los testigos siempre evitaban hablar del tema directamente.

Rumores tan diluidos no llegaban a oídos de un simple aventurero negro hollín sin una red propia de información, y así fue como Ricitos de Oro, que aún no había hecho demasiadas conexiones entre los novatos —aunque era posible que ya estuviera ocupado con algún clan—, se convirtió en una figura de gran misticismo entre los recién llegados.

Esa impresión enigmática no hizo más que reforzarse a lo largo del día.

—Los caballos no solo se mueven arriba y abajo; también tienden a oscilar de izquierda a derecha tanto como hacia adelante y atrás. Mantén el abdomen firme y acompaña el movimiento con tu cuerpo.

—¡Ngh, esto es imposible! ¡Y está muy alto, maldita sea! ¡Y se sa-sacudee! ¡Auch!

Siegfried, reuniendo valor, se había decidido a montar el caballo, pero su falta de experiencia lo llevó a morderse la lengua en plena queja.

—Sí, no te recomiendo hablar mucho mientras aún estás aprendiendo lo básico.

Siegfried seguía sin acostumbrarse al dialecto citadino de Ricitos de Oro, y a pesar de la cercanía entre ambos, los misterios que lo rodeaban seguían tan impenetrables como siempre.

Ricitos de Oro decía ser el cuarto hijo de una familia de agricultores, pero su equipo era demasiado lujoso. Tenía una espada con una vaina hecha a medida, una armadura de cuero con un peto de primera calidad y, por si fuera poco, ese par de caballos impresionantes. Incluso el hijo de un granjero propietario de tierras o de un hacendado tendría difícil conseguir algo así. Y más aún si uno era como Siegfried; el cuarto hijo de una familia pobre sin derecho a herencia, que solo conocía la vida de su cantón.

Ahí estaban: Siegfried sobre Pólux y Ricitos de Oro sobre Cástor, con las riendas en mano, cabalgando junto a las caravanas a una velocidad mucho mayor que la de una lección de equitación normal. Para Siegfried, que tenía algo de experiencia entrenando con la Guardia, Erich —Erich de los cabellos dorados y ondulantes— ni siquiera parecía de la misma especie. Parecía otra cosa por completo, un ser superior que había tomado forma humana y solo estaba interpretando su papel…

Y, sin embargo, Siegfried no podía permitirse que alguien lo superara en su propio sueño de convertirse en héroe.

Un héroe debía poseer cualidades muy por encima de las de un simple mortal, aunque en apariencia superficial se viera igual. Siegfried ya se había cruzado una vez con alguien que transmitía ese mismo aire: el Santo Fidelio.

Siegfried había ido a revisar los trabajos disponibles en la Asociación de Aventureros cuando vio al santo, que había ido a hacer unos trámites o algo por el estilo; fue como si lo hubiera alcanzado un rayo. Fidelio se dirigió a la sala de reuniones del fondo, así que Siegfried ni siquiera tuvo oportunidad de intercambiar una sola palabra con él, pero jamás olvidaría la impresión que le causó.

Su gran estatura, ese tórax ancho como un tonel, su porte silencioso pero autoritario; todo en él hablaba de una sensibilidad aguda como guerrero. Era como una advertencia tácita de que no debías iniciar una pelea que no podías ganar. Siegfried no tenía idea de cómo alguien podía hablarle con normalidad… mucho menos retarlo.

De manera similar, aunque Ricitos de Oro era más joven de lo que Fidelio era ahora, enfrentarse a él parecía algo completamente absurdo. ¿Quién sería tan insensato como para enfurecerlo hasta provocar su violencia? Siegfried preferiría actuar como los más temerarios de sus compañeros del pueblo y lanzarse desde un árbol jugando a ver quién se rendía primero ante el suelo, antes que arriesgarse a provocarlo.

Ricitos de Oro estaba mucho más allá del dominio de la humanidad. Siegfried había conseguido gritarle una vez, pero ¿pelear con él? Ni pensarlo. Había tenido que esperar hasta simplemente toparse con él por casualidad, y ni siquiera entonces fue capaz de reunir el valor suficiente como para pedirle un apretón de manos.

Ese día, Siegfried le había dicho a Ricitos de Oro que lo superaría y se convertiría en una leyenda viviente, pero ¿cómo no iba a sonar vacío cuando cada músculo de su cuerpo se paralizaba en su presencia, abrumado por la sensación de una voluntad divina que lo rodeaba?

Fuera como fuese, las habilidades refinadas y el talento innato de su compañero aventurero eran evidentes. Aquel chico, en la misma etapa de la vida que él, que sostenía las riendas mientras le enseñaba a controlar el caballo, no era alguien común.

Siegfried tenía buenas razones para armarse de valor y aceptar la petición; sus circunstancias no le permitían rechazarla.

Estaba completamente en bancarrota, y solo empeoraba.

Incluso si él y Kaya lograban conseguir encargos un poco mejores que los típicos trabajos negro hollín, el dinero nunca alcanzaba. Siegfried se las había arreglado para rentar un pequeño rincón en un dormitorio grupal y se saltaba los baños para reducir sus gastos diarios, pero no podía pedirle lo mismo a Kaya.

Era impensable permitir que una joven maga en pleno florecimiento durmiera desprotegida en el dormitorio del Ciervo Dorado, rodeada de rufianes y tipos bulliciosos.

Siegfried había reservado una parte de sus ingresos para alojar a Kaya en la habitación privada más barata, pero ni siquiera con un ingreso apenas superior al promedio podía ahorrar nada.

Desafortunadamente, ambos jóvenes aventureros aún no se habían dado cuenta de que las hierbas que necesitaban recolectar en un pequeño viaje tenían un alto precio en la ciudad.

Kaya era una maga, pero los lanzamientos de alta presión con bastón y fórmulas no eran su punto fuerte. En cambio, estaba bendecida con un talento innato para las pociones; sus resultados eran mucho más potentes que los de sus compañeros usando los mismos ingredientes y entrenamiento. El único problema era que no tenía un catalizador, un objeto clave para elaborar pociones.

Incluso las mezclas que Kaya había preparado para Siegfried, para ayudarle a sobrellevar el agotamiento físico diario, contenían ingredientes fáciles de encontrar en el campo —por ejemplo, castañas de Indias sin parásitos y manzanilla seca (con raíces y todo)— pero que en Marsheim no estaban disponibles a menos que se pidiera a alguien que las trajera.

Kaya necesitaba un catalizador potente y especializado para fabricar las pociones y ungüentos que curarían el desgaste inevitable de su primera aventura real. Sin embargo, los catalizadores eran extremadamente específicos —agua de lago bendecida por la luz directa de la luna durante varias noches, por ejemplo— y solo el acto de preparar uno ya implicaba un gasto colosal.

Cuando llegó la oferta de Ricitos de Oro, Siegfried se lanzó de cabeza.

Estaba harto de terminar cada noche luchando por dormir en un dormitorio usando su capa como manta. Estaba cansado de obligar a su compañera —que con amabilidad se había ofrecido a acompañarlo en el dormitorio— a seguir durmiendo en una cama estrecha, mohosa y apenas limpia, infestada de pulgas y piojos, aunque ella hubiera intentado resolverlo.

Esto sentaría las bases del propio relato heroico de Siegfried; ni siquiera vaciló.

Después de todo, no sabía nada sobre Ricitos de Oro; una oportunidad para hablar con él era de un valor incalculable. Para convertirse en un héroe, algún día tendría que derrotar a encarnaciones del mal, con las que no habría posibilidad de negociación. Era patético tenerle miedo a este camarada que no había hecho más que tratarlo con amabilidad.

Siegfried iba a convertirse en un héroe. No permitiría que esto lo quebrara; si lo hacía, acabaría convertido en un ermitaño balbuceante y alcohólico por el resto de sus días. Ignoró el dolor en su trasero y se obligó a aprender a controlar aquel caballo.

Pólux era un caballo bondadoso; regulaba su galope para no agotar demasiado a su inexperto jinete. Sin embargo, eventualmente llegaría el momento en que el jinete tendría que ser capaz de manejar a un caballo corriendo a todo galope, tal como Ricitos de Oro había demostrado antes.

Después de todo, la equitación era esencial para la caballería. Siegfried, el Asesino del Asqueroso Draco, tenía a su amado caballo Grani, el Santo Asistente Ruprecht tenía su reno volador, y el imposible mestizo matusalén Hagen tenía su carroza; en todos los romances que Siegfried adoraba, el héroe contaba con una fiel montura que lo llevaba directo a la leyenda.

Y como demostraban los miembros de la Guardia que regresaron de la Conquista del Este con medallas —por muy irritantes que fueran sus fanfarronadas para los oídos de Siegfried— y que elogiaban a la valiente y confiable montura del Jinete de Dragones, Durindana, quedaba claro que el pueblo aún esperaba que todo jinete famoso tuviera una montura igualmente legendaria.

Siegfried fantaseaba con el día en que tendría una propia, no algo prestado de otro… todo mientras apretaba los dientes por el dolor que le provocaba el golpe constante del trote irregular del caballo sobre su coxis.

—Erich, tengo que hablar contigo de algo.

—¿¡Eh?!

Estaban galopando a una velocidad imposible de seguir para una persona a pie, y sin embargo, una voz familiar habló de pronto desde cerca del caballo de Ricitos de Oro.

No había manera de que la voz de la desagradable compañera de Ricitos de Oro, la siempre juvenil chica aracne, hubiera aparecido de la nada en medio de la conversación. Bueno, a menos que estuviera tan cerca que su voz no quedara ahogada por el estruendo de los cascos.

Y sin embargo, allí estaba.

¿¡Cuándo demonios llegó ahí?! Siegfried se quedó boquiabierto: estaba sobre la espalda de Ricitos de Oro como una mochila, como de costumbre.

Ignorando a Siegfried, Margit le susurró algo al oído a Ricitos de Oro, quien soltó un chasquido molesto que no cuadraba en absoluto con su habitual aire de gracia mientras redirigía su caballo.

—¿¡Eh, qué está pasando!?

—Solo mantén las riendas firmes. Es un caballo inteligente, así que no necesitará que le recuerdes seguir a la caravana. Necesito ir a revisar algo.

—¡No entiendo lo que estás diciendo!

—Le pedí a Margit que hiciera un reconocimiento más adelante, y vio lo que parece ser un punto de control.

—¿Un punto de control? ¡Pero si recién salimos de Marsheim! ¡No debería haber uno todavía!

—Confío en todo lo que ve mi compañera. Y ya sabíamos de antemano que últimamente estaban instalando más sin aprobación imperial.

Siegfried no pudo hacer más que observar cómo su compañero aventurero se impulsaba a una extraña posición elevada mientras galopaba alejándose. Lo más probable era que hubiera ido a informar al mago que lideraba la caravana, y luego a buscar una ruta alternativa por su cuenta.

Se me está adelantando otra vez. Un explorador era la primera línea de defensa de cualquier caravana. No era un rol que se le pudiera asignar a un aventurero que se hubiera apuntado por capricho. No, eso era algo que debía confiarse a un aventurero de fiar —al menos uno de rango naranja ámbar— o a un guarda de caravanas profesional.

—Bueno, que venga lo que tenga que venir…

A diferencia de Siegfried, cuya torpe monta le hacía doler el trasero, los movimientos sublimes entre el caballo y Ricitos de Oro, completamente sincronizados, parecían decir «Intenta seguirme».

El joven aventurero no solo planeaba alcanzarlo; pensaba superarlo. El nombre «Siegfried de Illfurth» se volvería sinónimo de la palabra «aventurero», no solo en Marsheim, sino en todo Ende Erde.

—Te dejaré atrás, tragando mi polvo…

Nadie escuchó el murmullo del joven aventurero mientras observaba a su peculiar compañero alejarse… salvo el caballo entre sus piernas.

Pero Pólux lo oyó con toda claridad.

En pocos segundos, el caballo salió disparado como un rayo, como si dijera: «¡Eh, justo estaba esperando acelerar!», mientras su pobre jinete novato se aferraba como podía para no caer.


[Consejos] La mayoría de los aventureros tiene alguna montura. Los vendedores menos escrupulosos seguramente intentarán endosarte genealogías legendarias más que dudosas para justificar el precio de sus bestias. Tales afirmaciones imposibles de verificar no son una buena base para comparar; un comprador sabio juzga al caballo por sus propios méritos.


Desde lo alto de una colina, algo apartada del camino principal, miré a través de mi catalejo y vi una choza mal construida no muy lejos.

Pero no era una choza cualquiera. Juzgando por la pandilla de tipos sospechosos y los caballos alrededor, supuse que era el centro de operaciones de la última extorsión de los matones locales.

Los puestos de control imperiales estaban situados entre distintas regiones y estados administrativos, y su función principal era cobrar aranceles, mitigar epidemias y mantener la seguridad pública. Se cobraban peajes, pero nunca eran caros, ya que las tarifas para aduanas y circulación de mercancías eran sumamente bajas; se tenía cuidado de no desincentivar el flujo constante de monedas.

Los aventureros en misión recibían descuentos en estos puestos dentro de la jurisdicción de su Asociación de Aventureros. Normalmente, el costo era cubierto con las tarifas pagadas por los clientes, administradas por la misma Asociación, por lo que cruzar un puesto no suponía una amenaza para el bolsillo.

Sin embargo, esta improvisada barricada en medio del camino no era nada parecido a un puesto oficial del Imperio Trialista. Era una construcción erigida sin permiso, por alguien con poder en la zona; hablando en cristiano, un señor local, un caudillo, un samurái campesino o, si lo queremos decir claro, un terrateniente codicioso, sin regulación, con poder desmedido y malnacido hasta la médula.

Si fuera un puesto autorizado, sería una estación de vigilancia para mantener la paz y repeler a los tipos sospechosos de las ciudades. Los guardias patrullaban desde allí o lo usaban como lugar de descanso. Jamás había oído hablar de un puesto de control tan cerca de una ciudad.

En resumen, era todo lo contrario a lo que debía ser: una instalación ilícita creada y ocupada por maleantes para estafar a los viajeros con peajes falsos o confiscar la «mercancía ilegal» de una caravana, basándose en excusas endebles.

Allí donde el gobierno tenía mano firme, semejantes métodos no se toleraban, pero nos encontrábamos, literalmente, en los confines del mundo. Los marqueses no lo controlaban todo, por lo que era imposible erradicar por completo a los oportunistas detrás de estos delitos menores.

En fin… el hecho de que clanes (que, seamos honestos, eran otra mafia con distinto nombre) cometieran fechorías tan descaradamente a las puertas del marqués decía bastante sobre cómo estaban las cosas por aquí. Si el marqués apretaba demasiado las riendas, era probable que se unieran en rebeldía, así que supongo que los encargados del orden preferían hacer la vista gorda con los «inconvenientes menores».

Aun así, el descaro de montarse ahí mismo, a un tiro de piedra de la ciudad, ya era excesivo, y me preguntaba si el marqués de Marsheim estaba siendo especialmente negligente en este caso. Al final, los que tenemos que lidiar con estos tipos somos los trabajadores. Vamos, ajusta las riendas un poco más, ¿quieres?

—¿Qué quieres hacer al respecto? —dije.

—Es bastante molesto, ¿no crees?

Margit se había adelantado un buen trecho de la caravana para verificar que la ruta fuera segura, y yo la había acompañado para ver con mis propios ojos lo que había encontrado. Confiaba plenamente en ella; no estaba allí para revisar su trabajo, sino para evaluar si esto era algo que podía manejar yo solo.

—Tres caballos. Y tampoco parecen desnutridos.

—Sí, cuando exploré más temprano vi al menos a quince personas. También vi a algunos más en la periferia; creo que son la guardia avanzada, para asegurarse de que nadie intente saltarse el control.

—¿Y ellos están…?

—Inconscientes y atados.

Bien hecho, Margit. Sabía que no me dejarías cabos sueltos.

Como contribuyente, habría preferido que la administración local se encargara de poner en su sitio a esta clase de gente en lugar de dejarle el trabajo a los aventureros, pero supongo que era natural que adoptaran un enfoque más medieval en cuanto a política y moral. Además, imaginaba que ya tenían bastante con manejar relaciones exteriores hostiles justo al otro lado de la frontera. Quién sabe; quizás reconocer el problema a nivel estatal los haría parecer un blanco fácil ante los vecinos. Considerando todas las dificultades que surgían por todos lados, probablemente era imposible mantener una seguridad amplia de forma constante.

Empezaba a entender por qué circulaban tantos rumores sobre la tendencia de la familia Baden a encanecer o quedar calva prematuramente.

—También están bien armados. Veo picas, arcos… y todos llevan armadura completa. ¿Tal vez el ejército privado de alguien?

—No se trata de números, ¿sabes?

—Sí, pero…

—No vale la pena el esfuerzo, ¿eh?

Podíamos expulsar al enemigo con un asalto como los que aparecen en las crónicas de la Guerra Genpei, pero valía la pena recordar que algunos de estos tipos realmente poseían poder. Tenían riqueza e influencia con las que ningún aventurero corriente podía competir; siendo honestos, no había nada que ganar haciendo enemigos de ese calibre.

En el peor de los casos, podrían ponernos recompensas por algún delito inventado, poniéndonos en contra incluso de nuestros propios colegas aventureros.

Podría pedirle un favor a cierta noble ocupada en la capital imperial —me había contactado diciendo que estaba aburrida y esperando que le pasara un libro raro pronto— pero eso sería un poco exagerado. Lo mejor era simplemente tomar la ruta pacifista y evitarlos.

Aunque el Clan Baldur tenía vínculos con ciertos caudillos locales, no convenía que los no iniciados empezaran peleas con nosotros. Si había poco que ganar con nuestro esfuerzo, entonces solo sería un fastidio tratar con una panda que se plantaba en medio del camino esperando atrapar a algún incauto.

Las caravanas no tenían que entregar sus bienes en fechas fijas como los servicios postales en mi antiguo mundo, así que lo más inteligente en este punto era actuar al estilo aventurero: con lentitud, cautela casi paranoica, sin ser detectados y con un férreo control de nuestros bolsillos. Podíamos consolarnos con la probabilidad de que este tipo particular de escoria humana al menos estuviera manteniendo a raya a tipos aún más despreciables.

No quería caer directamente en su trampa y perder toda nuestra carga, así que reprimí mi rabia hirviente ante los caprichos del feudalismo tardío e hice otros arreglos.

—Tomemos el camino largo. Margit, ¿te importaría buscar una ruta que pueda proponerle a la caravana?

—Por supuesto; déjamelo a mí, Erich. Aunque hay una cosa…

Íbamos cabalgando juntos, y al oír la alegría en el tono de Margit, miré hacia abajo para verla con esa expresión que decía: Eres incorregible.

—Parece que lo estás disfrutando a pesar del problema, ¿no es así?

—¿Tú crees?

—Lo creo. Siempre eres así, ya sabes.

Margit saltó de la silla con la misma ligereza que sus palabras y me sonrió.

—Cuanto más duro es el camino, más pareces divertirte.

Sentí una punzada de ansiedad repentina.

—Perdón… ¿Te ha resultado molesto?

Su sonrisa se ensanchó mientras respondía:

—En absoluto. Solo estaba comentando lo mucho que estás siendo tú mismo.

Mi compañera se fue a su misión de reconocimiento, tarareando mientras se alejaba, y yo no pude hacer más que observarla con total desconcierto. No había nada en el mundo como tener una amiga de la infancia que te entendiera.


[Consejos] Los poderes locales son ciudadanos que poseen influencia y autoridad dentro de su zona. En Marsheim, sirven a magistrados y caballeros, pero su poder se basa únicamente en la fuerza bruta, el arraigo territorial y el carisma. Es raro que alguno de ellos tenga influencia más allá de lo que alcance su reputación. Las luchas de poder entre esta clase de gobernantes de facto y la aristocracia con títulos continúan en las sombras.


¿Quieres discutir de esta novela u otras, o simplemente estar al día? ¡Entra a nuestro Discord!

Gente, si les gusta esta novela y quieren apoyar el tiempo y esfuerzo que hay detrás, consideren apoyarme donando a través de la plataforma Ko-fi o Paypal

Anterior | Índice | Siguiente