Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 8 Finales de Otoño del Decimosexto Año Parte 2

Una vez que dejamos atrás el puesto de control, llegamos a nuestro destino sin más inconvenientes. Estaba satisfecho con lo bien que había ido el viaje, claro está, pero no pude evitar sentir esa ansiedad familiar, preguntándome si eso solo significaba que el máster de este mundo todavía tenía algo picante reservado para nosotros.

La primera parada en nuestro itinerario era un cantón en desarrollo a un mes de viaje desde la frontera.

El Imperio había comenzado una campaña de reclutamiento para quienes quisieran una nueva vida, estableciendo cantones en lugares apartados para aprovechar las bondades naturales en los márgenes del territorio. Era un sitio tranquilo, con apenas unas pocas construcciones y aún sin cultivos; los campos seguían en preparación.

Sin embargo, el motivo político ulterior para construir un cantón desde cero, algo alejado del camino principal, me resultaba evidente.

Los consejos de mis mayores y mi propia experiencia me decían que casi todos los caciques locales estaban acostumbrados a imponer su voluntad sin consecuencias. El Imperio había levantado estos nuevos centros de actividad para dispersar los esfuerzos de esos borrachos de poder y mantenerlos lejos de objetivos más grandes.

Los segundos hijos y los que les seguían no tenían las mejores perspectivas en este mundo —algo que yo sabía muy bien—, y como tenían pocas posibilidades de heredar el hogar familiar, se les animaba a empezar una nueva vida con propiedades propias en este nuevo cantón financiado por nobles. Era cierto que la tierra pertenecía a ricos granjeros que soñaban con las ganancias a largo plazo de la agricultura arrendada, pero eso no significaba que las nuevas comunidades estuvieran compuestas solo por sirvientes. Contaban con mano de obra respetable desde el principio, y sus números podían reforzarse con la Guardia en tiempos de necesidad.

Tener más gente significaba más poder, sí, pero eso solo contaba si podías movilizarlos con rapidez. Estábamos en medio de la nada, y una marcha prolongada hacia las zonas rurales necesitadas dejaría a los pobres aldeanos pataleando en el agua hasta que llegaran los refuerzos. Imagino que eso ya se había tenido en cuenta, y por eso esta comunidad de soldados improvisados probablemente se reunió por necesidad, más que por sueños individuales de hacerse ricos.

Los nobles que financiaron este cantón debían tener un buen fondo en sus arcas, considerando que compraron suministros médicos al Clan Baldur mucho antes de que se necesitara nada.

Durante el otoño y hasta bien entrado el invierno, era común ver heridos y enfermos en una granja. Era fácil cometer errores y sufrir accidentes cuando todos se exigían al máximo desde el amanecer hasta el anochecer, y la enfermedad se propagaba durante los días fríos conforme el invierno se acercaba. Por grande que fuera la inversión, tenía que reconocerle el mérito al magistrado que pensó en prepararse con tanta antelación; si esperabas a encargar estas cosas hasta que realmente las necesitaras , ya sería demasiado tarde.

No me malinterpretes, no es que considerara al magistrado una buena persona . Lo más probable es que solo quisiera mantener bien cuidado a su ejército improvisado, en caso de que el poderío del vecino creciera más de la cuenta.

—Oye. ¿Seguro que no tenemos que ayudar a descargar?

—Sí. Deja el trabajo pesado a la gente del lugar. Nuestro deber es estar listos con las armas en mano.

Siegfried, que estaba junto a mí de forma un tanto incómoda, se había quejado de mi forma de hablar tan urbana, así que decidí suavizarla un poco.

Debían quedarle grabadas las memorias de la dura vida campesina, porque quedarse quieto mientras otros se movían a su alrededor claramente lo ponía nervioso.

Ajá… sé cómo te sientes, compañero. Cuando trabajaba con Lady Agripina, también me sentía mal por los mal pagados que tenían que cargar todo el equipaje, pero el decoro me obligaba a quedarme callado.

Nuestro trabajo hoy era simplemente asegurarnos de que la mercancía que traía la caravana se entregara sin contratiempos, mientras permanecíamos listos para actuar si la situación lo requería.

—Otros clientes podrían pedirnos que ayudemos como parte del pago, sí, pero en este encargo se espera otra cosa de nosotros.

—¿Y qué sería?

—Esto, por ejemplo… ¡Eh, tú!

Para dar un buen ejemplo a mi atribulado compañero, le lancé una mirada severa a uno de los granjeros mientras le gritaba. Se sobresaltó al oír mi voz. El señor local les había ordenado ayudar con la descarga, pero nadie dijo que podían abrir nuestras cajas.

—¡Manos fuera de la tapa! ¡A menos que quieras que te marquen como ladrón!

—¡Lo-lo siento, señor! Solo estaba…

—¡Cuida tu postura, eso es todo!

El hombre, que había estado a punto de abrir una caja con infusiones —medicinas para el inicio de un resfriado—, se disculpó antes de llevársela tambaleándose hacia el almacén.

—Nunca se sabe qué clase de persona deshonesta podría intentar llevarse algo como «compensación» por haber ayudado. Parte del trabajo es asegurarse de que eso quede claro entre todos los presentes.

—Lo-lo tengo…

A decir verdad, no me dio mala espina ese campesino; apostaría a que solo quería ver qué había dentro. Sin embargo, el contenido de una entrega no era asunto de un granjero; esa era tarea del señor o de algún sirviente de la casa. Aun así, dejar claras mis intenciones desde el principio sofocaría cualquier chispa de rebeldía entre los demás, así que hoy le tocó ser mi blanco desafortunado.

Es parte de la naturaleza humana, en realidad. Todos querían, aunque fuera una sola vez, un poco de medicina gratis por si acaso alguien en su familia caía enfermo.

—Y no solo eso, el trabajo fue tramitado por los canales oficiales de la Asociación, lo que significa que ya todos han sido pagados. Si la caravana hiciera algunas ventas extra en un cantón al que solo vinimos a abastecernos, los clientes posteriores —que recibirían menos mercancía por el mismo dinero— empezarían a quejarse. Y entonces…

—No podríamos cubrirnos el trasero si quien se queja resulta ser alguien avispado.

—Exactamente.

El trabajo de un guardaespaldas era disuasorio. Si dejábamos claro que no valía la pena meterse con nosotros, los maleantes potenciales se comportarían. El peligro en el camino no era lo único a lo que debíamos estar atentos.

—Hay que tener especial cuidado con quienes intentan entreabrir las tapas o llevarse la mercancía a otro lado en vez del almacén. Por supuesto, los comerciantes también están atentos, pero cuantos más ojos, mejor. Hay señores codiciosos que mandan a su gente a «tomar unas muestras» de lo que descargamos, y luego nos salen con que necesitan «verificar» el contenido en su almacén más tarde… y terminan quejándose de que les faltó.

—Ah, ya entiendo. He visto a algunos jefes importantes intentar pelear con comerciantes; así que de eso iba el asunto, ¿eh? Tch… supongo que hay bastardos así en todas partes. Me hierve la sangre ver gente actuando de forma tan de mierda.

—La treta más fácil es decir que no recibiste lo que pagaste. Es más rápido soltarles mercancía extra que perder tiempo buscando al que se quedó con algo de más. Eso se da sobre todo en otoño, cuando todos están ocupados.

El aumento del trabajo conforme llegaba el frío era algo universal, tanto para campesinos como para comerciantes. Viajar y dormir a la intemperie se hacía agotador; no era como en verano, cuando podías dormir bajo las estrellas con solo tu capa y sin miedo a morir congelado, a menos que hicieras una estupidez muy grande. Las caravanas sin equipo ni tiendas adecuadas solían quedarse varadas. Por eso, a menudo se veían obligadas a pedir más tiempo para cumplir con las entregas.

Nosotros teníamos que mantener los ojos bien abiertos para no terminar igual.

Hansel era mi principal fuente de muchos de estos consejos. No lo notas hasta que viajas y ves otros lugares, pero el conocimiento común y las actitudes en un cantón siempre están influenciados por el asentamiento grande más cercano. En el caso de mi cantón, la ciudad vecina nos marcaba, para bien o para mal. Cuando lo comparabas con la situación de aquí, mi pequeño cantón casi parecía una ciudad por sí sola. Me sorprendió mucho cuando Hansel me lo dijo por primera vez.

Tal vez era cosa de mis prejuicios, pero me sorprendía que hubiera gente dispuesta a arriesgar tanto en juegos de confianza solo por unas monedas rápidas.

Supuse que los rumores no corrían tan fácilmente por esta zona. La red de información era escasa y pocos cantones eran realmente prósperos, así que el tráfico de personas era lento y superficial. No había mucho que perder si enfadabas a un par de comerciantes de medio pelo cada temporada. Probablemente, eso había hecho que muchos se dieran cuenta de que no tenían nada que perder y bastante que ganar con un poco de hurto menor.

Otra vez, algo impensable donde yo venía. Las caravanas eran nuestra principal fuente de suministros y hasta de entretenimiento —aunque fuese modesto—, así que engañarlas estaba fuera de toda discusión. Si los comerciantes empezaban a evitar el cantón porque se había ganado mala fama, los primeros en sufrir serían los propios habitantes.

—Viejo, los aventureros realmente tienen que aprender un montón, —comentó Siegfried con el ceño fruncido y la mano en la barbilla, después de que le compartiera los consejos de Hansel.

Supuse que para Siegfried, quien había elegido el camino del aventurero con la esperanza de convertirse en héroe algún día, este trabajo tan burdo y mercantil no era precisamente de su agrado.

Aun así, para nosotros, novatos sin un historial que nos permitiera recibir encargos bajados directamente desde los cielos, ese tipo de trabajo de base era crucial para nuestro desarrollo. Solo un desesperado confiaría algo verdaderamente importante a un completo inexperto.

En general, aunque teníamos una tarea asignada, era un trabajo bastante liviano y contábamos con bastante libertad para hacer lo que quisiéramos. Me di cuenta de que hablar sobre el trabajo todo el día podía resultar mentalmente agotador, así que, entre los consejos que le daba a Siegfried —como tener cuidado con quienes usan mangas demasiado anchas—, entablamos una conversación más relajada.

—Nací al sureste de aquí, así que no estoy muy familiarizado con la vida en esta zona. ¿Cómo es el invierno por aquí?

—¿El invierno? Bueno, para cuando se termina la cosecha ya hace un frío de los mil demonios. A veces caen ventiscas cada… no sé, cada algunos años, pero no es raro ver que se acumule suficiente nieve como para detener el tránsito de carruajes.

Mientras Siegfried se quejaba de lo molesto que era que se congelaran los baldes de agua, sonreí para mis adentros por cómo iba desarrollándose nuestra amistad. Después de todo, era mi primer compañero aventurero. Me habría gustado compartir con él todo lo que había aprendido.

—Entonces supongo que pronto las caravanas dejarán de operar, ¿no? Es más o menos la época en que los campesinos empiezan a hacer otras cosas que no son agricultura.

—Nah, hay algunos que evitan trabajar en la nieve, pero muchos se dedican a cosas como cortar leña durante el invierno, así que en realidad hay movimiento todo el año. El frío no va a impedir que un árbol se caiga, ¿me entiendes?

Ahh, sí, eso tenía mucho sentido. Incluso si la tierra congelada hacía difícil arrancar árboles de raíz, todavía se podían talar, y el resto del trabajo podía dejarse para cuando volviera el calor.

—Ya veo. También noté que las ruedas de los carruajes son mucho más anchas de lo que estoy acostumbrado a ver. ¿Es otra medida contra la nieve?

—¿Eh? ¿No son así todas las ruedas?

—No, son mucho más grandes que las que se ven en Berylin. Además, la forma de los techos y la manera en que están construidos los muros de piedra aquí también son diferentes. Es interesante ver cómo cambian las cosas entre distintas zonas del mismo país.

—¿¡Dijiste Berylin!? ¿Qué demonios hacías allá?

—Solo era un simple sirviente. Trabajaba para poder pagar los estudios de mi hermanita.

—¿Tú no fuiste a una escuela privada, pero trabajaste un montón para que ella sí pudiera ir? ¿No es eso… raro?

Pasó aproximadamente media hora mientras conversábamos despreocupadamente y descargaban la mercancía. Uzu dijo que pasaríamos dos noches allí para que los caballos pudieran descansar, y con eso, nuestro trabajo estaba hecho hasta el próximo tramo del viaje.

Tanto los aventureros como los mercaderes acamparían, pero el cantón nos hizo el favor de abrir sus baños para nosotros.

Oh, sí, de eso estoy hablando. Hasta entonces me había estado limpiando con un paño empapado en agua caliente, pero nada superaba un buen baño como los de antaño. Para alguien que estaba acostumbrado a sumergirse en un baño imperial día por medio —salvo en aquellos días en que llegaba tan tarde que terminaba hecho un asco—, los viajes largos eran bastante brutales. Quizás me había malacostumbrado un poco en la capital imperial.

Las personas se habían dividido en pequeños grupos para descansar y comenzar con la limpieza; yo estaba conversando con algunos otros cuando Uzu se me acercó con una petición personal.

—Um, disculpe… Tengo algunas cosas importantes en mi habitación, así que esperaba que pudiera pedirle que las vigilara, Sir Erich.

—Por supuesto. ¿Quieres que traiga a alguien más para ayudar?

—No, solo usted estará bien.

El cantón aún estaba en desarrollo, así que la mansión del señor local era algo endeble —ejem, perdón, modesta —, pero afortunadamente parecía que al menos habían apartado una habitación para nuestra maga VIP. Yo era el único al que se le había informado de este arreglo. Todo esto había sido financiado por el Clan Baldur, así que, en teoría, Nanna estaba alojándose con nosotros en las carpas. Ser subcontratista es injusto en cualquier mundo, ¿eh?

—¿Irás a los baños cuando sea el turno de las mujeres? —pregunté.

—No-no, estaré bien. Tengo mi magia para encargarme de eso.

Sí, supongo que era natural que una maga que literalmente podía volar supiera un hechizo simple como Limpiar. Obviamente yo también podía lanzarlo, pero no encajaría con la imagen de un aventurero viajero si me mantenía demasiado pulcro, así que me había contenido. Ugh, ojalá no tuviera que hacerlo.

—I-imagino que dormiré mu-mucho esta noche…

—Entendido. Me quedaré vigilando hasta que despiertes. Tómate todo el tiempo que necesites.

Uzu aún tartamudeaba cuando me hablaba, pero parecía confiar lo suficiente en mí como para dejarme velar su sueño. Puso una mano en el bolsillo de su pecho y se notó visiblemente aliviada al ver que su chartula aún estaba allí. Tenía ojeras marcadas bajo los ojos. Creo que no había dormido en días. Se había estado absteniendo de tomar su medicina por si ocurría una emergencia, y solo había logrado echar cabezadas. La había visto despertarse bruscamente cada vez que la carreta se sacudía en el camino.

El verdadero descanso le llegaría pronto, ahora que había terminado su trabajo, tenía un techo sobre su cabeza y aún contaba con el inquietante «ayudante para dormir» de Nanna.

—¿No es peligroso?

—¿Qué-qué cosa es peligrosa?

—Las drogas que tomas. Parecías estar bastante dolorida aquella vez que te privé de una dosis por unos días. ¿No son algo peligrosas para tomar regularmente?

Quizá había tocado algún trauma. Los recuerdos de cuando la encerré y la obligué a pasar por el síndrome de abstinencia debieron relampaguear en su mente; dio un salto con un chillido.

—Bu-bueno, fí-físicamente hablando… no soy adicta, po-por supuesto. Pe-pero tal vez sea du-duro para mi hí-hígado y ri-riñones, así que la jefa me aconsejó to-tomar otros medicamentos junto co-con eso…

Uzu comenzó a divagar sobre cómo otros miembros del clan no seguían los consejos de Nanna al dosificarse.

Además de las medicinas legales, como las que estábamos transportando ahora, el Clan Baldur comerciaba con tres variantes de drogas ilícitas. Tenía algo de curiosidad sobre su negocio, así que le había preguntado a Kaya al respecto, ya que era algo experta en pociones. Ella solo hablaba de oídas, pero al parecer los productos de Nanna causaban menos problemas físicos que los opiáceos u otras pociones narcóticas baratas. Antes de que Nanna se adueñara de su territorio, las drogas que circulaban estaban pésimamente reguladas: eran adictivas y provocaban síntomas de abstinencia dolorosos; por lo que decían, se sentía como si un hormiguero entero floreciera furioso y hambriento bajo tu piel. No podía justificar del todo lo que hacía, pero comparado con cómo estaban las cosas antes… bueno.

La primera de las pociones de Nanna era Dulces Sueños, un somnífero adictivo y la sustancia de investigación preferida por Uzu; causaba insomnio si decidías dejar de tomarlo. Y por si eso no fuera ya bastante duro, volver a tus alucinaciones nocturnas impulsadas por el REM habitual se sentía como una caída bíblica desde la gracia.

La segunda era el Hedonizador Patentado, que adormecía las señales neurológicas de respuesta al dolor y aumentaba el placer. Bajo los efectos del Hedonizador, incluso el tazón de gachas más pobre sabía como alta cocina . Incluso orinar provocaba un placer insuperable. Por otro lado, podías romperte todos los huesos del cuerpo y ni siquiera notarlo. Una verdadera obra maestra, esa.

La última droga en el menú de Nanna se llamaba Perspicacia Líquida: un potente estabilizador del estado de ánimo que inducía una condición mental comparable a la iluminación verdadera. Me preguntaba qué pensarían los budistas de mi mundo sobre tratar de alcanzar el Nirvana a punta de drogas. Para aquellos nobles que buscaban un respiro temporal de los asuntos sociales, una sola dosis de esta sustancia ofrecía un verdadero refugio.

Estas dos últimas eran similares a otras drogas de combate que ya había visto, pero las tres compartían un mismo objetivo hecho a la medida: transformar el dolor de vivir en placer. Todos eran intentos fallidos y callejones sin salida en la búsqueda de Nanna por encontrar su panacea contra el falso mundo de los sentidos y todas sus agonías; la misma búsqueda que la llevó a ser expulsada del Colegio.

—No-no me afecta demasiado… físicamente, quiero decir… Po-podría dormir sin ella si-si realmente quisiera… pe-pero la calidad del sueño… e-es simplemente incomparable.

Casi no podía creer que no tuviera efectos secundarios físicos, a pesar de ver claramente su adicción a esa maldita cosa. En mi opinión, los «síntomas de abstinencia» de la droga —es decir, no poder dormir durante tres días seguidos después de dejarla— eran una forma mucho más sutil de destruir las facultades mentales de alguien que un método directo.

Por supuesto, las células cerebrales y las neuronas dañadas podían repararse con milagros o iatrurgia de alto nivel, pero los recuerdos no podían cambiarse tan fácilmente. A menos que borraras los recuerdos por la fuerza y reiniciaras el cerebro de alguien a la configuración de fábrica, no había una manera plausible de deshacerte del hambre o de la desesperación existencial que la droga había despertado en ellos.

Vaya problema… tanto las insoportables luchas mundanas de Nanna como las «pociones fallidas» que surgieron de ellas.

—Si-si quiere… ¿le-le gustaría probar u-un poco? —dijo Uzu, extendiéndome la chartula con una sonrisa persuasiva.

Rechacé la oferta.

—Estoy bien, gracias. Prefiero torcer la realidad a mi voluntad por mis propios medios. Si deseo alcanzar la gloria con mi espada, entonces no puedo desperdiciar el tiempo con algo que no es real mientras duermo, ¿cierto?

No necesitaba ninguna de las drogas de Nanna. No necesitaba ese tipo de muleta ahora, ni tenía intención de caer tan bajo como para necesitarla en el futuro. Los sueños que tenía estaban justo aquí, frente a mis ojos. Todas mis luchas, todo mi trabajo agotador y sin sentido, se habían acumulado en una montaña, y desde la cima podía ver mi fantasía de aventura brillando justo frente a mí.

—Gua-guau… De-de verdad eres impresionante…

Sí, no sé qué más podrías decirle a alguien que rechaza tan tajantemente tu propuesta mientras la critica sin rodeos.

En algunos aspectos, estaba por encima de mis pares. Tuve la suerte de que el futuro Buda me otorgara una manera de convertir mi esfuerzo y dedicación en resultados tangibles. Mientras siguiera esforzándome, aunque fuera de manera poco eficiente, comenzaría a acumular experiencia que más adelante podría moldear a mi gusto. Y con un simple toque, podría volcar todo eso en un cambio real en mi ser.

Solo cuando la voluntad de alguien se rompe es que el esfuerzo que tanto tiempo ha costado reunir se convierte en desperdicio.

Puede que no tuviera manera de garantizarme una vida segura, pero casi podía asegurar que me volvería competente en algo siempre que me lo propusiera. Era un milagro mucho más valioso que haber nacido en una familia acaudalada. Después de todo, este era un regalo de los dioses que moraban mucho más allá del plano mortal.

—No voy a impedirte que hagas lo que desees. Por favor, disfruta de un merecido descanso.

Hice pasar a Uzu, cerré la puerta y luego me recosté contra la pared junto a ella, en una postura relajada pero atenta.

Males necesarios, ¿eh…? No era precisamente devoto del concepto, pero era verdad que las mezclas de Nanna eran preferibles a la basura que te derretía el estómago o te sumía en una locura tan profunda que ni te dabas cuenta de que habías muerto. Nanna había manejado su monopolio con astucia, y tenía que admitir que su clan era, al menos, más decente que los anteriores regentes.

Probablemente esa era una de las razones por las que personas íntegras de Marsheim como el Señor Fidelio no la habían eliminado, a pesar de los problemas que indudablemente estaba causando.

No comiences algo que no seas capaz de enfrentar… ni ahora ni en el futuro. Esta era una regla de hierro, no solo para los aventureros. Ningún héroe que se preciara de serlo podía felicitarse por haber eliminado a unos cuantos rufianes y crear un momentáneo remanso de paz en el pueblo. Algún otro grupo de bastardos vendría a reclamar su parte del pastel, y no había garantía de que fueran más éticos que los anteriores. Una sola persona no tenía el poder necesario para extirpar el mal desde la raíz.

Así que tenía que conformarme con la idea de que esto no era el peor escenario posible.

Aun así, era plenamente consciente de que la adicción —aunque no tuviera síntomas físicos— no era algo para tomar a la ligera. Algunas personas enloquecen por la abstinencia del azúcar; otras no pueden volver a pisar un asado común tras probar carne de primera. No hay forma de eludir el problema fundamental de existir. Era suficiente para dejar a uno con una visión bastante gnóstica de la vida. Si alguna deidad suprema tenía el poder de crear un mundo amable donde todos tuvieran garantizado un final feliz, ¿por qué no lo hizo? Los dioses que administraban este mundo —y en el caso de mi mundo anterior también— debían de tener sus razones.

Fuera cual fuera el caso, he jurado vivir esta vida al máximo. Hasta el día en que Erich de Konigstuhl se sienta satisfecho con una vida bien aventurada.


[Consejos] Las drogas vendidas por el Clan Baldur no son más que los fracasos resultantes de la búsqueda de su maestra por abolir el dolor físico del mundo. Aunque no provocan efectos secundarios físicos no deseados, los síntomas de abstinencia son severos. Algunas almas desafortunadas suplican por la muerte si se ven privadas de su bastón. No son más que el último refugio para aquellos cuyo corazón ha sido irremediablemente destrozado por el mundo.


El trabajo era asqueroso a veces, y la vida podía derrumbarlo con fuerza, pero para Siegfried, las razones para seguir persiguiendo sus sueños heroicos seguían superando con creces las razones para abandonarlos.

Había salido furioso de su casa tras una gran pelea con su familia. Robó su lanza y su espada del almacén de la Guardia. Su amiga de la infancia, cuyos horizontes eran mucho más prometedores que los suyos, lo acompañó por preocupación, sin quejarse nunca.

Sabía muy bien que todo eso no era más que vanidad vacía, pero Dirk de Illfurth se aferraba a ese tipo de razones para seguir adelante cada día agotador de trabajo sin sentido.

Era cierto que la influencia de Kaya lo había elevado de la miseria absoluta a algo apenas más tolerable, pero para este joven que incluso había llegado a cambiar su nombre por el de su héroe venerado, el trabajo aún distaba mucho de ser algo heroico. Si alguien escribiera un poema sobre él ahora, no sería más que una lista decorada de sus quejas.

La ayuda de Kaya le pesaba; casi tanto como la poca utilidad de sus esfuerzos por protegerla. El aluvión de invitaciones de clanes se había reducido recientemente, pero Siegfried seguía sintiendo esa presión. Un héroe debía valerse por sí mismo.

Quizá por eso se había alterado tanto con su compañero.

Y por eso…

—¡Uoooooh! ¡¡Creo que me dio!! ¿¡To-todavía tengo una oreja!?

—¡Cálmate, Sieg! ¡¡Me vas a dejar sordo!!

…se había permitido pegarse a ese mismo tipo en la grupa de un caballo desbocado mientras chillaba de terror.

Había abandonado una vida sin futuro por una de riquezas, gloria y renombre que atrajera a los curiosos a su tumba por generaciones. ¿Y qué había pasado? Se encontraba en un trabajo relativamente mecánico junto a un montón de guardaespaldas que hacían poco más que presencia. A pesar del buen sueldo de cincuenta assariis al día, el trabajo era un aburrimiento: rondar cerca de las caravanas, disuadir bandidos y vigilar a los carteristas.

Y sin embargo, ahí estaba; aferrado a duras penas a un caballo mientras una turba organizada de bandidos los perseguía a gritos, sedientos de sangre.

Eso le pasaba por intentar superar a su compañero prodigio. Por alguna razón, Ricitos de Oro le había tomado aprecio y le ofreció ese trabajo bien pagado, pero parecía que su suerte se había agotado. Ahora apenas se sostenía bajo una auténtica lluvia de flechas.

—¡Están bien equipados! ¿¡Crees que sean el ejército privado de algún señor local!?

—¡Gwaaah, no me preguntes! ¡Maldición, esa pasó cerca!

Sí, era un trabajo tedioso. Las caravanas contaban con cinco guardaespaldas propios y una docena de aventureros contratados como refuerzo. Con un grupo tan grande y ocho caravanas tiradas por mulas, varios viajeros se les habían unido, haciendo que el total de la procesión superara las cincuenta personas. Las probabilidades de que un grupo así fuera atacado eran ínfimas. Siegfried estaba convencido de que no los atacarían. A menos que la carga fuera liderada por una legión de soldados bien entrenados o un pelotón con armaduras de alta calidad, el lado que terminaría sufriendo sería el enemigo . Ningún bandido común se atrevería a atacar a un grupo tan grande.

Sin embargo, el problema residía en que el grupo que los atacaba con todo el fervor del mundo distaba mucho de ser bandidos comunes y corrientes.

La noche había comenzado con Siegfried vigilando mientras los miembros de las caravanas montaban el campamento. Kaya estaba ocupada atendiendo a algunos miembros del grupo que sufrían malestares por el viaje. Erich había anunciado que saldría a explorar la zona a caballo. La aracne con forma de mochila dormía profundamente, asegurándose de estar lista para su turno nocturno.

Sería mentira decir que Siegfried no había empezado a bajar la guardia, considerando que la excursión de veinte días ya se acercaba a su fin.

¿Quién podría haber imaginado que el silencio crepuscular sería roto por el silbido agudo de una flecha de señal justo cuando la turba iniciaba su embestida?

Incluso si su ataque sorpresa fallaba, a los bandidos no parecía importarles mientras obtuvieran el mismo resultado; su incursión comenzó eliminando a Siegfried, que era el que estaba más cerca del grupo. El manual del bandido dictaba que no debían dejar sobrevivientes.

A decir verdad, Siegfried estaba listo para morir en ese momento. Después de todo, ¿qué podía hacer un aventurero tiznado de hollín armado solo con una espada y una lanza corta contra una muralla de alabardas?

Una marcha disciplinada en formación cerrada con lanzas al frente era la manera ideal de avanzar manteniendo una defensa sólida. Siegfried recordaba que esa era la primera formación que la Guardia de su ciudad le había enseñado para proteger su cantón.

Temiendo que las espadas brillando bajo los últimos rayos del sol poniente fueran lo último que vería en su vida, Siegfried apretó su lanza con las rodillas temblorosas, sin estar seguro siquiera de si alcanzaría a golpear a los atacantes.

Mientras su mente racional lo bombardeaba con la idea de que su resistencia final sería pobre e inútil, los bandidos se dispersaron cuando un caballo atravesó su formación con la ligereza del viento. Con un solo tajo, la formación enemiga se rompió, y Erich envainó su espada, habiendo regresado justo a tiempo.

—¡Súbete!

Siegfried agarró su mano extendida y fue alzado hasta la silla —sintió que algo más lo tocaba mientras lo elevaban por el aire, pero quizá fue solo su imaginación—, y lo invadió un profundo alivio.

Sin embargo, la segunda sorpresa llegó al instante siguiente. Después de todo, Ricitos de Oro —quien aún no le caía bien a Siegfried— se colocó en la retaguardia de los mercaderes que huían.

¡Vamos, viejo, este trabajo deberían hacerlo los guardaespaldas con más experiencia!

La vida de uno no valía cincuenta assariis. ¿Qué podían hacer un novato y alguien que recién se había librado del hollín en una situación así?

—No te preocupes, Sieg, —dijo Erich—. ¡Ellos también valoran sus vidas! No seguirán acosando una caravana si eso significa que no habrá nadie para disfrutar del botín. ¡Si eliminamos a cinco o seis, apostaría a que romperán formación!

Siegfried no podía expresar su queja de que su problema venía por otro lado. Se podría argumentar que era cuestión de fuerza de voluntad; más probablemente era porque lo sacudían con tanta violencia que no podía articular una sola sílaba coherente. En cualquier caso, su mente estaba en otra parte: tenía las manos ocupadas tratando de contraatacar con una ballesta que acababan de darle y que no sabía usar.

Siegfried no tenía la cabeza en su sitio como para percatarse de la puntería de Erich ni de su habilidad para desviar flechas en pleno vuelo con la espada. El aventurero confiado ya estaba luciéndose, provocando a los bandidos mientras mantenía una posición justo fuera del alcance de sus ataques y, con destreza, los desviaba para impedirles un avance claro.

—¿Estás bien, Sieg? ¿Te quedaste sin virotes? ¡Sigue moviendo esas manos!

—¡Cá-Cállate de una vez, nunca en mi vida había tocado una ballesta!

—¡Entonces más te vale acostumbrarte rápido! ¡Concéntrate! Si quieres proteger a la gente, más te vale aprender a cubrir la retaguardia. ¡Si logramos regresar con vida, puede que no sea suficiente para escribir una historia, pero sin duda será una insignia de honor digna de contar!

Con lágrimas cayendo por sus mejillas y la saliva escurriéndole por la boca, Siegfried se dio cuenta de algo. Erich de Konigstuhl, con su sonrisa radiante y ojos brillantes mientras blandía su espada, no solo era sospechoso… no, era francamente extraño .

Pero eso podía esperar. Tal vez solo fuera una de las formas menores del valor, pero si estaban confiando en él, Siegfried daría lo mejor de sí para estar a la altura de la tarea.

—¡No… No me des órdenes! ¡Solo estaba cargando el siguiente virote! ¡¡Voy a ser un héroe!! ¡¡Un héroe mucho mejor y más famoso de lo que tú jamás serás!!

Un hombre no necesitaba una razón profunda para arriesgar la vida. Podía hacerlo simplemente porque retirarse en ese momento sería poco honorable; porque huir sería patético; porque el hombre que luchaba delante de él lo hacía con un esplendor que dejaba sin aliento.

Y porque cualquier pensamiento autocompasivo o temeroso era algo que su compañero jamás vería si simplemente los ocultaba. La única verdad que quedaría es que dos jóvenes aventureros arriesgaron la vida para proteger a quienes tenían a su cargo.


[Consejos] Aquellos en el poder saben tan bien como el más miserable de los rufianes una verdad universal: un crimen no es crimen mientras no se descubra.


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