Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 8 Invierno del Decimosexto Año Parte 5
No era tanto una cueva como una abertura formada por un remolino de raíces.
En el interior, la intrincada maraña de raíces revelaba una red de túneles. Al entrar el grupo, una sensación indescriptible de pequeñez los embargó. Raíz y tierra se fundían en un revoltijo indistinguible, y el túnel —más una abertura improvisada creada por aquel crecimiento desordenado— parecía extenderse hasta las entrañas de la tierra.
No tardaron en encontrarse con problemas. Criaturas tambaleantes —casi con forma humana, con cuerpos tejidos de ramas duras y raíces fibrosas— surgieron de la oscuridad. Mientras Erich entraba en combate con el enemigo, la forma de sus cabezas le evocó un recuerdo de algo llamado «sugidama» en su mundo anterior. Los sugidama eran bolas de hojas de cedro que adornaban las bodegas de sake en Japón, usadas para señalar la llegada de una nueva temporada de sake. Aunque aquella costumbre había caído en desuso en tiempos modernos, todavía podían verse sugidamas decorando algunas bodegas antiguas. Erich nunca podría olvidar el aroma agradable que lo envolvía cada vez que pasaba frente a una de esas bodegas en el centro de la ciudad, cerca de su antiguo hogar.
—Son duros, —murmuró Erich. La criatura se desplomó en el mismo instante en que Erich le cercenó la cabeza. Parecía que aquellas cosas morían igual que los humanos a los que toscamente se asemejaban.
—¡Pues claro, si son de madera! —Siegfried se mantenía tras Erich en formación defensiva mientras atravesaba de un certero lanzazo a otro de esos monstruos-sugidama. Giró su arma y lo remató con un golpe contundente del extremo opuesto.
Por fortuna, los horrores cedieron con relativa facilidad ante el asalto del grupo.
—Uf, más normales de lo que pensaba.
—¿¡Normales!? Viejo, casi me hago encima del susto…
Ambos se inclinaron a examinar con más detalle a una de las criaturas que habían abatido. Si un poeta hubiese estado allí, habría cantado que eran un espejo torcido de la insensatez humana, una manifestación de la ira de la naturaleza contra la humanidad. Pero el grupo no sintió nada de esa reverencia. Lo único que percibieron fue rencor: un odio decidido a purgar a aquellos intrusos de donde el polen no alcanzaba.
—Hmm, —dijo Erich—. Esperaba que un monstruo de origen vegetal pudiera regenerarse. Ya sabes, como en La Canción del Árbol Sin Cabeza .
—No sé, nunca la he oído.
—Es aquella donde el héroe Janos explora un árbol gigante que se alza por encima de las nubes. ¿Qué pasa con esa cara? ¿De verdad no es famosa? ¿Ni siquiera te suena el draco de madera de dos cabezas?
—¡Te acabo de decir que nunca la he oído!
Erich se quedó perplejo de que su aliado no conociera uno de sus romances favoritos, aunque incluso Siegfried comprendía su razonamiento sobre la regeneración. Entre los humanoides de aspecto vegetal, la pérdida permanente de un miembro era casi imposible; el proceso de recuperación podía ser largo desde la perspectiva de un mensch, pero el ciclo de decadencia y renacimiento mantenía con vida a las dríadas mientras su árbol anfitrión permaneciera a salvo.
Era lógico que Erich supusiera que, mientras aquellas criaturas no fueran reducidas a polvo, seguramente volverían a levantarse. Había presenciado algo similar luchando contra los no muertos en el laberinto de icor creado por la Hoja Ansiosa: enemigos incansables que regresaban eternamente a atacarte a menos que los redujeras a torso y cabeza. Comparados con ellos, estos seres vegetales eran relativamente fáciles de derrotar. Solo hacía falta asestar un golpe certero en su débil punto de hojas, tan evidente como expuesto.
—De verdad te lo pierdes, Sieg. Es un relato lleno de valentía e ingenio. La próxima vez deberíamos pedirle a un poeta que…
—Oye, ¿Erich?
Desde atrás, Erich escuchó el silbido de una flecha que cortaba el aire seguido del golpe seco de su impacto. Margit encajó con cuidado otra flecha en su arco corto y disparó de nuevo por si la criatura abatida intentaba levantarse de repente. Aunque parecieran muertos, Margit quería asegurarse de que lo estuvieran por completo. En este caso, una visión inesperada había encendido sus instintos de cazadora…
—Sangre, —dijo Erich al ver lo mismo que Margit.
—Sí, no parece savia.
Margit golpeó un par de veces la flecha; tras confirmar la muerte, comenzó a arrancar el enmarañado de hojas de la cabeza de la criatura. Con uno de los puñados vino un asqueroso sonido húmedo. Entre aquel revoltijo de hojas apareció un ojo.
—Ja, ja, así que ese es el secreto, ¿eh?
Mientras Kaya se llevaba las manos a la boca, Erich volvió a inspeccionar el interior del laberinto de icor. Era exactamente igual al que ya había atravesado: un laberinto que se volvía más intrincado y poderoso a medida que incorporaba a las infortunadas almas que se acercaban demasiado. Quedaba claro por qué los enemigos tomaban forma humana: eran cadáveres reanimados.
—Sí, tiene sentido que los animales se mantengan alejados.
Un sonido de hojas agitándose resonó en la cámara. Más adelante, en el camino que se adentraba en el laberinto de icor, una multitud de monstruos se cernía en la oscuridad. Algunos corrían a cuatro patas, otros volaban por los aires. El laberinto de icor no distinguía entre sus presas; ni siquiera las criaturas del bosque que habían encontrado su fin en la arboleda estaban exentas.
—Vaya bienvenida.
—¡No es momento para bromas!
Los cuatro aventureros se lanzaron a la batalla contra aquella horda de enemigos. Margit saltó al aire y disparó una flecha, reclamando la primera sangre. Un bulto desordenado de follaje se desplomó desde el cielo, con un ala atravesada. Sin tiempo ni necesidad de confirmar la muerte, otra flecha salió silbando en dirección a otra bestia voladora.
—¡Tienen los mismos puntos débiles que cuando estaban vivos! ¡No duden!
—¡Bien dicho!
Ricitos de Oro se lanzó hacia adelante mientras su compañera se escabullía detrás de él. Se encontró con algo que alguna vez había sido un jabalí en plena embestida; tan pronto como acortó la distancia, le cercenó la cabeza. Su afilada hoja y sus habilidades de IX: Divinas reducían la carne de la bestia y su espesa melena de hojas a algo tan débil como el papel.
—¡Va para ti, Siegfried!
Un ciervo asimilado —cuyas astas eran ahora mucho más grandiosas y mortales que las originales— bajó la cabeza y cargó, bramando por la sangre de Erich. Sin embargo, un simple Golpe de Escudo lo mandó volando en dirección a Siegfried. Fue un movimiento fluido que anuló el ataque del enemigo y brindó a su aliado una apertura perfecta.
—¡Oye, piensa un poco antes de pasarme esta porquería!
Siegfried sabía que la mayoría no habría podido reaccionar lo bastante rápido. Descargó su pesada lanza con tanta fuerza y ansias de sangre que habría atravesado un yelmo, perforando sin esfuerzo la corteza que cubría la bestia.
—¡E-estoy lista! ¡Cuidado con los pies, todos!
Kaya lanzó una botella de barro contra la horda que se les venía encima. El lanzamiento no fue particularmente elegante, pero lo único que importaba era que la potente mezcla alcanzara su blanco. Los densos patrones de maná del laberinto interrumpían los conjuros antes de que pudieran completarse, pero Kaya ya había hecho toda su magia mucho antes; aquí solo tenía que disparar, olvidar y dejar que el caos se desplegara. El grupo que se abalanzaba sobre Erich cayó como fichas de dominó.
La poción era una mezcla de jugo pegajoso de aloe y ñame occidental rallado, molido hasta formar una pasta y acentuado con aceite para crear una sustancia resbaladiza que se adhería a cualquier superficie, se esparcía con rapidez y permanecía por largo tiempo. Si tenías la mala suerte de caerte en aquello, hasta sostener tu propia arma se volvía imposible. Solo una ola literal de agua o el ungüento antideslizante de Kaya aplicado de antemano en los zapatos podía devolverte la estabilidad.
La batalla transcurrió sin contratiempos, y los aventureros contraatacaron con elegancia después de que sus enemigos desperdiciaran su valioso primer asalto. Por desgracia, la mezcla de Kaya limitaba el daño que podían infligir con un arma cortante, así que Erich golpeaba a los enemigos con su escudo para que Siegfried los atravesara con su lanza. La cazadora encajaba y disparaba incontables flechas, todas dando en el blanco, mientras la maga preparaba su siguiente poción en caso de que surgiera otro ataque inesperado.
Lo único que les quedaba al grupo era completar el trámite. Sus enemigos habían perdido la ventaja, y para cuando la poción de Kaya perdió efecto (más rápido de lo normal, debido a las propiedades de atenuación del laberinto de icor), los pocos rivales que quedaban estaban agotados y al borde de la muerte. Mientras el grupo se dedicaba a limpiar los restos, el de cabellos dorados murmuró:
—Qué raro, esto fue mucho más fácil de lo que pensé.
Al terminar la batalla, el grupo no tenía ni un rasguño, mucho menos bajas. Solo habían usado una sola poción, y fuera del fragor del combate la maga siempre podía preparar más con las abundantes provisiones de su mochila. Incluso la mayoría de las flechas de Margit podían recuperarse.
—Me había imaginado enjambres de enemigos brotando de las paredes, o que diferentes partes de sus cuerpos se infestarían y nos atacarían.
—¿Hablas en serio? ¿Quién demonios podría superar un laberinto así?
—El héroe epónimo de Las Aventuras de Siegfried , probablemente.
—¿Acaso parezco que llevo una espada mágica encima?! ¡No me pagan ni de lejos lo suficiente, ni tengo la veteranía que debería si voy a hacer el tipo de trabajo para el que necesitas a Azote de Viento!
Ricitos de Oro estuvo de acuerdo: Azote de Viento era una espada mística del más alto calibre. El avatar del Dios de los Metales —emisario del primogénito del Dios del Sol, el Dios del Calor y de las Chispas— entregó una brasa de Su propio cuerpo para forjar Azote de Viento, imbuyéndola con el poder de deshacer cualquier acto de tiranía; la magia y los milagros, como expresiones de la voluntad absoluta del invocador manifestada, se desmoronaban al contacto de la hoja. Una espada tan inigualable era la única respuesta frente a los enemigos de la más alta categoría y los laberintos de icor más mortales.
La derrota del Draco Impuro Fafnir era un caso ejemplar del poder de la espada. Una fuerza abrumadora era de esperar en un draco, pero Fafnir estaba por encima de todos. Podía remontar el vuelo a velocidades que rompían con facilidad la barrera del sonido, volviendo inútiles cualquier flecha. Un enemigo a pie no tenía más opción que huir ante los innumerables horrores de su aliento. Un verdadero dragón como Fafnir solo podía enfrentarse con un arma que trastocara por completo las reglas del combate. La sola idea de enfrentarse a tal bestia ya era un sinsentido, pero el hecho de que Siegfried lograra abatir a Fafnir él solo era prueba suficiente de que había adquirido una fuerza inmensa que superaba a cualquier ser mortal. En palabras de Erich, era el arma perfecta para un tipo taciturno y solitario.
Fafnir era un monstruo que solo aparecería en el contenido final absoluto de los suplementos de juegos de rol de mesa favoritos de Erich. Era cierto que el grupo vivía en los márgenes del Imperio, pero era muy poco probable que una bestia de la Era de los Dioses siguiera viva y coleando en la actualidad, más que lista para masacrar a este pequeño equipo de novatos relativos. Si semejante criatura hubiera sobrevivido hasta esta era moderna, mística y diluida, seguramente los dioses en Sus cielos ya habrían urdido Sus propias maquinaciones.
—En fin, nuestros enemigos pueden ser fáciles de derribar, pero son condenadamente molestos. Es una lástima que no se puedan lanzar conjuros aquí.
—¿Eh? Kaya literalmente acaba de usar su magia, viejo.
El rostro de Erich se torció en una expresión de sorpresa poco característica. Siegfried no tenía forma de saber que Erich acababa de intentar usar sus Manos Invisibles, solo para que el hechizo se estrellara contra las ondas de maná en el aire, manifestándose lenta y débilmente.
En teoría, sería posible encontrar un método alternativo para burlar el campo de antimagia o destrozarlo con una fórmula de poder abrumador, pero Erich no tenía la experiencia suficiente para llevar su destreza mágica tan alto. Su estrategia habitual de buscar una victoria fácil lanzando magia de alto nivel sin preocuparse demasiado volvía una vez más a morderle la cola.
Recuerdos persistentes de una vida pasada regresaron a él; un amigo en la mesa había arrasado con todo lo que tenía delante usando magia de alto nivel, solo para que el Maestro del Juego declarara con frialdad que habían entrado en un campo de antimagia. Los dos discutieron durante horas; Erich se reprochaba no haber tomado en serio aquella lección.
—Oh, es que, verás, tengo una herramienta mágica que me permite hablar con Margit desde lejos. Pero no pude usarla.
—¿En serio? No sabía que tenías un artefacto así de genial. Hmff, el jefe de la aldea en casa pagó un puñado de dracmas por una herramienta que podía iluminar de noche y luego desfiló por todo el cantón con ella. ¿De dónde la sacaste?
La suerte de Erich con los dados debió concederle una rara excepción a su favor, pues su mentira apenas disfrazada de «Se la arrebaté a mi antiguo jefe cuando renuncié» no fue puesta en duda.
Aun así, era un problema. Incluso si la fase de la luna hubiera sido distinta y hubiese podido comunicarse con sus aliados alfar, ellas tampoco habrían podido usar su poder aquí. Estaba despojado de la mitad de su arsenal; no sería una mentira descarada que Erich se considerase en ese momento un Guerrero puro y sin ataduras. Recordó las tarjetas de crédito de su viejo mundo: esta situación era como ser rechazado en una tienda que solo aceptaba efectivo.
Según la Cábala: «Atiende que, si te haces pasar por espíritu, espíritu te volverás». Tras proclamar incontables veces que en el fondo era un Guerrero, aquí Ricitos de Oro se encontraba finalmente asumiendo por completo aquel papel.
[Consejos] Ciertos conjuros usados por magos y clérigos de alto nivel tienen el poder de volver una mazmorra completamente inerte, por lo que muchas cámaras y laberintos están imbuidos con la capacidad de anular todas las formas de magia.
Aun así, es raro ver lugares que impidan incluso a magos de bajo nivel lanzar sus conjuros. Quizá el Maestro del Juego arrastre cierto rencor de una sesión anterior.
Desde que desperté a la magia a los doce años, me había vuelto un poquito demasiado dependiente de ella.
—Ugh, me pica el cuero cabelludo de una maldita manera…
—Bueno, sí, mira lo largo que tienes el cabello.
Quise detenerme en seco y rascarme la cabeza frenéticamente. El problema era que siempre me había cuidado el pelo. Le lanzaba Limpiar en cuanto lo veía necesario, y si de verdad sentía la necesidad de lavarlo, extraía agua del aire y lo restregaba a la antigua usanza. Al fin y al cabo, mi cajita mágica de trucos también contenía lo esencial: jabón, aceite y pomada. Sin embargo, ahora sí que estábamos en las trincheras. Rellenábamos nuestras cantimploras con raíces de árboles que habían absorbido agua subterránea. Cocinábamos usando raíces que humeaban horriblemente, seguramente como medida preventiva contra este mismo tipo de aprovechamiento. En resumen: mi vida de pequeños lujos estaba en pausa.
Quise gritarle a mi yo del pasado. Me había imaginado que podría hacer algo como: «Oigan chicos, solo voy a sacar algo de mi mochila», mientras realizaba un poco de magia espacio-temporal a escondidas, y por eso traje solo lo mínimo indispensable en el viaje. ¿Cómo pude ser tan idiota? Había fingido que mi mochila pesaba más que la de los demás solo para llevar a cabo mi brillante plan, ¿¡y esto era lo que tenía que mostrar por ello!?
—De acuerdo, de acuerdo, yo te lo peino, así que cálmate, ¿sí?
—Sería bueno conseguir más agua para lavarnos, pero este proceso toma su tiempo.
Margit sacó un peine y empezó a desatar mi cabello, mientras Kaya me sonreía suavemente observando cómo el agua se acumulaba en la sartén. Las dos escuchaban con paciencia mis quejas, pero podía notar que ellas también deseaban regresar a casa y darse un buen baño. Nadie me había dicho que esta expedición sería tan larga…
—Bueno, actualicemos el mapa.
Aunque nuestra primera batalla en este laberinto había salido bastante bien, la exploración como tal no iba tan de maravilla. No sabía cuántas páginas de mapas había preparado el Maestro del Juego en algún tipo de fiebre creativa descontrolada, pero parecía que el laberinto no tenía fin. Comparado con esto, el viaje de Mika y mío por el reino de la Hoja Ansiosa había sido bastante directo, a pesar de los acertijos, trampas y las interminables hordas de no-muertos.
Estábamos siguiendo el viejo adagio de que «hacia abajo es lo correcto», pero aun así nos topábamos con callejones sin salida o rutas donde la única opción era subir. Para evitar perdernos por completo, conseguimos ir creando un mapa tridimensional mientras avanzábamos, pero sin importar cuánto llenáramos, el laberinto parecía no terminar nunca . No sabía qué estaba pasando afuera, pero si el bosque había seguido soltando polen al mismo ritmo que cuando entramos, puede que ya no hubiera nadie esperándonos. Solo podíamos rezar para que el laberinto estuviera demasiado ocupado con nosotros.
—Oye, Erich. Te falta una línea.
—Ah, gracias, Sieg. …Espera un maldito segundo.
En la esquina de la primera página de nuestro mapa —que ya se había extendido a una sexta— había estado llevando un conteo de los días. Era una aproximación tosca basada en lo hambrientos o somnolientos que nos sentíamos, pero al volver a contarlos noté algo.
—Sí, ¿qué pasa?
—Creo que ya se nos pasó fin de año.
Había pasado fácilmente un mes o más desde que entramos al laberinto. No tenía el lujo de traer algo tan frágil como un reloj a una mazmorra, así que asumía que mi cuenta tenía un margen de error de algunos días, pero incluso considerando eso, estaba bastante seguro de que el Año Nuevo ya había llegado y pasado.
—No me jodas… Ugh, ¡eso significa que nos perdimos el festival del solsticio de invierno! En casa lo organizaba la iglesia de la Diosa de la Noche; su comida siempre era tan buena…
—Lo siento, Dee. Yo también tenía ganas de ver qué tipo de comida ofrecería la iglesia de Marsheim…
—¡Grah! ¡Y todos los dulces de fin de año que me perdí! ¡Esto apesta a lo grande!
El Imperio Trialista utilizaba un calendario similar al gregoriano por simple conveniencia, pero en realidad nadie se preocupaba demasiado por celebrar el Año Nuevo aquí. Supuse que se debía a la naturaleza politeísta del lugar: los dioses tenían días específicos a lo largo del año reservados para que el público los celebrara. En el campo, los dos festivales más importantes eran el de primavera y el de la cosecha en otoño, ambos presididos por la Diosa de la Cosecha. Por lo que había podido averiguar, en otras regiones del Imperio se hacían enormes celebraciones durante el solsticio de verano (dominio del Dios del Sol) y en el solsticio de invierno (la festividad por excelencia de la Diosa de la Noche, naturalmente).
Las grandes iglesias, con legiones enteras de fieles devotos, podían darse el lujo de preparar sus celebraciones durante semanas, pero la gente común como nosotros simplemente hacía una gran fiesta y con eso bastaba. Tampoco teníamos tiempo para organizar tantas festividades, y en su mayoría demostramos nuestra devoción a la Diosa de la Cosecha trabajando en los campos. Quizá por eso, el resto de las festividades se sentía como algo ajeno a lo que conocía.
—Para compensar el no haber probado toda esa buena comida gratis, cuando volvamos a casa nos desquitaremos con buen licor y dulces. Después podremos tirarnos en camas cómodas, con el estómago lleno y sonrisas en la cara. ¡Al menos eso nos lo habremos ganado!
—De acuerdo, —respondió Margit—. Aunque antes de todo eso vendrá un baño.
Era importante mantener la moral con charlas tontas como esa durante los descansos. Cuando estabas al límite, al borde del agotamiento, sacando hasta la última gota de energía, ese deseo de volver a casa y reclamar lo que te correspondía podía darte el empuje necesario.
Perder la voluntad de luchar significaba perder la vida. Teníamos nuestras raciones; las bestias planta guardaban carne bajo las raíces y hojas; el laberinto había absorbido vegetación comestible en su interior. El hecho de que siguiéramos adelante en esas circunstancias era prueba suficiente de nuestra determinación por llegar hasta el final.
Fuera quien fuera el bastardo que nos arrastró hasta aquí… tenemos un regalito preparado especialmente para ti. Esa rabia latente nos mantenía firmes. Ganaríamos esto y nos premiaríamos como locos una vez volviéramos vivos a casa.
Para un súbdito imperial, pasar más de quince días sin un baño era casi una tortura física. Lo que habíamos sufrido ya era razón suficiente, por sí sola, para llevar al responsable del laberinto a juicio por violar nuestros derechos humanos. Dejando las bromas aparte —en este mundo apenas había espacio para conceptos como los «derechos humanos»—, teníamos motivos de sobra para nuestra ira y frustración. Estaba seguro de que detrás de este miserable calabozo había algún tipo de historia trágica y desgarradora, pero mi paciencia se había agotado por completo.
Quienquiera que seas, el que puso todo esto en marcha… te mataré. Si hace falta, inventaré una manera para que mueras . Te traeré de vuelta y te mataré otra vez, solo para estar seguro.
¿Un rencor? ¿Yo? ¡Ni lo digas! ¡El que preparó este condenado y larguísimo laberinto retorcido, con emboscadas en cada esquina, fue él! Nosotros estábamos hambrientos, cansados, nuestras raciones se agotaban, pero más que nada lo que nos faltaba era misericordia.
[Consejos] Los laberintos de icor no se forman de la nada.
—Viejo… estoy teniendo recuerdos de cuando ayudaba al abuelo en el bosque…
—Sí, se siente un poco como un trabajo de jardinería, ¿no?
Después de limpiar lo que parecía el millonésimo grupo de esbirros, Siegfried y yo no pudimos evitar quejarnos un poco. La corteza leñosa de cada enemigo los hacía más resistentes que cualquier enemigo mortal promedio, pero aun así palidecían en comparación con un bandido bien equipado. Su gran número también los hacía vulnerables a las pociones de Kaya, un verdadero salvavidas, ya que no teníamos ni un solo ataque de área.
Lo que me sorprendió fue la enorme cantidad de esbirros humanoides. Habíamos retirado la corteza y las hojas de más enemigos y encontrado personas con todo tipo de ropa y armaduras. Evidentemente, no éramos los primeros en adentrarnos aquí bajo circunstancias similares.
Había tres categorías de personas convertidas en plantas.
La primera eran las personas con ropa sencilla, que presumí eran transeúntes o que habían sido atrapadas por el laberinto de icor después de ser liberado por el deslizamiento de tierra.
La segunda eran, como nosotros, personas con un batiburrillo de equipo, cuyas etiquetas me indicaban de inmediato que habían sido compañeros aventureros. Los nombres y números de identificación en sus etiquetas no indicaban cuándo habían estado vivos, pero el hecho de que muchos de sus cadáveres fueran relativamente frescos me hizo preguntarme si nuestro mediador también había tenido algo que ver en sus destinos. Hice una oración silenciosa por nuestros compañeros caídos.
Finalmente estaban los cadáveres antiguos con equipo militar a juego. De nuevo, eran fáciles de identificar. Su equipo y armas simples diferían del estilo imperial; tenían escudos redondos y hachas de mango largo que rara vez se veían por aquí. Solo los ejércitos con un núcleo de control tenían equipo uniforme, y su equipo marcadamente no imperial me hizo apostar que se trataba de algún tipo de ejército privado local.
Se necesitaba una mezcla potente de arrepentimiento persistente y odio para formar un laberinto de icor. Los líderes locales que competían por expandir su esfera de dominio frente al Imperio harían cualquier cosa. No podía imaginar qué tipo de trama turbia había sembrado este laberinto…
—Oye, ¿Erich? ¿Qué es esto?
—Bien visto, Siegfried. Parece que finalmente tuvimos un golpe de suerte.
Más allá de la curva de un túnel bloqueado por un escuadrón de cadáveres, se encontraba una puerta oculta entre un entramado de raíces.
Era una puerta sencilla que la mayoría de la gente jamás habría notado. Así como el laberinto de la Hoja Ansiosa se expandía simplemente copiando y pegando los escondites de los aventureros, supuse que el núcleo de cualquier laberinto creaba su entorno basándose en un lugar que tuviera algún significado para él.
Por fin habíamos encontrado un respiro en la obsesión monomaníaca del laberinto con la arquitectura. Si esperábamos respuestas, las probabilidades indicaban que podrían encontrarse al otro lado de esa puerta.
—Margit, ¿te importaría echar un vistazo?
—Abrir cerraduras y reconocer interiores está fuera de mi área habitual, pero claro.
Aun así, mi compañera asumió la tarea y sacó un instrumento de escucha: un pedazo de metal que parecía la campana de una trompeta, que colocó contra la puerta. Había dicho que forzar cerraduras estaba fuera de su dominio, pero yo sabía que tenía las herramientas y había estado ampliando su conjunto de habilidades. Yo mismo había visto al Señor Rotaru, explorador personal del Señor Fidelio, dando clases a Margit: lo básico sobre cómo abrir cerraduras, además de consejos adicionales sobre cómo hacerlo discretamente. Margit sabía que yo podía usar mis Manos Invisibles para abrir cerraduras, pero el Señor Rotaru le había hecho saber que había cerraduras encantadas que explotaban si se abrían por medios mágicos. Con esto en mente, ella se había dedicado con entusiasmo a dominar el arte del ganzuado.
Quizá era por sentirse cohibida al ser mayor que yo, pero Margit detestaba que la observaran mientras aprendía o practicaba algo nuevo. Naturalmente, me abstuve de burlarme de ella —sabía que cualquier broma se devolvería con creces— y preferí observar en silencio cómo mejoraba sus habilidades. Confiaba en ella absolutamente.
—¡Oh! No está cerrada.
—Ah.
—Y tampoco parece que le hayan puesto una trampa.
Entre sus herramientas para forzar cerraduras había una serie de láminas de metal que podían usarse como péndulos para identificar si algo había sido encantado o no. Se colocaba un número de ellas junto a la puerta, y si una o más reaccionaban, aunque fuera mínimamente, era casi seguro que allí yacía una trampa mágica.
Ninguna de sus láminas reaccionó; estábamos a salvo.
—Pero, solo como precaución, ¿puedo pedirles que se aparten un poco?
Parecía que las herramientas y habilidades heredadas del Señor Rotaru tendrían su momento de protagonismo en otro día. Esto no era raro en la mesa: las falsas trampas servían al Maestro del Juego para instruir a sus PJs sobre qué vigilar en el futuro.
Margit colocó la mano sobre el pomo y la puerta se abrió con facilidad, como si nos diera la bienvenida.
—¿Un invernadero?
Margit murmuró para sí misma. Había colocado cuidadosamente su espejo de bolsillo en la rendija de la puerta para asegurarse de que no hubiera una emboscada y nos hizo un gesto indicando que estaba todo despejado.
Dentro, tal como había dicho, la habitación acristalada estaba medio enterrada en la tierra, pero definitivamente había sido un invernadero. Las plantas en las macetas alineadas en las estanterías se habían marchitado, pero un escritorio y varias herramientas de jardinería aún se encontraban en bastante buen estado.
—Vaya, tú tenías un lugar así en casa, ¿verdad, Kaya?
—Sí-sí… La Jefa de la Sexta Generación… Oh, uno de mis antepasados había aprendido a construir uno gracias a un amigo del Colegio Imperial de Magia.
Todavía no era una práctica generalizada construir habitaciones con control de temperatura y humedad para cultivar plantas fuera de temporada, pero la tecnología existía en el Imperio. Los Siete Mayores del Colegio, en un extraño momento de camaradería —especialmente considerando la persistente enemistad entre sus cuadros— habían combinado sus talentos para realizar la descabellada idea de cultivar hierbas de sus ciudades natales en los bosques cerca de Berylin.
Los invernaderos te permitían saltarte las leyes de la disponibilidad estacional con facilidad; estaba seguro de que la mayoría de la gente en mi mundo anterior había disfrutado al menos una vez de fresas jugosas en pleno invierno. El deseo de comer ciertos alimentos durante todo el año era evidentemente universal, y fácil de alcanzar si contabas con el poder y los recursos del Colegio. Las ideas más disparatadas estaban a solo un puñado de experimentos de distancia, y el Colegio actual tenía un enorme jardín de hierbas subterráneo mantenido con iluminación artificial.
Era cierto que los magus eran criaturas tercas y obstinadas, pero mostraban un lado sorprendentemente amable con aquellos que les caían en gracia. Disfrutaban formando facciones y pasándola de lo lindo dentro de ellas, así que no era un salto lógico demasiado grande suponer que podrían transmitir conocimientos a compatriotas fuera del Colegio.
—Pero esto no son hierbas. Parecen… ¿arbustos?
—Creo que eran plántulas, —ofreció Kaya—. Aunque están tan marchitas que es imposible asegurarlo.
Resultó sorprendente descubrir que aquel invernadero estaba destinado a árboles, no a hierbas. No era del todo raro cultivar plántulas en macetas de manera segura y replantarlas en otro lugar una vez que crecieran lo suficiente. Pero, ¿usar un invernadero? ¿Acaso estaban intentando crear algún tipo de árbol mágico o algo por el estilo?
—Tenemos un libro aquí.
—Como debía ser. Muéstralo aquí, Sieg.
El tomo polvoriento, abierto sobre un escritorio abandonado, olía a un material de apoyo [1] preparado meticulosamente por un Maestro del Juego, implorando a un jugador que lo abriera y lo leyera en voz alta a un grupo cada vez más horrorizado. No era yo de los que dicen que no, ¿verdad?
Yo había compartido la mesa con varios jugadores sedientos de batalla, para quienes la historia quedaba relegada frente al rigor mecánico. Se enorgullecían de la eficiencia de sus matanzas; jugadores de segunda categoría podrían ser vistos por sus víctimas, pero los de primera categoría conseguían su baja antes de que el enemigo pudiera articular siquiera una palabra. La ética de estos pequeños sedientos de sangre se resumía en: ¿para qué aprender la historia de alguien que vas a matar de todas formas?
Yo siempre prefería sumergirme en la historia que nuestro Maestro del Juego había elaborado durante noches en vela; parte de la diversión consistía en no saber qué traería la siguiente tirada. Así que si el Maestro del Juego de este mundo nos había dado un diario, chico, lo iba a leer. Esto hacía todo aún más satisfactorio cuando el Maestro del Juego lloraba porque el jefe de nivel divino que había creado durante horas, asegurándose de que no tuviera debilidades, había sido derrotado por jugadores sobrepotenciados que ni siquiera salieron con un rasguño. Era su culpa por su exceso de confianza; él mismo había dicho, con una sonrisa pícara, que podíamos usar cualquier cosa que nos hubiera dado.
Después de comprobar que tampoco había trampas mágicas allí, me di cuenta de algo.
—¡No puedo leer esto!
—¿En serio, hombre?
—Mira, está escrito en algún dialecto local antiguo. Puedo captar lo básico, pero nada que realmente sirva.
El diario debía de ser bastante antiguo, porque no estaba escrito en Estándar Imperial. Ni siquiera estaba en los Orisons; un idioma que ya no se podía aprender fuera de la academia. Debía de haberse escrito en una época en que el Imperio Trialista de Rhine aún no había comenzado su expansión cultural y lingüística tan al oeste.
—Oh, yo sí puedo leerlo, —dijo Kaya mientras miraba el libro—. Aunque la caligrafía es terrible …
Sentí un alivio inmenso por la ventaja que nuestro grupo recién ampliado nos había proporcionado. Después de todo, incluso para un sabio hay un límite de idiomas que puede aprender. Gracias a los cielos… Nada dolía tanto como armarse de valor para adentrarse en una nueva mazmorra, solo para toparse con un muro porque no había forma de avanzar sin resolver un acertijo en un idioma en el que nadie quería gastar su competencia.
El Maestro del Juego tenía la responsabilidad de preparar todo en función de las habilidades específicas de un grupo o de sus carencias con anticipación, pero aun así necesitábamos pensar en una medida de seguridad si íbamos a regiones con sus propios dialectos, jurisdicciones que favorecían estilos de escritura cursiva, o incluso si nos aventurábamos fuera de nuestro país…
Pero, vamos… ¿por qué tienen que ser tan malditamente caros? Cuanto mayor era la distancia con respecto a mi lengua materna, más alto ascendía la experiencia requerida. Tendría que vaciar la billetera solo para alcanzar un nivel conversacional, y me entraba un sudor frío solo de pensar cuánto costaría llegar a un nivel suficiente para leer, digamos, un grimorio extranjero. Sí, esto mejor dejarlo en manos de los profesionales.
—Es un poco diario y un poco registro de investigación, o algo por el estilo. Esto podría tomar un buen rato; ya me está empezando a doler la cabeza solo de mirarlo. ¿Les importa?
—Por suerte tenemos algunas sillas, y parece que no nos atacarán aquí, así que aprovechemos para descansar un poco.
—¡Ajá, esta lámpara todavía tiene aceite! —comentó Siegfried mientras se ocupaba de ayudar a Kaya.
—Y hay velas también. Esto ayudará a ahorrar sus pociones, —añadió Margit.
—Gracias a todos, —respondió Kaya—. La caligrafía es atroz… Creo que no le importaba mientras la persona misma pudiera leerlo.
Yo ya estaba acostumbrado a gente así. Recuerdo haber pedido prestadas las notas de un amigo para una clase solo para abrirlas y encontrar un garabato casi ilegible, del tipo en que las palabras solo tenían sentido si entrecerrabas los ojos y mirabas la oración en su conjunto.
Mientras Kaya se ponía a trabajar, despejamos todo lo inflamable y usamos las plántulas marchitas para encender una pequeña fogata y preparar algo de té. Con tazas de té negro en mano, disfrutamos el sabor de la civilización. Llevábamos un mes sobreviviendo así; uno o dos días de investigación no hacían mucha diferencia.
Mientras Margit me peinaba para librarme del insoportable picor, Siegfried sacó un puñal y comenzó a cortar descuidadamente su propio cabello. Servía como excelente yesca, así que la juntó en una pequeña bolsa y terminó en cuestión de minutos. Para ser honesto, sentí algo de envidia al verlo. Después de todo, tenía dos amigas muy ruidosas que se las arreglarían para cocinar algo impensable si me atreviera a cortar más que lo estrictamente mínimo. Me habían salvado la vida incontables veces, pero ciertamente era sofocante arriesgarme a un regaño por algo tan sencillo como recortar mi flequillo. Bajo un casco se sentía apretado; en toda honestidad, un corte corto como el de Sieg parecía perfecto.
—Ah, cierto… acabo de recordar algo.
—¿Ah, sí?
—Estaba mirando mis puntas abiertas y me recordó algo que me enseñó mi abuelo. Era cuando era un niño pequeño, así que prácticamente lo había olvidado.
Ah, ¿va a resultar que el consejo de un anciano sabio de su historia de fondo va a ser la piedra Rosetta para todo este misterio, justo después de que aprendimos sobre esa misma historia de fondo? Aquí sí que nos gustan nuestros clichés.
—Era realmente genial. Cuando dije que quería ser aventurero, él fue el único en mi familia que no se rio de mí. Tuvimos un invierno muy frío cuando tenía doce años y él… se había ido.
—Sí, parece que significaba mucho para ti. ¿Qué fue lo que recordaste?
—Bueno, pensé que tal vez estos árboles podrían ser un tipo de cedro. ¿Recuerdas los hongos que crecían en varios de ellos?
—Sí, lo recuerdo.
—Pues el abuelo me decía que los cedros trabajan con los hongos y los champiñones para que puedan crecer más grandes y fuertes que otros árboles. Los hongos más grandes se encuentran cerca de las raíces; se supone que son reactivos bastante poderosos.
Evidentemente Kaya había estado escuchando; se incorporó de golpe con una expresión que gritaba ¡Eureka! Ignoró la silla que había volcado y leyó con frenesí un fragmento del diario. Al momento siguiente, gritó:
—¡ Cedrus sancta ! —mientras nos señalaba directamente a nosotros, o más bien, a las plántulas que ardían alegremente en la fogata—. ¡ Cedrus sancta es el binomio de un cedro antiguo y sagrado! ¡La herbolaria que trabajaba aquí estaba intentando resucitar este árbol largamente perdido!
Nuestra propia herbolaria corrió hacia el fuego y cayó de rodillas al darse cuenta de que estábamos usando ejemplares tan valiosos para hacer té.
La frase «cedro antiguo y sagrado» me sonaba de algún lugar. Si recordaba bien, había leído sobre una tragedia en un país lejano ligada al destino de un bosque de cedros allí. La pequeña nación veneraba su bosque, y aunque los cedros eran ideales para la madera de casas o barcos, practicaban una silvicultura consciente. Sin embargo, la nación más pequeña fue arruinada cuando otra nación más grande puso sus codiciosos ojos en esta preciada madera. Su avaricia progresó sin control hasta que el bosque quedó prácticamente arrasado, generando una maldición que perseguiría a la nación: una maldición divina que causaba la decadencia de la nación a medida que sus victorias militares se acumulaban. Tal como Roma tras las Guerras Púnicas, esta nación colapsó antes de que finalizara la Era de los Dioses, dejando como legado unas pocas decenas de pequeñas naciones insignificantes.
Kaya teorizó que la antigua dueña de este invernadero había querido revivir este cedro antiguo que había sido llevado casi a la extinción.
—Viejo, —dije—. Hemos hecho nuestro té con bastante leña…
—No seremos castigados por algún poder divino, ¿verdad? —preguntó Margit.
—Nah, apuesto a que estaremos totalmente bien, —ofreció Siegfried—. Vamos, fue literalmente hace siglos.
—No, no, no… Más importante… ¡¿cómo pudimos…?! Esos ejemplares tan valiosos… quemados…
Kaya estaba completamente deshecha por nuestra salvajada involuntaria; no teníamos palabras de consuelo que darle, siendo nosotros mismos los perpetradores del incidente. Parte de mí pensaba que las plántulas ya se habían marchitado, pero incluso en ese estado podrían haber tenido valor para un profesional…
Ups era la única palabra adecuada… Lo siento, Kaya.
Tras calmarse gracias al ánimo de Siegfried, Kaya nos contó más sobre el libro y lo que había aprendido.
Al parecer, la herbolaria había ideado un método para intentar revivir este Cedrus sancta que ahora solo existía en un estado pobre y marchito. Su solución había sido revitalizar las muestras marchitas asociándolas con los hongos simbióticos de una especie hermana local.
Haría falta analizar un poco más el diario para identificar si esto había sido una tarea otorgada por los dioses o si el herbolario lo había asumido como un proyecto personal, pero el objetivo estaba claro: salvar a toda una especie al borde de la extinción y de los estragos del imperio. Había pasado toda su vida ayudando a otros, y volcó todos sus ahorros en el invernadero y en este nuevo proyecto.
Sin embargo, el tiempo por sí solo no puede exorcizar el espíritu del consumo sin fin. Alguien había puesto sus ojos en los cedros sagrados; alguien poderoso, rico y, como los antiguos saqueadores de cedros, hambriento por expandir y defender su empresa. Por ejemplo, aquel sujeto que había financiado a todos esos soldados muertos.
«¡Ya sé, si consigo la madera de esos árboles legendarios, entonces podré construir los cimientos de una fortaleza inexpugnable, justo como hicieron en Marsheim!» debió de ser más o menos lo que pasaba por su cabeza. Muchas de las páginas posteriores del diario de la herbolaria estaban llenas de pasajes en los que expresaba su frustración porque los subordinados de ese magnate seguían viniendo a pedirle los cedros ya maduros.
En cuestión de páginas, sus anotaciones quedaron manchadas de miedo.
La cría selectiva era una tarea extremadamente difícil —más una apuesta que otra cosa— que tomaría años, si no décadas. Esto era especialmente cierto cuando se intentaba restaurar una especie que apenas sobrevivía hasta un estado realmente robusto. Incluso si aceleraba el proceso con magia —alterando directamente los hongos en lugar de simplemente implantarlos— no había manera de que pudiera terminar en el plazo que exigía aquel magnate.
Sin tiempo ni paciencia, el estúpido desgraciado lo llevó todo a un sangriento final. La cabaña de afuera había sido en su día un puesto de enfermería, y ya habíamos visto lo suficiente como para juntar las piezas: no hacía falta ser un genio para deducir quién había hecho qué y a quién. Ese payaso, fuera quien fuera, se dio cuenta demasiado tarde de que suplicar y rogar no harían que los árboles crecieran más rápido. Cuando su paciencia se agotó, descargó su furia contra lo más cercano.
Pero su arrebato no terminó ahí. Uno de los últimos crímenes que cometió fue acabar con la herbolaria con sus propias manos.
La desesperación y la ira de la herbolaria se filtraron en los cedros a través de los hongos que ella había intentado perfeccionar. No era demasiado sorprendente: los cedros divinos mismos tenían su propia voluntad y querían que el plan de la herbolaria tuviera éxito. Sin embargo, su última y definitiva esperanza para su especie había sido aniquilada sin piedad. Una cruel ironía, entonces, que el laberinto de icor resultante los hubiera moldeado en formas tan fuertes y fecundas.
Por todo lo bueno y sagrado… Todos esos malditos peces gordos pueden irse derechito al diablo por lo que a mí respecta.
Supuse que era un pequeño consuelo el que este laberinto en constante crecimiento hubiera sido descubierto antes de volverse completamente irreparable. Aun así, era una pena cuántos sacrificios había reclamado antes de nuestra llegada. En cualquier caso, esta sala nos proporcionaría pruebas valiosas para cuando fuéramos a presentar nuestra queja a nuestro cliente, así que nos pusimos a tomar lo que necesitábamos.
[1] Material de apoyo para los jugadores, que puede ser una imagen, un documento o cualquier elemento que proporcione información relevante sobre la partida, como mapas, cartas, diarios, etc. Los materiales de apoyo ayudan a sumergir a los jugadores en el juego, facilitan la comprensión de la historia y pueden ser consultados a lo largo de la partida.
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