¡Supervivencia en Otro Mundo con mi Ama!

Capítulo 208. Lo Que se le Pide a un Extranjero: el Caso de la Suegra

Cuando terminó la cena, el Arzobispo Deckard regresó junto con la Gran Sacerdotisa Katerina a la habitación de huéspedes que les habían preparado. Podría decirse que la velada fue todo un éxito: ambos parecían satisfechos tanto con la comida como con mi charla.

—Gracias por tu esfuerzo, Kosuke-sama. Debes estar cansado de hablar tanto, ¿no?

—Sí, un poco.

Después de todo, el arzobispo me pidió que no solo contara acerca de mi mundo de origen, sino también la historia desde el momento en que llegué aquí hasta la actualidad. ¿Cuántas veces he narrado ya mi vida? Seguramente todos estén acostumbrados a escucharla. ¿Será que debería entrenarme como cuentacuentos?

—Fue muy interesante ver las diferencias entre la versión de Sylphiel y la tuya.

—Eh, claro… gracias por eso.

Normalmente, tras la cena tendría un rato relajado para darme un baño y conversar con Sylphy y las demás mientras bebemos algo. Pero hoy, por alguna razón, estoy tomando una copa con mi suegra… es decir, con Seraphita-sama. Ni Sylphy, ni Isla, ni las arpías, ni Melty, ni Grande están presentes.

¿Qué demonios es esta situación? ¿Qué se supone que debo hacer?

Sylphy me pidió que me sentara con su madre después de la cena, y antes de darme cuenta, ya estaba esta mesa preparada para mí.

Aunque se trate de la madre de Sylphy, es decir, de mi suegra, es casi como si la conociera por primera vez. Además, es tan joven que parece de la misma edad que ella. No sabía cómo debía tratarla.

—Kosuke-sama…

—Esto… me resulta un poco raro, o incómodo, que mi suegra me llame con el sufijo «sama», Seraphita-sama, ¿no cree?

Al oír mis palabras, Seraphita-sama, que estaba a punto de hablar, me miró con gesto sorprendido y luego soltó una risita infantil. Maldición, es demasiado adorable. Si no recordara que es la madre de Sylphy… y además una mujer casada… acabaría encandilado.

—Fufú, siento lo mismo cuando tú, que eres mi yerno y además un Extranjero, me llamas con el «sama». ¿No te parece?

—Bueno, pero usted es una reina, Seraphita-sama.

—Si lo ves así, tú también eres un extranjero, Kosuke-sama. Mejor llamémonos con el «san» y ya está. ¿No crees que es más natural?

—Ugh… sí, supongo.

Es difícil negarse cuando te lo dice con esa sonrisa suave. No sé si llamarlo ternura desbordante o nobleza, pero las palabras de Seraphita-san tienen un encanto irresistible.

—Entonces, Kosuke-san, quiero hacerte una pregunta.

—Sí, dígame.

Al verla adoptar por primera vez un semblante serio, tan distinto a la expresión jovial de hace un momento, yo mismo me enderecé en la silla.

—¿Qué piensas hacer con nosotras, Kosuke-san?

—¿Cómo que qué pienso hacer…?

La verdad, no sé qué responder. No tengo la intención de decidir nada por mi cuenta, y me incomoda que me hablen como si tuviera esa autoridad.

—No pretendo imponer nada yo mismo… lo único que me gustaría es que permaneciera al lado de Sylphy. Ella ha llegado hasta aquí con el único deseo de reencontrarse con usted, Seraphita-san y con su familia. Creo que, después de todo lo que ha pasado y logrado, Sylphy merece tener un final feliz.

Esto, sin duda, es mi verdadera intención. Cuando partió de su país aún era una niña; mientras estaba lejos se enteró de la destrucción de su patria; pasó la infancia alimentando un ardiente deseo de venganza contra el Reino Sagrado que lo había causado; y, al final, me encontró a mí, cumpliendo así su propósito. No… mejor dicho, lo está cumpliendo. Y merece ser recompensada por ello.

—No digo que deba renunciar a su propia voluntad y vivir solo por Sylphy. Pero, al menos, no haga nada que la entristezca.

No he pasado tanto tiempo con Seraphita-san, pero desde la primera vez que la vi sentí en ella una extraña fragilidad. Es como si llevara consigo un aire etéreo, como si pudiera desvanecerse en cualquier momento si alguien intentaba tocarla.

—¿Y usted qué desea hacer, Seraphita-san?

—¿Qué quiero hacer…? —Ella fijó la vista en la copa que sostenía con ambas manos. ¿Qué estará viendo en el hidromiel que reposa en su interior?—. ¿Qué se supone que deba hacer yo?

Levantó la mirada de la copa y me observó con los ojos ligeramente desenfocados. ¿Era esta la misma mujer que hacía un instante reía como una niña? Sus pupilas eran oscuras, infinitamente profundas, como si llevara consigo el agotamiento de todo lo vivido.

—¿Está bien perder un país, perder a un esposo, llevar desgracia a tanta gente, enviarlos a la muerte… y aun así vivir en comodidad, sin castigo alguno? Yo… —Seraphita-san volvió a clavar la mirada en su copa y guardó silencio.

Oh… ¿cómo debería hablarle? ¿No me queda demasiado grande la tarea de consolar a una mujer que se encuentra en un estado así?

—No quiero sonar frío, —dije por fin—, pero si hablamos de la responsabilidad por la caída del antiguo Reino de Merinard, yo soy un completo forastero. No puedo decir nada. Cuando llegué a este mundo, todo ya había terminado, y yo no sufrí las penurias de esa derrota. Es cierto que tengo cierta amistad con los refugiados y con quienes padecieron bajo el yugo del Reino Sagrado, pero nada más.

Siendo honesto, este asunto está fuera de mis manos. Aunque… estoy seguro de que Seraphita-san espera algo de mí. Debe de confiar en que yo la condene. Pero sé que Sylphy no lo haría jamás: no está en ella castigar a su propia madre. Ella misma manchó sus manos de sangre para poder salvarla. No hay forma de que pueda condenar a Seraphita-san ni a sus hermanas, a quienes rescató con tanto esfuerzo.

¿Y qué hay de sus subordinados?

No creo que Melty tenga intención de hacerlo. Aunque nunca lo ha dicho claramente, sospecho que la impulsa un afecto personal hacia Sylphy; por eso la ayuda. Dudo que obligara a Seraphita-san a hacer algo que Sylphy no desea. Isla quizá también lo resienta de algún modo.

En cuanto a Danan y a Sir Leonard, lo que ambos sienten es más bien un odio profundo hacia el Reino Sagrado. Nunca los he escuchado criticar directamente a la realeza del antiguo Reino de Merinard. Puede que, como adultos, guarden sus verdaderos pensamientos, pero no me los imagino responsabilizando a la familia real de la caída del reino.

La Srta. Zamir, en cambio, parece tomar todavía más distancia. Incluso carga con un sentimiento de culpa por no haber protegido a la familia real a pesar de su presencia. Es probable que, ahora, se aferre casi obsesivamente al deseo de proteger a quienes le corresponda.

Visto de esta manera, empiezo a entender un poco mejor lo que pasa por la mente de Seraphita-san.

—¿Quiere decir que, al ser un forastero, puedo juzgar con objetividad y condenarla a usted y sus hijas?

Ella asintió a mis palabras.

Ya veo… estoy en problemas. Estoy completamente confundido. ¿Qué demonios quieren que haga? Incluso si me pide condenarla, ¿qué clase de castigo sería el adecuado?

Ellos arruinaron el reino. Hicieron sufrir y morir a innumerables personas. Para una familia real, aquello fue un fracaso imperdonable. Al final de cuentas, el deber del rey que gobierna y de toda la realeza es mantener vivo al país y proteger la vida y seguridad de su pueblo. Esa es la única misión que importa. Bajo esa luz, el rey y la reina que llevaron a la ruina al antiguo Reino de Merinard deben cargar con la culpa.

El rey detuvo el tiempo y la vida de su esposa e hijas para impedir que el Reino Sagrado aumentara su poder, aun al precio de la suya propia. Su plan funcionó: logró proteger los cuerpos y los corazones de Seraphita-san y su familia hasta que Sylphy liberó el castillo real.

Sin embargo, sus acciones también pueden interpretarse como un abandono a su pueblo, al escoger preservar la dignidad de su esposa e hijas. Lo que el Reino Sagrado deseaba del Reino de Merinard era la sangre de los elfos, capaces de engendrar hijos con gran poder mágico. Si la familia real hubiese ofrecido sus cuerpos y su dignidad, quizá el pueblo habría evitado el sacrificio.

Por la reacción de Seraphita-san, me pregunto si esta idea no estará demasiado lejos de la verdad.

Frizcop: Claramente no. El reino sagrado quería poder. No se iban a detener una vez teniendo solo a la familia real. Independientemente de si se entregaban o no, el pueblo iba a terminar de la misma manera.

—…¿Qué demonios quiere que haga? ¿Que la ejecute y la obligue a asumir la responsabilidad por la caída del Reino de Merinard, Seraphita-san? ¿Eso es lo que quiere que le diga a Sylphy? No diga tonterías.

—Tú eres el único a quien puedo pedírselo.

—No puedo. Todo este esfuerzo de venir hasta aquí con Sylphy fue para salvarla a usted y sus hijas y hacerla feliz a ella. Si la ejecuto y hago sufrir a Silphy, todo habrá sido en vano.

—Te lo ruego, por favor…

—No. No arrastre a Sylphy dentro de su culpa. Si hay un castigo para usted, será cargar con esa culpa por el resto de su vida.

Lo que Seraphita-san lleva a cuestas es lo que llaman «culpa del sobreviviente». Esa culpa que sienten quienes sobreviven milagrosamente a una guerra o una catástrofe mientras otros perecen. En muchos casos, incluso se dice que es necesaria atención psicológica.

Mientras pensaba en qué hacer, Seraphita-san comenzó a llorar.

—Por favor… por favor, ayúdame. ¿Qué-qué debería… hacer…?

—A-ah…

Estaba en un aprieto. Muy en aprietos. No sé cómo lidiar cuando alguien llora así. Estoy perdido. ¡Sylphy! ¡Isla! ¡Melty! ¡Lima, Beth! ¡O, en el peor de los casos, Poizo! ¡Alguien, venga ya! Grande… bueno, no, Grande no hace falta en estas situaciones.

Pero mis pensamientos no llegaban a nadie, y nadie aparecía. ¿Me han abandonado los cielos? No tuve más remedio que levantarme y acoger la cabeza de Seraphita-san contra mi pecho, como cuando consolaba a Sylphy cuando se ponía de mal humor o empezaba a lloriquear.

—Creo que está bien que baje los hombros y se deje mimar un poco, Seraphita-san. Sé que suena feo decirlo, pero el Reino de Merinard ya fue destruido una vez: ya no hay más realeza, ni reina, ni nada. ¿Por qué no deja que el nuevo Reino de Merinard lo lleve Sylphy y vive simplemente como Seraphita-san?

Al escucharme, Seraphita-san rodeó mi cintura con sus brazos y me abrazó, frotando su rostro contra mi pecho con un gesto lánguido. Ah… esa manera de buscar consuelo era exactamente la misma de Sylphy. Claro, son madre e hija. Puede que sea mucho mayor que yo, pero en ese momento no era diferente de una niña.

Al cabo de un rato, Seraphita-san dejó de llorar, soltó mis brazos y se apartó de mi pecho. Al alzar la vista, tenía los ojos enrojecidos por el llanto y profundas ojeras marcadas bajo ellos. Me pregunté si solía cubrirlas con maquillaje o si, quizá, apenas había dormido desde que despertó.

Saqué un paño limpio de mi inventario y le limpié el rostro con cuidado.

—Nn…

Las ojeras bajo sus ojos eran profundas y tenía la mirada enrojecida por el llanto, pero aun así el rostro de Seraphita-san seguía siendo sorprendentemente hermoso. De hecho, su rostro hinchado y enrojecido, con ese aire de fragilidad, me despertaba un deseo irrefrenable de protegerla. ¡Pero calma, Kosuke! ¡Es la madre de Sylphy! ¡Tu suegra!

—Bueno, ese es el asunto, ¿no? Mejor disfrutemos sin pensar demasiado en cosas tan negativas.

—Ah…

Me aparté de Seraphita-san lo más rápido que pude, convencido de que aquello no era buena idea. Pero apenas lo hice, vi su mano extendida, escuché su voz cargada de soledad, y contemplé esa expresión suya… No, no. Tranquilízate. Contrólate.

—Iré a llamar a alguien. Por favor, espere un momento. —Con toda la fuerza de voluntad que pude reunir, me giré en redondo y salí de la habitación dándole la espalda a Seraphita-san. Cerré la puerta con suavidad tras de mí y exhalé con fuerza—. Hah…

—¿No la vas a empujar al suelo, nodesu?

Entonces descargué todo mi peso con un pisotón sobre el limo verde que había surgido bajo mis pies. ¡Lo sabía! Estaba observándome, maldita entrometida. También sé que Lima y Beth están por aquí, solo que no se atreven a mostrarse. Vamos, salgan. No me voy a enojar. …Sí, sí lo voy a hacer. Mentí. Estoy furioso. ¡Así que salgan de una vez! ¡Vamos, salgan!


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