Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 8 Final

Final

Revisar la propia hoja de personaje ya es un pasatiempo divertido en sí mismo, pero escuchar la historia contada de nuevo trae sus propios placeres. Incluso hay Maestros del Juego que ponen su propio giro a tu historia a través de la voz de uno o dos PNJ.


La alegría de que el invierno dé paso a la primavera es universal.

Quizá ese año el letargo de la Diosa de la Cosecha había sido breve y el ánimo del Dios Sol se hallaba dichoso, pues la escarcha se derritió antes de lo habitual: la temperatura era templada y el clima benigno.

Para los niños, que habían pasado meses encerrados sin más con qué llenar el estómago que alimentos en escabeche, la emoción de poder jugar al aire libre no tenía comparación. Los adultos, por su parte, se sacudían las telarañas al quitarse el acolchado invernal de sus ropas y se desperezaban para volver a los campos.

Antes de comenzar las labores, sin embargo, había que celebrar el festival de primavera. Konigstuhl se llenaba de energía con la llegada de caravanas, y un hogar en particular recibió una carta de cierto miembro aventurero de la familia.

—¡Ojó, es de Erich! —El nuevo cabeza de familia, Heinz, recibió la carta y la abrió alegremente antes que el correo de otros parientes—. ¡Vengan todos, noticias de Erich!

—¿¡De dío!?

Casi de inmediato, una bolita de energía se lanzó a su cintura: era su pequeño hijo Herman, a punto de cumplir seis años.

Herman adoraba a su tío Erich y atesoraba el bastón brillante que había recibido de él dos años atrás —aunque ya estaba un poco maltratado—. El niño se entristecía de que las cartas periódicas fueran el único vínculo con su tío, pero su admiración ardía tan fuerte como siempre. A pesar de la distancia, el fuego en su interior no tenía tiempo de apagarse, pues seguro otra emocionante aventura lo aguardaba en la carta.

—¡Rápido, léela, papá!

—¡Sí, sí, no te emociones tanto! Esperemos a que estén todos.

A las llamadas de Heinz, el resto de la familia se reunió, ansiosa por saber qué estaba haciendo Erich. Leyendo la hermosa caligrafía sobre las hojas de fino papel, Heinz imitó la voz de su hermano menor mientras la compartía con todos.

Ejem … Saludos a todos allá en Konigstuhl. Supongo que cuando reciban esta carta ya habrán comenzado los trabajos en el campo. O quizá la escarcha recién se derrite y todos se preparan para el ajetreado año que viene. Es difícil saber cuándo llegará esta carta, así que no estoy seguro de cómo saludarles.

El inicio de la carta parecía formal, pero no era más que la típica introducción cortés que incluían las cartas de la mayoría de los instruidos. Luego venían los saludos esperados, preguntando por el bienestar de todos, y después un repaso de las diversas aventuras que había vivido, escritas en el tono más humilde que podía adoptar.

En los dos años desde que Erich había partido de Konigstuhl, había enviado varias cartas. Con el paso del tiempo, algunos episodios que Heinz leyó a la familia hablaban de las duras pruebas de Erich al verse atrapado por un ejército de bandidos mientras defendía una caravana, o cuando pasó dos meses atrapado en una cueva durante una misión. Pese a la variedad de peripecias que abarcaban sus cartas, los detalles siempre estaban relatados con bastante sobriedad.

Esta carta relataba las fechorías de un matón local en el campo y cómo él y sus compañeros habían ideado un plan para lidiar con aquel bellaco. Con solo las cartas como referencia, era difícil discernir qué partes eran transmitidas con veracidad y cuáles habían sido adornadas en mayor o menor grado. Esto era en parte intencional por parte de Erich. Tenía la corazonada de que cierta sorpresa podría llegar a su pueblo algún día, y había decidido dar a su familia solo los detalles más básicos.

Aun así, esas cartas eran valiosas para su familia en Konigstuhl. Para los campesinos era complicado imaginar lo que realmente significaba convertirse en aventurero. Resultaba difícil visualizar cómo era enfrentarse a bandidos o vivir en una ciudad donde el crimen podía acechar en cada esquina, por no hablar de una cueva tan vasta en la que uno podía perder hasta un mes entero.

Herman se había peleado más de una vez con los niños del lugar porque ellos consideraban que las aventuras de su tío no eran más que cuentos. Solo Lambert y los demás miembros de la Guardia podían responder con la sonrisa cómplice y el asentimiento que aquellas historias merecían.

—¡Dío es increíble!

—Mi hermanito… Bueno, sí, Erich realmente lo es.

Aunque su hijo mayor se inflaba de emoción al oír las últimas novedades de la vida de Erich, los otros hijos de Heinz —su hija, su segundo hijo y el recién llegado tercer hijo— eran todavía demasiado pequeños para comprender. Enseguida, Herman les relató la carta —pues se había memorizado cada una de las aventuras de Erich hasta entonces—, y Heinz sonrió en su fuero interno al ver la asombrosa memoria de su primogénito.

—Erich nos ha dejado un poco de dinero otra vez. El posdata dice… ¿que lo usemos para pañales del más pequeño? ¿Acaso quiere que le hagamos pañales de seda o qué?

—¿Otra vez? Oh, qué muchacho tan considerado.

Iba adjunto un documento firmado y aprobado por el gremio de artesanos comerciantes. Era un vale ampliamente aceptado que podía canjearse por dinero, y al leerlo Heinz notó que contenía la absurda suma de tres dracmas. Eso equivalía a los ingresos de un año entero para una familia campesina común y pequeña. No era la primera vez que Erich enviaba dinero a casa, y cada ocasión parecía confirmar que sus historias no eran invenciones. Cada vez, Heinz y los suyos quedaban atónitos.

Erich había estado enviando dinero desde sus días de aprendiz en la capital, a pesar de que aparentemente no tenía un salario propio. El hecho de que aquellos envíos continuaran significaba que debía de estar yéndole bien en su nueva carrera de aventurero.

Llenos de admiración hacia su hermano menor, Heinz y su esposa aceptaron agradecidos el obsequio. Al fin y al cabo, Heinz podía imaginarse lo que ocurriría si intentaban devolverlo: no pasaría mucho antes de recibir una respuesta en la que el tono normalmente apacible de Erich estaría teñido de frustración, junto con un vale que duplicara la suma anterior. Heinz lo había aprendido por las malas.

—¿Qué clase de trabajos le permitirán ganar tanto?

—Hmm… En mis tiempos, logré construir esta casa tras derribar a un general, pero no sé cuáles serán las tarifas actuales para los aventureros.

Hanna y Johannes se habían mudado a una vivienda más pequeña para dejar la casa familiar a Heinz y a su creciente familia. Habiendo venido a escuchar las últimas noticias de su hijo, ellos también quedaron asombrados por la suma enviada. Aunque habían despedido a Erich con sonrisas, era evidente que su muchacho debía de haberse visto envuelto en toda clase de situaciones peligrosas. Se alegraban de oír sobre sus éxitos, pero entre cada carta la ansiedad era una constante.

—Aunque, —murmuró Heinz—, A este paso parece que todos nuestros hijos van a tener ropa propia para sus bodas.

—Eso parece. Ya sé, usaré seda para nuestra niñita.

Mientras la joven pareja se rascaba la cabeza ante aquella suma tan alegre como ligeramente inquietante, una campana sonó a lo lejos. Esa campana solo repicaba por dos razones, y el sonido no era lo bastante urgente como para indicar una amenaza cercana; no, significaba que un juglar había llegado al pueblo. Al parecer, las caravanas habían traído consigo una historia para que el cantón la escuchara.

—¡Hurra! ¡El poeta!

Los ojos de Herman se iluminaron y corrió hacia su abuelo, pidiéndole con insistencia que lo llevara a escuchar el relato.

—Muy bien entonces, —dijo Johannes con una sonrisa. Alzó a su nieto sobre los hombros, compartiendo una emoción que rivalizaba con la del pequeño. Junto con Heinz, partieron enseguida, y las mujeres solo suspiraron antes de recordarles que no olvidaran darle una propina al poeta.

—¿Habrá una historia nueva? —preguntó Herman.

—Probablemente, —respondió Heinz con una sonrisa—. Aunque no me molestaría volver a oír Jeremías y la Espada Sagrada.

—De verdad que nunca cambias, ¿verdad? —rio Johannes.

El pequeño grupo acabó llegando a los diversos puestos de las caravanas. El poeta afinaba su laúd de seis cuerdas cuando arribaron.

—Ah, qué pena, parece que hoy no habrá canciones de Jeremías…

—Perdón, papá.

—Tampoco creo que hoy escuchemos alguna epopeya.

Cada poeta tenía su instrumento preferido, pero el género también influía en el acompañamiento. Si uno escuchaba suficientes relatos, podía adivinar qué tipo de historia iba a oír incluso antes de que comenzara. El laúd solía acompañar relatos más apacibles y pastoriles, cargados de sentimiento, aunque también con escenas vibrantes capaces de animar al público. Las historias de Jeremías eran más graves y heroicas, por lo que rara vez iban de la mano con un laúd.

A menudo se podía medir la pericia de un poeta por su manera de afinar. Johannes y su familia tenían una larga tradición de escuchar a juglares, así que distinguieron enseguida que aquel aún era relativamente novato. Aun así, no iban a rechazar una valiosa fuente de entretenimiento allí en el campo. Dudaban que la representación estuviera a la altura, pero Heinz y Johannes pagaron un asari cada uno antes de que comenzara, a modo de buena voluntad. Quién sabía… si les sorprendía, no les molestaría lanzar unas cuantas monedas más al sombrero del poeta después.

El juglar carraspeó para captar la atención de todos una vez que se reunió una multitud lo bastante numerosa.

—¡Saludos, todos y cada uno! Hoy vengo a ustedes con una historia que dudo haya llegado jamás a oídos de ninguno de los presentes: ¡el relato de un nuevo héroe!

Ese tipo de introducción era lo habitual; representaba otra oportunidad de medir el talento del juglar. La misma historia, en manos de dos poetas distintos, inevitablemente transmitía cosas diferentes, por muy iguales que fueran los ritmos narrativos, y este discurso previo ayudaba a la audiencia a hacerse una idea del carácter de su intérprete.

—Nuestra escena se desarrolla en tierras lejanas, hacia el distante oeste: una ciudad en los confines del Imperio llamada Marsheim. En este crisol de culturas y pueblos, nuestra historia gira en torno a un joven y gallardo espadachín.

El laúd resonó con un tono agradable. Aquel relato comenzó con una atmósfera bastante sosegada para permitir que la audiencia conociera al héroe: algo típico en las historias con un protagonista aún sin probarse.

—¡Oh, ved cómo su larga cabellera dorada ondea al viento! ¡Su resplandor, besado por el sol, cual corona sobre su cabeza! ¡La imponente visión de sus deslumbrantes mechones de oro otorgó a este gallardo joven aventurero su sobrenombre! ¡Escuchad! ¡Grabemos su nombre en vuestros corazones!

El público quedó un tanto desconcertado. Los héroes solían distinguirse por el esplendor de sus armas, la fuerza de su armadura o la imponente estampa de su físico… pero ¿que una historia se centrara en el cabello de un héroe? Por lo general, era la heroína de un relato quien recibía elogios por su belleza en lugar de por su valentía.

—¡El nombre del espadachín… es Erich! ¡Abrid vuestros oídos al relato de Erich, Ricitos de Oro!

El silencio se rompió con vítores jubilosos. Eran pocos en el cantón quienes no habían oído hablar de Erich, ya fuera en persona, al ver aquella dorada melena, o por los rumores sobre su búsqueda de fama y fortuna.

—¡E-esperen un segundo! ¿Metí la pata con mis líneas? ¡Ni siquiera he empezado la historia de verdad!

El asombro se dibujó en el rostro del juglar. Probablemente habría muy pocos en el mundo capaces de continuar tras semejante giro inesperado. Estuvo a punto de dejar caer el laúd de la impresión, antes de que alguien en la multitud gritara:

—¡Tranquilos, todos! ¡No tenemos pruebas de que sea él, ¿o sí?!

—¿Pe-perdón? —balbuceó el juglar—. ¿Qué quiere decir?

—Olvídalo. ¡Perdón, señor Poeta, continúe!

Las disculpas recorrieron al público, y el juglar trató de recuperar la compostura antes de retomar su canto.

El relato prosiguió delineando al villano de la historia: cuanto más temible fuese el antagonista, mayor la satisfacción cuando el héroe lo derribase. El adversario que el juglar había elegido era un enemigo temible: el cardenal de los traidores, el mismísimo Caballero Infernal.

—¡Escuchad el nombre de Jonas Baltlinden! Era un caballero vil y artero: un tirano, un déspota, una criatura abominable. Antaño caballero al servicio de un barón, su señor lo despojó de su cargo, pues sus fechorías eran demasiado graves para tolerarlas un día más. ¿Y qué hizo Jonas? ¿Partir en buenos términos con su señor? ¡No! ¡Asesinó al barón y a toda su familia a sangre fría! ¡Y aun así, su sed de sangre, insaciada, devoró a un centenar de inocentes en el espacio de dos noches! ¡Qué crueldad, qué vileza! ¡Al alzarse un sol frío, el Caballero Infernal inició su cruzada personal de tiranía con quince caballeros leales!

La historia de Jonas llevaba un tinte de licencia artística, pero nadie en la multitud lo sabía, ni les importaba. A pesar de las cifras exageradas, el juglar prosiguió describiendo la devastación causada por Jonas en la región, su creciente poder y sus asesinatos de patrullas locales. Su tiranía llegó al punto de exigir tributo en mujeres, cosechas y monedas a los cantones. Él y sus hombres no vacilaban en asaltar caravanas y despojarlas de vidas y bienes.

La villanía y la insolencia de Jonas ante el Imperio atrajeron una recompensa increíble de cincuenta dracmas por su cabeza. Seducidos por la promesa de riquezas, muchos valientes aventureros y mercenarios se lanzaron a enfrentarlo; incluso el margrave había movilizado a su propio ejército contra aquel hombre. Sin embargo, cada intento fue rechazado sin piedad. Una noche, los hombres del Tirano se aproximaron a Marsheim y arrojaron por encima de los muros las cabezas de sus víctimas, lanzándolas al interior de la ciudad.

A pesar de que el poeta aún no pulía del todo sus habilidades, las interminables fechorías de Jonas provocaban escalofríos en todos los presentes. Todos se preguntaban qué sería de ellos si una amenaza semejante llegaba a su propio cantón. Claro, contaban con la Guardia, pero no eran invencibles. Empezaron a correr murmullos: si un solo caballero imperial podía corromperse tan rápido, ¿qué pasaría si otro en su misma región hacía lo mismo?

La historia del poeta comenzaba a acercarse a su punto de inflexión. El ejército del Caballero Infernal aguardaba en los caminos y enarbolaba su estandarte con descaro; una muestra de confianza de que podía arrasar con cualquier caravana. A medida que se teñía más de sangre, la infamia de Jonas crecía, aunque nunca superaba su auténtico poder. Su imponente martillo de guerra aplastaba sin cesar a los enemigos en el campo de batalla. Los mercaderes que divisaban el estandarte huían y abandonaban sus mercancías de inmediato. Después de todo, razonaban que ser concedidos el deshonor de escapar era mucho más preferible que una muerte dolorosa.

Y así prosperaba el Caballero Infernal en su villanía. Mas un día trajo consigo vientos de cambio. Decidme, ¿serían las caravanas cargadas con el tributo anual quienes caerían en aquel día otoñal? ¡No! ¡Ese día la rueda de la fortuna no giró a favor de Baltlinden!

Con las caravanas viajaba un noble guerrero de gran renombre y ya con dos epítetos ganados. Era un valeroso nemea que había sofocado una incursión desde el sur. Aquel capaz aventurero devolvió el ánimo a la caravana presa del pánico.

—¡El bravo héroe cargó al combate con un rugido atronador! Alzó sobre su cabeza su arma célebre —una magnífica alabarda, forjada para la mano de un gigante— y enfrentó al Caballero Infernal con una sonrisa. Las caravanas aguardaban con el aliento contenido, esperando a que su héroe los salvara. Pero el combate fue breve, ¡sus armas chocaron solo tres veces! ¡Crash! ¡Crash! ¡Crash! Con una fuerza que ningún mensch común podría esperar alcanzar, Jonas golpeó al pobre nemea en la coronilla y la aplastó como un melón medio podrido bajo el sol del estío.

Frizcop: Qué bastardos, mantuvieron la parte en la que el nemea moría xD

De la multitud se alzaron gritos. Todo romance heroico necesitaba un giro macabro o dos, pero aun así, escuchar una muerte descrita con tal crudeza era sobrecogedor. Esta historia tenía el poder de encender los ánimos del público, pese al talento aún tosco del poeta, lo que demostraba que el autor original debía de ser realmente hábil.

—El Traidor aspiró hondo la pestilencia de la sangre, y una sonrisa se dibujó en su rostro manchado de rojo. ¡Con un grito, ordenó a sus hombres dar muerte a cada superviviente! Sus soldados, ávidos de sangre, se lanzaron contra sus presas con el júbilo de lobos sobre crías en el bosque. La primera línea de Jonas embistió con lanzas en mano, las armaduras cubiertas de inmundicia, sonrisas viles en sus labios. «¡Oh, dioses!», clamó la caravana, pues no les quedaba más que esperar la muerte.

El poeta se detuvo un instante. Los romances heroicos se dividían en partes; no solo para preservar la voz del recitador, sino también para asegurar que la multitud volviera a descubrir lo que sucedería después. Dejar al público en suspenso era una estrategia probada y efectiva para garantizar su regreso.

Esta historia tenía tres partes. La primera sentaba las bases y detallaba el ataque de Jonas. La segunda narraba el asalto de Ricitos de Oro contra Jonas para vengar al nemea. Y, finalmente, la tercera relataba las otras hazañas de Ricitos de Oro e incentivaba al público a interesarse en las nuevas aventuras que aún podrían venir. El poeta planeaba concluir ahí por ese día, pero las miradas del público prácticamente gritaban que lo harían pedazos si se detenía. Su garganta aún aguantaba, así que decidió continuar. Llevaba ya treinta minutos recitando, la garganta un tanto reseca, pero aquello era preferible a las dagas que le lanzaban con los ojos.

—Aunque todo recurso mortal parecía hallarse muy lejano, los dioses no los habían abandonado. ¡Whoosh! ¡Un virote surcó el aire nocturno con un silbido desgarrador! ¡Y justo cuando la esperanza parecía perdida, aquel proyectil dorado destrozó en jirones el estandarte de guerra del tirano infernal!

Las quejas de laúd se transformaron en una melodía más rápida y aguda, hecha para agitar la sangre. Era un pasaje capaz de sacar algunas ampollas al ejecutante, pero el poeta lo dejó de lado mientras proseguía con su relato.

—¡Sed testigos! ¡Su figura dorada sobre su corcel obsidiana! Aquí se alza el héroe de Marsheim, el lanzador de virotes, el quebrador de estandartes… ¡su nombre: Erich de Konigstuhl!

El relato del poeta se vio forzado a detenerse otra vez, ahogado por los vítores entusiastas de toda la multitud.


[Consejos] Los poetas dividen sus historias en partes para cuidar su voz y asegurarse de que el público regrese. Sin embargo, no es raro que un poeta haga recortes y ajustes para encajar un relato en una sola función.


¿Qué demonios está pasando? , pensó el poeta mientras un sudor frío le perlaba la frente.

El poeta era un típico miembro de su oficio; habiéndose unido a una caravana itinerante, pasaba los días realizando tareas diversas para ganarse la estancia y poder presentarse en los cantones donde se detenían. Tenía un nombre, sí, pero de poco servía si casi nadie lo conocía.

Era un joven mensch que, si era sincero consigo mismo, sabía muy bien que su arte seguía en proceso de maduración; hasta el momento contaba con pocas historias que pudiera desplegar al instante. Soñaba con el día en que pudiera dar un recital en solitario en un teatro repleto de un público ansioso por verlo.

Simplemente no lograba comprender por qué una historia que había recogido trabajando en la rama occidental de su circuito —agregada a su repertorio por puro capricho, solo porque le gustaron algunas expresiones— había despertado tanto interés.

Y ahora, en un cantón cuyo nombre ni siquiera se había molestado en aprender, había hallado a la multitud absorta con la que tanto había fantaseado. Desde que inició su presentación, los murmullos habían corrido y los asientos vacíos se fueron llenando poco a poco. Los rezagados ahora se agitaban buscando buen lugar de pie para escuchar el relato. No le sorprendería si todo el cantón se había congregado allí. Y no estaban, evidentemente, solo para matar el tiempo. Corrían bebidas y alimentos; algunos jóvenes habían deslizado unas monedas al sacerdote para conseguir más licor, y el ambiente se tornaba francamente festivo .

Jamás en sus sueños más alocados había imaginado que su anhelo se haría realidad tan pronto y de manera tan súbita. Su visión ideal del futuro era que sus amigos y su familia en casa finalmente reconocieran su talento y alquilaran el teatro local solo para él. ¿Pero esto ? ¿Esta situación desconcertante en la que se sentía un prisionero sobre el escenario? ¿Qué podía hacer para acallar sus inquietudes y simplemente disfrutar del momento?

Apenas había pronunciado el nombre del héroe de la historia —Erich de Konigstuhl— cuando se vio obligado a detener toda la función, pues la multitud clamaba por confirmación: ¿te estás burlando de nosotros? Cuando el poeta relató lo poco que sabía sobre el joven héroe de cabellos dorados —sus ojos azules, su sencillo equipo, su complexión pequeña y delgada— los vítores estallaron afirmando que debía de ser el mismo Erich. La narración quedó en pausa un poco más, mientras la gente corría a traer más sillas. Las multitudes en los espectáculos crecían y menguaban como la marea, pero en su caso parecía que solo iba en aumento. Esperaba que los dueños de los puestos, privados de clientes, no pidieran después su cabeza…

El poeta jamás habría podido prever semejante suceso. Aquel cantón no tenía nada en particular; apenas entonces comprendió que había ido a dar, por pura casualidad, en el pueblo natal de aquel héroe. Para alguien acostumbrado a recepciones tibias en el camino, no esperaba hallar tan pronto semejante fervor. Los cantones iban y venían con tanta frecuencia que resultaba más sencillo dejar que los detalles se le escurrieran entre los dedos como agua. Claro, solía sacar a relucir las historias más famosas si visitaba un lugar con algún favorito local conocido, pero Erich no era más que un aventurero novato, recién iniciado.

El espectáculo que tenía delante parecía un regalo de los dioses. El jefe del pueblo le había deslizado una libra en la mano y le había rogado que interpretara el relato completo. Por supuesto, no podía negarse; ya fuera por la emoción de aquel pago directo o por la expresión en los ojos del jefe. Todavía un principiante en su arte, lo único que pudo hacer fue asentir como un pájaro bien adiestrado.

—Bien entonces, creo que estamos listos para escuchar el resto del relato, —dijo el jefe del pueblo con un tarro en la mano, alzando la voz sobre la multitud. El poeta asintió y tomó el laúd con dedos temblorosos. El jefe estaba sentado en primera fila junto a un joven que también parecía disfrutar de la historia. «Son evidentemente cercanos, pero no se parecen en nada. ¿Será que el jefe lo adoptó? …¡Bah, olvida eso ahora! ¡Tengo un trabajo que hacer!». El poeta sacudió la cabeza y recuperó la compostura. Un encargo era un encargo. Necesitaba darlo todo y deslumbrar a su público. Incluso si su sueño había llegado antes de lo esperado, eso no cambiaba lo que debía hacer.

El poeta flexionó los dedos y los recolocó sobre el laúd. Antes de volver a alzar la melodía, elevó una plegaria silenciosa al Dios de la Música.

«Oh, venerado… Si interpreto bien esta canción y es de Tu agrado, solo deseo que mi nombre se extienda por todos los rincones…»

Los dioses, como siempre, eran caprichosos y no salvarían a nadie solo porque rezara. El poeta sabía bien que aquella función no era más que una prueba que debía superar con su propia habilidad.

—Gracias. Ahora, permítanme reanudar el relato del joven aventurero Erich Ricitos de Oro.

—¡Qué bien, por fin! —gritaron entre la multitud.

La verdad era que el poeta mismo no sabía demasiado sobre Erich ni sobre la historia en sí. Solo sabía que el relato había sido escrito por uno de los mejores poetas de Marsheim, que había entrado en circulación hacía alrededor de un año y que había ido ganando popularidad. Al parecer, el incidente en el que se basaba la historia había sucedido poco más de dos años atrás.

Para una sociedad que aún no había desarrollado una infraestructura de telecomunicaciones, ese era el plazo normal para que una historia surgida en los confines del Imperio llegara a un lugar como Konigstuhl. En Marsheim, tal vez las hazañas de Erich ya se habían reunido en toda una antología, pero aquel poeta solo conocía este episodio. Después de todo, lo había aprendido de segunda mano, a través de otro juglar. En su fuero interno rezaba para que no le pidieran interpretar ninguna otra aventura de Erich. Reprimió esas inquietudes y volvió a su función.

Apenas pronunció el nombre del héroe, la multitud estalló en vítores alegres: «¡Ahí está!» y «¡Eres el mejor poeta que ha llegado a Konigstuhl!» junto con aplausos dispersos. Era el momento de dejar de preocuparse y concentrarse en la alegría que traía consigo un público entregado.

—El joven Erich era como el sol del mediodía frente a la medianoche del vil caballero, un muchacho menudo, casi tragado por la recia y tambaleante sombra del traidor. Sin embargo, con la espada desenvainada y alzada en alto, se dirigió a la gente exhausta de tantas batallas. Con suma facilidad avivó el fuego en sus corazones. ¡Oh, escuchad su clara voz! ¡Oh, ved su valerosa figura, firme ante el mal! ¡Nadie podría reprochar la fortaleza de su corazón!

—¡Dío es genial! —chilló un niño en primera fila, a unos asientos del jefe del pueblo. Por los puños cerrados con fuerza, el poeta dedujo que era pariente de Erich Ricitos de Oro. Otra vez lo golpeó la casualidad de todo aquello.

—¡Erich gritó! «¡Que no se quiebren vuestros corazones! ¡Pensad en vuestras familias, allá en vuestras tierras! ¡Dejad la desesperanza para la tumba! ¡Quien aún guarde la voluntad de luchar, al combate!».

Aquel pasaje le parecía más propio de una epopeya bélica que de un romance heroico, pensó el poeta, pero encajaba bien con la historia; con un aventurero que cargaba con el peso de ponerse al frente y salvar a quienes ya no tenían fuerzas para pelear. Y así el relato llegó al enfrentamiento: el furioso Caballero Infernal, rojo de ira por semejante afrenta a su estandarte, se lanzó al ataque.

Montado en su propio y poderoso corcel, el malvado Jonas cargó contra Erich, aplastando bajo sus cascos el cadáver del valiente nemea. Era la reanudación de un duelo uno a uno.

—¡Un choque colosal, un estruendo que hizo temblar hasta los cielos! ¡La espada de Erich se cruzó con el descomunal mazo del Traidor! ¡Escuchad a la Lobo Custodio; oíd su aullido, atestiguad su poderosa mordida! ¡Una espada de justicia destinada a proteger a sus aliados y a poner fin al mal!

Al oír esto, un hombre de veintitantos dio un manotazo en el hombro del mayor que estaba a su lado; ¿su padre, quizá? La emoción en ambos rostros parecía deberse más al nombre de la espada de Erich que a otra cosa…

—¡Golpe contra poderoso golpe! ¡Los dos caballeros se cruzaban en acometidas, ninguno dispuesto a ceder! ¡Pero Ricitos de Oro era veloz como el viento; el temible martillo de guerra bajaba y subía, y de cada embate brotaban chispas al ser desviado con destreza por la Lobo Custodio! ¡Hasta que llegó el momento! ¡La hoja de Ricitos de Oro alcanzó a Jonas! ¡Un tajo poderoso; el yelmo del Caballero Infernal se agrietó y salió volando! ¡Mas el Réprobo se aferró con tenacidad, sin aceptar la derrota!

El público estallaba en vítores y exclamaciones, pero en verdad, el poeta no comprendía del todo aquella parte. ¿Acaso un mensch tan menudo como Erich no debería haber sido aplastado bajo la fuerza que había derrotado a un nemea? Empezaba a sospechar que aquella batalla ecuestre había sido un añadido posterior, para dar más fuerza a un pasaje que de otra manera habría resultado algo anticlimático…

—¡Pero los formidables golpes de Jonas no eran nada frente a nuestro joven héroe! ¡Henchido de furia ante la obstinación de Jonas, Ricitos de Oro —¡escuchad!— saltó de su montura y le asestó una patada atronadora en las costillas! ¡Crash! ¡El Réprobo rodó por la fría tierra! ¡Todo lo que pudo hacer fue mirar hacia arriba, mientras Ricitos de Oro volvía con destreza a su corcel!

Aquella escena también parecía del todo inhumana, pero un poeta era un mercader de sueños. Si la historia decía que un joven saltaba con facilidad de sus estribos para desmontar de un solo golpe a un caballero acorazado, y el público lo devoraba con entusiasmo, ¿qué sentido tenía cuestionarlo?

A pesar de haber perdido el duelo a caballo, Jonas se negó a ceder. Sus soldados quedaron atónitos un instante ante aquella visión imposible, pero él les ladró órdenes para que retomaran la lucha. Al momento recobraron la compostura y se lanzaron a proteger a su señor, interponiéndose en el camino de Ricitos de Oro.

—Buscando proteger a su señor, los arqueros del Caballero Infernal encordaron sus flechas contra Erich. ¿Acaso flaqueó? ¡No! Ricitos de Oro no se vio perturbado en lo más mínimo. Pues aquellas flechas malvadas jamás habrían de alcanzarle… ¡He aquí! ¡Del amparo de las colinas surgió su hermano de armas para abatir a la horda!

Ricitos de Oro había formado alianza con un compañero de misión. Él había previsto la tenacidad de Jonas ante su derrota inevitable, y le había advertido que el Caballero Infernal jamás dejaría caer su arma en rendición. El plan era alcanzar una victoria verdadera e incontestable.

—Sí, desde entre los árboles, montado sobre un corcel —hermano del amado caballo de nuestro héroe—, se hallaba el hermano de armas de Ricitos de Oro: ¡Siegfried el Afortunado! Mas Siegfried no había respondido por sí solo al llamado del juramento de Ricitos de Oro. ¡A lomos del corcel se hallaba también una arquera letal; una aracne de cabellos castaños, Margit la Silenciosa!

Nuevos chillidos estallaron, esta vez de un pequeño grupo de espectadoras. El poeta, entrecerrando los ojos, alcanzó a ver a unas muchachas tomadas de las manos mientras gritaban, y a una mujer aracne vestida con extravagancia animando mientras se aferraba a un delgado hombre mensch. El poeta comprendió de inmediato que aquella «Margit» también era del lugar.

—¡La hoja de Siegfried resplandecía, su hermandad con Ricitos de Oro tan fuerte como su valor, y en un instante abatió a los necios seguidores del vil malhechor! ¡Ni siquiera la chusma cobarde que dio la espalda a su malvado amo escapó al castigo por sus años de fechorías, pues la arquera de vista de águila los atravesó con flechas veloces como el rayo!

La historia alcanzaba ya su clímax. Con Siegfried y Margit arrasando a los partidarios de Jonas, nuevas fuerzas acudieron desde la retaguardia de sus compañeros guardaespaldas.

—Sin embargo, el ejército del mal aún superaba en número a la tropa. Cuando arremetieron contra un tembloroso grupo de protectores de caravanas, ¡una sola botella se alzó sobre sus cabezas! Era un faro de valor y un arma terrible por derecho propio: ¡un proyectil protector lanzado por Kaya, el Retoño Piadoso! Fina herbolaria y otra de los firmes aliados de Ricitos de Oro, había preparado una poción poderosa y vital. ¡Boom! Una niebla brotó de los fragmentos rotos; ¡sus enemigos se retorcieron de miedo, privados de la vista! ¡Con golpe tras golpe, los crueles guerreros de vanguardia cayeron de sus monturas, sus armas escurriéndose de sus manos!

El poeta había oído que aquella poción pulverizaba los ojos y narices de quienes quedaban dentro de su radio de explosión. Era un ataque atroz, más terrible en muchos aspectos que una espada. Se preguntaba por qué su epíteto la hacía parecer «piadosa», pero como el público estaba completamente entregado, dejó a un lado esa duda.

—¡Con sus aliados encabezando la carga, Ricitos de Oro clamó a sus camaradas: «¡Amigos míos, unidos y atados por la espada! ¡Un último empuje, y ganaremos en este día! ¡Este es el momento de los corazones salvajes! ¡Este es el momento de comprar para vuestros vecinos y parientes todas las noches de descanso por venir; pagadlas en sangre si es preciso!» ¡Ah, si hubieran podido oír el rugido ensordecedor de toda una legión de aventureros gritando al unísono con Ricitos de Oro! ¡Sus clamores resonaban más allá del horizonte! ¡El temblor de sus pasos! ¡El fulgor de sus armas! ¡La certeza de que el próximo amanecer alumbraría un mundo mucho mejor!

Y así, Ricitos de Oro reavivó el ánimo de lucha en los corazones de aquellos guerreros aterrados, que le dieron la vuelta a la batalla. Los caballos, espantados, derribaron a sus caballeros, y valientes luchadores los abatieron en el suelo. Sus protestas llegaron demasiado tarde y se estrellaron contra oídos sordos.

Su formación había sido desbaratada.

Sin embargo, aquellos eran bandidos nefastos, que preferían la muerte a la rendición. Mientras Ricitos de Oro animaba a sus tropas, el Réprobo comenzaba su lucha final. No le importaba cuántos necios débiles hubiera; todo lo que debía hacer era aplastar a la nueva figura que se interponía.

Percibiendo su desventaja a caballo, o quizás deseando proteger a su amado corcel, Ricitos de Oro saltó de su montura y llevó la batalla al suelo.

—¡A pesar de los reveses de la batalla, la fuerza del Caballero Infernal permanecía inmutable! ¡Su poderoso martillo levantaba torbellinos en el aire, grietas en la tierra, y un grito ensordecedor en los oídos de todos los presentes! ¡Era un artefacto de odio, pulverizando todo cuanto se interponía en su camino!

Un adversario poderoso debe permanecer fuerte hasta el final; la historia no es emocionante si el desvalido no enfrenta desafío alguno. En un arrebato de emoción, el bardo arrancó una melodía presto, con los dedos ardiendo bajo la tensión. Podía sentir sus uñas cediendo, pero no se atrevió a empañar la excitación de su público en este momento crucial.

¿Qué eran unas cuantas uñas doloridas frente a una audiencia entusiasta y al Dios de la Música?

—No importaba que el poderoso Jonas Baltlinden se irguiera ante él una vez más; Ricitos de Oro tenía un último truco oculto. ¡Desenvainó a la Lobo Custodio, alzó su escudo y se mantuvo firme! ¡Ni un ápice de temor se veía en la leve sonrisa de sus labios! ¡¿Qué podría hacer un simple instrumento contundente ante un valeroso guerrero que no palidecía siquiera ante la muerte?!

Para un pacifista nato, la imagen de aquel joven guerrero con armadura ligera esquivando cada pesado golpe por un instante parecía absolutamente absurda. La gente llevaba pesadas armaduras y blandía armas poderosas como escudo contra el miedo a morir. Rezaban a sus dioses por protección y confiaban en barreras mágicas.

Pero este joven héroe había dejado todo eso de lado, ignorando todo obstáculo, todo por asegurar el golpe decisivo. Su armadura de cuero no parecía capaz de detener siquiera el más débil tajo de espada, la flecha más lenta o el más pequeño fragmento, y aun así avanzaba, protegido, parecía, por pura confianza.

Esta era la imagen de un héroe para algunos, y de un loco para otros. Solo al final de la batalla podría dictarse un veredicto.

Bien, este es el momento , pensó el poeta. Se preparó para la parte más difícil de la canción.

Entre vítores y júbilo… la música se detuvo.

Y luego, tras unos latidos de silencio, un rasgueo feroz anunció el clímax. Lo que siguió fue un pasaje hábil y deslumbrante, como si desafiara a cualquier intérprete a tomarlo. Y, pese a su dificultad, esta vez el poeta lo ejecutó sin perder el compás. Sabía lo poco genial que sería arruinar el momento culminante de la historia.

—¡Fue el destello de una espada ante un torbellino! ¡El crujido de la armadura rasgada! ¡La imagen misma del valor marcial cuando un solo golpe de espada arrasa la tormenta! ¡Y, oh, contemplad! ¡Una fuente carmesí: la mano malvada del retorcido villano seccionada de su brazo, nunca más alzada contra otro!

Este era el momento cumbre de la historia: donde el valiente héroe derrota al villano malvado. Estallaron vítores jubilosos, corrieron las bebidas y chocaron los jarros mientras todos celebraban.

—¡Mirad su patética figura! ¡El Caballero Infernal derrumbándose en el suelo de dolor! ¡Ricitos de Oro colocó el filo de la Lobo Custodio bajo la garganta del villano y proclamó ante Jonas y la multitud: «¡No os daré la satisfacción de una muerte rápida! ¡Recorreréis el largo camino de vuestro juicio y pagaréis por vuestros innumerables crímenes contra vuestros compatriotas!». Esta fue su historia: ¡proclamemos su nombre! ¡El nombre de este valiente héroe que aniquiló al Caballero Infernal, terror de los confines de nuestro noble Imperio!».

Por lo general, el poeta habría aclamado el nombre de Erich ante la multitud, como forma de fijar al nuevo héroe en la memoria del público; pero en Konigstuhl no era necesario ningún estímulo. Sí, el poeta nunca había tenido una actuación como esta. Al principio había estado nervioso, actuando solo por la presión de la audiencia, pero ahora sentía la euforia del gozo. Incluso el dolor en las yemas de sus dedos y las uñas destrozadas le resultaba satisfactorio.

El poeta dejó de soñar con actuar en su ciudad natal; no importaba si podía seguir complaciendo a futuras audiencias como lo había hecho hoy.

Pero… estaba un poco perdido. No podía terminar su relato mientras no cesaran los vítores y gritos por Erich. Mientras repetía una y otra vez el riff de la victoria, se preguntaba cómo calmar a su emocionado público.


[Consejos] La participación del público no suele esperarse en las actuaciones del Imperio.


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