Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 9 Canto 1. Inicios de la Primavera del Decimosexto Año Parte 2
A través de la ventana de su oficina, la esbelta mujer hizo un pequeño chasquido con la lengua mientras observaba a un aventurero pasear por la Plaza Imperial Adrian y perderse de vista.
Se llamaba Maxine Mia Rehmann. Era una mujer hermosa que cuidaba mucho su apariencia, pero la mayoría veía primero su fragilidad antes que su belleza. Era alta y extraordinariamente demacrada, sus mejillas cetrinas con un pálido aspecto ceroso. Su rostro noble y anguloso estaba tan consumido como su cuerpo, con la pesada carga que llevaba escrita en él. A pesar de hallarse en la plenitud de la vida, su pelo negro, que le llegaba hasta la zona lumbar, ya mostraba canas en buena parte. Los aventureros de suficiente rango como para hablar de ella la apodaban Dama de las Cenizas o la Última Brasa; un testimonio de su resistencia, sí, pero también con un matiz despectivo imposible de ignorar.
El problema residía en su puesto como directora de la Asociación de Aventureros de Marsheim.
Desde fuera, el salario, los privilegios y el prestigio hacían ver el cargo como algo muy estimado. Sin embargo, para quienes sabían, no era más que el asiento imperial en versión maquillada: una herramienta de tortura con adornos. Maxine ventilaba sus quejas en la seguridad de su propia cabeza.
La Asociación de Aventureros tenía una larga historia que se remontaba a la Era de los Dioses; era singular desde el punto de vista cultural, pues su existencia traspasaba fronteras. Había perdido cualquier asiento central de poder cuando su estado progenitor se fracturó más allá del reconocimiento. Ahora las Asociaciones del territorio solo estaban conectadas de forma laxa; el verdadero lazo que las unía era el pacto de que los aventureros no participarían en guerras entre naciones.
Era una posición única: la directora gozaba de gran respeto, pero no era una funcionaria del gobierno. La Asociación se parecía a un monasterio, aunque no era un templo. Sobre todo, era una institución que mantenía a flote a los menos empleables del mundo con trabajo ocasional de baja paga y matonería nominalmente legal. No era de extrañar que los altos mandos no la vieran con buenos ojos.
Además, las leyes de la Asociación dictaban que, dentro de los límites del Imperio, sus directores no podían ser de nacimiento nobiliario. Aun cuando solo los dioses estarían en condiciones de juzgar con justicia, el Imperio no osaba hacer nada que los ofendiera, pues el pacto divino seguía muy vivo.
El herbolario personal de Maxine le suplicaba que se tomara las cosas con más calma. A regañadientes, él seguía recetándole píldoras y polvos para asentar el estómago y calmar la úlcera, ungüentos para la fatiga mental, pero nada parecía aplacar sus pensamientos inflamados.
—Ese estúpido hermanito mío… era demasiado blando, —masculló, dejando entrever su desdén por el Margrave Marsheim, y quizá también su desprecio por las normas y la costumbre que le impedían reconocer públicamente sus lazos familiares.
¿Qué clase de monstruo había intentado atarla a su suerte?
Las tensiones en Marsheim llegaban a un punto crítico, y con ellas el deseo del margrave de contar con peones leales. Tenía varios subordinados nobles comprometidos, pero muchos de los que le servían eran oportunistas: elementos que requerían vigilancia constante y que no dudarían en huir en una emergencia.
Siempre había habido escaramuzas con los señores locales. Sin embargo, hasta entonces no se había producido un enfrentamiento verdadero —clasificado en los registros imperiales como batallas con quinientos o más combatientes— y esa era la única razón por la que no se había desembocado en el caos total. Tampoco ayudaba que los territorios occidentales no hubieran participado en la Conquista Oriental, debido a la gran distancia física y a la preferencia del Imperio por mantener una reserva sanitaria. Muy pocos de los soldados curtidos por el desierto —abrasador de día y helado de noche— provenían de la periferia occidental. Con tan pocos experimentados en el arte de la guerra entre los cantones locales y apenas semanas para movilizar una fuerza de combate en caso de golpe real, el margrave tenía escasas esperanzas de igualar a un oponente fuerza por fuerza. Sus confidentes de confianza o parientes de sangre estaban repartidos por la región, colocados estratégicamente para contener a los matones poco fiables, y ahora eso comenzaba a pasarle factura.
Sus hombres de confianza habían sido destinados originalmente a vigilar a esos señores locales y a actuar como intermediarios para suavizar las relaciones. La estrategia consistía en que, si lograban afianzar la periferia de Marsheim, los señores locales tendrían más dificultades para conectarse entre sí y así se les impediría lograr la mayoría de poder. La administración local sabía que esa estratagema se desmoronaba ante sus ojos, y el coste de sostenerla más tiempo se hacía dolorosamente evidente.
Si la insatisfacción de los señores locales estallaba en una revuelta, ¿cuántas de sus fuerzas se verían desgastadas antes siquiera de poder reunirse para luchar como un solo cuerpo?
Una preocupación particular era que las familias militares simpatizantes del Imperio fueran atacadas primero. Antes de que se anunciara una declaración oficial de guerra, sus mansiones serían rodeadas y las fuerzas más valiosas del margrave serían destruidas poco a poco. Incluso esto sería suficiente para prender fuego a toda la región occidental.
Ya era demasiado tarde para que el margrave huyera apresuradamente a otra región: cualquier movimiento revelaría el pánico de la administración a cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia. Sus enemigos contarían con una enorme ventana de oportunidad para avivar las llamas de la guerra mientras él empaquetaba sus cosas.
No había duda de que, si estallara una revuelta ahora, el Imperio reclamaría la victoria al final. Con suficiente tiempo, los estados vasallos acudirían en su ayuda. Si el Imperio ponía todos sus recursos en la lucha, estos provincianos no podrían hacer más que ladrar como cachorros a los talones de un lobo.
Sin embargo, al fin y al cabo, esto no era más que un conflicto interno. No había gloria que ganar ni territorio nuevo que reclamar, solo una tierra devastada por la guerra y la pérdida inútil de vidas. Si los rebeldes locales eran eliminados, sus territorios seguirían siendo inestables, y lo más probable era que se produjera un flujo de refugiados y elementos fuera de la ley en cuanto el ejército se retirara.
La única opción del margrave en ese momento era recurrir a la búsqueda de talento. Desafortunadamente, había un límite en la cantidad de ascensos que podía otorgar a las familias que ya poblaban a sus subordinados, y sin duda esto generaría una montaña de problemas que habría que resolver una vez que las revueltas se calmaran.
El plan, por lo tanto, era reclutar a algunos aventureros: piezas desechables pero útiles.
Reclutar aventureros de alto nivel con sus propios clanes de gran escala sería una jugada arriesgada, pues ya tenían influencia dentro de Marsheim, pero contratar a un aventurero novato era otra historia. Entrenarlos e inculcarles lealtad al margrave con el objetivo eventual de crear un vasallo fiel parecía una estrategia eficiente y menos costosa. Por supuesto, no era adecuado que trabajaran bajo el título de «aventurero», pero seguramente los dioses no se quejarían si el aventurero abandonaba el oficio y recibía un título nobiliario por su propia cuenta.
El primer sujeto de prueba había sido Ricitos de Oro Erich, y el resultado de su encuentro había hecho que Maxine tuviera ganas de arrojarle toda una jarra de vino a su medio hermano.
—Que pudiera ver a través de mis palabras y rechazar una recomendación personal del margrave… ¿qué tan amplio es su juicio?
A Maxine no le gustaba emitir juicios precipitados, pero razonó que Erich no era alguien con quien se pudiera jugar. Era lo suficientemente inteligente como para tener una lectura confiada de la situación política. Tampoco le interesaban las ganancias rápidas ni la fama social.
Cualquier aventurero normal habría sido fácilmente influenciado por un rápido ascenso a naranja-ámbar y una solicitud personal de ayudar al margrave. Tenía el don de la elocuencia, capaz de transmitir su intención sin explicarla, y esto solo lo hacía parecer más repugnante a sus ojos.
Maxine no escatimó esfuerzos para convencerlo de la situación, pero Erich no se inmutó en lo más mínimo. No mencionó la naturaleza sospechosa de su trabajo más reciente, ni la influencia de los señores locales en él; simplemente fingió ignorancia y dijo que se trataba de una aventura emocionante. No había forma de controlar a alguien así.
Y no solo eso: el hecho de que se mantuviera sereno frente a quien había estado moviendo los hilos desde las sombras, plenamente consciente de la situación, resultaba aterrador en sí mismo.
La posición de Maxine le permitía conocer demasiado bien las idiosincrasias de la clase aventurera; al fin y al cabo, debía dirigirlos. Nadie más estaba tan calificado para tomar decisiones. Un aventurero guiado por su propia lógica singular pero consistente nunca se dejaría influenciar por un llamado a los axiomas habituales de riqueza y poder.
Marsheim tenía su buena dosis de casos de libro de texto como estos. Vivían sin inhibiciones. El Santo Fidelio y su alegre grupo servían únicamente a sus propios ideales, sin titubear al momento de impartir castigo donde creían que era merecido. Laurentius la Libre y su séquito de admiradores usaban su fuerza singular para aplastar cualquier subterfugio político. Y, por supuesto, estaba Chimenea Nanna y sus insípidos cultistas químicos, cuyos métodos Maxine no podía hacer más que pasar por alto mientras crecían y esparcían los frutos infernales de su mente intoxicada por drogas.
Maxine había percibido el mismo hedor en Erich que en ellos.
Todos eran monstruos, absolutamente inflexibles en sus convicciones y rápidos para tomar las armas ante la más mínima obstrucción de sus objetivos. Incluso si Maxine hubiera podido integrarlos en las maquinaciones del margrave mediante bondad, favores u obligación, nunca olvidarían el agravio que se les había hecho. Usarían cualquier medio a su alcance para asegurarse de que la mano del amo no saliera limpia o intacta una vez que se levantara la correa.
La gente de Maxine había indagado en la relación de Erich con el Conde Ubiorum. Le habían dicho que su conexión había menguado en los últimos días. Claramente, esto era falso. ¿Por qué más habría recibido tantas demandas graves del Departamento de Recuperación de Escritos Perdidos de aquel monstruo?
Erich había establecido sus propias medidas defensivas contra las trampas del margrave: medidas demasiado mundanas para que un hombre de nacimiento noble pudiera contrarrestarlas. En la reunión, Erich simplemente anunció que deseaba concentrarse en esta tarea gubernamental, y que solo asumiría aquellas tareas que él mismo eligiera, salvo que la situación fuera sumamente grave.
Maxine solo podía asumir que el Conde Ubiorum lo había entrenado desde joven para fomentar esta obediencia. Las riendas alrededor de su cuello eran simplemente tan largas que él había llegado a no verlas; sin embargo, ella estaba segura de que aún aullaría al comando con un simple movimiento de su ama.
Quedó claro tras su reunión que, mientras se le permitiera una vida tranquila, Erich no haría nada indebido. Maxine asumió que, si se le dejaba a su aire, continuaría reprimiendo a los malhechores. Después de todo, es propio de un aventurero aspirar a tales alturas heroicas.
En este caso, sería mucho más conveniente para Maxine dejarlo en paz y seguir fomentando su buena voluntad hacia Marsheim. Quizás entonces, si algún señor separatista en potencia decidiera que ahora era el momento oportuno para una cruzada de tontos, Erich optaría por defender la región por su cuenta, guiado por su sentido privado de la justicia.
Maxine había hecho una apuesta al probarlo de la manera que lo hizo. Sabía que al meter la mano en la guarida de una serpiente, las probabilidades nunca eran cero de que pudieras sacar un dragón. Se enfureció consigo misma por haber permitido que la reunión saliera tan mal. Sería una pérdida incalculable si hubiera generado sentimientos negativos hacia Marsheim y lo hubiera llevado a establecer una nueva base de operaciones.
Después de todo, Ricitos de Oro Erich ya había generado ondas en la relación de varios clanes. Era cierto que era solo una persona, pero si se trasladaba a otro lugar por disgusto con el juego político vigente, entonces el vacío sería difícil de llenar. Había demostrado ser un valioso elemento disuasorio. Su ausencia correría el riesgo de atraer a malhechores nuevos y antiguos por igual.
La red de información de Maxine había captado algo. El Exilrat, que había estado relativamente inactivo últimamente, de repente comenzó a moverse en el territorio de otra persona.
Más probable que no, un señor local estaba detrás del asunto. Los asentamientos fuera de la ciudad eran una trampa social para los desposeídos: aquellos que habían abandonado sus países, aquellos cuyos países los habían abandonado, aquellos que ya no podían quedarse en sus lugares de origen. Esas personas tenían pocos motivos para simpatizar con el sistema tal como estaba. Cualquier plan para sembrar disturbios en el corazón de la región comenzaría allí.
A nivel personal, Maxine hacía la vista gorda ante la villanía a pequeña escala, considerándola un mal necesario, pero llegaba un punto en que la bota debía caer. Ella llevaba la bota; ella tomaba la decisión.
La decisión de dejar a Ricitos de Oro Erich como una carta comodín fue un cálculo logístico. Era evidente que él sentía cierto afecto por el Imperio. No estaba segura de dónde provenía, pero podía apostar con seguridad que eso lo impulsaría a aplastar a los mismos enemigos que ella había considerado presionarlo para derrotar, con un costo menor para su operación.
Después de todo, ya había cruzado espadas con el Exilrat una vez. Lo haría con aún menos vacilación la segunda vez.
Durante su conversación, Maxine había percibido un amor inusualmente fuerte por la aventura. Si se trataba de elegir entre él y su afán de emociones, se podía contar con que él lo eliminaría. Maxine no tenía intención de tratar de imponer riendas sobre aventureros que nunca se inclinarían ante el arado. Esta no era la primera vez que se encontraba en una situación donde la mejor estrategia era dejar que los demás jugadores hicieran lo que quisieran.
Y, en cualquier caso, difícilmente podría obligarse a limpiar los desastres de Erich si él solo había actuado casualmente en sus intereses.
Maxine se dispuso a pensar qué escribir en su informe para ese estúpido hermano suyo. Reflexionaba sobre qué haría que el bastardo realmente se retorciera.
[Consejos] Las reglas de una asociación creada durante la Era de los Dioses no necesariamente encajan con los ideales de la actualidad. El personal se elige en las distintas naciones para evitar la ira de los dioses.
En el caso del Imperio Trialista de Rhine, dictan que un noble actual, sin importar su nacimiento o historial previo, no puede ser designado como director.
Una educación de grado literalmente medieval como la mía tiende a grabar ciertas expectativas brutales de género en uno mismo. Por mucho que pudiera reconocer de dónde venía todo y lo detestara, aún no soportaba hacer que otros cargaran con las cosas que pesaban en mi mente. Académicamente, lo sabía, pero a nivel instintivo odiaba la idea de parecer un quejumbroso.
Eso no quería decir que no pudiera pedir ayuda. Nunca habría sobrevivido tanto tiempo sin descubrir el truco para lograrlo. Tenía mi propia cuota de frustraciones cuando no discutíamos nuestros próximos movimientos en la mesa y nuestro apoyo o tanque terminaba desperdiciando completamente su turno. Por eso tenía que planear mis siguientes pasos y…
Oh, diablos.
Sentí un escalofrío recorrer mi columna. Campo de Batalla Permanente había puesto un rápido alto a mis pensamientos ociosos sobre el pasado, y Reflejos Relámpago ralentizó mi percepción del tiempo hasta un ritmo casi nulo.
Sabía que había bajado la guardia, pero me reprendí internamente por haberme relajado apenas cerré la puerta tras de mí. Estaba tan expuesto como si estuviera en el baño o bajo las sábanas. Aun si era una habitación privada y cerrada con llave en el Gatito Dormilón, eso no era excusa.
Sentí un agudo impulso asesino detrás de mí y, de inmediato, liberé energía en las piernas, rodando hacia adelante para evadir el golpe y lanzar uno propio. Dejé que mi cuchillo feérico saliera de la manga en dirección a una sombra en el rincón de mi visión. El cuchillo no estaba hecho para lanzarse, pero era mejor que nada. Caí sobre mi hombro y eché un vistazo para ver si mi ataque había dado en el blanco; al siguiente instante, comprendí mi error.
La hoja había acertado… pero mi objetivo era solo una capa raída. La presencia que había sentido a la izquierda de la puerta era una distracción para atraer mi atención; una presencia intensa y momentánea que se desvaneció enseguida, volviendo inútil mi ataque.
No solo me habían hecho caer en una contraofensiva inútil; habían tomado mis sentidos refinados y los habían vuelto en mi contra, dividiendo y desviando mi enfoque. ¡Había perdido dos turnos enteros!
El siguiente movimiento del enemigo carecía del instinto asesino anterior. Su cuerpo surgió desde mi punto ciego y se abalanzó sobre mí, haciéndome caer sobre la cama.
—Ngh…
El impacto en el pecho me dejó sin aire. Dejé escapar un gemido de sorpresa. Para cuando entendí lo que pasaba, ya no tenía los pies sobre el suelo y era incapaz de detener mi caída. Los humanos son irremediablemente indefensos una vez que pierden el equilibrio; ni siquiera tuve la presencia mental para conjurar un hechizo. Cuando recuperé el aliento y un poco de calma, usé mis Manos Invisibles para quitar de mi espalda lo que fuera que me estuviera sujetando.
Unas manos me agarraron la cabeza, forzándome a alzar el rostro desde la cama. Vestido con mi ropa habitual, mi cuello estaba completamente desprotegido. Lancé una Barrera Aislante a unos milímetros de la piel para mantenerme protegido de forma constante, pero ¿cuánto podría resistir ante un ataque directo?
Entonces llegó el golpe final: una línea carmesí cruzó mi garganta…
—Me atrapaste.
—Jee jee, eso cuenta como otra victoria para mí.
…trazada por la punta del dedo de Margit, teñido de lápiz labial.
Ahí estaba yo, boca abajo sobre la cama, con mi compañera Margit montada sobre mi espalda.
¡Ugh, ni siquiera la noté! ¿Quién habría pensado que se escondería en el techo, esperando para lanzarse apenas regresara?
Si no hubiera sido mi hermosa exploradora, habría muerto en ese instante. No solo me habrían separado por la fuerza de mi cuerpo, sino que habría provocado un incidente en la posada de mi senior.
—Has tenido una expresión sombría desde hace un tiempo, —dijo ella—. Pero sin importar tu estado de ánimo, eso no significa que puedas bajar tanto la guardia.
—No puedo ocultarte nada, ¿verdad?
Las habilidades de Margit habían florecido rápidamente bajo la presión de nuestro trabajo más nuevo y letal, y su ratio de victorias era de siete a tres a su favor. ¿Qué clase de habilidad había usado para atravesar mi hechizo barrera?
Nada te fastidia tanto como que te paralicen por completo la economía de acciones. Naturalmente, no todos los enemigos podían obligarte a ese estado, y lograrlo requería una enorme experiencia, así que yo solía dejar esa táctica en un segundo plano en la mesa, pero que te dejen KO con un solo golpe daba un terror absoluto.
No podía creer que hubiera terminado así aun con mis propias contramedidas.
—¿De verdad me veía tan preocupado? Intentaba parecer normal.
—¿De verdad creías que no lo notaría? Tu afán de arreglarlo todo por tu cuenta no ha cambiado nada.
Margit me dio un ligero golpecito en la frente. Habría estado bien, si no fuera porque había usado el pulgar con toda la fuerza que se usa en una gran y dramática tirada de moneda. Lector, yo estaba en agonía.
¿Eh? Normalmente ya se habría bajado… Sus piernas estaban enroscadas alrededor mío y no podía mover ni un centímetro… Con su peso sobre mi espalda, ni siquiera podía desplazar mi centro de gravedad.
—¿Estás listo para contarme qué pasó? Te vi cuando te llamaron.
—Oh, sí, bueno… um…
Con la silenciosa implicación de Margit —que cualquier intento de mentir o escabullirme me acarrearía consecuencias—, le dije la verdad sobre mi reunión con Maxine Mia Rehmann.
La reunión fue tensa, pero acabó como esperaba. En cuanto vi la red que pretendía tenderme, respondí con todos los recursos retóricos resbaladizos, evasivas y fintas que tenía en mi arsenal.
En pocas palabras, me dejó justo el margen suficiente para creer que podía aceptar o rechazar su petición a mi antojo, disfrazando una batería diabólica de trampas sociales, procedimentales y financieras. No había casos similares antes que el mío; hizo muy difícil decirle que no. Si no hubiera leído el reglamento de cabo a rabo, o si no hubiera tenido mi «compromiso previo», podría haberme visto arrastrado a algo terrible.
—Parece un caso bastante enrevesado e intrincado. ¿Y no pensaste en discutir esto conmigo o con los demás?
—Lo pensé, pero no quería contarte lo que venía a ser meras predicciones sin fundamento. Ya sabes cómo es Siegfried…
—Tiende a meterse en líos, eso es cierto.
Margit soltó una risita. No tuve réplica. Lo siento, Sieg.
El mayor sueño de Siegfried era convertirse en héroe. Parte de eso era que, después de un par de copas, empezaba a prometer cosas con la boca que nadie en el mundo podría financiar. Por eso le dije que se fuera del Ciervo Dorado. Nunca dijo cuánto nos había conseguido la cabeza de Baltlinden, pero dejó escapar que lo habíamos enviado vivo y que nos habían felicitado por el trabajo. Eso bastó para despertar a nuestros colegas menos escrupulosos. Si la gente sabía que ibas a recibir un pequeño premio en efectivo de un noble, los más codiciosos podrían pensar en eliminarte antes.
Del mismo modo, recibir elogios o una carta de recomendación de la alta sociedad no era algo para andar aireando con cualquiera. Si todos sabían en el bolsillo de quién estabas, resultaba mucho más fácil para los enemigos de tu patrón señalarte como objetivo.
Así que sí, intenté manejar la situación por mi cuenta. Iba en contra de mis principios, pero tenía la experiencia en tratar con nobles para hacerlo funcionar, y cuanta menos gente supiera lo que estaba tramando, más seguros estaríamos todos.
—Sé que no puedo ayudarte en ese aspecto, pero… me gustaría que al menos me hubieras contado algo.
Guardé silencio por un momento.
—Lo siento, —dije al fin—. Confío en ti por completo, de verdad, pero las cosas pueden escaparse, incluso si no haces nada mal.
—¿De verdad crees que se me escaparía algo? ¿O que me dejaría atrapar? —Margit se movió sobre mí; sentí su barbilla apoyarse sobre mi cabeza. Su disgusto era comprensible.
Aun así, como dijo un sabio en mi viejo mundo: uno puede no cometer errores y aun así perder. Eso no es debilidad; eso es la vida.
—Si el enemigo tuviera un magus talentoso de su lado, creo que te sería difícil resistirte. No dudo que puedas soportar mucho, pero con la clase de gente con la que tratamos, no sería raro que recurrieran a métodos prohibidos como la psicohechicería. He estudiado sus técnicas, pero incluso yo no podría defenderme contra un verdadero profesional.
Aquí, igual que en la Tierra, la posibilidad de que algo irrumpiera en tu vida como un camión fuera de control y la hiciera añicos era pequeña… pero nunca inexistente. En cualquier caso, no debía actuar con tanta despreocupación mientras la nobleza local se agitaba en un pánico semejante.
Podía culparme de ser sobreprotector o paranoico, pero ya había experimentado una muerte repentina y humillante una vez; ¿qué se suponía que debía hacer? El cáncer pancreático me había atacado de pronto, en mis treinta, y me había arrancado la vida antes de que pudiera comprenderlo. No podía evitar cargar con esas ansiedades.
Algún día, mis seres queridos podrían caer víctimas de un enemigo al que no pudiera simplemente golpear. El tiempo —ese gran depredador supremo del universo— pendía sobre todos nosotros. Prometía una cruel separación al final de cada historia. No se puede superar un miedo de esa magnitud.
Si llegaba mi hora tras lanzarme de cabeza a una empresa terrible, plenamente consciente de mi destino, no me importaría. Sería completamente culpa mía. Lo mismo valía para Margit y para mis dos nuevos camaradas. Pero que algo destrozara lo que teníamos, de la nada, solo porque los dados salieran mal… eso era demasiado.
Siempre había valorado las cosas estables. Una posibilidad entre un millón de salir perjudicado parecía un buen margen, hasta que recordabas lo pequeño que eras dentro de la gran maquinaria, y cuántos otros había igual que tú. Ese resultado extremo no era una amenaza lejana: para algún pobre diablo allá afuera, era una certeza.
Aunque me tomó tiempo admitirlo, entendí que esa era la raíz de mi deseo de escribir mi propio destino esta vez, tanto como me fuera posible.
—Nunca sabes hasta que sucede, ¿verdad?
—Dependiendo de con quién te enfrentes, podrías ser víctima de cualquier cosa. Algunos conjuros apenas rozan tus pensamientos, pero otros, más avanzados, pueden leer tu mente sin que siquiera lo notes.
La directora de la Escuela del Amanecer, la única persona capaz de medirse con mi antigua jefa —tan absolutamente desquiciada que Lady Agripina había preferido perderse en trabajos de campo infinitos antes que batirse en duelo con ella—, dominaba conjuros que podían arrancar cada secreto de tu mente, sembrar huevos en tu psique, desgarrar cada terminación nerviosa, regalarte un puñado de nuevos y debilitantes rasgos de personalidad… y luego hacerte continuar tu día como si nada.
En el pasado, había recibido una pequeña lección suya sobre las medidas contra la psicohechicería.
Aunque aquella pervertida era un peligro irremediable, conservaba un atisbo de conciencia. Así que, aunque usó su magia sobre mí, no hurgó hasta el fondo de mi alma. En su lugar, me mostró que podía desnudar todos mis pensamientos superficiales.
Podía recitar con perfecta precisión una cifra de doce dígitos que yo mantuviera en la mente.
Durante un interrogatorio, podía guiar de manera subconsciente mi monólogo interior hacia la respuesta que buscaba.
Si tomábamos a aquel espectro monstruoso como el estándar de oro de un magus, entonces el noventa y nueve por ciento de los usuarios de magia del mundo serían agrupados bajo la etiqueta de idiotas. Aun así, era importante que Margit conociera los horrores que acechaban en el mundo de la magia. No se trataba del tipo de control mental que los conspiranoicos creían poder evitar con un sombrero de papel aluminio: esto era de verdad.
En el mundo de la nobleza de alta cuna, las medidas preventivas eran tan comunes como limpiar la casa antes de recibir visitas. Yo solo quería ser prudente.
Maxine era una adversaria difícil; incluso el margrave tenía problemas para lidiar con ella. La familia Baden y sus ramas ya eran un linaje formidable por sí mismo, pero el margrave se había visto cargado con —en resumidas cuentas— el vientre expuesto del Imperio. Sería una estupidez siquiera pensar en subestimar a un enemigo así.
Por eso quería mostrarle a todos que no sabía más de lo que realmente sabía. Todo era para mantener a salvo a mi amada compañera y a mis dos amigos, lejos de la línea de fuego.
—Eres un gran tonto.
Sentí otra punzada en la cabeza. Fue como si me hubiera mordido.
—¿Qué esperas que haga si solo tú te conviertes en el blanco de nuestros enemigos y terminas rodeado por una fuerza que no puedes repeler? Tan solo reunir la información que necesitaría para vengarte mancharía mis manos con la sangre de decenas.
—No querría ver eso.
Margit tenía razón. No podía seguir viviendo una vida en la que negara con la cabeza cada vez que aparecía una dificultad aparentemente insalvable, especialmente cuando había elegido ser aventurero movido por mi afecto hacia un sistema contradictorio que amaba los valores fijos.
—¿Y supongo que también pensaste en irte de Marsheim?
—De verdad no puedo esconderte nada, ¿eh?
Ya estaba acostumbrado a ser un libro abierto frente a Margit, pero sentí una extraña mezcla de placer y temor al verla acertar una y otra vez en el blanco. Tener a alguien que te comprendiera era algo raro y valioso, pero que me desnudara el corazón así me recordaba que la « build » optimizada con la que soñaba aún estaba lejos.
Me encantaba la idea de ser totalmente invencible, tan eficiente que pudiera resolver cualquier cosa por mí mismo, pero en la práctica era mucho más difícil de lo que parecía en teoría. Con el cálido peso de Margit sobre mí, comencé a sentir que alcanzar un punto final así sería terriblemente aburrido. La mente es una criatura tan caprichosa…
—Solo fue una idea.
Mientras consideraba las rutas disponibles, cambiar nuestra base de operaciones fuera de Marsheim ciertamente se me había pasado por la cabeza. Quedarnos aquí podría enredarnos aún más con todos esos malditos terratenientes. Si tomaba un camino equivocado y terminaba renunciando a la vida de aventurero, mi alma podría quebrarse.
¿Cuántas elecciones había descartado hasta ahora por el bien de esta vida?
Estaba seguro de que encontraría la forma de seguir adelante incluso si mis sueños quedaban sellados, pero no sería la misma mesa divertida en la que me sentaba ahora. Sería una secuela publicada por obligación, algo que nadie disfrutaría. Quiero decir, si las cosas llegaban a ponerse tan mal, quizá yo… No era mi culpa que ese pesimismo asomara su fea cabeza.
—Eres realmente increíble, Margit. ¿Has sido una magus todo este tiempo?
—Cuando se trata de ti, puedo verlo todo, —dijo Margit, con los labios rozándome el oído mientras rodeaba mi cuello con los brazos.
…¿Por qué se sentía tan bien estar atrapado tan fuerte que no podía moverme, como un cadáver?
—Precisamente porque te conozco puedo decir con certeza que, vayas donde vayas, hagas lo que hagas, terminarás destacando y cargando con las mismas preocupaciones.
—Gack…
—¿Te desanima tanto la perspectiva de una vida de aventuras?
En cuanto Margit pronunció esas palabras, sentí como si la niebla que cubría mi visión se disipara de golpe. Era exactamente como decía. Tenía que recordar lo que hacía una y otra vez en la mesa de mi antiguo mundo: exterminar todo aquello que me impedía ser el dueño de mi propio destino. No importaba cuán loco o testarudo fuera, dejaría que mi lengua y mis dos puños me abrieran el camino hacia la libertad.
No importaba cuánto nos criticara la sociedad por ser despiadados; al contrario, debíamos sacar pecho, sonreír con orgullo y proclamar que así es como se mueve un verdadero jugador. Me había enamorado tanto de esta vida que había desechado todo lo que no necesitaba para llegar hasta aquí. ¿Cómo podía haber sido tan ciego?
—Si me dijeras ahora que has olvidado nuestra promesa, quizá empezaría a llorar. No sabría con cuánta fuerza debería abrazarte.
—Tienes toda la razón. Prometimos no hacer esto a con el culo.
Aunque los detalles pudieran cambiar, este mismo problema nos seguiría a donde fuéramos. Sería absurdo que un aventurero que aspiraba algún día a salvar uno o dos mundos retrocediera ahora. Algún día enfrentaríamos al líder de una orden de caballeros… no, a un auténtico rey demonio. ¡Un verdadero personaje jugador debía lanzarse a cada gancho de aventura con el corazón desnudo!
¿Una muerte repentina? Que venga, entonces. No era solo yo quien podía encontrar la muerte en cualquier momento: mi antigua patrona, el Emperador, el campesino más pobre y el dios más viejo y temible eran iguales ante los ojos hambrientos del azar. No podía quedarme aquí sentado, frunciendo el ceño y esperando morir de la ociosidad; eso simplemente no sería digno.
—Siempre tomas mi mano y me empujas hacia adelante en momentos como este. Cada vez que empiezo a inclinarme hacia el compromiso, tú me recuerdas quién solía ser.
—Te lo dije, ¿no? Siempre velaré por tu espalda, para que las sombras peligrosas no te alcancen. Incluyendo las tuyas propias.
Vaya… Esta amiga de la infancia mía era tan dulce como aterradora: severa hasta la muerte, pero llena de un cariño implacable. Afirmaba mi corazón vacilante y me obligaba a recordar lo que realmente deseaba.
—Hasta los confines de la tierra en el oeste. Hasta más allá del Mar del Sur.
Mientras recitaba las palabras, una cálida nostalgia llenaba mi pecho (¿de verdad las había dicho apenas un año atrás?), Margit respondió al unísono.
—Hasta las cumbres nevadas del norte. Hasta las arenas del desierto que cubren el este. Esa fue nuestra promesa.
Reímos juntos. Era como si una repentina brisa primaveral acariciara un prado de flores bañadas por el sol.
—Ah, peeeero…
Me faltaban las palabras. Mientras la voz hechizante y seductora de Margit rozaba mi oído, un escalofrío recorrió mi cerebro y mi cuerpo se tensó en respuesta. Sentí algo húmedo.
Margit. Estaba. Lamiendo. Mi. Oreja.
—A los chicos traviesos que han perdido su energía hay que darles una lección extra.
—¡Espera, ¿qué…?! ¿¡Qué estás haciendo?!
No sabía si habían sido segundos, minutos o incluso horas: las sensaciones intensas e inciertas que recorrían mi cuerpo me impedían pensar con claridad. No estaba seguro si el sol seguía alto en el cielo o si había caído el crepúsculo; la sensación cosquilleante y agradable recorría mi mente, dejándome insensible a todo lo demás.
—Ahora, si mi memoria no me falla, recuerdo que te jactabas ante Siegfried sobre lo importante que era el primer «cuerpo».
—¡Sí-sí, pero eso era sobre batalla!
—¡Sigues titubeando! Claramente tu virilidad necesita un ajuste más duradero…
El rostro de Margit al acercarse era tan hermoso como aterrador, como siempre.
[Consejos] Incluso si es la mujer quien inicia el acto, es un hecho curioso que la mayoría de lenguas y culturas siguen representando al hombre como quien «roba» su virginidad.
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