Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Primavera del Décimo Sexto Año Parte 1
Rol de la Compañía
Así como las civilizaciones humanas alcanzaron una mayor capacidad productiva mediante una división del trabajo más minuciosa y rígida, un grupo de aventureros puede fortalecerse al encontrar el papel que mejor se ajusta a sus habilidades únicas. Sin embargo, un aventurero solo tiene un cuerpo. Si un jugador no puede participar en una escena debido a otras prioridades, puede tomar el control de un PNJ afiliado para mantener la coherencia.
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Había algo en ver a hombres adultos bebiendo en pleno día —seguramente un vestigio de mi vida anterior— que me dejaba una sensación de abatimiento.
—¡¿Y tú quién carajo ere’, eh?! ¡Aquí no e’ lugar pa’ mocosos!
—¡¿Qué mierda hací’, arrastrao por aquí como una comadreja, eh?!
Los gritos sin sentido de aquellos hombres —he tomado ciertas libertades al transcribir los sonidos que salían de sus bocas— no hacían más que empeorar el lamentable estado de la escena. Dicho esto, no era su culpa. No es que intentaran ser ininteligibles; simplemente habían aprendido el idioma imperial como segunda lengua, y entre lo espeso de sus acentos y sus repentinos regresos a su lengua materna, cualquiera tendría problemas para entenderlos.
Habían hecho un digno intento por parecer intimidantes —puntos extra por el esfuerzo—, pero todavía estaban lejos del nivel de «hazte encima del miedo». Eché una mirada de reojo a Siegfried, quien parecía algo sorprendido por su actitud tan abiertamente hostil. Vamos, mi amigo, ya te has enfrentado a tipos cinco veces más aterradores que estos borrachos. ¡Mantén la frente en alto!
—Disculpen, caballeros. ¿Se encuentra aquí el Señor Franz? Mi nombre es Erich. Estoy aquí por asuntos de trabajo.
Había seguido el consejo de mis seniors y me había lanzado a aceptar encargos legítimos. Naturalmente, mis clientes eran del tipo correcto; ya sabes, de esos que dicen cosas como «ayudar a los pobres de buen corazón y castigar a los poderosos injustos».
—¡Nunca he oí’o ese nombre en to’a mi ví’a!
La manera en que el tipo hablaba era tan distorsionada y mal pronunciada que por un momento dudé si estaba usando un idioma… si es que lo era. Parecía usar las palabras solo como excusa para gritar. Ya podía sentir venir un dolor de cabeza.
Me pregunté si estos sujetos y su curioso modo de hablar serían de algún dialecto occidental… ¿O tal vez del istmo que se adentraba en el Mar Aguamarina? Su vocabulario parecía tener raíces comunes con el mío, y su gramática no era mala, pero aun así me costaba seguirles el hilo. En fin, tenía la impresión de que me estaban diciendo que Franz no estaba allí.
—Entonces, ¿qué tal el Señor Franciscus? ¿No? ¿El Señor Francis? ¿El Señor François? Ah, ¿quizá el Señor Firenze?
Los nombres en rhiniano adquirían distintas pronunciaciones según el idioma. Decidí probar suerte lanzando unas cuantas variaciones parecidas.
—¡¿Qué carajo tarareas, saco e’ mierda?! ¡Aquí no hay ningún condena’o pe’azo e’ mierda como ése!
Por favor, por amor a la higiene, deja de escupirme. Aparta tu cara de la mía y habla más despacio. Y por todo lo que es bueno y reluciente… apestas. ¡Cepíllate los dientes! ¡Date un baño!
—Viejo, esto se está volviendo aburrido. ¿Quieres tomar el relevo, Sieg?
—¡Vamos, no te rindas tan rápido! ¡Eres bastante necesario en esta misión! ¡Para empezar, yo no puedo leer la nota!
Sí, ya lo sé, pero estos tipos son una maldita pesadilla para hablar con ellos, y ni hablemos de comunicarse.
Me habría gustado resolver el asunto con pura y desnuda violencia (causa y solución de todos los problemas de la vida). Pero, por desgracia para nosotros, nuestro cliente tenía conexiones políticas y una imagen que mantener, así que ese método quedaba descartado.
—Bueno, —dije—, sea como fuere, voy a leer el informe. Ejem. «El Señor Franz entabló transacciones inmobiliarias con cierto Señor Manuel, de la Calle Este. Sin embargo, el inspector de impuestos, el Señor Simon von Armhold, ha expuesto en tribunal sumarísimo la objeción de que el Señor Franz no solo ha proferido amenazas contra el cliente, sino que además incurrió en varias falsedades durante la compra de la propiedad. Por lo tanto…»
No pude terminar. Los matones de la mesa se habían puesto en pie y estaban deseando pelear.
Por supuesto que terminaría así…
—Hora de… ¿Gwugh?!
—Tu aliento apesta. A ver si lo notas.
Uno de los matones tuvo la desfachatez de escupirme, así que aproveché esos insoportables centímetros de ventaja que tenía y le propiné un gancho ascendente al tejido blando donde la mandíbula se encuentra con la garganta. Di medio paso hacia adelante para esquivar las gotas de sangre y los incisivos salidos. ¿Aunque, qué era eso negro-rojizo? ¿La punta de su lengua…?
—Ahora bien, ¿dónde iba? «El representante ha seguido los canales correspondientes ante la Asociación de Aventureros de Marsheim».
Al completar mi medio paso, di un rápido golpe en la nuca expuesta del matón y le arrebaté la daga que colgaba de su cintura cuando cayó. Como la había colgado del revés, salió con facilidad.
Qué bonito regalo. Habíamos venido con las manos vacías, como esperaba —una entrega de un recado tranquila y sin alharacas— y no queríamos empañar la imagen del cliente presentándonos armados hasta los dientes, así que una pequeña adquisición en el lugar fue de gran ayuda. Aun así, ya empezaba a parecer que nos habríamos hecho entender mejor si hubiéramos venido preparados para la guerra; aquella no era una gente particularmente receptiva al habla civilizada. Era difícil interpretar la táctica del bueno y el malo cuando la otra parte prefería «oficial muerto, también oficial muerto».
—¡Ey, Erich! ¡¿Así que al final lo vamos a arreglar a golpes?!
—«Vengo a comunicar que nuestro cliente exige que el Señor Franz devuelva la escritura de esta casa y pague los honorarios legales adeudados al Señor Manuel».
—¡¿Qué eres, un monje perdido en sus rezos?! ¡Si vamos a hacer esto, échale un par de huevos a la voz, flojo!
A pesar de sus quejas, mi compañero se preparaba para la pelea. Me alegré de que lo entendiera rápido. Justo cuando me acerqué para impartir algo de justicia física, él tiró una silla cercana y al matón que estaba encima, anulando su intento de sacar la daga. Luego Siegfried le dio una patada veloz en la mandíbula, mandándolo directo a la siesta. Al parecer, la experiencia de Siegfried en el laberinto de icór le enseñó lo importante que era dar el golpe final cuanto antes para evitar problemas después.
—«Tiene usted permiso para refutar esta reclamación dentro de los tres días siguientes a la notificación. Si reconoce la reclamación, o si nuestro cliente no recibe comunicación en la que la refute…».
Desvié un golpe de espada larga de uno de los matones, me hice a un lado y corté los tendones de su axila mientras seguía leyendo la notificación.
—«…entonces, en nombre del Margrave Marsheim, se le permite usar la fuerza material o ejecutar el embargo para hacer valer su reclamación».
Uf, todo listo. Ahora nadie podría quejarse.
La larga notificación era una reclamación de que la propiedad en cuestión había sido comprada de manera injusta por un aspirante a usurero de tierras. La recaudación de impuestos en Rhine la ejercían cobradores oficialmente designados, no pequeños empleados estatales contratados al azar de entre la población.
En este caso se había presentado una denuncia y un informe respecto a compras ilícitas de bienes raíces y, como era de esperar por parte de todo ciudadano imperial, el cobrador había intervenido para proteger la ley.
Sentí un escalofrío al pensar en lo bien implementado que estaba el sistema fiscal de nuestro justo Imperio. Era cierto que los cobradores subcontratados eran tan odiados como los prestamistas usureros y los estafadores, pero me alegraba que el Imperio no fuera como la Europa medieval, que usaba impuestos «calculados con justicia» como excusa para exprimir a sus súbditos. El Imperio incluso tenía gente como nosotros encargada de asegurarse de que ambas partes fuesen tratadas con justicia al entregar una notificación. Me sentí un verdadero paradigma de la justicia actuando según el procedimiento, dándole a la otra parte —si quería— la oportunidad de presentar su caso.
Ahora que había leído la notificación, no podrían echarnos la culpa por usar la fuerza más adelante. Para los aventureros en este ramo, si tenías las conexiones correctas, gozabas de la superioridad legal y moral. Si nuestros rateros hubieran firmado amablemente la notificación reconociendo su culpa, habría sido una victoria. Si elegían pelear y teníamos que detenerlos por la fuerza, ¡bum! Si firmaban y luego provocaban la pelea y eran castigados por violencia, entonces perfecto. Perfecto para mí, perfecto para el gobierno, perfecto para la parte estafada. Un triple triunfo.
Mientras doblaba la notificación, esquivé el martillo que venía hacia el costado de mi cabeza. Sin un objetivo de carne que detuviera su ímpetu, siguió hasta estrellarse contra una de las columnas de la taberna. Uf, vaya torpeza. Agradecido con mi agresor por esta victoria garantizada, hice dos estocadas rápidas a la parte trasera de sus rodillas, dejándolo con una cojera. Al caer hacia atrás, me alié con la gravedad y le golpeé la nuca con el pomo de la daga ajena que había tomado antes.
¿Eh? Eso no se sintió bien… Quizá pegué un poco de más. Ojalá su cráneo no esté realmente fracturado…
No me habría importado mandar a un montón de sabandijas rentistas derechito al regazo de los dioses, pero como solía decirles a mis colegas, un delincuente vivo da más dinero.
—¡Gah, Erich! ¡Darles una paliza no… grah… nos llena el bolsillo! ¡Entonces por qué… hah… estamos haciendo esto?!
—¡Gurgh!
Mientras Siegfried protestaba, hábilmente golpeó con el extremo contundente de una escoba la garganta de otro, y el matón se desplomó al suelo. ¡Mira a Sieg! ¡Sin vacilar para apuntar a los puntos blandos cuando la cosa se pone fea! Pero viejo, eso es duro de ver, aunque sea un don nadie. Un golpe así en la garganta duele mucho más que mis jueguecitos con el cuchillo.
—¡¿Por qué?! ¡Buena pregunta! ¡Tenemos que proteger la reputación… de nuestro buen gobierno! ¡Y si los entregamos… nos llevamos algo de dinero!
—¡Sí, pero… ¿vale la pena el esfuerzo?!
Siegfried y yo charlábamos mientras luchábamos; yo acababa de hundir mi daga en el hombro de uno de los tontos, y Sieg había usado una lanza que había recogido para golpear primero los guanteletes de su oponente antes de derribarlo. Entre los dos habíamos sumado una cuenta de seis caídos. ¡Caray, estos tipos eran sorprendentemente tenaces para ser unos matones de poca monta! Habíamos derribado a un tercio de su número. ¿Por qué no se retiraban? Habría esperado que empezaran a hacer chequeos de moral en algún punto alrededor del 25%.
—Todos ganamos… ¡si mejora el orden social!
—¿Mejoramos el orden social… ¡a base de partir cabezas!?
Nuestra pelea duró hasta que doce de los cabrones yacían inconscientes en el suelo. Los únicos que quedaban en pie en la taberna éramos yo, Siegfried, el tabernero agachado detrás de su mostrador y una camarera acurrucada en la esquina.
—¡Erich! ¡Los números no cuadran! ¡Había quince cuando llegamos!
Y entonces…
—¡Gwaaagh!
…vino un grito desde la parte trasera de la taberna. No uno solo: un magnífico trío de alaridos.
—Ahí lo tienes, —dije.
—Ya-ya veo…
Nos dirigimos a la salida trasera —pateando las armas fuera del alcance de manos inmóviles por si alguien se lanzaba de repente— y nos encontramos con todo un panorama.
Uno de los delincuentes tenía una cuerda al cuello —no lo bastante apretada para asfixiarlo— y se debatía intentando romperla. Debió accionar una trampa al salir a toda prisa. Otro estaba pegado al suelo, adherido por algún tipo de pega para aves, pareciendo un mochi caído en la alcantarilla. El tercer y último rufián yacía boca abajo. La mitad de su rostro estaba incrustada en el pavimento, lo que resultaba una visión bastante macabra.
—Ustedes dos fueron descuidados. ¿Cómo dejaron escapar a tres?
Entra mi maravillosa amiga de la infancia. La exploradora del grupo, que acababa de saltar y colocarse colgando de mi cuello como siempre, había sido enviada para tender una trampa en la entrada trasera y vigilarla por si acaso.
—Se movían más de lo que esperaba. Ah, y esta notificación era mucho más larga de lo que calculé.
—¿No deberíamos haber usado la poción de alergia?
Sí, Siegfried, habría sido más eficiente, y me enfada tanto como a ti que tuviéramos que pelear, pero vivimos en una sociedad con normas. Aunque no actuáramos en público, habíamos recibido órdenes del gobierno, y eso significaba que teníamos que atenernos a todo lo más estrictamente posible. A mí también me fastidiaban los trámites que debíamos pasar, pero quejarse equivalía a hacer mal el trabajo, así que me mordí la lengua. Y, en cualquier caso, esa regulación estricta sobre el uso de la fuerza por parte de nuestro gobierno permitía evitar las trampas habituales de un Estado autoritario cualquiera, dispuesto a arrastrar inocentes a sus fines y listo para dar por zanjado el asunto pese a las pérdidas civiles mientras pregonaba su carácter moral incuestionable y el mal ontológico del Enemigo.
—Escuchen. Leí la notificación de principio a fin. Eso nos coloca en la superioridad legal y moral. Cumplimos nuestro trabajo al pie de la letra y nadie puede reprochárnoslo. Es molesto, pero es importante mantener nuestro oficio ortodoxo y decoroso. Esa es la mitad de la razón por la que hace falta ser al menos naranja-ámbar antes de que te permitan hacer estas cosas.
—¿Orto qué y deco… qué?
—Significa hacer las cosas como dicta el libro.
Siegfried murmuró que probablemente era porque las notificaciones usaban un lenguaje tan pomposo como ese que terminaban cabreando al típico rufián sin educación. Tenía razón, sí, pero por desgracia nuestro trabajo no consistía en redactar avisos que cualquiera, con cualquier nivel de alfabetización, pudiera entender.
—Bueno pues.
Vertí un poco de la poción anti-pegamento para aves hecha a medida por Kaya en el suelo y me puse a atar las cabezas de recompensa. Me preocupaba un poco que nos fuera a faltar cuerda —no había imaginado tanta resistencia—, pero más o menos nos apañamos. Los alineé, los dejé en calzoncillos para asegurarme por completo de que no tuvieran armas ocultas y luego pasé a identificar cuál de esos hombres era el tal Señor Franz.
—¿Tabernero?
—¡¿Sí-sí??
—Quisiera su firma como testigo. Solo para comprobar que entregamos la notificación según lo acordado. No se preocupe; no correrá peligro. Estos se van directito a las celdas.
Ellos nos atacaron a nosotros —unos trabajadores desarmados en representación del recaudador de impuestos— y trataron de quitarnos la vida. Estaban destinados al trabajo forzado en las minas o, si caían en manos de un carcelero cruel, a la pena de muerte. Ya no harían daño a nadie.
—Cla-claro.
—Además, ¿reconoce el nombre «Franz»?
El tabernero jenkin estaba agazapado detrás de un taburete mientras lo interrogaba. Parecía que la banda había hecho de esa taberna su guarida, pero no habían enrolado al dueño en sus tejemanejes ilícitos.
—El nombre Franz no me suena, pero el mensch que se desplomó en medio de la sala tenía un nombre parecido, —dijo.
—¿El con barba?
—Sí-sí, ese.
Al parecer, sus acentos también resultaban difíciles de entender para el tabernero —no estaba completamente seguro—, pero era un paso útil en la dirección correcta. Registré la ropa del que probablemente era Franz y hallé unas llaves entre la chatarra que guardaba en la cartera. El tabernero me dijo que una de ellas era de una habitación de arriba.
Me alegré de que todo marchara tan bien. Si la llave hubiera pertenecido a alguna casa segura en el otro lado de la ciudad, sin duda tendríamos más peleas esperándonos; de verdad no quería toparme hoy con toda una mafia. Ese trabajo solo nos iba a reportar veinticinco libras para los cuatro, y ya estaba agotando mis reservas.
—¿Qué pasa, Erich?
Era Siegfried. Yo había subido un escalón cuando me detuve.
—¿Tenemos permiso legal para registrar su habitación? Creo que entraría dentro de la cláusula de embargo, pero… —dije.
—¡No lo sé, carajo! Cállate y muévete. ¡Si sigues mencionando estas reglas estúpidas, vas a pelear conmigo después!
Asentí, contento de que mi mejor amigo se llevaría la culpa si nos cazaban con esto durante el informe, y proseguí subiendo las escaleras, haciendo tintinear las llaves con descaro en la mano libre.
[Consejos] No es raro en el Imperio Trialista de Rhine que la autoridad en asuntos legales se confíe a terceros en condiciones potencialmente peligrosas. Mantener el orden público recae en la jurisdicción de la clase de caballeros, cuyas subordinadas forman las patrullas locales. Por ello, el gobierno adolece perpetuamente de personal con capacidad para aplicar medidas legales.
Entregamos a nuestro recién capturado grupo de sinvergüenzas a los guardias poco antes del almuerzo. Tuvimos que presentar una pequeña pila de papeleo antes de recibir el pago y, cuando terminamos con los trámites, la hora de comer ya había pasado. Si comíamos ahora, nos arruinábamos el apetito para la cena. ¡Pero es que éramos cuatro adolescentes; no había manera de que aguantáramos con una sonrisa hasta la noche!
Levantamos los vasos al unísono mientras nos entregábamos a un delicioso almuerzo tardío.
—¡Aah, sí! ¡Graaacias, gobierno! —exclamó Siegfried, frotándose las manos mientras se relamía los labios.
Yo estaba igual de contento. La oficina de impuestos tenía influencia incluso aquí, en Marsheim, y tal vez gracias a esa discreción recibimos nuestro pago antes de que los superiores se hicieran cargo de los prisioneros. Gracias a la estúpida decisión de aquellos tipos de intentar eliminarnos, habíamos obtenido un jugoso bono de cuarenta libras además de nuestro pago base. Nuestro honesto administrador de propiedades —que también fue entrevistado y revisado para asegurarse de que todo estuviera en regla— recuperó su propiedad, el gobierno mantuvo su reputación y nosotros, los aventureros, recibimos una buena recompensa.
Había sido un trabajo algo arriesgado, pero al final resultó excelente. Debía agradecerles su generosidad a mis superiores. Sí, las amistades y las conexiones valen su peso en oro.
—Dee, ¿de verdad vas a poder comerte todo eso?
—¡Que no te quepa la maldita duda! ¡Con todo el ejercicio que hicimos, me muero de hambre!
La preocupación de Kaya no era infundada: la mesa estaba abarrotada de una auténtica cornucopia de platos. Había pan negro —un alimento básico en el Imperio— acompañado de una wurst grasienta y chucrut. Nos dimos un pequeño lujo y pedimos arenque ahumado y verduras estofadas. Un banquete digno de un aventurero trabajador.
Ahora bien, querido lector, como habrás deducido por el hecho de que los cuatro estábamos comiendo juntos, ya no nos encontrábamos en El Gatito Dormilón.
Mientras la cocina de Shymar tenía un toque imperial y usaba especias de las islas, aquí la sazón era propia de la península del creciente nororiental, en la región polar. Su pan era peculiar: no contenía ni un solo grano de trigo, lo que lo volvía bastante agrio —y barato—, pero combinaba perfectamente con el arenque ahumado y los productos lácteos.
Todas estas delicias culinarias del otro lado del mar del norte eran obra del dueño del Lobo de Plata Nevado, quien intentaba recrear los sabores de su tierra natal. Había varios ingredientes casi imposibles de conseguir —como carne de reno o salmón fresco—, pero el lugar realmente te ofrecía un vistazo al vasto mundo mientras te llenaba el estómago.
Habíamos decidido establecer aquí nuestra base por un tiempo. Las amables recepcionistas de la Asociación nos lo habían recomendado, ya que atraía a muchos aventureros novatos y gozaba de buena reputación. Ahora que habíamos encontrado un terreno firme otra vez, era momento de ampliar nuestro círculo social.
Siegfried entendió enseguida que no nos convenía mantener un grupo social tan reducido, así que estuvo de acuerdo en que el Lobo de Plata Nevado era un buen sitio para conocer gente decente. Aunque, cuando llegamos por primera vez, el Señor John —el dueño— nos sugirió que nos marcháramos; en sus palabras, «los aventureros naranja-ámbar deberían ir a otro sitio». Pero terminó aceptando después de que le explicáramos que solo llevábamos un año como aventureros y que, en el fondo, seguíamos siendo unos novatos.
El Señor John debía de tener debilidad por los novatos; mantenía precios sensatos y reglas férreas. El hombre tenía el cabello largo y ondulado que se unía en una barba larga y magnífica. Seguro que aún estaba en sus veintitantos, pero su rostro era rudo y cincelado. Me dio la impresión de que circunstancias bastante duras lo habían envejecido más allá de sus años.
Imaginé que también habría pasado por sus buenas trifulcas. La posada tenía una chimenea enorme —a pesar de que en Marsheim nunca llegaba a hacer tanto frío— y sobre ella colgaban una espada y un hacha cruzadas. No parecían piezas decorativas; estaban al menos tan castigadas como su dueño. Allí estaban, pues, los símbolos de un hombre que había pasado todos sus inviernos del norte de forma honesta.
En fin, el costo de nuestra cena había subido un veinte por ciento por habernos ganado más como aventureros naranja-ámbar, pero estábamos más que contentos de establecer la base allí mientras hacíamos encargos y conocíamos a la gente del lugar.
Yo ya me había ganado mi apodo hacía mucho, pero aún no habíamos avanzado demasiado en nuestra red social. Margit y yo llevábamos una vida tranquila en el Gatito Dormilón y Siegfried y Kaya vivían en su propia casa, y la habíamos pagado. Empezaba a sentir que por fin nuestros iguales podían poner caras a los nombres.
Tras explicar nuestra situación, el Señor John vio que, aunque tal vez teníamos talento para los trabajos, en muchos aspectos seguíamos siendo verdes. Le estuve sinceramente agradecido por haberse tomado el tiempo de explicarnos cosas básicas.
Solo quedaba tejer algunas conexiones amistosas. Si podíamos establecer lazos con gente que nos mantuviera al tanto de los rumores del mundillo aventurero, podríamos prepararnos con más improvisación y eficacia.
Siegfried arrancó un trozo de pan y empezó a apilar varias delicatessen encima mientras yo ponía el cuchillo y el tenedor a trabajar duro. Aunque prefería la cocina de Shymar, la ración era buena para el precio y venía al pelo a nuestros estómagos de gran tamaño.
—Es algo raro, —dijo Siegfried—. Creo que los pagos gordos al principio de nuestra carrera han hecho que los sueldos normales nos parezcan pequeños.
Estuve de acuerdo. Habíamos estado aceptando varias solicitudes a través de nuestro mediador aprobado por Nanna, y la suma que nos habían dado no era despreciable, pero tampoco provocaba gran entusiasmo.
Hace tres días nos llamaron para lidiar con unos matones que estafaban a la gente del lugar. Ocupaban un edificio que iba a ser demolido dentro del plan de renovación de la zona, pero se negaban a atender los requerimientos de desalojo. El propietario original se había mudado a otra vivienda nueva del mismo terrateniente, pero esos sinvergüenzas aprovecharon la oportunidad y no se movían, pidiendo cada vez más dinero para irse a otro sitio.
Hace dos días nos contrataron como guardaespaldas para ayudar a un tabernero angustiado cuya taberna había sido tomada por tipos de mala calaña. Nada más llegar, montaron un pequeño motín que nosotros resolvimos. Eran matones desorganizados y de bajo rango. Con una persuasión suave, amable y totalmente no violenta, se marcharon de Marsheim para siempre.
Y luego estuvo el día de hoy.
Cada día nos dejó entre veinte y treinta libras, lo cual era una gran mejora respecto a nuestros tiempos en la franja infrarroja, pero requería tanto mentalidad flexible como habilidad para poner en su sitio a los inadaptados.
Después de mis grandes recompensas por entregar vivo a Baltlinden y llevar un exquisito bocado literario a una voraz ratona de biblioteca, estos trabajos me parecían simple calderilla.
—No es solo eso; no sé, es que ni siquiera se siente como «salir de aventuras» de verdad.
—Recuerda tus días de hollín, amigo. ¿Clasificarías la limpieza de canales y la inspección de alcantarillas como «salir de aventuras»?
—Tiene razón, Dee, —dijo Kaya—. Esto me parece mucho más una aventura. En realidad estamos ayudando a la gente con sus problemas.
—Sí, supongo… ¡Y dime Siegfried! Vamos, que estamos en público…
Era fácil olvidar que las aventuras no llegaban solas mientras uno estaba tirado al sol, medio dormido con la boca entreabierta. Siendo sinceros, si un grupo de aventureros común se hubiera topado con el laberinto del icór del cedro maldito, habrían corrido de vuelta a casa para pedirle a un veterano como el Señor Fidelio que arreglara el problema, o habrían terminado siendo otra estadística para que los eruditos hicieran más tarde comparaciones sobre lo grave que dejamos que se volviera la situación. Nosotros salimos adelante gracias a nuestro ingenio, nuestras habilidades y un par de golpes de suerte milagrosos, pero lo cierto era que esos laberintos de icór no aparecían todos los días.
Nuestros seniors habían construido sus propios métodos para maximizar sus ganancias. El Señor Fidelio buscaba presas que valieran la pena enfrentar y hacía los preparativos adecuados para cada misión. La Señorita Laurentius, por su parte, había creado un sistema que hacía que los enemigos fueran a buscarla a ella. Eran resultados de años de experiencia.
Era natural que los novatos como nosotros tuviéramos que someternos a la rutina y acumular encargos menores. Nadie iba a asignar los trabajos más peligrosos a un grupo enclenque sin verdadera reputación. Teníamos que abrirnos paso entre los proverbiales goblins y «farmear experiencia» antes de ir a derrotar un basilisco o un dragón legendario consagrado a la espada.
Todo llegaba en su debido orden. Si queríamos escuchar frases como «¡Debes salvar el mundo, eres nuestra única esperanza!», necesitábamos la fama que lo respaldara. Si nos relajábamos ahora, no solo seríamos un éxito pasajero; ganaríamos fama de vagos sin remedio.
Además, ¿quién podía decirlo? Si seguíamos por el camino correcto, quizá nos caería encima un gran encargo. La diversión no estaba solo en el crecimiento personal: las pequeñas tareas que conducían a las grandes también formaban parte de la alegría.
—En fin, —continuó Sieg—, supongo que esto es mejor que matarte de cansancio solo para reunir cincuenta assariis. Antes encajábamos trabajos en cada hora de luz, así que casi no quedaba tiempo para entrenar.
—Ciertamente, —dijo Margit—. Hay muchos aventureros que terminan destruyendo su cuerpo por la desnutrición y la falta de sueño, porque ni siquiera pueden costearse una cama decente. Deberíamos estar agradecidos por lo que tenemos.
—Exacto. Sigamos con el plan y tomémonos el día libre mañana. Podemos pasar por la Asociación de camino a casa hoy y ver si hay algo prometedor en el futuro cercano.
Siegfried tenía razón. Si llevabas una vida al día, esperando que el próximo encargo te comprara una noche más de descanso, no podías entrenar, no podías permitirte buen equipo y terminabas agotado mental y físicamente.
Mientras reflexionaba sobre cuántos pobres novatos se habrían quedado atrapados en ese horrible y eterno ciclo, noté el sonido de unos pasos medidos. Alcé la vista y vi a un solo aventurero abriéndose paso entre las mesas, acercándose a nosotros.
Era un enorme audhumbla. Su pelaje era negro y brillante, y sus cuernos, sanos y pulidos. Para cualquiera de la Tierra, parecería que alguien había puesto la cabeza de un buey sobre un cuerpo humano fornido; un mensch como yo no era capaz de adivinar su género, mucho menos su edad.
A diferencia de los bueyes, los audhumbla tenían los ojos situados al frente del rostro, de modo que podían mirar directamente hacia adelante, igual que los mensch. Sin embargo, su enorme hocico, mandíbula y pezuñas eran, sin duda alguna, poco de mensch. Como alguien que no estaba acostumbrado a verlos, no sabía muy bien en qué debía fijarme para distinguir a uno de otro.
De aquel aventurero, lo que podía decir era que tenía pocas cicatrices y que su porte emanaba una cierta ingenuidad juvenil.
Las pezuñas del aventurero resonaron con pasos firmes mientras se acercaba a nosotros. Se notaba una ligera tensión en el aire debido a mi Gravedad Exudante, pero había logrado sobreponerse a ella. Tenía, sin duda, un corazón valiente.
Ya era primavera, así que quizá aquel aventurero había venido desde algún cantón cercano para hacerse un nombre. En lugar de un collar, alcancé a distinguir la placa de aventurero asomando por el cuello de su camisa (aparentemente) de segunda mano y mal ajustada. Era negra. Ajá, así que éramos sus seniors.
—¿Tú eres Ricitos de Oro?
—El mismo que viste y calza. Como ves, estoy disfrutando de un almuerzo tardío. ¿Qué necesitas?
—Je, qué sorpresa. No pensé que serías tan pequeño. Supongo que el poeta no mintió en ese sentido.
Los audhumbla solían medir más de dos metros, y este lo dejaba bien claro al plantarse frente a mí, invadiendo mi espacio personal. No hubo saludo formal, solo comentarios ociosos y una mirada evaluadora. Bastante grosero, si me preguntan.
Su voz era algo aguda, así que acerté al suponer que era joven. Probablemente él —pues su timbre ya había cambiado, pero aún no tenía la resonancia grave de Stefano Heilbronn— todavía no había alcanzado la adultez como audhumbla.
—Sí, —continuó—. Ya entiendo por qué la canción hablaba tanto de tu maldito cabello. Serías mejor tejiendo que peleando, ¿no?
Retiro lo dicho. No es «grosero»; es un patán.
Como nación multicultural, los derechos políticos del Imperio no estaban tan ligados al género —basta con ver que Lady Agripina era conde, no condesa—, pero las diferencias físicas y de conciencia social hacían que ciertos trabajos siguieran cargando con marcados roles de género.
Y el tejido era «trabajo de mujeres».
En resumen, aquel novato se me había acercado sin siquiera saludar y se burló de mí por (tomando prestado un poco del lenguaje de las redes sociales de mi vida pasada) «parecer un trapito». Cualquiera le habría dado un puñetazo, pero yo era un aventurero, así que, naturalmente, me contuve.
—Ey, ¿qué te pasa a ti, interrumpiendo la comida de alguien, eh?
Mientras yo meditaba mi siguiente movimiento, Siegfried perdió la paciencia. Se levantó con tal fuerza que la silla chirrió; antes de que pudiera decir algo, ya se había interpuesto entre nosotros.
—¿No conoces como hay que comportarse? ¿Cuál es tu rango, compa?
—Así que tú debes de ser Siegfried el Afortunado. ¡Ja! Sí, probablemente eso sea lo único que tienes a tu favor.
En ese instante, sentí que el aire cambiaba. No fue un cambio audible, como el sonido de una espada deslizándose en su vaina, sino una alteración sutil, imperceptible, que mis sentidos de espadachín entrenados captaron al instante.
La ira de Siegfried estaba a punto de hervir.
No podía culparlo: el comentario habría hecho enfadar a cualquiera. Al fin y al cabo, un hombre que no había visto en su vida acababa de decir que lo único bueno que tenía era algo totalmente fuera de su control.
Pude ver los músculos del brazo de mi compañero contraerse cuando su mano atrapó un tenedor cercano. Era de madera, pero, bien usado, podía hacer mucho daño.
—Sieg.
—¿Eh?
Me puse en pie y apoyé la mano en su codo para desactivar su rabia. El brazo estaba tenso. Sentí que si hubiera colocado la mano en otro sitio quizá no habría podido contenerlo. Llevaba horas entrenando, pero no podía menospreciar a mi puro luchador de primera línea en caso de un encontronazo físico.
—Cálmate. Podrías matar a alguien con eso.
—¿Qué pasa, viejo? ¡También estaba hablando mierda de ti! ¡¿Por qué me detienes?!
El audhumbla había retrocedido un paso. Pude ver el pensamiento pasando por su cabeza: si Ricitos de Oro no lo hubiera detenido, ahora estaría mortalmente herido o peor.
Por la sed de sangre de Siegfried, supuse que iba directo a los ojos. No importa de qué seas: no puedes entrenar esos para que sean más duros.
—Siegfried, me alegra que te enfades por mí.
—¡¿Qué demonios…?! ¡Que no me estoy enfadando por ti, carajo!
Mi compañero agarró mi camisa, pero pareció darse cuenta de algo ante mi sonrisa despreocupada. Me había visto ser ridiculizado, se había burlado él mismo por defenderme y estaba a punto de recurrir a los puños. Imposible que no entendiera que yo tenía razón.
Ahh, qué gran aliado hice en ti, colega.
La cara de Siegfried se puso rojo remolacha y soltó mi camisa con un empujón agresivo.
Gracias por este delicioso y adorable momentotsundere. Da igual si es chica o chico: es tierno igualmente.
—Pero escucha, Sieg, lo importante es que si montamos un escándalo, el Señor John no va a estar contento.
Señalé hacia la barra, y allí estaba, mirándonos con el ceño fruncido. Siegfried había pasado por lo suyo conmigo y sabía lo que ocurriría por molestar a un veterano guerrero.
—Oh… mierda.
El Señor John era un experto en ocultar lo fuerte que era. Ni yo tenía idea de hasta qué punto llegaba su fuerza. Una cosa quedaba clara: era mala noticia. En cualquier caso, no sería bueno que nos echaran de este lugar después de solo diez días, sobre todo tras todo el esfuerzo que habíamos hecho para entrar.
Había otra cosa. La más importante, de hecho.
—El orden es importante, Sieg. Mi turno va antes que el tuyo.
Ese aventurero me había buscado pelea primero. Prefería que mi amigo no me robara el derecho de tantear primero.
—‘Ta bien. Sigue tú.
—Tú y yo, detrás de los soportes para bicicletas… digo, al patio ahora. Si lo resolvemos fuera, al Señor John no le importará.
No esperé respuesta y me dirigí de inmediato al patio. Como casi todas las posadas, la Lobo de Plata Nevado tenía un espacio compartido al aire libre para colgar la ropa. Muchos aventureros lo usaban para entrenar o cocinar sus propias comidas.
—Bien, parece que tienes algunos reparos con mi apariencia, ¿por qué no lo resolvemos de una vez?
Vi unas ramitas en el suelo y le di una patada a una, lanzándola al aire. Era apenas un poco más larga que una daga común, pero más corta que una espada. Serviría.
—Vamos, pezuñas y cuernos, desenvaina tu espada, —dije mientras atrapaba la ramita y apuntaba al audhumbla con ella—. Tú fuiste quien vino hacia mí con una colgando del cinturón. ¿O solo la llevas de adorno?
No sería nada genial dejar que me pasara por encima, ni siquiera en sentido figurado. Más importante aún, éramos aventureros. No éramos burócratas que establecían jerarquías con palabras; éramos matones que dejaban que sus hojas hablaran por ellos.
—¿O solo sabes ladrar pero no morder? Si vas a burlarte de mi apariencia, permíteme hacer lo mismo: creo que estarías mejor tirando de un arado que empuñando una espada.
No podía dejar que este joven aventurero olvidara que, si uno lanza provocaciones, debe estar dispuesto a recibirlas también.
—¡Maldito engreí…!
—Vamos, sácala. ¿O acaso un simple trozo de leña en la mano de un tejedor te da tanto miedo?
Parecía que mis insultos finalmente le habían llegado. Desenvainó la espada larga que llevaba al cinto. Era una hoja tosca y mal afilada, pero pesada, del tipo que requeriría toda la fuerza de un mensch promedio para blandirla. Él, sin embargo, la sostenía con facilidad en una sola mano.
Tiene la apariencia, pero le falta técnica. Si la sostiene con una mano, debería tener un pie adelante y el otro atrás. O usar la izquierda para apoyar la hoja y darle impulso.
A mis ojos, estaba completamente abierto, rogando que lo golpeara en cualquier parte.
—¡Cuando te derribe, no olvides que tú lo pediste, enano!
—Tranquilo, grandote. No importa lo fuerte que sea el arma si no acierta. Vamos, ven, si te crees tan valiente.
Eché el pie izquierdo hacia atrás y me preparé para recibirlo. Giré la ramita en mi mano derecha e hice un gesto con la izquierda para provocarlo. Joven y de mecha corta, cargó contra mí. Su primer golpe fue un simple tajo descendente. Probablemente autoenseñado.
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