Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo

Vol. 9 Canto 1. Verano del Decimosexto Año Parte 3

 

Vivir en este mundo me hizo darme cuenta de lo difícil que debía ser cometer crímenes en el Japón moderno.

—¡Po-por favor! ¡Déjame ir!

Al fin y al cabo, en mi antiguo mundo había cámaras de seguridad por todas partes, la mayoría de los autos tenían cámaras incorporadas, y todos los medios de transporte de larga distancia contaban con medidas de seguridad. Tampoco podías subestimar a la policía: podían usar las cámaras de tiendas y casas para fijar la mirada en cualquier incauto incluso si no tenían imágenes de la escena en sí. El anonimato era lo que te mantenía con vida cuando la ley te buscaba, y en mi viejo mundo, ese era un recurso que se agotaba rápidamente para la mayoría.

—¡Te-te lo ruego! ¡Su-suéltame! ¡Ya dije que lo siento, ¿sí?!

—Sí, sí; deja de moverte o harás que me equivoque.

Para escapar de algo allí, tenías que abrirte paso entre una red cada vez más densa de cámaras y algoritmos de reconocimiento facial. Eso hacía la vida más segura para quienes seguían el camino recto: casi nadie desaparecía sin más, y los criminales más descarados nunca pasaban desapercibidos.

Supuse que la forma más común de identificar a un criminal en el Imperio era mediante retratos para carteles de «se busca». Eran todo menos perfectos. La interpretación del artista y la memoria borrosa de los testigos hacían que el resultado final estuviera siempre a varios pasos de distancia del rostro real.

—¡Te lo suplico! ¡No me mates!

—No te voy a matar.

No podías confiar en tácticas de «empuje humano» para dar con un desconocido al azar; a menos que tu objetivo tuviera algún rasgo realmente distintivo, era muy difícil seguirle el rastro una vez que escapaba de tu jurisdicción local. Había casos en los que atraparon a idiotas que regresaron a sus pueblos por nostalgia o porque las cosas no les resultaron en tierras lejanas.

Solo en el siglo pasado los países empezaron a cooperar para intercambiar criminales a nivel internacional en la Tierra; eso por sí solo explicaba cuánta ventaja daba la distancia en este mundo.

Si querías asegurarte de una huida perfecta, podías usar magia o milagros para borrar tus huellas, pero si solo eras un delincuente de poca monta, tenías que pagar una fortuna para que un profesional lo hiciera por ti. Y esa transacción dependía por completo de la confianza. Si no sabías nada de magia, no había manera segura de comprobar si el hechizo funcionó de verdad. Por supuesto, si funcionaba, tarde o temprano el maná residual desaparecía, y quienes te buscaban podían terminar señalando al tipo equivocado, dejándote libre de polvo y paja. Aun así, cualquier huida tenía sus propios problemas.

Aunque existían muchos caminos, no había tal cosa como una fuga perfecta, y ese pensamiento se te quedaba grabado .

—Odiaría ganarme la fama de ser el tipo que mata a alguien en un arrebato, incluso si se trata de un rastrero estafador.

Había verdaderos profesionales allá afuera, gente capaz de Atrapar Siempre a Su Hombre. Eran prototipos del clásico Gran Detective: maestros del trabajo de campo, la lógica y la investigación; estudiosos del alma humana y todos sus impulsos involuntarios; auténticos zahoríes, capaces de encontrar a su presa sin una gota de maná. Últimamente, yo había contratado a uno de esos genios.

—El agua ya está bien caliente.

—Muchas gracias, Margit.

—¡Ayuda! ¡Ayuudaaa! ¡¿Qué demonios piensan hacerme?!

Puede que hayas notado a cierto individuo interrumpiendo mi pequeño monólogo interno. Schnee había atrapado a esta miserable víbora en apenas cinco días. Mantuvo sus métodos en secreto —tenía que proteger su modo de vida, después de todo—, pero me contó que había visto a cierto sujeto rubio despilfarrando dinero con su gran derroche en un pueblo cercano de unas ochocientas personas. Me llevé a mis aterradores miembros del clan, lo rodeamos y lo arrastramos de vuelta a Marsheim.

Schnee era de verdad impresionante. Hizo un boceto con su retrato y encontró su escondite a una velocidad récord. Me maravilló su eficiencia y agradecí lo fácil que era trabajar con ella.

—¡Vamos ya, te dije que no te iba a matar! Solo haremos una pequeña exhibición pública.

Nos habíamos reunido en la Plaza Imperial Adrian. Era pleno día, y el sol brillaba alegremente sobre el jardín cercano de la Asociación de Aventureros. Ya había empezado a formarse una multitud, curiosa por ver qué ocurría, pero no corría peligro de que los guardias vinieran a detenernos. Después de todo, me había asegurado de obtener permiso explícito para llevar a cabo este pequeño castigo público.

El nombre de un aventurero era lo único que tenía. La Asociación, que trabajaba con nosotros, también sufriría si sus jornaleros eran difamados injustamente y surgían imitadores que arrastraran sus nombres por el barro. Si no asumían su propia responsabilidad en asuntos como este, sería malo para el negocio. Me concedieron permiso para limpiar mi nombre y tomar las medidas que considerara necesarias, siempre y cuando no lo matara; ese era el acuerdo que había firmado.

En cierto modo, la Asociación prefería no meter las manos en los asuntos entre aventureros. El único castigo por peleas entre ellos era una multa monetaria, porque no querían lidiar con papeleo innecesario. Así los aventureros podían darse de golpes, resolver su disputa, pagar y seguir adelante. Era el método con menos trabajo administrativo.

El Imperio de Rhine era un país enorme, pero a veces se comportaba como un pequeño estado perezoso.

En fin, lo que iba a realizar hoy no era una ejecución, sino un espectáculo público para humillar a este estafador y enseñarle a no volver a meterse con los aventureros. Un simple tirón de orejas no bastaba: tenía que arrepentirse de verdad.

—Muy bien, Etan, Mathieu, sujétenlo.

—¡Deténganse! ¡PÁRENSEEE!

No planeaba destrozarle el cuerpo ni nada parecido, así que lo había atado a una camilla. Aun así, viejo , cómo le gustaba retorcerse. Era como un pez boqueando por regresar al mar, pero sin esperanza alguna de volver al agua. Lo siento, compa, te van a echar directo a la olla.

Esparcí cierto polvo especial sobre la cabeza del tonto mientras mis dos novatos lo mantenían firme y luego le vacié encima el balde de agua caliente. Froté el polvo en su cabello y después di un buen tirón. Salió en un movimiento limpio, como una hierba arrancada de raíz, dejando una brillante cabeza calva en su lugar.

—¡Gwaaagh! —gritó el idiota.

Un murmullo recorrió a la multitud. Muchos de los presentes, consciente o inconscientemente, se llevaron las manos al cabello o a los sombreros.

—Puaj…

—Qué vista más fea.

—¡To-toda su cabellera se le cayó! ¿Va a quedar calvo para siempre?

—No-no puede ser…

Los aventureros solían sudar mucho y terminaban usando cascos. Aun así, mucha gente valoraba su pelo e intentaba cuidarlo, pese a las circunstancias.

—¡Guau! ¡Se le cayó de un tirón, tal como dijiste! —dije, maravillado.

—Ka-Kaya, ¿cómo pudiste crear algo tan cruel? —dijo Siegfried, con la voz temblorosa.

—Es más fácil destruir que crear. Esa es una lección universal que deberías tener presente, Dee, —respondió Kaya.

El polvo que había usado era la crema depilatoria especial de Kaya. Por supuesto, no le había pedido que la hiciera para hoy específicamente . Tanto hombres como mujeres del Imperio se consideraban civilizados y, por lo mismo, trabajaban para eliminar el vello sobrante. Algunos usaban exfoliantes en los baños o acudían a especialistas; Kaya, en cambio, preparó su propia fórmula. Yo le había comprado una botella, y de verdad hacía la depilación un paseo. Lo espolvoreas, agregas agua caliente y listo: piel suave como la seda.

La mezcla de Kaya estaba diseñada para no activarse a menos que recibiera energía del agua caliente, así que, aunque nos cayó algo de espuma, mientras siguiéramos secos no había riesgo alguno para los pelos de nuestras propias cabezas.

No conocía ningún método para acelerar el crecimiento del cabello en este mundo.

—¡¿Qué me hiciste?! ¡Suéltame! ¡POR FAVOOOOR!

—Sí, sí, ya, basta de quejarte. Esto es lo que te mereces. Espero que aprendas la lección.

Al ser el primero en usar mi nombre con fines ilícitos, este ladrón se había convertido en ejemplo para los demás. Castigar a uno para disuadir a cien era un principio bastante común. Obviamente, matarlo estaba descartado —eso haría que yo quedara mal—, así que esta había sido la mejor forma que encontré de mostrar lo que pasaba si te metías con Erich, Ricitos de Oro.

Dado que este tipo había usado mi cabello para estafar, bueno, claramente no lo merecía más. Era un poquito medieval —esa mentalidad de cortarle la mano a un ladrón para que no volviera a robar—, pero yo estaba siendo prácticamente un santo. El pelo vuelve a crecer. Las extremidades, no. La poción de Kaya era completamente natural, así que podría decirse que fui tan benevolente como un bodhisattva.

—Ya deja de llorar. ¡No soy un demonio! Te dejé las cejas intactas.

—¡¿QUÉ?! ¡Eres malvado! ¡A-admito que fingí ser tú, pero no te robé a ti el dinero, ¿o sí?!

—¿Tienes el descaro de contradecirme y refutar el delito? Lo siento, pero parece que no has aprendido nada.

—¡¿Ah?!

Solo para darte el contexto necesario: la gente calva —si no era por motivos naturales— era tratada un poco como marginada social. En algunas regiones incluso rapaban la cabeza como castigo y marca visible de lo que alguien había hecho.

Por desgracia, ser todo un cabeza rapada solo le quedaba bien a un puñado muy pequeño de personas. La cabeza del Señor Hansel estaba cuidadosamente afeitada, así que, siendo honestos, le quedaba bastante bien, pero la calvicie voluntaria era tan rara que se había vuelto famoso por ello, igual que en su momento el Arzobispo Lempel, «el Calvo».

Había preparado una segunda fase dependiendo de qué tan arrepentido se mostrara; su actitud problemática indicaba que hoy no iba a marcharse solo con la cabeza rapada.

—Siegfried, trae la cuerda.

—¿En serio? ¿De verdad vamos a hacer esto?

La escena ya es bastante desagradable, lo sé, pero no puedes ser blando con alguien que no está dispuesto a aprender de sus errores, Sieg. Si me hacía conocido como el tipo que dejó ir a alguien que usó mi nombre para fines ilícitos, entonces pronto me vería inundado de imitadores. Yo estaba totalmente a favor de un castigo cruel e inusual, siempre que realmente funcionara como disuasivo y no pusiera en peligro la vida de nadie.

No solo eso, estaba seguro de que era nuestro hombre. Había intentado escapar en cuanto me vio, y durante un interrogatorio completamente indoloro confesó todo lo que había hecho. Tampoco había inventado una historia para liberarse: coincidía con el relato de Guido. Así que ahora tenía que llevar esto hasta el final. Necesitaba que toda Ende Erde entendiera, una vez más, que yo era alguien con quien no debían meterse. Otra vez.

—Ohh, está tan suave. Tu cabeza parece un huevo cocido, —dije.

—No digas eso, viejo, —murmuró Siegfried al entregarme la cuerda—. No voy a poder comer huevos por días…

—¡Mi cabello! ¡MI CABELLO!

Había usado el resto del agua para lavar la espuma restante y los últimos mechones. Su cabeza calva estaba a la vista de todos. No tenía ese tono azulado que dejaba un rapado con máquina; después de todo, el cabello se había arrancado desde la raíz.

Kaya realmente había preparado algo increíble. ¿Podría reformularlo para desplumar gallinas, quizá? Podría agilizar muchísimo la cocina. Pensé en hablar con ella más tarde sobre vender la patente… Eeespera; un momento , me detuve. Esto era demasiado poderoso como para dejarlo al alcance de cualquiera. Alguien podría untárselo en la cabeza a su enemigo. Para algunas personas, una muerte social por arruinar su apariencia era peor que la muerte real.

—Muy bien, es hora. ¡Cuélguenlo, chicos!

—De verdad eres un tipo sin corazón… —murmuró Siegfried.

A pesar de sus quejas, yo era el agraviado, y así colgué a este calvo cabeza abajo de un farol mágico con un cartel que decía: «Soy un gran bastardo que se hace pasar por otros».

—Venga, camarada. Imagina que alguien usara tu buen nombre para robarle dinero a un anciano y luego aprovecharse de una pobre joven. Imagina los dedos señalándote mientras la gente empieza a pensar cada vez peor de ti.

—Ugh, sí, probablemente apuñalaría al tipo, es cierto. Pero creo que lo que estás haciendo tú es más cruel que eso, para ser sincero.

No era un hombre cruel sin motivo. Una persona solo podía quedarse en esa posición unas dos horas más o menos; más tiempo y la sangre acumulada en la cabeza podría lastimarlo o matarlo. Lo dejaría allí unos diez minutos, y si aún no aprendía la lección, entonces le daría una rotación bien lenta para un descanso minúsculo antes de volver a ponerle los pies al aire otros diez. Me aseguraría de vigilarlo mientras siguiera sin arrepentirse.

Irónicamente, la amabilidad era lo único que podía arruinar todo esto. Un famoso espadachín amante de las carpas koi enfatizaba la importancia del mensaje que transmitía un acto.

—Matar no sirve, Sieg. Eso me dejaría mal parado a . Tenemos que asegurarnos de que la gente que está mirando pueda reírse de la arrogancia de este tipo, no fruncir el ceño ante nuestra crueldad. Si nos pasamos, haremos que la Hermandad de la Espada parezca cruel e injusta.

Yo era un alma mucho más amable que las personas de las que había tomado inspiración. Él no tendría ninguna herida duradera, ninguna deformidad: solo una cabeza calva a la que volvería a crecerle el pelo. Solo tendría que mantener un perfil bajo por un tiempo. Si quería, podía irse a uno o dos territorios más allá y empezar una nueva vida en un pueblo donde nadie conociera su nombre. Aquí no existían las redes sociales ni las fotografías; era fácil hacerlo. Incluso con este espectáculo, no tendría ni la mitad de la influencia duradera que tuvo la noche de justa destrucción de Fidelio. Aun así, impediría que cualquiera intentara hacer lo que este tonto lampiño había hecho.

—Si yo fuera él, probablemente me cortaría la garganta de la pura vergüenza, —comentó Siegfried, mirando al hombre colgado.

—Ese tipo de gente no tiene las agallas para eso. Es un estafador que tiene bonita labia; alguien que evita la responsabilidad. Pero relájate. Solo mira el espectáculo, ¿sí?

Me preocupaba un poco que algunas de las personas presentes lo observaran con un toque más de preocupación que de burla —se sentía distinto del alboroto y los gritos que, según decían, solían escucharse en las ejecuciones públicas—, pero aquello palidecía ante la satisfacción que sentía por un trabajo bien hecho.

—Buen trabajo, —le dije a Schnee.

—¡Ay, caray…! ¿Otra ve’ me de’cubri’te? ¿Cuánto duró e’ta ve’?

La bubastisiana de pelaje blanco había venido a evaluar los frutos de su labor; pude ver cómo sus orejas se aplanaban con desánimo cuando le hablé.

—Debo decir que me impresiona bastante, —susurró Margit en mi oído.

Un cumplido de Margit significaba que mi hermosa exploradora creía que las habilidades de Schnee para desvanecerse en el aire o entre una multitud quizá fueran mejores que las suyas. Schnee tenía sus propias ventajas raciales: los bubastisianos eran tan ágiles como sus contrapartes felinas. Muchos solían ser nerviosos o se aburrían fácilmente, así que la gente olvidaba que eran cazadores expertos.

—¿¡Pero qué demonios…?! ¿Cuándo llegaste?! —exclamó Siegfried, dando un paso atrás—. Tu pelaje es tan blanco… mujer, tienes habilidades para desaparecer así cuando deberías ser la más visible de todas.

—¡Pero cuando está oscuro resalto más que un pulgar golpeado! Jii jii, estoy bien emocionada de estar trabajando con usted también, Señor Subcomandante.

La bubastisiana movió su cola mientras observaba la escena tan dispareja: Kaya explicándole amablemente a Sieg lo que significaba estar «hasta arriba de sustancias», y un hombre calvo boca abajo gritándome maldiciones.

—Tengo que decirlo, Erich: piensa’ la’ cosa’ má’ condenadamente graciosa’.

—Pensé que montar un espectáculo era mejor que cobrarme en sangre. Me pregunto cuánto tiempo seguirá gritando que me va a convertir en tiras…

—Supongo que aguantará una buena media hora. Era un pe’ chico, casi ni valía la pena perseguirlo, —dijo Schnee con un suspiro.

Tenía razón, por supuesto. Era un rufián de poca monta que había cometido una cadena de delitos menores además de perjurio. Incluso tenía una marca criminal de otra región. Cuando Schnee me entregó sus notas sobre él, se preguntó qué suponía yo ganar persiguiendo a alguien tan insignificante.

A mis ojos, era el ejemplo perfecto para dar. Si hubiera sido un tiburón en vez de un pececillo, no habría sido tan fácil de cocinar. Si alguien de una organización peligrosa o de alguna familia noble hubiera sido quien me estaba suplantando, entonces habría tenido que cambiar de estrategia. Todo este ritual público olía demasiado a cosa de aventureros.

Él trabajaba solo, y eso significaba que no tenía que preocuparme de que llamara refuerzos contra mí. Lo único que podía hacer era gritar que me mataría, sabiendo perfectamente que nunca podría llevarlo a cabo. Yo estaría a salvo, aunque sí sentía un poco de pena por otros desafortunados calvos que se parecieran a él y que podrían ser confundidos con un mujeriego. Supongo que era algo bueno que hubiera tan poca gente calva.

—Fue un co’quilleo en mis bigote’ lo que me hizo hablar contigo, pero debo deci’ que parece que debería confiar má’ en nue’tro gran ance’tro.

Por lo que sabía, los bubastisianos provenían de un país divino en el continente del sur que alguna vez poseyó un gran poder, pero que lo había perdido en la era actual. Había un dios felino de esa nación que aún ejercía una influencia considerable, y muchos teólogos suponían que los Señores Gato que vivían en todo el Imperio estaban relacionados con él… tal vez seres divinos de rango menor que se habían separado de ese panteón.

En cualquier caso, los bubastisianos tenían buenos instintos.

—No e’toy segura de en cuál de mi’ nueve vida’ voy ahora, pero apue’to a que he gana0o algunos puntos trabajando contigo.

Sus creencias religiosas y sus actitudes hacia la vida y la muerte eran más complejas que las nuestras. Podían comunicarse con gatos inteligentes y los consideraban sus iguales. Los bubastisianos creían que existía la posibilidad de renacer como un Señor Gato al reencarnarse en su novena vida. No era un sistema de creencias formalizado; era más bien una de esas ideas que se incrustan en la gente a nivel molecular.

Yo no era el tipo de persona que se burlara de las creencias populares. Después de ver cómo la bellota del Señor Gato germinaba segundos después de caer en el suelo de aquella montaña estéril en Zeufar, me aseguré de mantener la mente abierta. Me pregunté entonces si su dios tenía una pata puesta sobre el telar de mi destino.

—Sé que estabas buscando trabajo tanto como yo buscaba un informante. ¿Qué opinas? ¿Cumplo con lo que esperas de un empleador? —pregunté.

—No pue’o dejar de sonreí’ con todo e’te e’pectáculo. Ere’ má’ que interesante. Lo que quiero sabe’ es si tú está’ sati’fecho con mi trabajo.

—Creo que ya demostré mi satisfacción por medios más materiales.

Al decir esto, Schnee empezó a temblar de una forma particular. No estaba adolorida ni nada; era una manera exclusivamente bubastisiana de reír. Muchos de su raza encontraban difícil hablar en el estándar imperial, y aun quienes dominaban nuestro idioma no usaban las cuerdas vocales para reír. Shymar era hablante nativa del rhiniano, así que reía como nosotros, pero Adham reía como Schnee.

—Ahí sí que me gana’te. No hay gato en el mundo que pueda’ soborna’ solo con mone’as brillante’, pero una chica tiene que paga’ su cena. Mucha’ gracia’, Erich.

Satisfecha, Schnee alzó la cola mientras se deslizaba entre la multitud y desaparecía de la vista. Era como ver disiparse una neblina hasta convertirse en nada.

—Es difícil de retener, ¿no? Felina en más de un sentido, —comentó Margit.

—Totalmente de acuerdo. No se parece en nada a Shymar.

—Me pregunto si Schnee es más representativa de los bubastisianos…

Cada persona era distinta. Era un hecho simple del mundo. No todos los rhinianos eran unos obsesionados con la eficiencia, sin humor y maniáticos del orden. No todos los isleños eran carnívoros ruidosos. No todos en Seine estaban obsesionados con los placeres materiales.

—¡Maldito BASTARDO! ¡Tu cabeza es mía! ¡Voy a decorar tu tumba con tus tripas!

¿Qué era lo que decían en mi viejo mundo? «Los engranajes de la justicia giran lento, pero muelen extremadamente fino». Me sentí satisfecho al escuchar cómo disminuía poco a poco el vigor de los gritos del idiota mientras resonaban en la Plaza Imperial Adrian.

Por lo que podía ver, desde ese día en adelante nadie volvió a atreverse a hacerse pasar por Erich, Ricitos de Oro. Muy bien. Como decían: «El gato está en su rayo de sol, y todo está bien en el mundo»… 

 

[Consejos] Los bubastisianos tienen una creencia religiosa basada en las nueve vidas, una tradición que probablemente proviene del folclore felino más amplio.

Si el alma de un gato logra acumular suficientes actos virtuosos a lo largo de ocho vidas, se dice que alcanzará la iluminación en su novena y renacerá como un dios. A pesar de la diferencia de tamaño y forma, los bubastisianos consideran a los gatos como sus iguales y describen la muerte como «cambiar de pelaje». Tales ideas de reencarnación son raras en el Imperio. 

 

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