Remake Our Life!
Vol. 11 Prólogo. Días que ya Pasaron
Cuando era niño, mis padres se divorciaron.
Por lo que recuerdo, ya en la primaria mi madre no vivía en casa. Nunca llegué a preguntar por qué se separó de mi padre.
Pero, en aquel entonces, yo no tenía forma de entender esas cosas. Solo mi padre que trabajaba en silencio, los parientes que me miraban con cierta compasión y una casa vacía fueron lo que me mostraron la realidad de la situación con toda claridad.
Las clases de la escuela primaria terminaban pasada la hora del almuerzo, y volvía a casa. Ese lapso de tiempo hasta la noche me resultaba insoportable.
—Ya llegué, —decía al abrir la puerta con mi propia llave y llamar hacia el interior. Por supuesto, nunca había respuesta.
El trabajo de mi padre era exigente, y muchas noches llegaba muy tarde. A veces mi abuela o mi tía, que vivían cerca, se quedaban en casa conmigo, pero la mayoría del tiempo estaba solo. Si hubiera estado mi hermana, quizá habría tenido con quién hablar, pero ella nunca volvía hasta el anochecer. Desde pequeña había sido muy sociable y prefería pasar el tiempo jugando afuera con sus amigos.
Atravesaba la casa vacía sin detenerme, tratando de no pensar demasiado en la situación, y me refugiaba en mi habitación. Especialmente, no quería quedarme en la sala de estar. Permanecer allí solo, en el lugar que representaba a la familia, me resultaba demasiado doloroso.
Entraba en mi habitación de seis tatamis y cerraba con llave la puerta. No era que hiciera falta —nadie más estaba allí—, pero para mí era una especie de ritual, una forma de crear mi propio espacio.
Exhalaba un suspiro y encendía el televisor.
Aunque la antena estaba conectada, casi nunca cambiaba de canal. La pantalla siempre quedaba fija en la entrada de video externo.
Extendía la mano bajo el mueble del televisor y, con un gesto familiar, presionaba el interruptor de la consola. Con un clic satisfactorio, la pantalla de tubo de rayos catódicos se iluminaba por un instante antes de mostrar vagamente el logotipo del sistema.
A partir de ese momento, el mundo era solo mío.
En aquel tiempo, lo que más me gustaba eran los juegos de rol. Era una serie de RPG que más tarde sería considerada una obra maestra eterna. Aunque sus mazmorras resultaban algo difíciles para un niño de primaria, yo las intentaba una y otra vez. Sin querer depender de las guías, desarrollé la costumbre de hacer mis propios mapas y tomar notas con todo lo que descubría.
Jugaba sin distinción a todo tipo de juegos: de acción, aventura, rompecabezas… Me gustaban todos por igual. Justo por entonces, la industria del videojuego vivía una era de oro, una época de competencia feroz entre nuevas consolas, donde casi cada mes salía un título del que todo el mundo hablaba.
Cuando me cansaba de jugar, tomaba un manga. Era la época dorada de las revistas semanales, y aunque las compraba con regularidad, también seguía las obras populares a través de los tomos recopilatorios. Al crecer un poco, comencé a interesarme por las novelas ligeras. Las novelas que leíamos en la escuela me parecían demasiado rígidas y lejanas, pero las historias protagonizadas por chicos de mi edad, que vivían aventuras y se enfrentaban a desafíos, me resultaban irresistiblemente atractivas, y me mostraban un mundo distinto al del manga. Cuando terminaba de leer todas las novelas que tenía a mano, salía un nuevo juego, y volvía a perder la noción del tiempo mientras lo jugaba.
Al llegar a la secundaria, y más tarde al convertirme en estudiante de preparatoria, empecé a alejarme un poco de ese tipo de entretenimiento. Me atraían cosas nuevas, como las películas y series live-action , o la música; además, con la expansión de internet, las opciones para distraerse se habían multiplicado.
Aun así, para mí, los videojuegos, los mangas y las novelas ligeras siguieron ocupando un lugar especial. Durante mi infancia, habían sido ellos quienes me habían sostenido. Por eso, el televisor seguía siempre conectado a la entrada de video externo, y jamás vendí a tiendas de segunda mano los mangas que había leído ni los juegos que había jugado una y otra vez; los mantenía conmigo, a mi lado.
Aquellas obras que habían estremecido y calentado mi corazón helado, envolviéndolo con su fuerza, me habían dado vida. Con el tiempo, empecé a preguntarme si no podría convertirme en alguien que creara ese tipo de historias, en lugar de solo recibirlas. Era una admiración pura, como la de un muchacho anónimo que sueña con ser héroe en un relato; algo completamente natural.
Sin embargo, mis profesores y mi padre se opusieron. Me hablaron de lo difícil que era ese mundo, de cuán pocos lograban tener éxito y de lo duro que era sostener una vida real dentro de él. Incluso en aquellos años en los que rebosaba de sueños y esperanzas, aquellas palabras llenas de realismo enfriaron poco a poco mi entusiasmo. Presentarme al examen de ingreso de una universidad de arte fue apenas un pequeño acto de rebeldía; en el fondo, ya casi no quedaba en mí la intención de convertirme en creador.
Y así, elegí el camino normal, me desvié a medias de mi rumbo y sufrí un gran fracaso. Cuando ya creía que no me quedaba ni una pizca de posibilidad, de pronto, atravesé un desliz en el tiempo a diez años al pasado.
Pensé que era el destino. Creí que, después de todo, sí había una posibilidad. Además, conservaba parte de mis recuerdos, e incluso tenía la capacidad de hacer cosas que podrían considerarse trampas, ventajas imposibles. Fui elegido. Estaba allí porque había sido elegido. Quise volcar todos los sentimientos que había acumulado hacia el mundo del entretenimiento en obras y personas, y así recuperar la pasión que había perdido.
Hubo momentos en los que, por grandes error, casi arruiné el futuro de mis amigos, pero de algún modo logré corregir el rumbo, y conseguí guiar a todos sanos y salvos hacia la corriente principal de lo creativo.
Cambiar el futuro y tratar de forjar un lugar donde uno pertenece significaba influir en las personas que originalmente debían estar allí. Al pensar en todos y tratar de evitar los efectos negativos de mi presencia, empecé a verme a mí mismo como un estorbo. Aun cargando con esa gran contradicción, me mantuve fiel a mi ego. Creí que podía hacerlo. Por el bien de lo que yo quería lograr, seguí adelante, guiando a los demás mientras avanzaba hacia mi meta.
Pero lo comprendí. Tenía límites. Mis posibilidades se habían agotado a mitad de camino.
Fue inesperado. Pensé que sentiría una tristeza más profunda o una frustración más amarga. Sin embargo, me di cuenta de que comprendía mucho mejor de lo que creía lo que había dentro de mí. Podía ver con claridad lo que había acumulado hasta entonces y lo poco que aún me quedaba por crear.
Aquel día, justo después de anunciarlo frente a todos en el restaurante familiar, apagué el interruptor por completo. Era el proceso de regresar del mundo de los sueños al de la realidad. Se sentía igual que cuando, de niño, apagaba la consola después de jugar. No podía quedarme en ese mundo para siempre. La vida no funcionaba tan convenientemente. Fue el momento en que, tras cuatro años, la sensación de incomodidad que se me había adherido finalmente se convirtió en realidad.
Cumplí con lo que debía hacer con calma y empecé mi mudanza al mundo real. Para cuando llegó la graduación, ya había redibujado todas las líneas.
Y entonces volví a estar solo.
El tiempo había regresado al punto original, al año 2016, antes de que yo retrocediera.
◇
Frente a mí vibraba el teléfono móvil.
Era el último modelo, presentado con gran fanfarria por un fabricante estadounidense apenas ese septiembre. Con aquel dispositivo podía tomar fotos y grabar videos, editarlos, y usar una infinidad de aplicaciones. Como ahora era posible hablar a través de aplicaciones, ya casi nadie sufría por las tarifas telefónicas como antes.
Hoy en día, mis amigos más cercanos, por supuesto, me llamaban a través de esas apps.
Sin embargo, la llamada entrante provenía de mi antiguo proveedor, lo que solo podía significar una cosa: o era alguien del trabajo, o alguien con quien no hablaba desde hacía mucho tiempo, alguien con quien no tenía contacto a través de aplicaciones.
Y entonces supe, al ver el nombre que aparecía en la pantalla, que se trataba del segundo caso.
Eiko Kawasegawa.
Era una chica con la que había tenido mucha cercanía durante la universidad. Hablábamos con frecuencia, nos pedíamos consejos mutuamente, y también nos desahogábamos el uno con el otro muchas veces.
Pero después de graduarnos y tomar caminos distintos, comenzamos a distanciarnos poco a poco. Las conversaciones semanales se volvieron mensuales, luego se redujeron a simples saludos de cambio de estación, hasta que finalmente cesaron por completo.
Siempre era ella quien tomaba la iniciativa de escribirme. A mí, por alguna razón, me costaba hacerlo, y con el tiempo, los intervalos entre un contacto y otro se fueron haciendo más largos. No era que la odiara ni nada por el estilo; simplemente, al ir quedando con menos temas en común, las conversaciones se volvían cada vez más difíciles de sostener.
Durante la universidad podíamos hablar por horas, sin cansarnos. Aquellas charlas que se extendían sin fin sobre el mundo creativo con solo una taza de café se habían convertido, con el tiempo, en conversaciones de apenas diez minutos en las que ya surgían silencios incómodos, hasta que eso empezó a resultar una carga.
Y ahora, un mensaje de ella.
—¿Una reunión de exalumnos? No, nunca escuché nada de eso…
Murmuré para mí mismo, tratando de confirmar lo obvio. Entre los compañeros de nuestra clase nunca hubo la intención de organizar algo así. Éramos amigos, sí, pero no del tipo que se reunirían sin motivo solo para rememorar el pasado.
Entonces, ¿por qué?
—¿Le habrá… pasado algo a alguien…?
Era lo primero que se me venía a la mente al recibir un mensaje de una vieja amiga. No quería pensar en ello, pero con la adultez también llegaban las malas noticias con más frecuencia.
Si era así, entonces tenía sentido que me contactara después de tanto tiempo.
Tomé el teléfono y estiré el dedo hacia el botón verde de llamada, pero…
—…¿Eh?
La llamada se cortó antes de que pudiera responder. El teléfono volvió a la pantalla principal como si nada, dejando solo un punto rojo junto al icono de llamadas, como una pequeña picadura que indicaba la llamada perdida.
—¿No iba a contestar?
Alzando la vista sobresaltado, vi a Mineyama-san mirándome con expresión curiosa.
—Ah, sí… era una llamada sin identificación, así que preferí no hacerlo.
—Ya veo. Bueno, si usted lo dice, —respondió, sin darle demasiada importancia, y regresó a su asiento.
Me dejé caer lentamente en la silla y volví a mirar la pantalla del teléfono.
En el registro de llamadas, su nombre seguía allí, sin duda alguna.
Eiko Kawasegawa.
Aquel nombre, más allá de representar a una antigua compañera universitaria, tenía un significado que me interpelaba inevitablemente. Y sabía que si me detenía a pensar siquiera un poco en lo que ese significado implicaba, perdería por completo las ganas de devolverle la llamada.
Podía tratarse de la desgracia de un amigo… o quizá de alguna celebración. Si su llamada solo tuviera que ver con algo así, con un asunto que se resolviera con una simple conversación, estaría bien. Pero si su propósito fuera otro…
Lo pensé. Si el mensaje de ella tuviera un significado especial. Si fuera un intento por traer de vuelta algo que habíamos dejado atrás en el pasado.
—No hay forma… ¿verdad? —Me burlé de mí mismo y solté el teléfono.
Todo había terminado en aquel entonces. Fui yo quien creó el punto de inflexión y quien eligió su camino. Y en efecto, había seguido adelante hacia otro mundo, dejando ciertos logros tras de mí, y por eso existía donde estaba ahora.
El pasado siempre tendía a idealizarse. No importaba cuánto hubiese dolido o cuánto lo hubiera odiado: una vez que pasaba, se convertía en experiencia y brillaba con luz propia. Este sentimiento ambiguo que ahora tenía seguramente era algo del mismo tipo.
Si aquel brillo de la «creación» que todos compartíamos en esos años reapareciera de pronto en este mundo, donde lo único que hacemos es enfrentarnos a la realidad, iluminándonos otra vez con su resplandor… sería algo hermoso, pensé. Pero, al final, no sería más que una forma de escapar.
A fin de cuentas, vivir aferrado al pasado era una falta de respeto hacia el presente.
—Si es algo importante, volverá a llamar.
Tomé el teléfono, lo guardé en el bolsillo como hacía siempre y me giré hacia mi empleada.
—Mineyama-san, ¿a qué hora era la próxima reunión?
—A las cuatro de la tarde. Le envié los documentos por el chat hace un rato, écheles un vistazo.
Le di las gracias y abrí el chat interno de la empresa desde el navegador.
Hice clic en el familiar icono rojo y comencé a leer los documentos desde el principio. Eran sobre la línea de productos de verano, las metas establecidas por el cliente y la información sobre el público objetivo al que querían llegar. Todos esos datos comenzaron a fluir en mi cabeza.
Entre las páginas, había algunas ilustraciones, seguramente sacadas de un banco de imágenes. Pero una de ellas —una chica de cabello corto y sudadera con capucha— me llamó la atención de una forma extraña.
Aunque, si la miraba bien, no se parecía en realidad, no pude evitar verla superpuesta con alguien más.
…¿Qué demonios me pasa?
Tal vez fue porque recordé la época universitaria. Su figura, la de aquella chica que siempre había estado creando, volvió a mi mente.
Pensándolo bien, durante los cuatro años de universidad, ella siempre había estado en el centro de todo para mí: fue el detonante, el motor, y también la presencia que marcó el final. Siempre estuvo allí.
Pero ya no estaba dentro de mí. A veces, como ahora, aparecía fugazmente en mis pensamientos para luego desvanecerse, pero ya no permanecía de forma constante.
Exhalé con fuerza y moví la cabeza de lado a lado. Me estaba distrayendo demasiado. A ese paso, podría terminar haciendo el ridículo en la reunión de la tarde.
—Concéntrate… tienes que concentrarte.
En aquella sala, donde unas veinte personas trabajaban una al lado de la otra, casi no se oía más que las voces de quienes atendían llamadas. Nadie había prohibido las charlas, pero el ambiente era tan serio y concentrado que, de manera natural, el lugar se llenaba de una tensión silenciosa.
Pero en ese momento, tenía ganas de escuchar una charla trivial, algo sin importancia. Me puse los auriculares, abrí en un sitio de videos una grabación del ambiente de una cafetería y me dejé llevar por aquel sonido.
Entre el murmullo del lugar, volví la vista a los documentos.
Pasé la página donde estaba la ilustración y dirigí la mirada hacia la sección con números y texto. Solo entonces mi mente comenzó, por fin, a volver al ritmo habitual del trabajo.
Si ella volvía a contactarme, pensaba limitarme a escuchar el motivo y cortar la conversación. Hablar de cómo estábamos ahora o de cosas del pasado solo nos haría sentir incómodos a ambos.
Y más que nada, yo mismo ya no me sentía capaz de enfrentar una charla así.
Después de todo, aquella historia ya había llegado a su final.
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