Optimizando al extremo mi build de juegos de rol de mesa en otro mundo
Vol. 9 Canto 1. Acto Intermedio
Soliloquio del Maestro del Juego
De vez en cuando, un Maestro del Juego puede encariñarse especialmente con un PNJ. Más allá de involucrarlo en la historia principal, a veces llega a crear montones de texto de trasfondo para él. En mesas donde la información de los personajes se comparte mediante servicios en la nube, los jugadores pueden tropezar con esos verdaderos tesoros. Si bien esto es positivo para la construcción del mundo, en ocasiones los jugadores pueden quedarse desconcertados por la enorme cantidad de cariño y tiempo que se vuelca en lo que, a sus ojos, no es más que un PNJ cualquiera.
Schnee no sabía nada de sus orígenes. Probablemente había nacido en Marsheim, pero no sabía exactamente dónde ni cuándo, ni siquiera quiénes habían sido sus padres. Lo único que sabía era que la habían encontrado abandonada en un callejón sucio, maullando sin parar.
Su familia adoptiva vivía siempre con el dinero justo, pero era rica de corazón. Su hogar se encontraba en un pequeño y acogedor barrio llamado el Sendero del Alcantarillado. Una buena parte del sistema de alcantarillado de Marsheim desembocaba allí; los vecinos, con la esperanza de no destrozarse los pies, habían dispuesto una red siempre cambiante y constantemente renovada de pasarelas hechas con tablones sueltos. El hedor del lugar mantenía a las autoridades y al dinero de la ciudad a distancia, de modo que el asentamiento precario había permanecido prácticamente igual durante generaciones.
No hacía falta decir que los habitantes no tenían grandes perspectivas. Al igual que los campamentos de tiendas fuera de la ciudad, era un nido para recién llegados sin un centavo y para quienes no podían —o no se atrevían— a dar el nombre de su lugar de origen o de sus padres legales. Aun así, no eran gente cruel. Encontraron en su corazón el acoger a aquel pequeño bulto de pelusa blanca, que en realidad no era mucho más grande que un gatito común.
Sendero del Alcantarillado no era un lugar para recibir educación, ni siquiera para adquirir un dominio seguro del rhiniano estándar, dado lo lejos y lo diverso de los lugares de donde provenía su gente. Aun así, pese al revoltijo de lenguas extranjeras entre las que crecería, la familia adoptiva de Schnee decidió darle un nombre que, según su mejor saber, sonaba apropiadamente rhiniano y reflejaba su pelaje blanco como la nieve. No tenían idea de las sombrías implicaciones del nombre: el frío doloroso de la nieve o su naturaleza efímera. Muchos de ellos jamás habían visto nieve.
Schnee atesoraba su nombre a pesar de las risas crueles que despertaba. Puede que hubiera nacido dentro de la sociedad de la gente humana y se viera obligada a lidiar con todo el sufrimiento que ello implicaba, pero la brevedad y dulzura de su nombre le resultaban un rasgo compartido con sus parientes felinos más pequeños. A la gente le gustaba poner nombres a los gatos basándose en la primera impresión, y así, en el Imperio, había gatos traviesos llamados Schelm o dulces llamados Hubsch; muchos gatos negros acababan llamándose Schwarz y los blancos, como era natural, solían ganarse el nombre de Weiss. Schnee no veía ninguna vergüenza en recibir el mismo trato. A la gente le caían mejor los callejeros y los salvajes que las personas en las mismas condiciones.
Schnee tuvo una infancia dura y marcada por la privación, pero fue criada , no simplemente tolerada. Su familia le enseñó a leer y a escribir pese a su rudo habla popular. Ella se sentía bendecida. Desde el Sendero del Alcantarillado se podía ver con bastante claridad la multitud de destinos peores que podrían haberle tocado.
Por suerte para Schnee, los bubastisianos podían tolerar la carne cruda y los alimentos en mal estado mejor que los mensch. Aquello que atrofiaba a sus pares le permitió a ella prosperar, al menos hasta cierto punto. Sus compañeros huérfanos provenían de una amplia variedad de razas: la pobreza no parecía mostrar favoritismo por ninguna en particular. Para cuando Schnee tenía ocho años, poseía la fuerza de un adulto. Los bubastisianos vivían, como mucho, unos cincuenta años, pero eso significaba que también se desarrollaban más rápido.
A pesar de la plétora de razas en Marsheim, ninguna parecía conocer el truco para adivinar la edad de un gato: se podía especular a partir de la calidad del pelaje o del tamaño, pero al final del día no dejaba de ser conjetura. Con Schnee no era más fácil. La mayoría ni siquiera lograba discernir su sexo. Desde muy temprano, nunca tuvo problemas para mezclarse entre gente mucho mayor que ella.
Más que nada, era su estatura lo que le permitía pasar inadvertida entre los adultos. Apenas tenía el porte de una niña de ocho años. Una vez más, a Schnee no le importaba, siempre y cuando eso significara que podía empezar a retribuir a su familia cuanto antes.
Podían vivir entre la mugre y la miseria, pero la gente del Sendero del Alcantarillado luchaba por llevar vidas rectas. Para Schnee, todo el barrio era como una gran familia. Era justo que ella devolviera algo a cambio. Toda su vida había estado definida por una comunidad en la que todos compartían lo poco que tenían.
Cuando por fin tuvo edad para hacer algo más que maullar, Schnee decidió buscar un trabajo más adecuado para una bubastisiana que robar o rebuscar. Los primeros encargos que aceptó no fueron más que control de plagas. Pagaban mal, pero nadie más quería hacerlos, así que la huérfana pronto encontró su nicho. Marsheim tenía una población densa y muchos escondrijos donde las alimañas se ocultaban y se reproducían. La mayoría estaba dispuesta a pagar unas cuantas monedas de bronce con tal de que el problema desapareciera.
Mientras trabajaba, Schnee notó algo. Cuando llamaba a la gente, a menudo se sobresaltaban. Incluso cuando estaba de pie frente a alguien, muchas veces la miraban como si atravesaran su figura. Por una razón u otra, a las personas les resultaba difícil captar su presencia. Su innata falta de presencia se veía aún más amortiguada por su paso silencioso (gracias a las almohadillas de sus patas), su olor casi inexistente (gracias a su acicalamiento) y algo inefable en la forma en que se movía.
Había comenzado su vida como una cosa diminuta hasta lo imperceptible, fácilmente aplastable bajo los pies. Para caminar por cualquier parte de Ende Erde, había tenido que aprender de memoria cómo no estorbar .
Aunque no comprendiera la lógica detrás de ello, la joven Schnee pronto dedujo que una chica con sus talentos podía obtener verdaderas ganancias.
—Escucha bien, Schnee. Por mu’ pequeñito que pare’ca algo, la gente trabaja’ora se ha roto el lomo pa’ ganarlo. No vaya’ a hace’ na’ por de’ajo de la mesa, ¿me oye’?
El Viejo Muñón, un caballero mensch que había recibido su apodo por la falta de su mano derecha, le había dicho a Schnee —y a cualquiera que quisiera escuchar— que robar a otro era el más grave de los pecados. Su mano había sido tomada como castigo justo y legal por hurtar; nadie conocía los detalles exactos, pero no podía haber valido más de nueve dracmas, o la ley le habría quitado el brazo. Y aunque Schnee solo llegaría a saber todo eso cuando fuera mayor, desde el principio se tomó sus palabras muy a pecho.
El mal solo engendraba mal: tal era el evangelio del Sendero del Alcantarillado, y por eso nunca se atrevió a poner un pie en el sendero oscuro.
Su comunidad entendía demasiado bien que el axioma moral de «primero, que no te atrapen » solo se aplicaba a quienes contaban con cierto colchón social; entre los suyos, cualquier tropiezo podía terminar en un arrepentimiento de por vida. Lo único a lo que podían aferrarse era a la perspectiva de una vida justa, aunque humilde.
—Schnee, ten cuidado con lo que dices, ¿sí? Las palabras son fáciles de decir, pero imposibles de retirar.
Así la había aconsejado una chica mayor, de cabello cortado al ras. Le había dicho a Schnee que nunca hablara mal del porte o la actitud de una persona, ni a su cara ni a sus espaldas. Había sido un desliz estúpido, y le había costado la cabellera que había apreciado y cuidado durante toda su vida.
—No te meta’ a pelear, a armar bronca ni a enzarza’te con la gente. Si la cagas, esto e’ lo que te pue’e pasar.
Así se lo había dicho un chico mayor, señalando los dientes delanteros que le faltaban. Los había perdido cuando intentó separar una pelea entre otros niños. Era un muchacho duro, y había salido victorioso y entero… pero unos días después lo emboscaron y le arrancaron los cuatro incisivos como penitencia.
—E’ un hecho triste de la vida que no puedes comprar confianza, amistad ni la vida de alguien con unas monedas sueltas. Pero sí puedes vender la tuya. Si vendes algo que no pue’es volver a comprar, entonces no vuelve jamás , —continuaban los consejos que recibía.
Adondequiera que uno fuera en el Sendero del Alcantarillado, siempre había familia que encontrar: personas marcadas, mutiladas o ambas cosas a la vez, y todas tenían algún tipo de lección moral que impartir: el tío tatuado, el joven con un solo ojo, la chica mayor con solo tres dedos. En la comunidad era práctica habitual no rehuir el propio pasado feo. Como todo lo demás, debía compartirse en beneficio de los vecinos y de los niños, para que nadie repitiera los mismos errores.
En el corazón de todas esas historias estaba la enseñanza de que no apartarse jamás del camino recto era la solución mejor y más sencilla.
Schnee nunca dudó de la verdad de esas lecciones, pero pensaba que aceptar las propias faltas y errores debía de ser muchísimo más difícil. ¿Cuán doloroso habría sido llevar en el cuerpo un recordatorio permanente de tu crimen, reevaluar cada día de tu vida? ¿Y luego ni siquiera avergonzarte o caer en la depresión, sino proclamar que no era más que el precio de tu propia necedad?
Schnee había jurado no manchar nunca sus manos con el mal y usar las habilidades que tenía para ganarse la vida de forma honesta. Su decisión fue dedicarse al comercio de rumores.
A menudo, Schnee escuchaba en secreto las canciones de la plaza. Sabía muy bien que la información podía alcanzar un precio elevado según a quién se vendiera. Los poetas y los agitadores siempre estaban hambrientos de una buena porción de chismes verificados.
Schnee obtuvo su primer pago al demostrar que el dueño de una taberna había sido acusado falsamente de rebajar sus bebidas con agua. Nunca olvidaría el generoso peso de las monedas de plata que le entregó el reportero del periódico.
La gente de Marsheim siempre tenía dinero de sobra para pagar por suciedad confiable. Pero nunca había tiempo suficiente para comprobarlo todo dos veces. El trabajo de campo, las interminables verificaciones del trasfondo de las fuentes, era un empleo completo en sí mismo. Había un mercado para la confianza, se dio cuenta Schnee. Todo el mundo quería un informante especializado: alguien que los mantuviera un paso por delante de sus rivales y libres de dudas.
Por supuesto, recordaba el consejo de su amiga de cabello cortado al ras y siempre se aseguraba de mantenerse bien alejada del mundo del escándalo. Habría estado más que capacitada para colarse incluso en las mansiones mejor custodiadas y reunir todo tipo de suciedad sobre los amoríos y las vidas íntimas de diversos nobles, pero ese no era el trabajo recto que ella valoraba.
Schnee estaba contenta con su pelaje —su vida actual, en términos bubastisianos— y con su ciudad. Se había impuesto la misión de no traer jamás vergüenza a su familia y de asegurarse de que Marsheim siempre estuviera repleta de rincones acogedores donde echar la siesta.
Habían pasado quizá dos años desde que comenzó su carrera como informante cuando ocurrió. Tenía diez años y se sentía orgullosa del trabajo que hacía; no había metido la nariz ni una sola vez en un asunto turbio, ni siquiera cuando la recompensa era grande, y aun así nunca olvidaría aquel verano. El calor era sofocante; agradecía su pelaje blanco.
Aquel día había sido tan brutal como cualquiera desde que la estación había cambiado: el día en que toda su familia fue asesinada a manos de un grupo de aventureros.
Schnee sabía que solo su buena fortuna la había salvado. No, detestaba llamar «bueno» a ese giro del destino. Para cuando se enteró de lo ocurrido, ya era demasiado tarde.
Había estado trabajando. El calor del día la había dejado exhausta, así que había tomado una siesta rápida en lo alto de una torre al otro lado de la ciudad, disfrutando del alivio de la brisa vespertina. Cuando regresó al Sendero del Alcantarillado al día siguiente, vio la sangre y los cuerpos.
Schnee lo había perdido todo en una sola noche. El lugar más seguro y cómodo para descansar, junto a su familia… no quedaba nada.
No hacía falta ser una informante talentosa para reconstruir la historia. Cuando llegó a la verdad, casi deseó que hubiera sido más difícil; al menos así podría haberse enterrado en el trabajo. Bastó con dar una rápida vuelta por el vecindario para comprobar si había sobrevivientes, mientras observaba a la gente de las casas vecinas asomarse por las ventanas para espiar la escena.
La causa del incidente era dolorosamente, desgarradoramente trivial. Otro informante que trabajaba en Marsheim había hecho un pésimo trabajo, por decirlo suavemente.
Varias familias de mercaderes habían sido robadas y sus tiendas incendiadas. El incendio provocado acarreaba castigos severos para personas de cualquier clase. Es más, los fuegos no habían sido más que una cortina de humo para los asesinatos cometidos en su interior. El gobierno había dictado la sentencia de forma clara, severa y pública, para ejecutarla en el momento en que se encontrara a los culpables; la Asociación de Aventureros también se sumó, ofreciendo la principesca suma de treinta dracmas por el grupo, vivos o muertos. Era más que suficiente para encender el entusiasmo del aventurero promedio.
Y de entre todos los aventureros que habían salido de debajo de las piedras para dar con el culpable o los culpables, un grupo acudió a un informante que, a falta de una idea mejor, los señaló hacia el Sendero del Alcantarillado. Su gente. Su hogar.
Schnee sabía que todos, salvo los niños del Sendero del Alcantarillado, tenían antecedentes criminales bien conocidos. Habían sido un chivo expiatorio fácil para un corredor de información en busca de un pago rápido. Su propia falta de previsión había enviado a toda su familia a una tumba prematura.
Los aventureros creyeron ciegamente al informante y atacaron el barrio sin molestarse siquiera en hablar con los residentes. La gente fue abatida indiscriminadamente mientras el grupo saqueaba las casas en busca de pruebas. Debían de estar convencidos de que las pruebas estaban allí. Después de todo, los culpables ya habían sido sentenciados al tajo; mejor, entonces, silenciar a la chusma para poder buscar los bienes robados en paz.
Y sin embargo, por más que buscaron, no encontraron ni el más mínimo indicio. La gente del Sendero del Alcantarillado era pobre, pero nunca tan pobre como para repetir viejos errores; desde luego, nada tan atroz como incendio, asesinato y robo a gran escala. No hacía falta decirlo: eran inocentes.
Todo lo que encontraron los aventureros fue un pequeño ahorro, guardado con esmero durante el verano para poder comprar leña cuando llegara el invierno.
Una sola mentira había acabado con toda una comunidad. Un vendedor de rumores incompetente y una jauría de asesinos crédulos con el aval del Estado le habían arrebatado a Schnee todo lo que amaba. Ni siquiera tuvo la catarsis de vengarse del informante: ya había muerto antes de que ella tuviera la oportunidad. Los aventureros habían entrado en pánico al no encontrar prueba alguna y, en un arrebato de locura, no se atrevieron a dejar con vida a un solo testigo. Eso incluía al informante insensato. Allí estaba, un hombre al que nunca había visto, tendido en un charco de sangre en el hogar de su familia, el rostro congelado en una expresión de absoluta incredulidad.
El mundo era un lugar cruel e injusto, al arrebatarle el principal objeto de su odio, su vida extinguida apenas unos instantes antes.
Schnee no estaba en condiciones de reclamar la poca justicia que le quedaba. Difícilmente podía compararse con una banda de asesinos profesionales fuera de control.
Y así, ante su familia muerta y todas las pruebas necesarias para comprender cómo se había perpetrado el crimen, no pudo hacer otra cosa que llorar, tal como lo había hecho el día en que la encontraron.
Sin embargo, el mundo no estaba hecho solo de lágrimas. A veces, cuando todo se pierde, algo nuevo es devuelto. Del mismo modo que la comunidad de aventureros le había arrebatado su hogar, también fue un aventurero quien le tendió una mano amiga en su momento más oscuro.
—No aconsejaría dejar a estas pobres almas así. Deberíamos darles una despedida adecuada.
—¿Quién… ere’ tú?
—Mi nombre es Fidelio. Fidelio de Eilia. Soy un aventurero.
Quien se había plantado ante la llorosa Schnee era un joven santo, Fidelio. Aún no era el Fidelio de la leyenda. Todavía no había vivido su célebre noche de justicia recta. Por las mangas deshilachadas y la lanza sencilla que portaba, parecía, siendo francos, un clérigo bastante desaliñado.
Fidelio, el santo cuyo corazón virtuoso lo había distinguido de cualquier parroquia, mostró su bondad a través de sus actos: recogió los cuerpos, que ya empezaban a descomponerse tras medio día bajo el sol implacable, y los trasladó a un terreno vacío.
—Un grupo bastante exaltado de jóvenes había salido de la Asociación, hablando de haber dado con un encargo importante, pero ninguno regresó —dijo Fidelio mientras trabajaba—. Me pareció extraño, así que vine a ver la situación por mí mismo. Pensar que acabaría así…
Los bubastisianos no eran precisamente la gente más robusta, de modo que Schnee solo pudo observar a Fidelio cargar con los cuerpos, incapaz de ayudarle. Para cuando terminó de reunirlos todos en un mismo lugar, ya era de noche. Estaba cubierto de sudor y suciedad. El sudor era inevitable con aquel calor, pero Fidelio se mantuvo firme mientras la sangre y las entrañas de las pobres almas que transportaba lo manchaban.
Durante todo ese tiempo, el joven aventurero no murmuró ni una sola queja, ni trató los cuerpos con menos cuidado del que merecían. Después de todo, Fidelio sabía mejor que nadie que los cuerpos de los fallecidos no eran cosas impuras. Los ritos funerarios se realizaban tanto por los muertos como por los vivos que quedaban atrás.
Mientras cargaba con su peso, Schnee le había contado lo ocurrido. Su voz vacilaba. De vez en cuando se quebraba a mitad de una frase. Jamás se habría comportado así frente a un cliente. El corazón de Fidelio ardía mientras escuchaba el relato. El santo sabía muy bien cuánta arrogancia hacía falta para ofrecer consuelo o lástima; aquello era demasiado atroz. Incluso él, un extraño que había llegado por casualidad, sabía que nada de lo que dijera podría llenar jamás el vacío en el alma de Schnee.
Aun así, le dolía no decir nada en absoluto. Había venido por un impulso, y lo que había visto superaba lo peor que habría podido imaginar. La gente lo habría llamado insensible y cruel por guardar silencio. Era, sin duda, una dura prueba para el santo que se esforzaba por vivir rectamente, difundir el credo y construir un mundo mejor.
Pese a todo, ni siquiera el Dios de las Pruebas imponía cargas semejantes sin conceder algún tenue atisbo de esperanza.
—Odio ser yo quien te diga esto, pero no creo que las autoridades destinen mucha mano de obra a investigar lo ocurrido, —dijo Fidelio—. La verdad, cualquier cantidad me sorprendería.
Los guardias de Marsheim estaban ahí solo para aparentar, dicho sin rodeos. En muchos casos, los aventureros llenaban ese vacío, pero era un triste hecho de la vida que muchos ciudadanos de Marsheim, por lo general los más pobres, quedaban abandonados a su suerte. Eso se multiplicaba en el caso de los parias sociales del Sendero del Alcantarillado. La guardia local no solo se negaría a investigar, sino que cualquier queja o petición al respecto caería en oídos sordos.
Ni un solo guardia había acudido a investigar las muertes, pese a que casi un día entero había pasado desde el incidente que las provocó. No hacía falta decir que quienes vivían cerca habían presentado, como mucho, uno o dos informes que fueron simplemente ignorados.
No había gloria ni recompensa que obtener de una investigación. Los hechos eran claros: nadie a quien le importara tenía poder, y nadie con poder se preocupaba.
Incluso la Asociación de Aventureros —dirigida entonces por la predecesora de Maxine, cuando ella aún era solo subgerente— no quería verse asociada con incidentes tan comprometedores, de modo que había pocas esperanzas de que actuaran de forma proactiva.
Solo habría dado lugar a algún escándalo si existiera una parte perdedora . En este caso, no la había: todos los que podían haber perdido algo estaban muertos. Mientras Schnee mantuviera la boca cerrada, todos podrían seguir adelante como si nada hubiera pasado. Los aventureros insensatos recibirían su merecido castigo, así que lo más prudente para ella sería evitar perder prestigio.
Al fin y al cabo, todas las víctimas estaban por debajo de cualquier consideración. Había sido un accidente . Se ofrecieron condolencias. Este era un vicio arraigado en la burocracia de Marsheim, pero la muerte de exconvictos no merecía siquiera ser etiquetada como un crimen.
Incidentes así no eran raros. No era en absoluto inédito que un soplo erróneo provocara algunas bajas civiles; a veces, unos cuantos necios sanguinarios lideraban una redada que no debían y acumulaban daños colaterales. Este no era un mundo justo, y, puestos a elegir entre castigar al infractor ocasional o proteger vidas, el Imperio escogía lo primero cada vez. A menos que uno tuviera el poder de alzarse y hacer algo al respecto, todo se barría bajo la alfombra como si nunca hubiera ocurrido.
—Puede que sea un aventurero, pero ante todo soy sacerdote del Dios del Sol, —dijo Fidelio—. Su palabra es muy clara en este asunto: no hay luz que no proyecte una sombra; los justos no tienen lugar sin un mal que conquistar.
—Es un lema bastante cruel, —respondió Schnee.
—Si no reclamas tú mismo tu justicia, quienes se sacian del mal acabarán inevitablemente en libertad. No somos ni omniscientes ni omnipotentes. Quizá lo único que nos quede sea la meditación y la iluminación.
El Dios Sol —y en tiempos antiguos incluso todos los dioses buenos del mundo— veía el sufrimiento mortal como el precio de entrada al lugar de cada cual en el mundo. Lloraras o te postraras, los dioses no hacían más que insistir en que los asuntos humanos debían ser gestionados por los propios humanos, salvo en aquellas situaciones que los dioses no podían permitirse ignorar.
Algunos llamaban a esas condiciones cosmológicas un estado de libertad absoluta. Otros denunciaban a los panteones por su irresponsabilidad. Sin embargo, el hecho seguía siendo el mismo: los humanos eran los árbitros de sus propios caminos.
—He oí’o que en lo’ mito’ lo’ diose’ no’ crearon a nosotros, la gente, Su’ último’ hijo’, a partir de to’as Su’ mejore’ cualidade’. A la lu’ d’eso, to’ e’to no parece má’ que una bofetá fría en la cara. E’ una maldita vergüenza pensar que criatura’ con lo mejor de lo’ diose’ pue’an hacer… to’ esto.
Algunos habrían crucificado a Schnee por su blasfemia, pero había gente de la fe que no cerraba los ojos ante las crueles realidades del mundo. Entendían que el mundo estaba lleno de sufrimiento, que las personas no eran iguales —algunas razas estaban destinadas a ser más débiles que otras, o solo recibían vidas más cortas— y veían con claridad dónde recaía la culpa.
Fidelio era una de esas personas. No recitaba ciegamente los pasajes de las escrituras de su dios; la fe verdadera exigía un pensamiento más agudo y una comprensión más profunda y estudiada de la sustancia de su credo. No podía decirle nada a aquella pobre laica que increpaba a los dioses por dejar a la gente de este mundo con su sufrimiento inherente.
Fidelio creía que los dioses no querían escribir la historia de un mundo en el que todos vivieran en paz y felicidad sin complicaciones. No: querían crear un mundo en el que quienes lo habitaran comprendieran la pesada responsabilidad que conllevaba la vida misma.
—Quiero decir, e’ verda’ que to’a mi gente… hizo cosa’ mala’. Ello’ lo sabían mejor que nadie. Pero… es demasia’o pa’ que yo lo soporte, ¿sabe’? Los diose’ de verdad son cruele’… —dijo Schnee.
Fidelio era un devoto creyente del Dios Sol, pero no sentía ningún deseo de sermonear a aquella pobre joven. Los dioses parentales habían creado este mundo como un lugar que permitiría pasivamente la tragedia; que, de hecho, generaría la tragedia como un hecho ineludible de la existencia, y la razón detrás de esa intención era demasiado grandiosa, una verdad demasiado lejana incluso para el teólogo más sabio.
Los bubastisianos no solían derramar lágrimas en tiempos de tristeza, pero aun así Schnee lloró.
Como simple mortal, Fidelio decidió que cumplir con su papel era la única forma en que podía traerle algo de paz.
—Oh Sol, Gran Padre de nosotros, pobres y humildes seres… En el crepúsculo menguante de tus rayos brillantes, por favor escucha mi oración.
En el Imperio, los funerales siempre se celebraban al anochecer, cuando tanto el sol como la luna ocupaban el mismo espacio en los cielos. Ese fugaz periodo de alineación era el momento en que el poder de los dioses parentales —aquellos que regían el tiempo y la vida— alcanzaba su plenitud. No había instante más apropiado para que sus hijos, los mortales de este mundo, recibieran su despedida.
Fidelio dejó su lanza en el suelo y se arrodilló, rezando a la luz del atardecer que bañaba la cresta de la ciudad. No tenía báculo, pero su mano derecha, apoyada sobre el pecho, aferraba un sello sagrado. Hizo tintinear sus ornamentos.
En la mano izquierda llevaba una bolsa de incienso barato, que cargaba consigo en todo momento. Incluso sin su incensario, su dios respondió a la plegaria: se encendió con una llama que no quemaba al tacto. Mientras el heliotropo crepitaba en la palma del devoto del Dios Sol, el incienso empezó a arder, liberando un aroma dulce.
—Por estas personas que vivieron sus vidas al máximo, esforzándose en labores incesantes tal como el Sol asciende en el cielo, suplico que reciban Tu compañía eterna y un momento de reposo en el seno de nuestra Querida Madre Lunar.
Fidelio había colocado los cuerpos de todos los fallecidos con la cabeza orientada hacia el oeste, hacia el ocaso. En un funeral oficial, se habría arreglado su apariencia, se habría colocado junto a ellos algún objeto querido y, después, habrían sido incinerados o enterrados. Cada una de esas personas había vivido en la pobreza, así que debían recibir sus últimos ritos tal como estaban. La petición de milagro de Fidelio fue escuchada: tanto el Dios Sol como la Diosa de la Noche debieron sonreír ante aquel acto, aunque otro sacerdote quizá hubiera pensado lo contrario.
—Así como el Sol se pone en este día, del mismo modo que Tú te dispones a dormir, te ruego que concedas descanso y misericordia a estas almas. En nombre de Tus enseñanzas eternas, amén.
En respuesta a la oración de Fidelio, justo cuando el sol se ocultó tras el horizonte, en ese instante en que el cielo rojo se transformó en un azul profundo, los cuerpos estallaron en llamas.
Solo duró un momento. Milagros funerarios de ese tipo eran obra de los sacerdotes más devotos y de mayor rango. Un sacerdote de otro dios habría tardado treinta minutos en lograr lo mismo, incluso con una pira. En el caso de Fidelio, ocurrió y terminó en un parpadeo. Los cuerpos de aquellas pobres almas quedaron reducidos a cenizas antes de que Schnee recordara respirar.
—Ooh… mi familia…
—Tuvieron un final inesperado. Que te sirva de pequeño consuelo saber que sus almas serán guiadas sin falta hasta mi Dios.
Ninguno de los dos lo sabría, pero en un mundo muy lejano al suyo existía una religión que creía que, cuando las almas de los más virtuosos iban al cielo, quedaban exentas del viaje tras la muerte y eran recibidas directamente por su dios. La escena ante ellos era bastante similar.
Sin embargo, aquello no estuvo exento de un precio. La petición había requerido una obstinación considerable por parte del sacerdote. Fidelio mantendría este secreto para Schnee, pero durante los diez días siguientes se impondría una prueba personal: permanecer sin dormir y mantenerse en pie todo ese tiempo.
—Ahora… lo único que queda es decidir qué hacer con tu alma, —dijo Fidelio.
—¿La mía? —respondió Schnee.
—Sí. Tu deseo de venganza te llevó a las lágrimas. Pero aquellos a quienes deseas castigar probablemente ya hayan recibido un castigo considerable en el regazo de los dioses.
El sacerdote señaló los montones de ceniza que antes habían sido una comunidad; curiosamente, pese a la brisa vespertina, permanecían inmóviles, revelando que el cuerpo del informante, muerto en el arrebato de los aventureros, había quedado sin quemar.
El gesto de Fidelio, con toda probabilidad, no era una invitación a rezar por él.
—Ellos siguen ahí fuera, esos necios a los que detesto llamar colegas de oficio, —continuó Fidelio—. ¿Qué harás con ellos?
Schnee quiso ceder a su tristeza y a su rabia y abatirlos como ellos habían hecho con su familia, pero al ver lo que el sacerdote había hecho por los suyos, comprendió algo.
—Voy a cobrar mi venganza. Eso’ necio’ no son digno’ de caminar bajo el calor del sol ni bajo el fre’cor de la luna.
—Entonces…
Schnee interrumpió a Fidelio. Supuso que estaba a punto de anunciar que se uniría a ella. Pero Schnee era una informante: tenía su propia manera de vengarse.
—Voy a dejar bien claro ha’ta el último detalle de lo que pasó. Lo’ que hicieron e’to y lo’ que miraron hacia otro lado… todo’ van a confesar lo que hicieron y a pedir perdón por ello.
Schnee juró sacar a la luz cada mentira descarada y cada verdad fea que había conducido a aquel momento. Identificaría a todos y cada uno de los aventureros que hubieran tenido parte en aquella tragedia vil y dejaría que la oleada de desprecio público que sin duda seguiría los consumiera. En cuanto a quienes apartaran la mirada, a quienes lo despacharan todo como demasiado pesado de soportar, los aniquilaría a su manera, castigándolos por no haber hecho lo correcto cuando tuvieron la oportunidad.
No era excusa decir que no lo sabían . La ignorancia voluntaria era un crimen en sí misma. Elegir la solución más fácil sin pensar en los horrores que podía acarrear era caer a lo más bajo.
Schnee repartiría un castigo digno de sus crímenes. Los arrojaría a un infierno en vida. Cuando regresara a su oficio, lo haría sabiendo que había encarnado las más altas virtudes de la profesión.
—Crecí bendecida por su’ enseñanza’: no robar, no ser violenta, no hablar mal de la gente, no hacer na’ de lo que tuviera que avergonzarme. Si lo’ matara, ya fuera con mi’ propia’ mano’ o por medio de otro’, lo’ míos estarían e’cupiendo clavo’ y fuego infernal.
El único camino posible para Schnee debía ser uno que solo los verdaderamente malvados pudieran poner en duda.
—Muy bien. Tienes un corazón realmente firme.
—No soy fuerte en absoluto… simplemente no pue’o soltar lo que me enseñaron bien. Pero voy a intentar dar lo mejor de mí para asegurarme de que nada como e’to vuelva a pasar. Así, apue’to a que me dirán «bien hecho» en el momento en que cambie de pelaje y pase a una nueva vida.
El sacerdote laico del Dios Sol guardó silencio. Aunque no podía reconciliarlo del todo con su propia fe, conocía lo bastante bien el credo bubastisiano, y él también había visto en los señores gato cierta chispa de lo divino. Incluso había oído que el calamitoso gran lobo, envuelto en el gran manto de la casa imperial, exudaba su propia aura divina. El mundo era más vasto de lo que cualquier noción aislada podía abarcar; si las creencias de ella le daban paz, Fidelio no tenía motivo para quejarse. Era un defensor de su religión y de sus virtudes, pero el proselitismo era ir demasiado lejos.
—Buen punto. Supongo que debería asegurarme de que mis propias redes de información sean tan fiables como las tuyas, —respondió Fidelio—. Y si sirve de algo, aplastaré a cualquiera que me encuentre vendiendo información basura.
La informante rio.
—¿Qué pasa? ¿Ayuda’ a una chica porque tiene’ cuenta’ pendientes con la’ autoridade’?
—Mi brújula moral es mía. Ningún Estado ocupa un lugar más alto que el sol y el mundo que ilumina. Ahora bien, hay alguien a quien deberías conocer. Es una trabajadora incansable de la Asociación, y tiene las canas para demostrarlo. Ella pondrá tu historia en orden frente a la burocracia.
—Ja, eso sí que suena a fie’ta. Dale un poco más de tiempo a su pelo y seremo’ uña y carne.
Schnee estaba segura de que su familia aprobaría estos métodos.
Había perdido su hogar, y nunca volvería. Pero aún quedaban lugares en la ciudad donde podía echar una siesta en paz. Sería su labor protegerlos de los estragos causados por todos los demás mentirosos y asesinos cobardes.
—Ngh…
Schnee sintió cómo su consciencia volvía a salir a la superficie. Los últimos restos de aquel sueño sobre su pasado se desvanecieron ante la escena que tenía delante. Era de noche, y la habitación estaba iluminada por la luz de las velas. El cielo era una mezcla de carmesíes y azules marinos, igual que la noche en que había nacido.
—Ahh… Supongo que sigo viva, ¿eh…?
Todo el dolor que había pasado inconsciente se manifestó de golpe, pero no era nada comparado con el cansancio que la mantenía clavada a la cama. Schnee esbozó una sonrisa suavemente cansada al darse cuenta de que, una vez más, la vida seguiría adelante.
Hacía ya mucho tiempo había recogido las cenizas de su familia, las había colocado en una urna y las había enterrado en el hogar que los había reunido a todos, con una sencilla lápida como marcador. Desde la distancia, casi podía oírlos decir: «Aún no es tu hora». Cuando se había arrastrado por aquel solar lleno de basura, había pensado que su momento había llegado. La herida le palpitaba y el cuerpo le dolía de puro agotamiento tras la persecución interminable, pero ahí estaba. Su cuerpo se sentía tan pesado que no parecía el suyo, pero su corazón seguía obligando a la sangre a correr por sus venas.
El sueño había sido agridulce. Se suponía que tu vida pasaba ante tus ojos justo antes de morir , no cuando apenas lograbas aferrarte a ella.
Schnee suspiró.
—No sirve… Todavía tengo que acumular má’ buena’ accione’, ¿eh…?
Schnee había obtenido información valiosa, y era una bendición haber sobrevivido, porque en ese momento no había tenido la lucidez para anotarla. Aun así, sentía un cansancio inmenso ante la idea de tener que seguir adelante otro día más. Había trabajado en varios casos que en el pasado habían salvado la hegemonía del margrave, pero hacía tiempo que no se enfrentaba a un mal y un rencor tan profundos.
—Maldito sea’, Fidelio…
De entre todos los nuevos aventureros de Marsheim, tenía que pedirle precisamente que se hiciera amiga de ese .
La primera vez que Schnee posó los ojos en el aventurero de cabello dorado, había percibido un aura similar a la de Fidelio. La única diferencia era que sentía que ni siquiera nueve vidas bastarían para cargar con las enormes desgracias de aquel hombre.
Y eso no era todo. Tanto Fidelio como Ricitos de Oro eran fervorosos en su búsqueda de la justicia, pero mientras Fidelio se imponía a sí mismo restricciones interminables para encarnar sus ideales, Erich parecía dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de alcanzar los fines que consideraba correctos.
No… eso no era del todo exacto, le decían los sentidos felinos de Schnee.
Tal vez Fidelio y Erich tenían objetivos completamente distintos.
Si no, ¿por qué él, un novato insignificante de color naranja-ambar, decidiría fundar un clan y arrastrarla a aquel mundo de peligro y subterfugios? El tipo normal de principiante que llegaba a Marsheim conocía su lugar: corría llorando hasta Fidelio para que arreglara las cosas y pedía un trabajo que de verdad fuera adecuado para él.
Schnee dejó escapar un pequeño bostezo mientras reflexionaba sobre la propensión de Erich al caos. Aun así, volvió en sí con rapidez. Desde aquel día, había sabido que había elegido una vida que traía más pérdidas que ganancias. Si empezaba a quejarse ahora, ¿cómo iba a reunir suficientes buenas acciones para presentar cuando cambiara de pelaje?
Schnee intentó moverse, en vano. Estaba demasiado molida y demasiado cargada de analgésicos. Trató de estirar el cuello para observar mejor su situación. En la mesilla de noche había una jarra de agua, un vaso y una pequeña campanilla de latón. Atado a ella había un papelito que decía: «Tócala cuando despiertes». La letra era claramente de Ricitos de Oro.
—Caray, e’tá bien, e’tá bien… Sí que me salvó el pellejo, así que al meno’ debería enseñarle lo que descubrí.
La cama no estaba mal, pero no era del todo del gusto de Schnee. Reprimió su impulso felino de holgazanear y tocó la campana.
[Consejos] La violencia es la forma más simple de resolver una situación. Sin embargo, si el objetivo de tu violencia está mal elegido, puedes pasar de aventurero a criminal en un instante. Un PJ íntegro debería tener cuidado de notar que no toda la información proporcionada por el Maestro del Juego debe tomarse al pie de la letra.
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